CAPÍTULO XII

Lo que pasó en el palacio de Loeches después de la muerte del conde-duque y partido que tomó SantiIlana.

ON arreglo a la voluntad del ministro, fué sepultado su cadáver en el convento de las religiosas, sin pompa ni ostentación, acompañado de nuestros lamentos. Después de los funerales, la condesa de Olivares nos hizo leer el testamento, del cual toda la familia tuvo motivo para quedar contenta. A cada uno dejó el difunto una manda correspondiente al empleo que tenía, siendo la menor de dos mil escudos. La mía fué la mayor de todas; su excelencia me dejó diez mil doblones en prueba del singular afecto que me había profesado. No se olvidó de los hospitales, y fundó aniversarios en muchos conventos.

La condesa de Olivares envió a Madrid a todos los criados para que cada uno cobrase su manda de su mayordomo don Ramón Caporis, que tenía orden de entregársela; pero yo no pude ir con ellos, porque una fuerte calentura, efecto de mi aflicción, me detuvo en el palacio siete u ocho días. No me abandonó en todo ese tiempo el padre dominico, porque este buen religioso me había tomado inclinación, e interesándose en mi salud, me preguntó luego que me vio restablecido qué pensaba hacer de mí. «No sé todavía, mi reverendo padre, lo que haré —le respondí—, porque en este punto no estoy aún de acuerdo conmigo mismo. Algunos momentos estoy tentado a encerrarme en una celda para hacer penitencia». «¡Momentos preciosos! —exclamó el religioso—. Señor Santillana, ¡y qué bien haría usted en aprovecharse de ellos! Aconsejóle, como amigo, que, sin dejar de ser seglar, se retire para siempre a algún convento, en donde, por medio de algunas donaciones piadosas de sus bienes, pueda expiar los extravíos de una vida mundana, a ejemplo de muchas personas que han terminado así su carrera».

En la disposición en que me hallaba no me incomodo el consejo del religioso, y respondí a su reverencia que me tomaría tiempo para reflexionarlo. Pero habiendo consultado sobre el particular a Escipión, a quien vi un momento después que al padre, se opuso a este pensamiento, que le pareció un delirio. «¿Es posible, señor de Santillana —me dijo—, que usted se incline a semejante retiro? ¿Pues no tiene en su quinta de Liria otro más agradable? Si en otro tiempo quedó tan enamorado de él, con mayor razón le agradará ahora que se halla en edad más adecuada para dejarse embelesar de las bellezas y atractivos de la Naturaleza».

Poco trabajo le costó al hijo de la Coscolina hacerme mudar de opinión. «Amigo mío —le dije—, más puedes tú que el padre dominico. Veo, con efecto, que me será mejor volver a mi quinta, y a ello me decido. Volveremos a Liria luego que mi salud me permita ponerme en camino, lo que no puede tardar mucho, pues ya estoy sin calentura, y en breve tiempo espero recobrarme del todo». Fuímonos Escipión y yo a Madrid, cuya vista no me alegró tanto como me alegraba en otro tiempo.

Sabiendo que era casi universal el horror con que se oía el nombre de un ministro cuya memoria me era tan apreciable, no podía mirar esta villa con buen semblante, y así, sólo me detuve en ella cinco o seis días que necesitó Escipión para disponer lo necesario a nuestra salida para Liria. Mientras él cuidaba de esto yo me fui a ver con Caporis, que al punto me entregó mi legado en doblones efectivos. Lo mismo hice con los depositarios de las encomiendas sobre las cuales yo tenía mis pensiones. Concerté con ellos el modo de librarme los pagos; en una palabra, dejé arreglados todos mis asuntos.

El día antes de partir pregunté al hijo de la Coscolina si se había despedido de don Enrique. «Sí, señor —me respondió—, y ambos nos hemos separado esta mañana amistosamente. No obstante, él me ha asegurado que sentía le dejase; pero si él estaba contento conmigo, yo no lo estaba con él. No basta que el criado agrade al amo: es menester también que el amo agrade al criado. De otra manera, se avienen mal. Fuera de que —añadió— don Enrique no hace sino un triste papel en la corte. Se le mira en ella con el mayor desprecio; en las calles todos le señalan con el dedo y ninguno le llama mas que el hijo de la genovesa. Vea usted ahora si para un mozo de honra sería cosa de gusto servir a un amo desacreditado».

Salimos por último de Madrid al amanecer y tomamos el camino de Cuenca. Iba ordenado el equipaje de la manera siguiente: mi confidente y yo íbamos en una calesa de dos mulas, conducidos por un calesero; seguían tres machos, cargados de ropa y dinero, guiados por dos mozos de mulas; tras de éstos venían dos robustos lacayos, escogidos por Escipión, montados sobre dos mulas y completamente armados. Los mozos llevaban, por su parte, sables, y el calesero, un par de pistolas en el arzón de la silla.

Como éramos siete hombres, y los seis de mucho valor y gran resolución, me puse en camino alegremente y sin el menor recelo de que me robasen mi herencia. Al pasar por los pueblos se gallardeaban nuestros machos y mulas haciendo resonar sus campanillas, y los paisanos se asomaban a las puertas para ver pasar nuestro acompañamiento, que les parecía, cuando menos, el de algún grande que iba a tomar posesión de un virreinato.