Presentan a Gil Blas al duque de Lerma, quien le admite por uno de sus secretarios. Este ministro le señala el trabajo que ha de hacer y queda gustoso de él.
ONTESER me participó esta agradable noticia, diciéndome: «Amigo Gil Blas, siento os separéis de mí; pero como os estimo, no puedo menos de alegrarme seáis sucesor de don Valerio. Haréis fortuna si seguís dos consejos que voy a daros: el primero es que os mostréis tan adicto a su excelencia que no dude que le profesáis el mayor afecto, y el segundo, que hagáis la corte a don Rodrigo Calderón, porque este hombre maneja el ánimo de su amo como una blanda cera. Si tenéis la dicha de agradar a este secretario favorito, me atrevo a aseguraros con certidumbre que subiréis mucho en poco tiempo».
Di las gracias a don Diego por sus saludables consejos y le dije: «Hágame usted el favor de explicarme el carácter de don Rodrigo, porque he oído decir que es un sujeto nada bueno; pero aunque alguna vez el pueblo acierta en sus juicios, no me fío de las pinturas que suele hacer de las personas que están en el candelero. Sírvase usted, pues, decirme lo que piensa del señor Calderón». «Asunto es delicado —me respondió el apoderado con una sonrisa maligna—. A cualquier otro le diría sin detenerme que es un hidalgo honrado, de quien no se podría decir sino bien; pero con vos quiero ser franco, porque, además de que conozco vuestra prudencia, me parece debo hablaros claramente de don Rodrigo, pues os he avisado que debéis guardarle miramientos; de otro modo, no haría mas que serviros a medias. Ya sabéis, pues —prosiguió—, que era un simple criado de su excelencia cuando todavía no era éste más que don Francisco de Sandoval y que por grados ha llegado a ser su primer secretario. No se ha visto nunca hombre más vano. Jamás corresponde a las cortesías que se le hacen, a no precisarle a ello razones muy poderosas. En una palabra, él se considera como un compañero del duque de Lerma, y en realidad podría decirse que participa de la autoridad del primer ministro, pues que le hace conferir los gobiernos y los empleos a quien se le antoja. El público, frecuentemente, murmura de ello, mas él no hace caso; con tal que saque lo que llamamos para guantes, le importa muy poco la censura pública. Por lo que acabo de decir conoceréis —añadió don Diego— cómo debéis portaros con un hombre tan altanero». «¡Oh! ¡Bien está! ¡Déjeme usted a mí! ¡Muy mal han de andar las cosas para que no me estime! Cuando se conoce el flaco de un hombre a quien se intenta agradar es preciso ser poco diestro para no conseguirlo». «Siendo así —repuso Monteser—, voy a presentaros ahora mismo al duque de Lerma».
Al instante pasamos a casa del ministro, a quien encontramos dando audiencia en una gran sala, en donde había más gente que en palacio. Allí vi comendadores y caballeros de Santiago y de Calatrava, que solicitaban gobiernos y virreinatos; obispos que, siendo sus diócesis contrarias a su salud, querían ser arzobispos nada más que por mudar de aires; y también muy buenos religiosos, dominicos y franciscanos, que pedían con toda humildad mitras; vi también oficiales reformados haciendo el mismo papel que el capitán Chinchilla, esto es, que se consumían esperando una pensión. Si el duque no satisfacía los deseos de todos, recibía a lo menos con agrado sus memoriales, y advertí que respondía muy cortósmente a los que le hablaban.
Esperamos con paciencia que despachara a todos los pretendientes. Entonces don Diego le dijo: «Señor, aquí está Gil Blas de Santillana, a quien vuestra excelencia ha elegido para ocupar el empleo de don Valerio». Miróme el duque y me dijo con mucha afabilidad que lo tenía merecido por los servicios que le había hecho. Me hizo después entrar en su despacho para hablarme a solas, o más bien para formar juicio de mi talento por mi conversación. Quiso saber quién era yo y la historia de mi vida, diciéndome se la contase fielmente. ¡Qué relación tan larga la que se me pedía! Mentir a un primer ministro de España no era regular, y, por otra parte, había tantos pasajes que podían ajar mi vanidad, que no sabía cómo resolverme a hacer una confesión general. ¿Cómo salir de este apuro? Adopté el partido de disimular la verdad en aquellos puntos en que me hubiera avergonzado de decirla desnuda; pero a pesar de todo mi artificio no dejó de percibirla. «Señor de Santillana —me dijo sonriéndose al fin de mi narración—, a lo que veo, usted ha sido un si es no es travieso». «Señor —le respondí sonrojado—, vuestra excelencia me ha mandado sea sincero y le he obedecido». «Yo te lo agradezco —replicó—. Veo, hijo mío, que te has librado de los peligros a poca costa; extraño que el mal ejemplo no te haya perdido enteramente. ¡Cuántos hombres de bien se pervertirían si la fortuna los pusiera a semejantes pruebas! Amigo Santillana —continuó el ministro—, no te acuerdes más de lo pasado; piensa solamente en que ahora sirves al rey y que te has de emplear en adelante en su servicio. Sigúeme, que voy a decirte en qué te has de ocupar». Dicho esto, el duque me llevó a un cuarto inmediato a su despacho, donde tenía sobre varios estantes unos veinte libros de registro en folio muy gruesos. «Aquí —me dijo— has de trabajar. Todos estos registros que ves componen un diccionario de todas las familias nobles que hay en los reinos y principados de la Monarquía española. Cada libro contiene, por orden alfabético, un resumen de la historia de todos los hidalgos del reino, en la que se especifican los servicios que ellos y sus antepasados han hecho al Estado, como también los lances de honor que les han ocurrido. También se hace mención de sus bienes, de sus costumbres, y, en una palabra, de todas sus buenas o malas cualidades; de modo que cuando piden algunas gracias al Gobierno, veo de una ojeada si las merecen. A este fin tengo sujetos asalariados en todas partes, que procuran averiguarlo e instruirme enviándome sus informes; pero como éstos son difusos y están llenos de modismos provinciales, es necesario extractarlos y pulirlos, porque el rey quiere algunas veces que le lean estos registros. Este trabajo pide un estilo limpio y conciso, por lo cual desde este instante quiero emplearte en él».
En seguida sacó de una gran cartera llena de papeles un informe, que me entregó, y me dejó en mi cuarto para que con libertad hiciese yo el primer ensayo. Leí el papel, que no solamente me pareció lleno de términos bárbaros, sino también de encono, no obstante ser su autor un fraile de la ciudad de Solsona. Afectando su reverencia el estilo de mi hombre de bien, denigraba sin piedad a una familia catalana, y sabe Dios si decía la verdad. Juzgué leer un libelo infamatorio, y, por tanto, escrupulicé trabajar en él. Temía hacerme cómplice de una calumnia. No obstante, aunque recién introducido en la corte, pasó por alto el mal o bien obrar del religioso, y dejando a su cargo toda la iniquidad, si la había, principié a deshonrar en bellas frases castellanas a dos o tres generaciones que acaso serían muy honradas. Ya había compuesto cuatro o cinco páginas, cuando, deseoso el duque de saber qué tal me portaba, volvió y me dijo: «Santillana, enséñame lo que has hecho, que quiero verlo». Al mismo tiempo pasó la vista por mi escrito y leyó el principio con mucha atención. Yo me sorprendí al ver lo que le gustó. «Aunque estaba tan inclinado a tu favor —me dijo—, te confieso que has excedido a lo que esperaba de ti. No solamente escribes con toda la propiedad y precisión que yo quiero, sino que además encuentro tu estilo fluido y festivo. Bien me acreditas el acierto que he tenido en escoger tu pluma y me consuelas de la pérdida de tu predecesor». El ministro no hubiera limitado a esto mi elogio si a este tiempo no hubiera venido a interrumpirle su sobrino el conde de Lemos. Su excelencia le dio muchos abrazos y le recibió de un modo que me hizo entender le amaba tiernamente. Los dos se encerraron para tratar en secreto de un negocio de familia de que luego hablaré y del que estaba el duque entonces más ocupado que de los del rey.
Mientras estaban encerrados oí dar las doce. Como sabía que los secretarios y covachuelistas dejaban a esta hora el bufete para ir a comer adonde querían, dejó en aquel estado mi ensayo y salí para ir, no a casa de Monteser, porque ya me había pagado mis salarios y despedido, sino a la más famosa hostería del barrio de Palacio. Una de las ordinarias no convenía a mi persona. ¡Piensa que ahora sirves al rey! Estas palabras, que el duque me había dicho, se me venían sin cesar a la memoria y eran otras tantas semillas de ambición que fermentaban por momentos en mi ánimo.