CAPÍTULO VI

Qué modo tuvo Gil Blas de dar a conocer su pobreza al duque de Lerma y cómo se portó con él este ministro.

UANDO el rey estaba en El Escorial mantenía a toda la comitiva, de modo que allí no sentía yo el peso de la miseria. Dormía en una recámara cerca del cuarto del duque. Una mañana, habiéndose levantado el ministro, según su costumbre, al romper el día, me hizo tomar algunos papeles con recado de escribir y me dijo lo siguiese a los jardines de palacio. Nos sentamos debajo de unos árboles, en donde, por orden suya, me puse en la actitud de un hombre que escribe sobre la copa de su sombrero, y su excelencia aparentaba leer un papel que tenía en la mano. Desde lejos parecía que estábamos ocupados en negocios muy graves, y, a la verdad, sólo hablábamos de bagatelas, porque a su excelencia no le disgustaban.

Ya hacía más de una hora que le divertía con todas las agudezas que me sugería mi humor jocoso, cuando vinieron a plantarse dos urracas sobre los árboles que nos cubrían con su sombra. Comenzaron a charlar con tanta algazara que nos llamaron la atención. «Estas aves —dijo el duque— parece que riñen, y me alegraría saber el asunto de su pendencia». «Señor —le dije—, la curiosidad de vuestra excelencia me trae a la memoria una fábula indiana que leí en Pilpai o en otro autor fabulista». El ministro me preguntó qué fábula era ésta y se la conté en estos términos:

«En cierto tiempo reinaba en Persia un buen monarca que, no teniendo suficiente capacidad para gobernar por sí mismo sus Estados, dejaba este cuidado a su gran visir. Este ministro, llamado Atalmuc, tenía un gran talento. Sostenía sin fatiga el peso de aquella vasta Monarquía, manteniéndola en una paz profunda, y poseía también el arte de hacer amable y respetable la autoridad real en términos que los vasallos hallaban un padre afectuoso en un visir fiel a su monarca. Atalmuc tenía entre sus secretarios un joven cachemiriano llamado Zangir, a quien estimaba más que a los otros y con cuya conversación se complacía, llevándole consigo a la caza y descubriéndole hasta sus más íntimos secretos. Un día que andaban cazando ambos por un bosque, viendo el visir dos cuervos que graznaban sobre un árbol, dijo a su secretario: “Me alegrara saber lo que estas aves se dicen en su lengua”. “Señor —le respondió el cachemiriano—, vuestros deseos se pueden satisfacer”. “¿Y cómo?”, dijo Atalmuc. “Habéis de saber, señor —respondió Zangir—, que un dervís cabalista me enseñó el idioma de las aves. Si lo deseáis, yo escucharé a estos cuervos y os repetiré palabra por palabra lo que les haya oído”.

»Consintió en ello el visir, y acercándose el cachemiriano a los cuervos y haciendo como que los escuchaba atentamente, volvió después a su amo y le dijo: “Señor, ¿podríais creerlo? Nosotros somos el asunto de su conversación”. “¡Eso no es posible! —exclamó el ministro persiano—. ¿Pues qué dicen de nosotros?”. “Uno de ellos —replicó el secretario— ha dicho: “Ve aquí al mismo gran visir, a esa águila tutelar que cubre con sus alas la Persia como su nido y que se desvela sin cesar por su conservación. Para descansar de sus penosas tareas, viene a cazar a este bosque con su fiel Zangir. ¡Qué dichoso es este secretario en servir a un amo que le hace mil favores!”. “¡Poco a poco! —interrumpió el otro cuervo—. ¡Poco a poco! ¡No ponderes tanto la felicidad de ese cachemiriano! Es cierto que Atalmuc conversa con él familiarmente, que le honra con su confianza, y tampoco pongo duda en que tendrá intención de darle algún día un empleo importante, pero entretanto Zangir se morirá de hambre. Este pobre infeliz está viviendo en un miserable cuarto de una posada, en donde carece de lo más necesario; en una palabra, pasa una vida miserable, sin que ninguno de la corte lo eche de ver. El gran visir no cuida de saber si tiene o no con qué vivir, y, contentándose con tenerle afecto, le deja entregado a la miseria”».

Aquí cesé de hablar, para ver cómo se explicaba el duque de Lerma, quien me preguntó sonriéndose qué impresión había hecho este apólogo en el ánimo de Atalmuc y si aquel gran visir se había ofendido del atrevimiento de su secretario. «No, señor —le respondí, algo turbado de su pregunta—; la fábula dice, al contrario, que le colmó de beneficios». «Fué fortuna —replicó el duque con seriedad—, porque hay ministros que no llevarían a bien se les diesen semejantes lecciones. Pero —añadió, cortando la conversación y levantándose— creo que el rey no tardará mucho en despertar. Mi obligación me llama a su lado». Dicho esto, se encaminó muy de prisa hacia palacio, sin hablarme más, y, a lo que me pareció, muy disgustado de mi fábula indiana…

Seguíle hasta la puerta del cuarto de su majestad y después fui a poner los papeles que llevaba en el sitio de donde los había tomado. Entré en un gabinete, en donde trabajaban nuestros dos secretarios copiantes, que también habían ido a la jornada. «¿Qué tiene usted, señor de Santillana? —dijeron al verme—. ¡Usted está muy demudado! ¡A usted le ha sucedido algún lance pesaroso!».

Yo estaba demasiado impresionado del mal efecto de mi apólogo para ocultarles la causa de mi aflicción, y así, les conté las cosas que había dicho al duque y se manifestaron sensibles a la gran pesadumbre de que les parecí poseído. «Tiene usted razón para estar desazonado —me dijo uno de ellos—. Su excelencia toma algunas veces las cosas al revés». «Esa es mucha verdad —dijo el otro—. ¡Quiera Dios que sea usted mejor tratado que lo fué un secretario del cardenal Espinosa, que, cansado de no haber recibido nada en quince meses que le tenía empleado su eminencia, se tomó un día la libertad de manifestarle sus necesidades y de pedir algún dinero para mantenerse! Razón es —le dijo el ministro— que se os pague. Tomad —prosiguió, dándole una libranza de mil ducados—, id a la Tesorería real a recibir este dinero; pero acordaos al mismo tiempo que quedo agradecido a vuestros servicios. El secretario se hubiera ido consolado de ser despedido si después de recibir los mil ducados le hubiesen dejado buscar acomodo en otra parte; pero al salir de casa del cardenal le prendió un alguacil y le condujo a la torre de Segovia, en donde ha estado mucho tiempo».

Este hecho histórico aumentó mi temor de modo que me contempló perdido, y no hallando consuelo, empecé a reprenderme de mi poca paciencia, como si no la hubiese tenido sobrada. «¡Ay de mí! —decía—. ¿Para qué me habré yo aventurado a relatar aquella desgraciada fábula que ha desagradado al ministro? Acaso iría ya a sacarme de mi apuro y quizá estaba yo en vísperas de hacer una de aquellas fortunas rápidas que asombran. ¡Qué de riquezas, qué de honores pierdo por mi desatino! Debía haber mirado que hay grandes que no gustan se les advierta nada y que hasta las más leves cosas que tienen obligación de dar quieren sean recibidas como gracias. ¡Mejor me hubiera estado continuar con mi dieta, sin manifestar nada al duque, y aun dejarme morir de hambre, para echarle a él toda la culpa!».

Aunque hubiera conservado alguna esperanza, mi amo, a quien vi por la siesta, me la habría desvanecido enteramente. Su excelencia se mostró, contra su costumbre, muy serio conmigo, y no me habló palabra, lo que en el resto del día me causó una inquietud mortal, sin que en la noche estuviese más tranquilo. La desazón de ver desaparecerse mis agradables ilusiones y el temor de aumentar el número de los presos de Estado sólo me permitieron suspirar y lamentarme.

El día siguiente fué el día de crisis. El duque me hizo llamar aquella mañana. Entré en su cuarto más azorado que un reo que va a ser juzgado. «Santillana —me dijo alargándome un papel que tenía en la mano—, toma esta libranza…». Esta palabra libranza me estremeció, y dije entre mí: «¡Oh, Cielos, aquí tenemos al cardenal Espinosa! ¡El carruaje está prevenido para Segovia!». El sobresalto que se apoderó de mí en aquel momento fué tal, que interrumpí al ministro y, arrojándome a sus pies, le dije anegado en llanto: «¡Señor, suplico a vuestra excelencia muy humildemente perdone mi atrevimiento! ¡La necesidad me obliga a dar a entender a vuestra excelencia mi miseria!».

El duque no pudo dejar de reírse al ver mi turbación. «Consuélate, Gil Blas —me respondió—, y óyeme. Aunque el descubrirme tus necesidades sea echarme en cara el no haberlas precavido, no te lo tomo a mal, amigo mío; antes bien, me atribuyo el mal a mí mismo por no haberte preguntado de qué te mantenías. Mas para empezar a enmendar este descuido, te doy una libranza de mil quinientos ducados, los cuales te entregarán a la vista en la Tesorería real. No es esto solo: lo mismo te prometo todos los años, y además te doy facultad de que me hables en favor de personas ricas y generosas que busquen tu protección».

En el impulso de gozo que me causaron estas palabras, besó los pies al ministro, quien, habiéndome mandado levantar, siguió hablando conmigo familiarmente. Por mi parte, quise recobrar mi buen humor, pero no me fué posible pasar con tanta rapidez de la pena a la alegría. Quedé tan turbado como un delincuente que oye gritar perdón en el instante que creía recibir el golpe mortal. Mi amo atribuyó mi agitación a sólo el temor de haberle desagradado, aunque el temor de una prisión perpetua no tuvo en ello menos parte, y me confesó que había aparentado tibieza para ver si yo sentía mucho su mudanza; que mi sentimiento le había hecho conocer la inclinación que le tenía, por lo que él también me apreciaba más.