CAPÍTULO III

Sabe Gil Blas que su empleo no deja de tener desazones. De la inquietud que le causó esta nueva y de la conducta que se vio obligado a guardar.

L entrar tuve gran cuidado de hacer saber al hostelero que era yo un secretario del primer ministro, y, como tal, no sabía qué mandarle que me trajese de comer. Temía pedir cosa que oliese a estrechez, y así, le dije me diese lo que le pareciera. Me regaló muy bien y me hizo servir como a persona de distinción, lo que me llenó más que la comida. Al pagar tiré sobre la mesa un doblón y cedí a los criados lo que debían volverme, que sería a lo menos la cuarta parte, saliendo de la hostería con gravedad y tiesura, en ademán de un joven muy pagado de su persona.

A veinte pasos había una gran posada de caballeros, en donde de ordinario se hospedaban señores extranjeros. Alquilé un aposento de cinco o seis piezas, con buenos muebles, como si ya tuviese dos o tres mil ducados de renta, y pagué adelantado el primer mes. Después de esto volví a mi tarea y empleé toda la siesta en continuar lo comenzado por la mañana. En una pieza inmediata a la mía estaban otros dos secretarios; pero éstos no hacían más que poner en limpio lo que el mismo duque les daba a copiar. Desde la misma tarde, al retirarnos, me hice amigo de ellos, y para granjear mejor su amistad los llevé a casa de mi hostelero, en donde les hice servir los mejores platos que ofrecía la estación y los vinos más delicados y estimados en España.

Sentámonos a la mesa y empezamos a conversar con más alegría que entendimiento, porque, sin hacer agravio a mis convidados, conocí desde luego que no debían a sus talentos los empleos que ocupaban en su secretaría. Eran hábiles, a la verdad, en hacer hermosa letra redonda y bastardilla, pero no tenían la menor tintura de las que se enseñan en las Universidades.

En recompensa, sabían con primor lo que les tenía cuenta, y me dieron a entender que no estaban tan embriagados con el honor de estar en casa del primer ministro, que no se quejasen de su estado. «Cinco meses ha que servimos —decía uno— a nuestra costa. No nos pagan el sueldo, y lo peor es que está por arreglar y no sabemos bajo qué pie estamos». «Por lo que hace a mí —decía el otro—, quisiera haber recibido veinte zurriagazos en lugar de sueldo, con tal que me dejasen la libertad de tomar otro destino, porque después de las cosas secretas que he escrito no me atrevería a retirarme de mi propio motivo ni a pedir licencia para ello. ¡Bien puede ser que fuese a ver la torre de Segovia o el castillo de Alicante!».

«Pues ¿cómo hacen ustedes para mantenerse? —les dije—. Sin duda tendrán hacienda». Me respondieron que muy poca, pero que, por fortuna, vivían en casa de una viuda honrada, que les fiaba y daba de comer a cada uno por cien doblones al año. Toda esta conversación, de la cual no perdí palabra, bajó al punto mis humos altaneros. Me figuré que seguramente no se tendría conmigo más atención que con los otros; que, por consiguiente, no debía estar tan satisfecho de mi empleo, que era menos sólido de lo que yo había creído, y que, en fin, debía economizar mucho el bolsillo. Estas reflexiones me sanaron de la furia de gastar. Principié a arrepentirme de haber convidado a aquellos secretarios y a desear se acabase la comida, y cuando llegó el caso de pagar la cuenta tuve una disputa con el hostelero sobre su importe.

Sepáremenos a media noche, porque no les insté a que bebieran más. Ellos se marcharon a casa de su viuda y yo me retiró a mi soberbia habitación, lleno de rabia de haberla alquilado y prometiendo de veras dejarla al fin del mes. A pesar de que me acosté en una buena cama, mi desazón me quitó el sueño. Pasó lo restante de la noche en discurrir los medios de no servir de balde al rey, y me atuve sobre este particular a los consejos de Monteser. Me levanté con ánimo de ir a cumplimentar a don Rodrigo Calderón, hallándome entonces en la mejor disposición para presentarme a un hombre tan altivo y de cuyo favor bien conocía yo que necesitaba; y, con efecto, pasé a casa de este secretario.

Su vivienda tenía comunicación con la del duque de Lerma y era igual a ella en magnificencia. No hubiera sido fácil distinguir por los muebles al amo del criado. Dije le entrasen recado de que estaba allí el sucesor de don Valerio, pero esto no impidió me hiciesen esperar más de una hora en la antesala. «¡Señor nuevo secretario —me decía yo en este tiempo—, tenga usted paciencia si gusta! ¡A usted le harán morder el ajo antes que usted se lo haga morder a otros!».

Al fin abrieron la puerta del cuarto. Entré y me acerqué a don Rodrigo, que acababa de escribir un billete amoroso a su sirena encantadora y se lo estaba entregando en aquel momento a Perico. No me había presentado al arzobispo de Granada, al conde Galiano ni aun al primer ministro con tanto respeto como ante el señor Calderón. Le saludé bajando la cabeza hasta el suelo y le pedí su protección en términos de que no puedo acordarme sin rubor; tan llenos estaban de sumisión. En el ánimo de otro menos vano que él no me hubiera hecho ningún favor mi bajeza; pero a él le agradaron mucho mis rastreros rendimientos y me respondió con bastante cortesía que no malograría ninguna ocasión en que pudiera servirme.

Sobre esto le di gracias con grandes demostraciones de celo por la inclinación favorable que me manifestaba y le aseguré de mi eterno reconocimiento; después, temiendo incomodarle, salí, suplicándole me perdonase si había interrumpido sus importantes ocupaciones. Luego que di este paso tan indecoroso me retiré a mi despacho y concluí la obra que se me había encargado. El duque no dejó de entrar por la mañana, y quedando no menos complacido del fin de mi trabajo que del principio, me dijo: «Esto está muy bueno. Escribe lo mejor que puedas este compendio histórico en el registro de Cataluña y, concluido, toma de la bolsa otro informe, que pondrás en orden del mismo modo». Tuve una conversación bastante larga con su excelencia, cuyo modo afable y familiar me encantaba. ¡Qué diferencia entre él y Calderón! Eran dos personas que contrastaban singularmente.

Aquel día me fui a una hostería en donde se comía a precio fijo, y resolví ir allí de incógnito todos los días hasta ver el efecto que producían mi respeto y sumisión. Tenía yo dinero para tres meses a lo más y me prescribí este término para trabajar a costa de quien hubiese lugar, proponiéndome (siendo las locuras más cortas las mejores) abandonar, pasado este término, la corte y su oropel si no me señalaban sueldo. Dispuesto así mi plan, nada me quedó por hacer en dos meses para agradar al señor Calderón; pero hizo tan poco caso de todo lo que yo practicaba para conseguirlo, que perdí las esperanzas. Mudé de conducta con respecto a él, cesé de hacerle la corte y sólo pensé en aprovecharme de los momentos de conversación con el duque.