CAPÍTULO X

Cuidados que por el pronto inquietaron al conde-duque; síguese a ellos un dichoso sosiego; método de vida que entabló en su retiro.

A condesa de Olivares dejó ir a su marido a Loeches y permaneció algunos días más en la corte con el objeto de tentar si por medio de súplicas y lágrimas podría hacer que volvieran a llamarle. Pero a pesar de haberse echado a los pies de sus majestades, el rey no hizo aprecio de sus exposiciones, aunque preparadas con arte, y la reina, que la aborrecía de muerte, se complacía en verla llorar. No por eso se acobardó la esposa del ministro desgraciado. Abatióse hasta el punto de implorar la protección de las damas de la reina, pero el fruto que recogió de sus bajezas fué conocer que excitaban el desprecio más bien que la compasión. Desconsolada de haber dado tantos pasos degradantes, se fué a reunir con su esposo, para lamentarse con él de la pérdida de un empleo que, bajo un reinado como el de aquel monarca, puede decirse que era el primero de la monarquía.

La relación que hizo la condesa del estado en que había dejado las cosas de Madrid aumentó extraordinariamente la aflicción del conde-duque. «Vuestros enemigos —le dijo llorando—, el duque de Medinaceli y los otros grandes que os aborrecen, no cesan de alabar al rey por la resolución de haberos separado del ministerio, y el pueblo celebra con insolencia vuestra desgracia, como si el fin de todas las que experimenta el Estado dependiese del de vuestra administración». «Señora —le respondió mi amo—, imitad mi ejemplo: llevad con resignación vuestros pesares, porque es preciso ceder a la borrasca que no se puede disipar. Creía yo, es verdad, que podría perpetuar mi valimiento mientras me durase la vida, ilusión ordinaria en los ministros y privados, los cuales se olvidan por lo común de que su suerte depende de la voluntad del soberano. El duque de Lerma, ¿no se engañó igualmente que yo, aunque estaba persuadido de que la púrpura con que se hallaba revestido era un seguro garante de la perpetua duración de su autoridad?».

De este modo exhortaba el conde-duque a su esposa a armarse de paciencia, mientras él mismo se hallaba en una agitación que se renovaba diariamente con las cartas que recibía de don Enrique, el cual, habiendo permanecido en la corte para observar cuanto allí pasaba, cuidaba de informarle de todo puntualmente. El portador de estas cartas era Escipión, que se había quedado en casa del hijo adoptivo de su excelencia, de la cual había salido yo inmediatamente después de su matrimonio con doña Juana.

Las cartas venían siempre llenas de noticias poco gustosas, y lo peor era que en las circunstancias no se podían esperar otras. Decía en unas que, no contentos los grandes con celebrar públicamente la caída del conde-duque, hacían cuanto podían para que todas sus hechuras fuesen removidas de los empleos que ocupaban y reemplazadas por sus enemigos. Avisaba en otras que iba adquiriendo favor don Luis de Haro, quien, según todas las señales, sería nombrado primer ministro. Pero entre todas las noticias que desazonaban a mi amo, la que más le llegó al alma fué la mutación que se hizo en el virreinato de Napóles, que la Corte, únicamente por desairarle, quitó al duque de Medina de las Torres, a quien él apreciaba, para dárselo al almirante de Castilla, a quien siempre había aborrecido.

Puede decirse que en el espacio de tres meses todo fué disgustos y desasosiego para el conde-duque; pero su confesor, que era un religioso dominico tan ejemplar como elocuente, halló modo de consolarle. A fuerza de representarle con energía que ya no debía pensar mas que en su salvación, logró, con el auxilio de la divina gracia, la dicha de desprender su ánimo de la corte. Su excelencia no quiso ya saber nada de Madrid ni pensar mas que en disponerse para una buena muerte. La condesa, desengañada también, y aprovechándose de la oportunidad que la ofrecía aquel retiro, halló en el convento de religiosas que había fundado todo el consuelo que podía desear, preparado por la divina Providencia. Hubo entre aquellas religiosas algunas de singular virtud, cuyos tiernos coloquios convirtieron insensiblemente en dulcedumbre los sinsabores de su vida.

Al paso que mi amo apartaba de su pensamiento los negocios del mundo se quedaba más tranquilo. Entabló un nuevo método de vida y una distribución de horas de la manera siguiente: pasaba casi toda la mañana en la iglesia de las monjas oyendo misas; iba en seguida a comer, y después se divertía por espacio de dos horas a varios juegos conmigo y otros criados de su mayor confianza: luego se retiraba por lo regular a su despacho, donde se estaba hasta puesto el sol. Entonces salía a dar un paseo por el jardín o tomaba el coche y daba una vuelta por las cercanías del lugar, acompañado siempre de su confesor o de mí.

Un día que íbamos solos y que yo admiraba la serenidad que brillaba en su semblante, me tomé la licencia de decirle: «Señor, permítame vuestra excelencia que le manifieste mi regocijo; al ver el aire de satisfacción que vuestra excelencia muestra, juzgo que principia a familiarizarse con la soledad». «Ya estoy del todo familiarizado —me respondió—, y aunque hace mucho tiempo que estoy habituado a ocuparme en los negocios, te protesto, hijo mío, que cada día cobro más afición a la vida gustosa y pacífica que aquí disfruto».