CAPÍTULO IV

Nuevo empleo que confirió el ministro a Santillana.

E fué tan sensible la desgracia de Lucrecia y experimenté tantos remordimientos de haber contribuido a ella, que, considerándome como un infame, a pesar de la elevación del amante a quien había servido, resolví abandonar para siempre el caduceo, y manifestando al ministro la repugnancia que me causaba el llevarle, le supliqué me emplease en cualquier otra cosa. «Santillana —me dijo—, me agrada sobremanera tu delicadeza, y pues eres un mozo tan honrado, quiero darte una ocupación más conforme a tu prudencia; óyela y escucha con atención la confianza que voy a hacerte. Algunos años antes de mi privanza —continuó— vi por casualidad a una dama que me pareció tan airosa y tan linda que hice la siguiesen. Supe que era una genovesa llamada doña Margarita Espínola, que vivía en Madrid a expensas de su hermosura. Me dijeron también que don Francisco de Valcárcel, alcalde de corte, sujeto anciano, rico y casado, gastaba mucho con ella. Esta circunstancia, que al parecer debiera haberme inspirado desprecio hacia ella, encendió en mí el deseo más vehemente de entrar a la parte en sus favores con Valcárcel. Para satisfacer este capricho me valí de una medianera de amor, cuya habilidad me facilitó en breve tiempo una conversación secreta con la genovesa, a la que siguieron otras muchas, de manera que tanto mi rival como yo éramos igualmente bien admitidos, gracias a nuestras dádivas, y quizá tendría algún otro galán tan favorecido como nosotros dos. Como quiera que sea, Margarita, en aquella confusión de cortejantes, llegó insensiblemente a ser madre y dio a luz un niño, con cuya paternidad quiso honrar a cada uno de sus amantes en particular; pero como ninguno podía preciarse en conciencia de que le era debido aquel honor, todos lo renunciaron; de suerte que la genovesa se vio precisada a criarle en su casa con el producto de sus galanteos, lo que duró diez y ocho años, al cabo de los cuales murió la madre, dejando a su hijo sin bienes y (lo peor de todo) sin educación. Tal es —continuó su excelencia— la confianza que tenía que hacerte; ahora voy a enterarte del gran proyecto que tengo formado. Quiero sacar de su infeliz suerte a este joven sin ventura, y, haciéndole pasar de un extremo a otro, elevarle a los honores y reconocerle por hijo mío».

Al oír un proyecto tan extravagante, no me fué posible callar. «¡Cómo, señor! —exclamé—. ¿Es posible que haya cabido en vuestra excelencia una resolución tan extraña? (Perdóneme vuestra excelencia esta expresión, hija de mi celo)». «Tú la hallarás justa —replicó con precipitación— cuando te haya dicho las razones que me han determinado a tomarla. No quiero sean herederos míos mis parientes colaterales. Tal vez me dirás que no soy tan viejo que no pueda todavía esperar tener sucesión con la condesa de Olivares; pero cada uno se conoce a sí mismo. Bástete saber que he probado inútilmente todos los secretos de la química para volver a ser padre. Así, pues, ya que la fortuna, supliendo lo que falta a la Naturaleza, me presenta un muchacho del cual no es del todo imposible sea yo el verdadero padre, quiero adoptarle por hijo. Así lo he resuelto».

Viendo yo encaprichado al ministro en semejante adopción, dejé de oponerme a su idea, sabiendo era capaz de cualquier gran desacierto antes que desistir de su parecer. «Ahora sólo se trata —prosiguió él— de dar una educación correspondiente a don Enrique Felipe de Guzmán, porque bajo este nombre quiero que sea conocido hasta que se halle en estado de poseer las dignidades que le esperan. En ti, mi querido Santillana, he puesto los ojos para que le gobiernes. Descuido enteramente en tu capacidad y en tu adhesión hacia mí sobre el cuidado de establecer su casa, de proporcionarle toda clase de maestros y, en una palabra, de hacerlo un caballero completo». Quise negarme a admitir semejante empleo, representando al conde-duque que no podía en conciencia encargarme de un ministerio que jamás había ejercido y que pedía más ilustración y mérito del que yo tenía; pero luego me interrumpió y me tapó la boca diciendome con entereza que absolutamente quería fuese yo el ayo de su hijo adoptivo, a quien destinaba para ocupar los primeros puestos de la Monarquía. Me resigné, pues, a desempeñar este destino por complacer a su excelencia, quien, en premio de mi condescendencia, aumentó mi escasa renta con una pensión de mil escudos, que hizo se me concediese, o más bien me dio él, sobre una encomienda de la Orden de Montesa.