Historia de don Gastón de Cogollos y de doña Elena de Galisteo.
RESTO hará cuatro años que salí de Madrid para Coria a ver a mi tía doña Leonor de Lajarilla, una de las más ricas viudas de Castilla la Vieja y de quien soy único heredero. Apenas llegué a su casa, cuando el amor vino a turbar mi sosiego. Me puso en un cuarto cuyas ventanas daban enfrente de las celosías de una señora a quien fácilmente podía ver, pues eran muy claras y la calle estrecha. No desprecié esta proporción, y me pareció tan bella mi vecina, que quedé apasionado de ella. Se lo manifesté prontamente, con miradas tan vivas que no podían equivocarse. Ella lo conoció, pero no era de aquellas señoritas que hacen gala de semejante observación, y todavía correspondió menos a mis señas.
»Quise saber el nombre de aquella peligrosa persona que tan prontamente trastornaba los corazones, y supe se llamaba doña Elena, que era hija única de don Jorge de Galisteo, que poseía a algunas leguas de Coria una hacienda de mucho producto; que se le presentaban frecuentemente buenos partidos, pero que su padre los despreciaba todos, con la mira de casarla con don Agustín de la Higuera, su sobrino, el que, con la esperanza de este casamiento, tenía libertad de ver y hablar todos los días a su prima. No me desalenté por eso; antes bien, se aumentó en mí el amor, y el orgulloso placer de desbancar a un rival, amado quizá, me excitó más que mi amor a llevar adelante mi empresa. Continué, pues, mirando cariñosamente a mi Elena. Envié también emisarios a Felicia, su criada, para solicitar su mediación. Hice igualmente hablar por señas a mis dedos. Pero estas demostraciones fueron inútiles. La misma respuesta tuve de la criada que del ama: ambas se mostraron duras e inaccesibles.
»Viendo que rehusaban responder al lenguaje de mis ojos, recurrí a otros intérpretes. Puse gente en campaña para descubrir si Felicia tenía algún conocimiento en la ciudad, y llegué a saber que su mayor amiga era una señora anciana llamada Teodora y que se visitaban con frecuencia. Alegre con esta noticia, busqué a Teodora, a quien obligué con dádivas a servirme. Se interesó por mí y me ofreció facilitarme en su casa una conversación secreta con su amiga, promesa que cumplió al día siguiente.
»“Ya dejo de ser desgraciado —dije a Felicia—, pues mis penas han excitado tu piedad. ¿Qué no debo a tu amiga por haberte inclinado a que me des la satisfacción de hablarte?”. “Señor —me respondió—, Teodora es dueña de mi voluntad. Me ha hablado por usted, y si pudiera yo hacerle fehz, bien presto conseguiría sus deseos; pero, con toda esta buena voluntad, no sé si podré seros de gran provecho. No quiero lisonjear a usted; su empresa es muy difícil. Usted ha puesto los ojos en una señorita cuyo corazón es de otro. ¡Y qué señorita! Es tan disimulada y altiva, que si usted con su constancia y obsequios consigue merecerle algunos suspiros, no piense que su altanería le dé la satisfacción de demostrárselo”. “¡Ah mi amada Felicia! —prorrumpí con dolor—. ¿Para qué me expresas todos los obstáculos que tengo que vencer? Estas circunstancias me atraviesan el alma. ¡Engáñame y no me desesperes!”. Dicho esto, y cogiéndole una mano, le puse en el dedo un diamante de trescientos doblones, diciéndole al mismo tiempo cosas tan tiernas que la hice llorar.
»La persuadieron tanto mis palabras y quedó tan contenta con mi generosidad, que no quiso dejarme sin consuelo, y allanando un poco las dificultades me dijo: “Señor, lo que acabo de decir a usted no debe quitarle toda esperanza. Es verdad que su rival no es aborrecido. Viene a casa a ver con libertad a su prima; le habla cuando quiere, y esto es lo que favorece a usted. La costumbre que tienen de estar ambos juntos todos los días entibia un poco su trato. Me parece que se separan sin pena y se vuelven a ver sin gusto. Se podría decir que están ya casados. En una palabra, no parece que mi ama tiene una ciega pasión a don Agustín. Por otra parte, hay mucha diferencia de sus prendas personales a las de usted, y esta particularidad no la observará inútilmente una señorita de tan delicado gusto como doña Elena. No se acobarde usted; continúe su galanteo, que yo no dejaré pasar ninguna ocasión de hacer valer a mi ama lo que usted se esmera en agradarle y, por más que disimule, descubriré su interior al través de sus disimulos”.
»Después de esta conversación, Felicia y yo nos separamos muy satisfechos uno de otro. Yo me dispuse de nuevo a obsequiar en secreto a la hija de don Jorge; díle una música, en la cual una bella voz cantó los versos que usted ha oído. Acabado el concierto, la criada, para sondear a su ama, le preguntó si se había divertido. “La voz —dijo doña Elena— me ha gustado”. “Y las palabras que ha cantado, ¿no son muy expresivas?”. “De eso es —dijo la señora— de lo que no he hecho aprecio alguno, atendiendo sólo al canto; ni se me da nada el saber quién me ha dado esta música”. “Según eso —exclamó la criada—, el pobre don Gastón de Cogollos está muy lejos de merecer la atención de usted, y es muy loco en gastar el tiempo en mirar nuestras celosías”. “Puede ser que no sea él —dijo el ama fríamente—, sino algún otro caballero que con este concierto ha querido declararme su pasión”. “Perdone usted —respondió Felicia—. Está usted muy engañada; es el mismo don Gastón, porque esta mañana ha llegado a mí en la calle y suplicado diga a usted de su parte que le adora a pesar de los rigores con que paga su amor, y que, en fin, se tendrá por el hombre más feliz si le permite acreditar su ternura con sus obsequios y atenciones. Estas expresiones —continuó— denotan bien que no me engaño”.
»La hija de don Jorge mudó repentinamente de semblante, y mirando con aire severo a su criada le dijo: “¿Cómo tienes atrevimiento para propasarte a contarme esa necia conversación? ¡No te suceda otra vez el venirme con semejantes impertinencias! ¡Y si ese temerario tiene todavía la osadía de hablarte, te mando le digas se dirija a otra persona que haga más caso de sus galanteos y que elija un pasatiempo más decente que el de estar todo el día a la ventana observando lo que hago en mi cuarto!”.
»La segunda vez que vi a Felicia me dio cuenta puntual de todas las circunstancias de esta conversación, y para persuadirme de que mi pretensión no podía ir mejor, aseguraba que aquellas palabras no se debían tomar al pie de la letra. Por lo que a mí toca, que procedía sencillamente y no creía se pudiese explicar el texto en mi favor, desconfiaba de los comentarios que ella hacía. Se burló de mi desconfianza, pidió papel y tinta a su amiga y me dijo: “Señor mío, escriba usted prontamente a doña Elena como un amante desesperado. Píntele vivamente sus penas y sobre todo laméntese de la prohibición de asomarse a la ventana. Prométale usted que obedecerá su precepto, pero asegúrele que le costará la vida; pinte usted esto tan lindamente como ustedes los caballeros saben hacerlo, y lo demás queda a mi cuidado. Espero que las resultas harán a mi penetración más honor del que usted le hace”.
»Yo hubiera sido el primer amante que encontrando tan oportuna ocasión de escribir a su dama la hubiera desaprovechado. Compuse una carta muy patética, y antes de cerrarla se la enseñé a Felicia, quien, después de haberla leído, se sonrió, y me dijo que si las mujeres sabían el arte de encaprichar a los hombres, en recompensa, no ignoraban ellos el de embobar a las mujeres. La criada tomó el billete, asegurándome que si no producía buen efecto no sería culpa de ella; me encargó mucho tuviese gran cuidado de no dejarme ver a la ventana por algunos días y se volvió al momento a casa de don Jorge.
»“Señora —dijo a doña Elena cuando llegó—, he encontrado a don Gastón. Ha venido a hablarme y me ha tenido una conversación muy lisonjera. Me ha preguntado temblando, y como un reo que va a oír su sentencia, si había hablado a usted de su parte. Yo, por no faltar a vuestras órdenes, no le he dejado proseguir y le he hartado de injurias y le he dejado aturdido de ver mi enojo”. “Me alegro —respondió doña Elena— que me hayas librado de ese importuno; pero para eso no había necesidad de hablarle descortésmente. Siempre es preciso que una doncella tenga agrado”. “Señora —replicó la criada—, a un amante apasionado no se le aleja con palabras suaves, pues vemos que ni aun se consigue este fin con enojo y furor. Don Gastón, por ejemplo, no se ha desanimado. Después de haberle llenado de improperios, como he dicho, fui a casa de vuestra parienta, adonde me habéis enviado. Esta señora, por mi desgracia, me ha detenido mucho tiempo; digo mucho tiempo, porque a la vuelta he encontrado otra vez al mismo. Yo no esperaba verle más, y su vista me ha turbado tanto, que mi lengua, pronta en todas ocasiones, no ha podido en ésta pronunciar una palabra”. “Pero y entretanto, ¿qué ha hecho él?”. “Aprovechándose de mi silencio, o más bien de mi turbación, me ha metido en la mano un papel, que he guardado sin saber lo que me hacía, y desapareció al momento”.
»Dicho esto sacó del seno mi carta y se la entregó en tono de chanza a su ama, quien la tomó como por diversión, la leyó con todo y después hizo la reservada. “En verdad, Felicia —dijo seriamente a su criada—, que eres una loca en haber recibido este billete. ¿Qué podrá pensar de esto don Gastón y qué debo creer yo misma? Tú me das motivo con tu conducta para que desconfíe de tu fidelidad y a él para que sospeche que correspondo a su inclinación. ¡Ay de mí! Puede ser que en este instante crea que leo y releo con gusto sus expresiones. ¡Ve aquí a qué afrenta expones mi altivez!”.
»“De ninguna manera, señora —le respondió la criada—; él no puede pensar de esta suerte, y, caso que así fuese, pronto sabrá lo contrario. Le diré la primera vez que le vea que he enseñado a usted su carta, que usted la ha mirado con la mayor indiferencia y que sin leerla la ha hecho usted pedazos con un frío desprecio”. “Libremente puedes afirmarle —repuso doña Elena— que yo no la he leído, porque me hallaría muy apurada si tuviera que decir dos palabras”. La hija de don Jorge no se contentó con hablar en estos términos, sino que aun rasgó mi billete y prohibió a su criada hablarle jamás de mí.
»Como yo había prometido no galantearla desde mis ventanas, porque mi vista desagradaba, las tuve cerradas muchos días para que mi obediencia mereciese más aprecio; pero en desquite de mis señas, que me estaban prohibidas, me dispuse a dar músicas a mi cruel Elena. Fuíme una noche debajo de su balcón con los músicos, cuando un caballero con espada en mano turbó el concierto dando de golpes a los instrumentistas, quienes inmediatamente huyeron. El coraje que animaba a este atrevido despertó el mío, y arrojándome a él para castigarle, principiamos un reñido combate. Doña Elena y su criada oyen el ruido de las espadas, miran por las celosías y ven dos hombres que riñen. Dan grandes gritos; obligan a don Jorge y a sus criados a que se levanten inmediatamente y acuden con muchos vecinos a separar a los combatientes; pero ya llegaron tarde. Sólo encontraron en el sitio a un caballero nadando en su sangre y casi sin vida y conocieron que era yo el desgraciado. Me llevaron a casa de mi tía y se llamaron los cirujanos más hábiles de la ciudad.
»Todo el mundo se compadeció de mí, y especialmente doña Elena, que entonces descubrió el interior de su corazón. Su disimulo se rindió al sentimiento y ya —¿lo creerá usted?— no era aquella señora que tanto se preciaba de no hacer caso de mis obsequios, sino una tierna amante que se entregaba sin reserva a mi olor, y así, el resto de la noche lo pasó llorando con su criada y maldiciendo a su primo don Agustín de la Higuera, a quien ellas creían autor de sus lágrimas, como en efecto él era quien había interrumpido la música tan funestamente. Tan disimulado como su prima, había conocido mi intención y nada había dicho de ella, e imaginando que Elena me correspondía había hecho esta acción tan violenta para mostrar que era menos sufrido de lo que se pensaba. No obstante, este triste accidente se olvidó poco tiempo después por la alegría que sobrevino. Aunque mi herida era peligrosa, la habilidad de los cirujanos me sacó a salvo. Todavía no salía yo, cuando doña Leonor, mi tía, fué a verse con don Jorge y le propuso mi casamiento con doña Elena. Consintió en este enlace, tanto más gustoso cuanto que entonces miraba a don Agustín como a un hombre a quien quizá no volvería a ver más. El buen viejo recelaba que su hija tendría repugnancia a casarse conmigo a causa de que el primo la Higuera había tenido la libertad de visitarla mucho tiempo para granjear su cariño; pero se mostró tan dispuesta a obedecer en este punto a su padre, que de aquí podemos inferir que en España, como en todas partes, es afortunado con las mujeres el último que llega.
»Luego que pude hablar a solas con Felicia, supe hasta qué extremo había afligido a su ama el desgraciado suceso de mi pasada pendencia. De modo que, no dudando ya ser el Paris de mi Elena, bendecía yo mi herida, pues había tenido tan buenas consecuencias para mi amor. Obtuve permiso del señor don Jorge para hablar a su hija en presencia de la criada. ¡Qué gustosa fué esta conversación para mí! Tanto supliqué y de tal manera insté a la señorita a que me dijese si su padre violentaba su inclinación concediéndome su mano, que me confesó que no la debía solamente a su obediencia. A vista de esta halagüeña declaración, sólo pensé en agradar y en inventar galanteos mientras llegaba el día de la boda, que había de celebrarse con una magnífica cabalgata, en que toda la nobleza de Coria y sus cercanías se preparaban para lucirlo.
»Di con este fin un gran banquete en una hermosa casa de recreo que tenía mi tía cerca de la ciudad del lado de Monroy. Don Jorge y su hija concurrieron con todos sus parientes y amigos. Se había dispuesto por mi orden un concierto de voces e instrumentos y hecho venir una compañía de cómicos de la legua para que representaran una comedia. Cuando estábamos a mitad de la comedia entraron a decirme que estaba en la antesala un hombre que quería hablarme de un negocio muy interesante para mí. Me levanté de la mesa para ir a ver quién era y me encontró con un desconocido, que me pareció ser un ayuda de cámara, el que me entregó un billete, que abrí, y contenía estas palabras: “Si estimáis el honor como debe un caballero de vuestra Orden, no dejéis mañana por la mañana de ir a la llanura de Monroy, en donde encontraréis a un sujeto que quiere daros satisfacción de la ofensa que os ha hecho y poneros, si puede, fuera de estado de casaros con doña Eleana.— Don Agustín de la Higuera”.
»Si el amor tiene mucho imperio sobre los españoles, el pundonor tiene todavía más. No pude leer el billete con ánimo tranquilo. Al solo nombre de don Agustín se encendió en mis venas un fuego que casi me hizo olvidar las obligaciones indispensables de aquel día. Tuve tentaciones de evadirme de la concurrencia para ir inmediatamente en busca de mi enemigo. No obstante, me contuve, temiendo turbar la función, y dije al que me había traído la carta: “Amigo mío, podéis decir al caballero que os envía que deseo demasiado renovar con él el combate para no hallarme mañana, antes que salga el sol, en el sitio que me señala”.
»Después de haber despachado al mensajero con la respuesta volví a reunirme con mis convidados y me senté a la mesa, disimulando de modo que ninguno sospechó lo que me pasaba, y lo restante del día aparenté estar entretenido como los otros con la diversión de la fiesta, la cual se acabó a media noche. La concurrencia se separó y todos se retiraron a la ciudad del mismo modo que habían venido, menos yo, que me quedó con pretexto de tomar el fresco la mañana siguiente, pero no era por otro motivo sino para acudir más pronto al sitio de la cita. En lugar de acostarme, aguardé con impaciencia a que amaneciera, e inmediatamente monté en el mejor caballo que tenía y partí solo, como para pasearme en el campo. Caminé hacia Monroy, en cuya llanura descubrí a un hombre a caballo que venía a mí a rienda suelta; yo hice lo mismo para ahorrarle la mitad del camino, y así, bien presto nos encontramos y vi que era mi rival. “Caballero —me dijo con insolencia—, vengo, a pesar mío, a pelear segunda vez con usted; pero la culpa es vuestra. Después del lance de la música debió usted renunciar voluntariamente a la hija de don Jorge o saber que si usted persistía en el designio de obsequiarla nuestros debates no habían cesado”. “Usted se ha ensoberbecido —le respondí— del logro de una ventaja que quizá debió menos a su destreza que a la obscuridad de la noche. Usted se olvida de que las victorias no son siempre de uno”. “Siempre son mías —replicó con arrogancia—, y voy a hacer ver a usted que así de día como de noche sé castigar a los atrevidos que estorban mis intentos”.
»A estas altaneras palabras sólo respondí echando pie a tierra, lo cual hizo también don Agustín. Atamos los caballos a un árbol y principiamos a reñir con igual denuedo. Confieso ingenuamente que tenía que pelear con un enemigo que sabía manejar las armas con más destreza que yo, no obstante mis dos años de escuela. Era consumado en la esgrima, y así, no podía exponer yo mi vida a mayor peligro. Sin embargo, como de ordinario sucede que al más fuerte le venza el más débil, mi rival recibió una estocada en el corazón, a pesar de su destreza, y cayó muerto.
»Volví al instante a la casa de recreo, en donde conté lo que había pasado a mi criado, cuya fidelidad conocía. Dijele después: “Mi amado Ramiro, antes que la justicia sepa el caso, toma un buen caballo y ve a informar a mi tía del suceso; pídele de mi parte dinero y joyas para mi viaje y ven a buscarme a Plasencia. En la primera hostería, como se entra en la ciudad, me encontrarás”.
»Ramiro evacuó su comisión con tanta presteza que llegó a Plasencia tres horas después que yo. Dijome que doña Leonor se había alegrado más que no afligido de un combate que reparaba la afrenta que había yo recibido en el primero y que me enviaba todo el oro y pedrería que tenía para que viajara cómodamente por países extranjeros mientras ella componía mi asunto.
»Para omitir las circunstancias superfluas, diré que atravesé por Castilla la Nueva para ir al reino de Valencia a embarcarme en Denia. Pasé a Italia, en donde me puse en estado de recorrer las cortes y presentarme en ellas con decencia.
»Mientras que lejos de mi Elena pensaba yo en engañar mi amor y tristezas lo más que me era posible, esta señora en Coria lloraba secretamente mi ausencia. En lugar de aplaudir las persecuciones de su familia contra mí por la muerte de la Higuera, deseaba, al contrario, cesasen por una pronta compostura y acelerasen mi regreso. Ya habían pasado seis meses, y creo que su constancia habría vencido siempre al tiempo si sólo hubiera tenido que luchar con éste, pero tenía todavía enemigos más poderosos. Don Blas de Cambados, hidalgo de la costa occidental de Galicia, pasó a Coria a recoger una rica herencia que le había disputado en vano don Miguel de Caprara, su primo, y se avecindó allí por haberle parecido aquel país más agradable que el suyo. Cambados era bien plantado, parecía afable y atento, siendo al mismo tiempo muy persuasivo. Presto hizo conocimiento con todas las gentes decentes de la ciudad y supo los asuntos de unos y de otros.
»No estuvo mucho tiempo sin saber que don Jorge tenía una hija cuya peligrosa hermosura parecía no inflamar a los hombres sino para su desgracia, cosa que excitó su curiosidad. Quiso ver a una señora tan temible, y habiendo buscado a este efecto la amistad de su padre, consiguió ganarla tan bien, que el viejo, mirándole ya como a yerno, le dio entrada en su casa, con permiso de hablar en su presencia a doña Elena. El gallego nada tardó en enamorarse de ella; esto era inevitable. Se declaró con don Jorge, quien le dijo que accedía a su pretensión, pero que no quería precisar a su hija, y que así, la dejaba dueña de la elección. En seguida se valió don Blas de todos los medios que pudo discurrir para agradarla; pero estaba tan prendada de mí, que no le dio oídos. Felicia, sin embargo, se había interesado por aquel caballero, habiéndola obligado éste con regalos a contribuir a su amor, y así, empleaba en ello toda su habilidad. Por otra parte, el padre ayudaba a la criada con reconvenciones, y, con todo, en un año entero no hicieron mas que atormentar a doña Elena, sin poder reducirla a olvidarme.
»Viendo Cambados que don Jorge y Felicia se empeñaban inútilmente por él, les propuso un arbitrio para vencer la obstinación de una amante tan apasionada. “Ved aquí —les dijo— lo que he pensado: fingiremos que un mercader de Coria acaba de recibir carta de un comerciante italiano, en la que, después de hablarle largamente de negocios de comercio, se leerán las palabras siguientes: “Poco tiempo hace que llegó a la corte de Parma un caballero español, llamado don Gastón de Cogollos. Dice ser sobrino y único heredero de una viuda rica de Coria, llamada doña Leonor de Lajarilla, y pretende casarse con la hija de un señor poderoso, pero no quieren aceptar su propuesta hasta haberse informado de la verdad, y tengo el encargo de preguntárselo a usted. Dígame, le suplico, si conoce a este don Gastón y en qué consisten los bienes de su tía. La respuesta de usted decidirá este enlace.— Parma, etc”.
»Esta trampa le pareció al viejo un juego y engaño perdonable en los enamorados; la criada, aún menos escrupulosa que el buen hombre, la aplaudió mucho. La ficción les pareció tanto mejor cuanto que conocían la altivez de Elena, la cual, como no llegara a sospechar el fraude, era una mujer capaz de resolverse a abrazar el partido que le proponían. Don Jorge tomó a su cargo el anunciarle por sí mismo mi inconstancia, y, para que pareciera la cosa más natural, hacerle hablar al mercader que había recibido de Parma la supuesta carta. Efectuaron el pensamiento como lo habían formado. El padre, alterado y aparentando enojo y despecho, le dijo: “Hija mía Elena, nada más te diré sino que nuestros parientes todos los días claman sobre que jamás permita entre en nuestra familia al homicida de don Agustín, y hoy tengo otra razón más poderosa para alejarte de don Gastón. ¡Avergüénzate de serle tan fiel! Es un voltario, un pérfido, y ve aquí una prueba cierta de su infidelidad: lee tú misma esa carta que un mercader de Coria acaba de recibir de Italia”. Asustada Elena, tomó el fingido papel, lo leyó, meditó sobre todas sus expresiones y se quedó absorta de la nueva de mi inconstancia. Un afecto de ternura le hizo después verter algunas lágrimas; pero recobrando presto su orgullo, las enjugó y dijo con entereza a su padre: “Señor, usted que ha sido testigo de mi flaqueza séalo también de la victoria que voy a conseguir sobre mí. ¡Ya se acabó! Don Gastón es ya despreciable a mis ojos; en él sólo veo al hombre más indigno de este mundo. ¡No hablemos más de él! ¡Vamos, nada me detiene ya! Dispuesta estoy a dar la mano a don Blas. ¡Ojalá que mi casamiento preceda al de aquel pérfido que tan mal ha pagado mi amor!”. Don Jorge, enajenado de alegría al oír estas palabras, abrazó a su hija, alabó la esforzada resolución que tomaba y, aplaudiéndose del feliz éxito de la estratagema, se dio prisa a cumplir los deseos de mi rival. De este modo me quitaron a doña Elena, la que se entregó precipitadamente a Cambados, sin querer escuchar al amor que le hablaba por mí en su corazón ni aun dudar un instante de una noticia que debiera haber encontrado menos credulidad en una amante. Impelida de su orgullo, sólo dio oídos a su vanidad, y el resentimiento de la injuria que imaginaba había yo hecho a su hermosura superó al interés de su amor. Sin embargo, pasados algunos días después de su casamiento, sintió algunos remordimientos de haberlo acelerado. Se le previno entonces que la carta del mercader podía haber sido fingida, y esta sospecha la inquietó; pero el enamorado don Blas no daba lugar a que su mujer alimentase ideas contrarias a su reposo y no pensaba mas que en divertirla, lo que conseguía con repetidos placeres que tenía arte para inventar.
»Ella parecía vivir muy gustosa con un esposo tan obsequioso y reinaba entre ambos una perfecta unión, cuando mi tía compuso mi asunto con los parientes de don Agustín, de lo que recibí aviso en Italia inmediatamente. Estaba entonces en Regio, en la Calabria Ulterior. Pasé a Sicilia, de allí a España, y, llevado en alas del amor, llegué en fin a Coria. Doña Leonor, que no me había escrito el casamiento de la hija de don Jorge, me lo notició a mi llegada, y viendo que me afligía, dijo: “Haces mal, sobrino mío, de mostrarte tan sentido de la pérdida de una dama que no ha podido serte fiel. Créeme: destierra del corazón y de la memoria a una persona que ya no es digna de ocuparlos”.
»Como mi tía ignoraba que habían engañado a doña Elena, tenía razón para hablarme así y no podía darme un consejo más discreto, por lo que me prometí seguirlo, o a lo menos aparentar un aire indiferente si no era capaz de vencer mi pasión. Sin embargo, no pude resistir al deseo de saber de qué modo se había concertado este casamiento y, para enterarme, resolví ver a la amiga de Felicia, es decir, a la señora Teodora, de quien ya os he hablado. Fui a su casa, en donde casualmente encontré a Felicia, la cual, estando muy ajena de verme, se turbó y quiso retirarse por evitar la averiguación que juzgó querría yo hacer. La detuve y le dije: “¿Por qué huís de mí? ¿No está contenta la perjura Elena con haberme sacrificado? ¿Os ha prohibido escuchar mis quejas? ¿O tratáis solamente de evitar mi presencia por haceros un mérito con la ingrata de haberos negado a oírlas?
»“Señor —me respondió la criada—, confieso ingenuamente que vuestra presencia me confunde; no puedo veros sin sentirme despedazada de mil remordimientos. A mi ama la han seducido y yo he tenido la desgracia de ser cómplice en la seducción.
»A vista de esto, ¿puedo yo sin vergüenza presentarme a usted?”. “¡Oh cielos! —repliqué yo con sorpresa—. ¿Qué me dices? ¡Explícate con más claridad!”. Entonces la criada me contó punto por punto la estratagema de que se había valido Cambados para robarme a doña Elena, y advirtiendo que su narración me atravesaba el alma, se esforzó a consolarme. Me ofreció sus buenos oficios para con su ama; me prometió desengañarla y pintarle mi desesperación; en una palabra, no omitir nada para suavizar el rigor de mi suerte; en fin, me dio esperanzas que mitigaron algún tanto mis penas.
»Dejando a un lado las infinitas contradicciones que tuvo que sufrir de parte de doña Elena para que consintiera en verme, al fin pudo conseguirlo y resolvieron entre ellas que me introducirían secretamente en casa de don Blas la primera vez que éste saliese para una hacienda, adonde iba de tiempo en tiempo a cazar y en la que se detenía por lo común un día o dos. Este designio no tardó en ejecutarse; el marido se ausentó, de lo que advertido yo, fui introducido en el cuarto de su mujer.
»Quise principiar la conversación con reconvenciones, pero ella me hizo callar dicióndome: “Es inútil traer a la memoria lo pasado; aquí no se trata de enternecernos uno y otro, y os engañáis si me creéis dispuesta a halagar vuestro afecto. Yo os declaro que no he dado mi consentimiento para esta secreta entrevista ni he cedido a las instancias que se me han hecho sino para deciros de viva voz que en adelante no debéis pensar mas que en olvidarme. Quizá viviría yo más satisfecha de mi suerte si ésta se hubiese unido a la vuestra; pero ya que el Cielo lo ha dispuesto de otra manera, quiero obedecer sus decretos”.
»“Pues qué, señora —le respondí—, ¿no basta el haberos perdido? ¿No basta ver al dichoso don Blas poseer pacíficamente la única persona que soy capaz de amar, sino que también debo desterraros de mi pensamiento? ¡Queréis privarme de mi amor y quitarme el único bien que me queda! ¡Ah, cruel! ¿Pensáis que sea posible que un hombre a quien robasteis el corazón vuelva a recobrarle? ¡Conoceos más bien que os conocéis y dejaos de exhortarme en vano a que os borre de mi memoria!”. “Está bien —replicó ella con precipitación—; pues cesad vos también de esperar que yo corresponda a vuestra pasión con algún agradecimiento. Sólo una palabra tengo que deciros: la esposa de don Blas no será la amante de don Gastón. Caminad sobre este supuesto. Retiraos —añadió— y acabemos prontamente una conversación de que me reprendo a mí misma, a pesar de la pureza de mis intenciones, y que miraría como un crimen si la prolongase”.
»Al oír estas palabras, que me privaban de toda esperanza, me arrojé a los pies de doña Elena; habléle con la mayor ternura y empleé hasta lágrimas para enternecerla; pero todo esto no sirvió mas que de excitar acaso algunos afectos de lástima, que tuvo buen cuidado de ocultar y que sacrificó a su deber. Después de haber apurado infructuosamente las expresiones amorosas, los ruegos y las lágrimas, mi cariño se convirtió de repente en furor y saqué la espada con intento de atravesarme con ella a presencia de la inexorable Elena, que apenas advirtió mi acción cuando se arrojó a mí para precaver sus consecuencias. “¡Deteneos, Cogollos! —me dijo—. ¿Es este el modo que tenéis de mirar por mi reputación? Quitándoos así la vida, vais a deshonrarme y hacer pasar a mi marido por un asesino”.
»En la desesperación de que estaba dominado, muy lejos de atender a estas palabras como debía, no pensaba mas que en burlar los esfuerzos que hacían el ama y la criada para salvarme de mi funesta mano. Sin duda hubiera conseguido demasiado pronto mi intento si don Blas, que estaba avisado de nuestra entrevista y que en lugar de ir a su hacienda se había escondido detrás de un tapiz para oír nuestra conversación, no hubiera acudido corriendo a unirse a ellas. “¡Señor don Gastón —exclamó, deteniéndome el brazo—, recóbrese usted y no se rinda cobardemente al furioso enajenamiento que le agita!”.
»Yo interrumpí a Cambados diciéndole: “¿Es usted quien me impide ejecutar mi resolución, cuando debiera atravesar mi pecho con un puñal? Mi amor, aunque desgraciado, os ofende. ¿No basta que me sorprendáis de noche en el cuarto de vuestra esposa? ¿Se necesita más para excitar vuestra venganza? ¡Traspasadme para libraros de un hombre que no puede dejar de adorar a doña Elena sino cesando de vivir!”. “En vano —me respondió don Blas— procura usted interesar mi honor para que le dé la muerte. Bastante castigado queda usted de su temeridad, y yo agradezco tanto a mi esposa sus sentimientos virtuosos, que le perdono la ocasión en que los ha manifestado. Creedme, Cogollos —añadió—, no os desesperéis como un débil amante; someteos con valor a la necesidad”.
»El prudente gallego, con estas y otras semejantes expresiones, calmó poco a poco mi arrebato y despertó mi virtud. Me retiré con ánimo de alejarme de Elena y de los lugares que habitaba, y dos días después me volví a Madrid, en donde, no queriendo ya ocuparme sino en el cuidado de mi fortuna, comencé a presentarme en la corte y a ganar en ella amigos. Pero he tenido la desgracia de contraer una estrecha amistad con el marqués de Villarreal, gran señor portugués, el cual, por haberse sospechado de él que pensaba en libertar a Portugal del dominio de los españoles, está hoy en el castillo de Alicante. Como el duque de Lerma ha sabido que yo era íntimo amigo de este señor, me ha hecho también prender y conducir aquí. Este ministro cree que puedo ser cómplice en tal proyecto, ultraje que es más sensible para un hombre noble y castellano».
Aquí cesó de hablar don Gastón y yo le consolé diciendo: «Caballero, el honor de usted no puede recibir lesión alguna en esta desgracia, la cual en adelante sin duda será a usted de provecho. Cuando el duque de Lerma se entere de su inocencia, no dejará de darle un empleo importante para restablecer la buena opinión de un caballero acusado injustamente de traición».