CAPÍTULO II

Da Santillana cuenta de su comisión al ministro, quien le encarga el cuidado de hacer que venga Lucrecia a Madrid; de la llegada de esta actriz, y de su primera representación en la corte.

UANDO volví a Madrid hallé al conde-duque muy impaciente por saber el resultado de mi viaje. «Gil Blas —me dijo—, ¿has visto a nuestra comedianta? ¿Merece que se lo haga venir a la corte?». «Señor —le respondí—, la fama, que pondera comúnmente más de lo justo a las mujeres hermosas, se queda muy escasa respecto de la joven Lucrecia, que es una persona admirable, tanto por su hermosura como por sus habilidades».

«¿Es posible? —exclamó el ministro con una satisfacción interior que leí en sus ojos, y que me hizo pensar que me había enviado a Toledo por su interés personal—. ¿Es posible que Lucrecia sea tan amable como me dices?». «Cuando vuestra excelencia la vea —le respondí—, confesará que no se puede hacer su elogio sin disminuir sus hechizos». «Santillana —replicó su excelencia—, hazme una puntual relación de tu viaje, porque tendré particular gusto en oírla». Tomando entonces la palabra para satisfacer a mi amo, le conté hasta la historia de Laura inclusive. Díjele que esta actriz había tenido a Lucrecia del marqués de Marialba, señor portugués que, habiéndose detenido en Granada viajando, se había enamorado de ella. Finalmente, después de haber hecho a su excelencia una menuda relación de lo que había pasado entre aquellas comediantas y yo, me dijo: «Me alegro infinito de que Lucrecia sea hija de un sujeto distinguido; eso me interesa todavía más en su favor, y es necesario traerla a la corte. Pero continúa —añadió— del modo que has comenzado, y no me tomes en boca, sino que en todo ha de sonar únicamente Gil Blas de Santillana».

Fui a verme con Carnero, a quien dije que su excelencia quería que él despachase una orden por la cual el rey admitía en su compañía cómica a Estela y a Lucrecia, actrices de la de Toledo. «Muy bien, señor de Santillana —respondió Carnero con una sonrisa maligna—; al momento será usted servido, porque, según todas las señas, usted se interesa por esas dos damas». Al mismo tiempo extendió de propio puño y me entregó la orden, que sin pérdida de tiempo envié a Estela por el mismo lacayo que me había acompañado a Toledo. Ocho días después llegaron a Madrid madre e hija; fueron a hospedarse en una fonda inmediata al corral del Príncipe, y su primer cuidado fué enviármelo a decir por medio de un billete. Pasé al punto a la fonda, en donde, después de mil ofertas por mi parte y de agradecimientos por la suya, las dejé para que se dispusiesen a su primera salida a las tablas, deseándosela dichosa y brillante.

Se hicieron anunciar al público como dos actrices nuevas que la compañía del Príncipe acababa de admitir por orden de la Corte, y representaron por primera vez una comedia que solían representar en Toledo con aplauso.

¿En qué parte del mundo deja de gustar la novedad en punto a espectáculos? Hubo aquel día en el corral de comedias un concurso extraordinario de espectadores. No necesito decir que no falté a esta representación. Estuve algo agitado antes que la comedia principiase, porque, por más confianza que yo tuviera en la habilidad de la madre y de la hija, temía de su éxito; tanto me interesaba por ellas. Pero apenas abrieron la boca se desvaneció mi temor con los aplausos que recibieron.

Todos celebraban a Estela como una actriz consumada en la parte graciosa, y a Lucrecia, como un prodigio para los papeles amorosos. Esta última arrebató los corazones: unos admiraron la hermosura de sus ojos, a otros encantó la suavidad de su voz, y sorprendidos todos de sus gracias y de su juventud florida, salieron hechizados de su persona.

El conde-duque, que se interesaba más de lo que yo creía en el estreno de esta actriz, asistió aquella tarde a la comedia, y le vi salir hacia el fin de la función muy prendado, a lo que me pareció, de nuestras dos cómicas. Con la curiosidad de saber si había quedado satisfecho de ellas, le seguí a su casa, y metiéndome en su gabinete, en donde acababa de entrar, «Y bien, señor excelentísimo —le dije—, ¿le ha gustado a vuestra excelencia la Marialbita?». «Mi excelencia —me respondió sonriéndose— sería descontentadiza si se negara a unir su voto con el del público. Sí, hijo mío; estoy encantado de tu Lucrecia, y no dudo que el rey la vea con placer».