El conde-duque se pone repentinamente triste y pensativo; motivo extraordinario de su tristeza y resultado fatal que tuvo.
U excelencia, para variar sus ocupaciones, se entretenía también algunas veces en cultivar su jardín. Un día que yo le estaba viendo trabajar, me dijo en tono festivo: «Aquí tienes, Santillana, a un ministro desterrado de la corte convertido en jardinero en Loeches». «Señor —le respondí en el mismo tono—, me parece que estoy viendo a Dionisio Siracusano enseñando a leer y escribir a los niños de Corinto, después de haber dictado leyes en Sicilia». Sonrióse un poco mi amo de mi respuesta y mostró que no le desagradaba la comparación.
Toda la familia estaba contentísima y admirada de ver al conde tan superior a su desgracia, rebosando de gozo en una vida tan diferente de la que había tenido hasta allí, cuando advertimos en él una repentina mudanza, que iba creciendo visiblemente y nos causó grandísimo dolor. Vímosle taciturno, pensativo y sepultado en una profunda melancolía. Dejó todo pasatiempo, y ninguna impresión le hacía cuanto discurríamos para divertirle. Así que acababa de comer se encerraba en su cuarto, donde permanecía solo hasta la noche. Pareciónos que aquella tristeza podía nacer de acordarse de la grandeza pasada, y en esta inteligencia le dejábamos a solas con el padre dominico; pero su elocuencia tampoco pudo vencer la melancolía del duque, la cual, en vez de disminuirse, cada día se iba aumentando.
Ocurrióme que la tristeza del ministro podía proceder de algún motivo o disgusto reservado que no quería manifestar, lo cual me hizo formar el designio de arrancarle su secreto. Para conseguirlo aguardó el momento de hablarle sin testigos, y habiéndole hallado, «Señor —le dije con aire mezclado de respeto y de cariño—, ¿será permitido a Gil Blas atreverse a hacer una pregunta a su amo?». «Pregunta lo que gustes —me respondió—, que yo te lo permito». «¿Qué se ha hecho —repliqué— de aquella alegría que se notaba en el semblante de vuestra excelencia? ¿Habrá perdido ya vuestra excelencia aquel ascendiente que tenía sobre la fortuna? ¿Será acaso posible que la pérdida del favor excite nuevas inquietudes en vuestra excelencia? ¿Querrá vuestra excelencia volver a sumergirse en aquel abismo de amarguras de que su virtud le había libertado?». «No; gracias al Cielo —respondió el ministro—, ya no me atormenta la memoria del gran papel que representé en el teatro de la corte, y olvidé para siempre todos los obsequios que allí se me tributaron». «Pues, señor —le repliqué—, si vuestra excelencia ha podido desechar de sí todas esas memorias, ¿por qué se deja dominar de una melancolía que a todos nos aflige? ¿Qué tiene vuestra excelencia? Mi querido amo —prorrumpí, arrimándome a sus pies—, vuestra excelencia tiene algún secreto pesar que le devora. ¿Querrá vuestra excelencia hacer un misterio de ello a Santillana, cuya reserva, celo y fidelidad tiene tan conocidos? ¿Qué delito es el mío para haber desmerecido su antigua confianza?». «La posees todavía —me dijo su excelencia—, pero confieso que me cuesta mucha repugnancia revelarte el motivo de la tristeza en que me ves sepultado. Sin embargo, no puedo negarme a las instancias de un criado y de un amigo como tú. Sabe, pues, el motivo de mi pena; sólo Santillana me podría merecer que le hiciese semejante confesión. Sí —continuó—, me domina una negra melancolía, que poco a poco me va acortando los días de la vida. Casi a cada instante estoy viendo un espectro que se pone delante de mí bajo una forma espantosa. Trabajo en vano por persuadirme a mí mismo de que es una mera ilusión, un fantasma que nada tiene de realidad. Sus continuas apariciones me turban y trastornan, y si tengo la cabeza bastante fuerte para vivir persuadido de que viendo a este espectro nada veo, soy también bastante débil para afligirme con esta visión. Mira lo que me has obligado a que te confiese —añadió—; juzga ahora si me sobraba razón para ocultar a todos el verdadero motivo de mi melancolía,».
Oí con tanto dolor como admiración una cosa tan extraordinaria y que suponía que su máquina se iba desorganizando. «Señor —dije al ministro—, ¿quién sabe si eso procede del escaso alimento que toma vuestra excelencia? Porque su sobriedad es excesiva». «Eso mismo pensé yo al principio —me respondió—, y para experimentar si debía atribuirlo a la dieta, como hace algunos días más de lo ordinario, pero todo es inútil, porque el fantasma no desaparece». «El desaparecerá —le repliqué para consolarle—, y si vuestra excelencia quisiera distraerse un poco, volviendo a entretenerse en el juego con sus fieles criados, me persuado de que no tardaría en verse libre de esos negros vapores».
Pocos días después de esta conversación cayó su excelencia enfermo, y conociendo él mismo que el mal se haría de cuidado, envió a buscar a Madrid dos escribanos para disponer su testamento, e hizo venir también tres célebres médicos que tenían la fama de curar algunas veces sus enfermos. Luego que se divulgó por el palacio la llegada de estos últimos, no se oyeron en él mas que lamentos y gemidos, mirando todos como muy cercana la muerte del amo; tan imbuidos estaban contra tales profesores. Habían éstos llevado consigo un boticario y un cirujano, ejecutores ordinarios de sus órdenes, y dejando primero a los escribanos hacer su oficio, entraron en seguida ellos a desempeñar el suyo. Como seguían los principios del doctor Sangredo, recetaron desde la primera consulta sangrías sobre sangrías, de manera que al cabo de seis días redujeron a los últimos al conde-duque, y al séptimo le libraron de su visión.
La muerte del ministro ocasionó en todo el palacio de Loeches un agudo y sincero dolor. Sus criados le lloraron amargamente, y, lejos de consolarse de su pérdida con la memoria que hizo de todos en su testamento, no había siquiera uno que no hubiera renunciado gustoso al legado que le tocaba por restituirle a la vida. Yo, que era el más querido de su excelencia y que me había aficionado a él por pura inclinación hacia su persona, sentí aún más que los otros su fallecimiento. Dudo que Antonia me haya costado más lágrimas que el conde-duque.