Vuelve Gil Blas a su quinta; tiene el gusto de encontrar ya casadera a su ahijada Serafina, y él mismo se enamora de una señorita.
INCE días tardé hasta Liria, porque no había precisión de acelerar las jornadas. Solamente deseaba llegar con salud y descansado, lo que efectivamente conseguí. La primera vista de mi quinta me causó algunos pensamientos tristes, acordándome de mi Antonia; pero luego procuré desecharlos divirtiendo la imaginación a cosas que me gustasen, lo que no fué difícil, porque al cabo de veinticinco años que habían pasado desde su muerte estaba ya muy mitigado el dolor de aquella pérdida.
Al punto que entré en la quinta vinieron a saludarme Beatriz y su hija Serafina. Después de esto, el padre, la madre y la hija se llenaron de abrazos, con tantas demostraciones de alegría que me encantaron. Luego que se desahogaron fijé la atención en mi ahijada y dije: «¡Es posible que sea ésta aquella Serafina que yo dejé en la cuna cuando me ausenté de Liria! ¡Pasmado estoy de verla tan bella y tan crecida! ¡Es menester que pensemos en casarla!». «¿Cómo así, querido padrino? —exclamó mi ahijada, sonrojándose un poco al oír mis últimas palabras—. ¿No bien me ha visto usted cuando ya piensa en separarme de sí?». «No, hija mía —le respondí—, no pretendemos separarte de nosotros dándote marido; queremos que el que te busque consienta en vivir con nosotros».
«Uno que tiene esa circunstancia —dijo entonces Beatriz— pretende a la niña. Cierto hidalgo de un lugar inmediato vio a Serafina un día en misa en la iglesia del lugar y quedó muy prendado de ella. Vino después a verme, declarándome su intención y pidió mi consentimiento. “Poco adelantaría usted —le respondí— aunque yo se lo concediera. Serafina depende de su padre y de su padrino, que son los únicos que pueden disponer de su mano. Lo más que puedo hacer por usted es escribirles para informarles de su solicitud, honrosa para mi hija”. Con efecto, señores —prosiguió ella—, esto iba a escribir a ustedes. Mas ya que se hallan aquí, harán lo que mejor les parezca».
«Pero, en suma —dijo Escipión—, ¿qué carácter tiene ese hidalgo? ¿Se parece acaso a la mayor parte de los de su clase? ¿Está envanecido con su nobleza y es insolente con los plebeyos?». «¡Oh, lo que es eso, no! —respondió Beatriz—. Es un mozo muy afable y atento con todos, sobre ser bien parecido y que aun no ha cumplido treinta años». «Nos haces —dije a Beatriz— un buen retrato de ese caballero. ¿Cómo se llama?». «Don Juan de Antella —respondió la mujer de Escipión—. Ha poco tiempo que heredó a su padre, y vive en una hacienda propia que sólo dista una legua de aquí, en compañía de una señorita joven, hermana suya». «Oí en otro tiempo —repuse yo— hablar de la familia de ese hidalgo, que es una de las mas nobles del reino de Valencia». «Aprecio menos —exclamó Escipión— la hidalguía que las buenas prendas, y ese don Juan nos convendrá si es hombre de bien». «A lo menos esa fama tiene —dijo Serafina tomando parte en la conversación—, y los vecinos de Liria que le conocen le ponderan mucho». Cuando oí estas breves palabras a mi ahijada me sonreí mirando a su padre, el cual conoció por ellas, como yo, que aquel galán no desagradaba a su hija.
Tardó poco el caballero en saber nuestra llegada, y dos días después vino a presentarse a nuestra quinta. Se nos acercó con buenos modales, y lejos de que su presencia desmintiese el informe que Beatriz nos había dado, nos hizo formar mucho mayor concepto de su mérito. Díjonos que, como vecino, venía a darnos la bienvenida. Recibímosle con la mayor atención y agrado que nos fué posible; pero esta visita fué de pura urbanidad, pasándose toda en recíprocos cumplimientos, y don Juan, sin hablarnos una palabra de su amor a Serafina, se retiró, rogándonos solamente que le permitiéramos repetir sus visitas para aprovecharse mejor de una vecindad que juzgaba había de serle muy gustosa. Después que se fué nos preguntó Beatriz qué tal nos parecía aquel hidalgo; le respondimos que nos había prendado y que nos parecía que la fortuna no podía ofrecer mejor colocación a Serafina.
Al día siguiente, después de comer, salí con el hijo de la Coscolina para ir a pagar la visita que debíamos a don Juan. Tomamos el camino de su lugar guiados por un aldeano que, después de haber caminado tres cuartos de legua, nos dijo: «Aquella es la quinta de don Juan de Antella». Recorrimos con la vista todos aquellos campos, y estuvimos largo rato sin verla, hasta que, llegando al pie de un collado, la descubrimos en medio de un bosque, rodeada de corpulentos árboles, cuya frondosidad y espesura la ocultaban a la vista. Tenía un aspecto antiguo y deteriorado, que acreditaba menos la opulencia que la nobleza de su dueño. Sin embargo, cuando ya estuvimos dentro advertimos que el aseo y buen gusto de los muebles recompensaba la caduca vejez del edificio.
Don Juan nos recibió en una sala decentemente adornada, en donde nos presentó una señora, que nombró delante de nosotros su hermana Dorotea y que podía tener de diez y nueve a veinte años. Estaba vestida de gala, como quien esperaba nuestra visita, cuidadosa de parecemos bien. Y presentándose a mi vista con todos sus atractivos, hízome la misma impresión que Antonia, os decir, que me quedé turbado; pero supe disimular tanto, que ni el mismo Escipión lo pudo advertir. Nuestra conversación versó, como la del día anterior, sobre el contento mutuo que tendríamos de vernos algunas veces y de vivir con la armonía de buenos vecinos. Don Juan no tomó todavía en boca a Serafina, ni por nuestra parte se dijo cosa alguna que le pudiese dar ocasión a declarar su amor, persuadidos de que en ese punto lo mejor era dejarle venir. Durante la conversación echaba yo de cuando en cuando alguna ojeada a Dorotea, sin embargo de simular mirarla lo menos que me era posible, y cada vez que mis miradas se encontraban con las suyas eran éstas otras tantas flechas con que me atravesaba el corazón. Confesaré, con todo, por hacer recta justicia al objeto amado, que no era una hermosura completa: aunque tenía la tez muy blanca y los labios más encarnados que la rosa, su nariz era un poco larga y sus ojos pequeños; sin embargo, el conjunto me embelesaba.
En suma, no salí de casa de Antella con el sosiego con que había entrado, y al volverme a Liria con la imaginación puesta en Dorotea no veía ni hablaba sino de ella. «¿Qué es esto, mi amo? —me dijo Escipión mirándome como suspenso—. Mucho le ocupa a usted la hermana de don Juan. ¿Le habrá inspirado a usted amor?». «Sí, amigo —le respondí—, y estoy corrido de ello. ¡Oh Cielos! Yo, que desde la muerte de Antonia he mirado mil hermosuras con indiferencia, ¿será posible que encuentre, a la edad en que me hallo, una que me inflame sin que yo lo pueda resistir?». «Señor —me replicó el hijo de la Coscolina—, parecíame a mí que debía usted celebrar esa aventura en vez de quejarse de ella. Usted se halla todavía en una edad en que nada tiene de ridículo abrasarse en una amorosa llama, ni el tiempo ha maltratado tanto su semblante que le haya quitado la esperanza de agradar. Créame usted: la primera vez que vea a don Juan pídale sin temor su hermana, seguro de que no la podrá negar a un hombre de sus circunstancias. Fuera de que, aun cuando quisiese absolutamente casarla con algún hidalgo, usted lo es, pues tiene su ejecutoria, que basta para su posteridad. Después que el tiempo haya echado a la tal ejecutoria el espeso velo que cubre el origen de todas las familias, quiero decir, después de cuatro o cinco generaciones, la descendencia de los Santillana será de las más ilustres».