CAPÍTULO IV

Gil Blas consigue el favor del duque de Lerma, que le confía un secreto de importancia.

UNQUE su excelencia me veía todos los días por un instante, sin embargo pude granjearle insensiblemente la voluntad en tales términos que un día, después de comer, me dijo: «Escucha, Gil Blas, sabe que me agrada tu ingenio y que te estimo. Eres un mozo celoso, fiel, muy inteligente y callado, y así, me parece que no erraré si te hago dueño de mi confianza». A estas palabras me arrojé a sus pies, y después de haberle besado respetuosamente la mano, que me alargó para levantarme, le respondí: «¡Es posible que se digne vuestra excelencia honrarme con un favor tan grande! ¡Cuántos enemigos secretos me van a suscitar vuestras bondades! Pero sólo temo el rencor de una persona, que es don Rodrigo Calderón». «Nada tienes que temer de él —respondió el duque—. Yo le conozco; desde su niñez me ha querido, y puedo decir que sus sentimientos son tan conformes con los míos, que quiero todo lo que me gusta, así como aborrece todo cuanto me desagrada. En lugar de temer que te tenga aversión, debes, al contrario, contar con su amistad». Por aquí conocí lo astuto que era el señor don Rodrigo, que había conquistado el ánimo de su excelencia, y que yo debía procurar estar muy bien con él.

«Para principiar —prosiguió el duque— a ponerte en posesión de mi confianza, voy a descubrirte un designio que medito, porque conviene te enteres de él a fin de que procures desempeñar los encargos que pienso darte en adelante. Hace mucho tiempo que veo mi autoridad generalmente respetada, que mis órdenes se obedecen ciegamente y que dispongo a mi arbitrio de los cargos, empleos, gobiernos, virreinatos, beneficios, y aun me atrevo a decir que reino en España. Mi fortuna no puede llegar a más; pero quisiera preservarla de las borrascas que empiezan a amenazarla, y a este efecto desearía me sucediese en el ministerio el conde de Lemos, mi sobrino».

Habiendo advertido el ministro que este último punto me había sorprendido en extremo, me dijo: «Veo bien, Santillana, conozco bien lo que te admira. Te parece muy extraño que prefiera mi sobrino a mi propio hijo el duque de Uceda; pero has de saber que éste es de cortísimos alcances para ocupar mi puesto y que además soy su enemigo. No puedo llevar el que haya hallado el secreto de agradar al rey y que éste quiera hacerle su privado. El favor de un soberano se parece a la posesión de una mujer a quien se adora; es ésta una felicidad tan envidiable, que nadie quiere que un rival tenga parte en ella, por más que le unan a él los lazos de la sangre y de la amistad. En esto te manifiesto —continuó— lo íntimo de mi corazón. Ya he intentado desconceptuar en el ánimo del rey al duque de Uceda, y no habiendo podido conseguirlo, he levantado otra batería: quiero que el conde de Lemos, por su parte, se granjee la estimación del príncipe de España. Siendo gentilhombre de cámara con destino a su cuarto, tiene ocasión de hablarle a cada paso, y además de que tiene talento, yo sé un medio de hacerle lograr esta empresa. Con esta estratagema, contraponiendo mi hijo a mi sobrino, suscitaré entre estos primos una competencia que los obligará a ambos a buscar mi apoyo, y esta necesidad que tendrán de mí hará me estén uno y otro sumisos. Ve aquí cuál es mi proyecto —añadió—, y tu mediación no me será inútil en él. Te enviaré a hablar secretamente al conde de Lemos, y me contarás de su parte lo que tenga que participarme».

Después de esta confianza, que yo miraba como dinero contante, cesó mi inquietud. «¡En fin —decía yo—, heme aquí colocado en una situación que me promete montes de oro! Porque es imposible que el confidente de un hombre que gobierna la Monarquía española no se halle bien presto colmado de riquezas». Poseído de tan dulce esperanza, veía con indiferencia apurarse mi pobre bolsillo.