De la rebelión de Portugal, y caída del conde-duque.
OCOS días después del regreso del rey se esparció por Madrid una mala nueva. Súpose que los portugueses, aprovechándose del levantamiento de Cataluña, y pareciéndoles ocasión muy oportuna ésta para sacudir el yugo de la dominación de España, habían tomado las armas y aclamado al duque de Braganza por rey de Portugal, resueltos absolutamente a mantenerle en el trono, sin miedo de que España lo pudiese estorbar, estando ocupada en Alemania, en Italia, en Flandes y en Cataluña. No les era fácil hallar coyuntura más favorable para librarse de una dominación que aborrecían.
Lo más singular fué que cuando la corte y todos sus habitantes se hallaban en la mayor consternación por aquella novedad, el conde-duque quiso divertir al rey a expensas del duque de Braganza; pero su majestad, lejos de prestarse a sus insípidos gracejos, tomó un semblante serio, que enteramente le inmutó, haciéndole prever su inminente desgracia. Acabó el ministro de dar por cierta su caída cuando supo poco después que se había manifestado sin reserva contra él, diciendo públicamente que su mala administración había dado lugar a la rebelión de Portugal. Luego que la mayor parte de los grandes, especialmente aquellos que habían seguido al rey en el viaje a Zaragoza, advirtieron la tempestad que se iba levantando contra el conde-duque, se unieron a la reina. Pero lo que dio el último golpe decisivo fué que la duquesa viuda de Mantua, gobernadora que había sido de Portugal, regresó de Lisboa a Madrid e hizo ver al rey que de la rebelión de los portugueses sólo tenía la culpa la conducta de su primer ministro.
Hicieron tanta impresión en el ánimo del monarca las palabras de aquella princesa, que desde el mismo punto cesó el encaprichamiento hacia su privado y se desprendió todo el afecto que le había tenido. No bien llegó a noticia del ministro que el rey daba oídos a las quejas y murmuraciones de sus enemigos, cuando le escribió pidiéndole licencia para dejar su empleo y retirarse de la corte, puesto que se le hacía la injusticia de imputarle todas las desgracias que durante su ministerio habían sucedido a la Monarquía. Parecíale que esta súplica haría grande efecto en el corazón del rey, suponiendo que aun se conservaría en él inclinación suficiente para no consentir jamás en semejante retiro; pero la única respuesta de su majestad fué que le concedía el permiso que solicitaba, y que así, podía irse adonde mejor le pareciera.
Estas pocas palabras, escritas de propio puño del rey, fueron como un rayo para su excelencia, que no lo esperaba de ninguna manera. Sin embargo, por más atónito que estuviese, aparentó un aire de entereza y me preguntó qué haría yo en su lugar. Respondíle que fácilmente tomaría mi determinación, abandonando para siempre la corte y retirándome a alguno de mis estados a pasar tranquilamente el resto de mis días. «Piensas juiciosamente —repuso mi amo—, y estoy resuelto a ir a terminar mi carrera en Loeches, después que haya hablado una sola vez con el monarca para representarle que he practicado cuanto era posible en lo humano para sostener la pesada carga que tenía sobre mis hombros, sin haber tenido más culpa en los siniestros acontecimientos de que me acusan que la que tiene un diestro piloto que, a pesar de cuanto puede hacer, mira su bajel arrebatado por los vientos y por las olas». Lisonjeábase el ministro de que aun podía aquietarse el rey y volver las cosas al estado en que se habían hallado, pero no pudo conseguir su audiencia; antes bien, se le envió a pedir la llave de que se servía para entrar en el cuarto de su majestad siempre que quería.
Conoció entonces que ya no le quedaba esperanza y se resolvió buenamente a retirarse. Examinó sus papeles y quemó gran parte de ellos, en lo que obró con mucha prudencia. Nombró los dependientes y criados que le habían de seguir, y ordenó que todo estuviese pronto para marchar el día siguiente. Temiendo que al salir de palacio le insultase el populacho, se levantó muy de mañana y antes de amanecer salió por la puerta de las cocinas, y metiéndose en un coche viejo con su confesor y conmigo tomó sin riesgo el camino de Loeches, pueblo corto de que era señor, donde la condesa su mujer había fundado un convento de religiosas dominicas. En menos de cuatro horas nos pusimos en él, y poco después llegó el resto de la familia.