CAPÍTULO XI

De la visita secreta y de los regalos que el príncipe hizo a Catalina.

En aquel mismo punto llevé los mil doblones al conde de Lemos. «¡No podíais venir más a tiempo! —me dijo este señor—. He hablado al príncipe, quien ha caído en el lazo y desea con impaciencia ver a Catalina, por lo que se ha resuelto que esta noche salga secretamente de palacio para ir a su casa. Las medidas están ya tomadas. Díselo así a las señoras y dales el dinero que me traes. Es necesario manifestarles que el que va a verlas no es un amante común; fuera de que los regalos de los príncipes deben preceder a sus galanteos. Supuesto que le has de acompañar conmigo —prosiguió— hállate esta noche en palacio a la hora de acostarse. También será preciso que tu coche, porque me parece del caso servimos de él, nos espere a media noche cerca de Palacio».

Me fui inmediatamente a casa de las señoras, en la que no vi a Catalina, por estar, según se me dijo, acostada, y sólo hablé con la señora Mencía. «Perdone usted, señora —le dije—, si vengo de día a su casa, porque no puedo hacer otra cosa; me es preciso avisar a usted que el príncipe vendrá aquí esta noche; y reciba usted —añadí entregándole el talego en donde llevaba el dinero—, reciba usted una ofrenda que envía al templo de Citerea para que le sean propicias sus deidades. Ya ve usted que no les he proporcionado una mala conveniencia». «Doy a usted las gracias —me respondió—. Pero dígame, señor de Santillana, si al príncipe le gusta la música». «¡Con extremo! —le contesté—. Ninguna cosa le divierte tanto como una buena voz acompañada de un laúd tocado con destreza». «¡Mucho mejor! —exclamó ella enajenada de alegría—. Lo que usted dice me llena de gozo, porque mi sobrina tiene la garganta de un ruiseñor, tañe maravillosamente el laúd y también baila con perfección». «¡Vive diez —exclamé—, esas son muchas habilidades, tía mía! No necesita tantas una señorita para hacer fortuna; una sola de esas gracias le basta».

Dispuestas así las cosas, esperó la hora en que el príncipe solía acostarse. Llegada esta, di mis órdenes al cochero y me reuní al conde de Lemos, quien me dijo que el príncipe, para quedarse solo antes de tiempo, iba a fingir una ligera indisposición, y aun acostarse, a fin de hacer creer mejor que estaba malo, pero que de allí a una hora se levantaría y por una puerta falsa tomaría una escalera excusada que iba a dar a los patios. Luego que me enteró de lo que ambos habían concertado, me aposté en un sitio por donde me aseguró había de pasar. Duró tanto el poste, que comencé a creer que nuestro galán había tomado otro camino o perdido el deseo de ver a Catalina, como si los príncipes abandonaran estos antojos antes de haberlos satisfecho. En fin, cuando creía que me habían olvidado, se llegaron a mí dos hombres, que conocí ser los que esperaba, y los conduje a mi coche, en el cual subimos ambos. Yo iba cerca del cochero para guiarle y le hice parar a cincuenta pasos de donde vivían las señoras. Di la mano al príncipe y a su compañero para ayudarles a bajar y marchamos a la casa, cuya puerta nos abrieron inmediatamente que llamamos y volvieron a cerrar.

Al principio nos encontramos en las mismas tinieblas en que yo me vi la primera vez, aunque por distinción habían puesto en la pared una lamparilla, cuya luz era tan escasa que solamente la percibíamos, sin que ella nos alumbrara. Todo esto servía para hacer la aventura más agradable a su héroe, el cual quedó vivamente sorprendido a vista de las señoras, que le recibieron en la sala, en donde la claridad de un sinnúmero de bujías recompensó la obscuridad que había en el patio. La tía y la sobrina se presentaron en gracioso traje de casa, seductoramente descuidado, y con aire tan atractivo que no se podían mirar sin embelesamiento. Nuestro príncipe, si no hubiera tenido que escoger, se hubiera contentado muy bien con la señora Mencía; pero dio la preferencia, como era razón, a las gracias de la joven Catalina.

«Y bien, príncipe mío —le dijo el conde—, ¿podíamos haber proporcionado a vuestra alteza el gusto de ver dos personas más bonitas?». «Ambas me embelesan —respondió el príncipe—. No pienso sacar libre de aquí mi corazón, pues si faltara la sobrina no se escaparía de la tía».

Después de este cumplimiento, tan agradable para una tía, dijo mil cosas lisonjeras a Catalina, a las que ésta respondió con mucha discreción. Como les es permitido a las gentes honradas que hacen el personaje que yo en esta ocasión mezclarse en la conversación de los amantes, siempre que sea para atizar el fuego, dije al galán que su ninfa cantaba y tocaba a las mil maravillas. Se alegró de saber tuviese estas habilidades y le suplicó le diese alguna muestra de ellas. Con mucho gusto cedió a sus instancias, y, tomando un laúd bien templado, tocó sonatas tiernas y cantó de un modo tan expresivo, que el príncipe se echó a sus pies enajenado de amor y de placer. Pero dejemos a un lado esta pintura y digamos solamente que la dulce embriaguez en que se había sepultado el heredero de la Monarquía hizo que las horas le pareciesen momentos y que tuviésemos que arrancarle de aquella peligrosa casa cuando ya se acercaba el día. Los señores agentes le condujeron prontamente a palacio y le dejaron en su aposento. Después se volvieron a su casa, tan contentos de haberle unido con una aventurera como si le hubiesen casado con una princesa.

La mañana siguiente conté el suceso al duque de Lerma, porque todo lo quería saber, y al concluir mi narración llegó el conde de Lemos y nos dijo: «El príncipe de España está tan prendado de Catalina y le ha gustado tanto, que piensa ir a verla con frecuencia y no aficionarse a otra. Quisiera enviarle hoy dos mil doblones en joyas, pero no tiene dinero. Ha acudido a mí y me ha dicho: “Mi amado Lemos, es preciso me busques al momento esta cantidad. Sé que te incomodo, que apuro tu bolsillo, y por tanto mi corazón te está muy agradecido, y si en algún tiempo me hallo en estado de serte reconocido de otro modo que por el agradecimiento a todo lo que has hecho por mí, no te arrepentirás de haberme servido”. Yo le respondí, separándome de él inmediatamente: “Príncipe mío, tengo amigos y crédito; voy a buscar lo que vuestra alteza desea”. “No es difícil satisfacerle —dijo entonces el duque a su sobrino—. Santillana va a traeros ese dinero, o, si queréis, él mismo comprará las joyas, porque es muy inteligente en pedrerías, y sobre todo en rubíes. ¿No es verdad, Gil Blas?”, añadió mirándome con un aire taimado. “¡Qué malicioso sois, señor! —le respondí—. Veo que vuestra excelencia quiere hacer reír a costa mía al señor Conde”. Y así sucedió. El sobrino preguntó qué misterio encerraba aquello. “¡Ninguno! —replicó el tío riéndose—. Es que un día Santillana quiso trocar un diamante por un rubí, y este trueque no redundó ni en honor ni en provecho suyo”».

Hubiera salido bien librado si el ministro no hubiera dicho más, pero se tomó el trabajo de contar la pieza que Camila y don Rafael me habían jugado en la posada de caballeros y se extendió particularmente en las circunstancias que yo más sentía. Después de haberse divertido bien su excelencia, me mandó acompañar al conde de Lemos, quien me llevó a casa de un joyero, en donde escogimos las joyas, que fuimos a enseñar al príncipe de España, las cuales se me confiaron para que se las entregase a Catalina, y después fui a mi casa a tomar dos mil doblones del dinero del duque para irlas a pagar.

Es ocioso preguntar si la noche siguiente me recibieron con agrado las señoras cuando les presenté los regalos de mi embajada, que consistían en un bello par de rosetas de diamantes para la tía y unas arracadas de lo mismo para la sobrina. Enajenadas una y otra con estas demostraciones de amor y generosidad del príncipe, empezaron a charlar como dos cotorras y a darme gracias porque les había agenciado tan buen conocimiento, y con el exceso de su alegría dieron a entender lo que eran. Se les escaparon algunas palabras que me hicieron sospechar que yo había facilitado una bribona al hijo de nuestro gran monarca. Para averiguar con certeza si yo había sido autor de tan buena obra, me retiré con intento de tener una conferencia con Escipión.