LIBRO DUODÉCIMO

CAPÍTULO PRIMERO

Envía el ministro a Toledo a Gil Blas; motivo y éxito de su viaje.

ACÍA ya cerca de un mes que su excelencia me repetía todos los días: «Santillana, va llegando el tiempo en que quiero emplear tu talento y destreza». Pero este tiempo nunca acababa de venir. Llegó por fin, y su excelencia me habló en estos términos: «Se dice que hay en la compañía de cómicos de Toledo una actriz muy celebrada por su amabilidad; se asegura que baila y canta divinamente, que arrebata a los espectadores cuando representa, y se añade también que es muy hermosa. Una persona tan recomendable es digna de venir a representar en la Corte. Al rey le gustan las comedias, la música y el baile y no le desagrada la hermosura. No me parece razón que su majestad carezca del placer de ver y oír a una mujer de tanto mérito. Por esto he resuelto enviarte a Toledo, para que juzgues por ti mismo si esa actriz es tan peregrina; yo me atendré desde luego a la impresión que cause en ti y me fío enteramente de tu discernimiento».

Respondí a su excelencia que esperaba dar buena cuenta de aquella comisión, y desde luego emprendí mi viaje, acompañado de un lacayo, a quien hice dejar la librea del ministro, para desempeñar mi encargo con mayor secreto; precaución que agradó a su excelencia. Tomé, pues, el camino de Toledo, en donde me apeé en un mesón inmediato al alcázar. No bien me había apeado, cuando el mesonero, teniéndome sin duda por algún caballero de las cercanías, me dijo: «Naturalmente, vendrá vuestra señoría a ver la augusta ceremonia del auto de fe que se celebra mañana en Toledo». Yo, que nada sabía de tal auto, le respondí inmediatamente que sí, para ocultar mejor mi designio y cortarle la gana de preguntarme más sobre el fin que me llevaba a aquella ciudad. «Verá vuestra señoría —prosiguió él— una de las más excelentes procesiones que jamás se han visto, pues hay, según se dice, más de cien penitenciados, entre los cuales pasan de diez los que han de ser quemados». Con efecto; el día siguiente antes de salir el sol oí tocar todas las campanas de la ciudad en señal de que iba a darse principio al auto de fe. Con la curiosidad de ver esta ceremonia, me vestí aceleradamente y me encaminé hacia la Inquisición. Había allí cerca, y de trecho en trecho por donde había de pasar la procesión, tablados altos, en uno de los cuales me coloqué por mi dinero. Iban primero los padres dominicos, precedidos del estandarte de la fe o pendón del Santo Tribunal. Tras de dichos religiosos venían los reos con sus capotillos o especie de escapularios de tela amarilla, formada en ellos por la parte anterior y posterior el aspa de San Andrés, de tela roja llamada sambenito, y todos con corozas en la cabeza, con llamas pintadas las de los condenados a la hoguera y sin ellas las de los otros de menor pena.

Miraba yo a todos aquellos infelices con la compasión que no se puede negar a la humanidad, cuando creí descubrir entre los encorozados sin llamas al reverendo padre Hilario y a su compañero el hermano Ambrosio. Pasaron tan cerca de mí, que no pude equivocarme. «¡Qué es lo que estoy viendo! —dije entre mí mismo—. ¡El Cielo, cansado de los excesos de estos dos malvados, los ha entregado a la justicia de la Inquisición!». Hablando conmigo de esta suerte, me sentí aterrorizado, se apoderó de mí un temblor universal, y mi ánimo se turbó en términos que temí caer desmayado. Las relaciones que yo había tenido con aquellos bribones, la aventura de Chelva, y, en fin, todo lo que habíamos hecho juntos acudió en aquel momento a representarse a mi imaginación, y creí que no podía dar suficientes gracias a Dios de haberme preservado del sambenito y de la coroza.

Acabada la ceremonia, me restituía al mesón temblando por el terrible espectáculo que acababa de ver; pero las tristes ideas de que tenía lleno el ánimo se disiparon insensiblemente, y sólo pensó en desempeñar con acierto la comisión que me había encargado mi amo. Esperó con impaciencia la hora de la comedia para ir a ella, pareciéndome que éste era el primer paso que debía dar. Llegada que fué, me dirigí al teatro, donde casualmente me senté junto a un caballero del hábito de Alcántara, con quien entabló luego conversación, y le dije si daba licencia a un forastero para hacerle una pregunta. «Caballero —me respondió muy atentamente—, usted me honrará en ello». «He oído ponderar —proseguí— a los cómicos de Toledo. ¿Me habrán engañado?». «No —me respondió el caballero—; la compañía no es mala, y, a la verdad, hay en ella dos papeles excelentes. Entre otros, oirá usted a la bella Lucrecia, actriz de catorce años, que le pasmará. No será menester que yo se la muestre a usted cuando se deje ver en la escena, porque la distinguirá fácilmente». Volvíle a preguntar si representaría aquella tarde; me respondió que sí, y aun que tenía un papel de mucho lucimiento en la pieza que se iba a representar.

Principió la comedia, y aparecieron en la escena dos actrices que nada habían omitido de cuanto pudiera contribuir a hacerlas encantadoras; pero a pesar del brillo de sus diamantes, ni una ni otra me parecieron ser la que yo esperaba. En fin, dejóse ver Lucrecia en el fondo del teatro, y su aproximación a la escena fué anunciada con un palmoteo general. «¡Ah, ésta es! —dije para mí—. ¡Qué aire tan noble! ¡Qué talle! ¡Qué hermosos ojos! ¡Qué salada criatura!». Con efecto; me llenó completamente, o por mejor decir, su persona me dejó absorto. Desde los primeros versos que recitó conocí que tenía naturalidad, fuego, maestría superior a su edad, y reuní voluntariamente mis aplausos a los universales que le tributó el concurso en todo el tiempo que duró la representación. «Y bien —me dijo entonces el caballero—; ya ve usted la justicia que hace el público a Lucrecia». «No me admiro», le respondí. «Pues menos se admiraría usted —me replicó— si la oyera cantar; es verdaderamente una sirena. ¡Pobres de aquellos que la oyen, si no se precaven tapándose los oídos para no quedar encantados! No es menos temible cuando baila. Sus pasos son tan peligrosos como su voz: hechizan los ojos y cautivan el corazón». «Según eso —exclamé yo entonces—, será preciso confesar que esta niña es un portento. ¿Y quién es el mortal venturoso que tiene la dicha de arruinarse por una criatura tan preciosa?». «No tiene ningún amante, que se sepa —me dijo—, y aun la murmuración no le atribuye ninguna amistad secreta. No obstante —añadió—, acaso pudiera tenerla, porque Lucrecia está bajo la vigilancia de su tía Estela, que sin disputa es la más astuta de todas las cómicas».

Al oír el nombre de Estela pregunté con precipitación al tal caballero si aquella Estela era actriz de la compañía de Toledo. «Y de las mejores —me replicó—. Hoy no ha representado, y en verdad que no hemos perdido poco. Por lo común hace el papel de graciosa, y verdaderamente lo desempeña que es un primor. ¡Qué expresión da a sus papeles! Tal vez les añade algo de su invención; pero éste es un hermoso defecto que le hace gracia». Contóme otras mil maravillas de la tal Estela, y por el retrato que me hizo de su persona, no dudé fuese Laura, aquella misma que dejé en Granada y de quien he hablado tanto en mi historia.

Para cerciorarme, me fui derecho al vestuario concluida la comedia. Pregunté por la señora Estela, y, volviendo los ojos a todas partes, la vi sentada al brasero en conversación con algunos señores, que quizá no la obsequiaban sino porque era tía de Lucrecia. Llegué a saludar a Laura, y fuese por capricho o por vengarse de mi precipitada fuga de Granada, fingió no conocerme, y recibió mi saludo con tanta sequedad que me dejó un poco parado. En lugar de reconvenirle con risa su frío recibimiento, fui tan simple que mostré formalizarme, y aun me retiré incomodado, resuelto en aquel primer impulso de cólera a volverme a Madrid el día siguiente. «Para vengarme de Laura —decía yo—, no quiero que su sobrina tenga el honor de representar delante del rey: para esto no tengo mas que hacer al ministro el retrato que se me antoje de Lucrecia, y me bastará decirle que baila con poco garbo, que su voz es áspera, y que toda su gracia consiste en sus pocos años. Estoy seguro que desde luego se le pasará a su excelencia la gana de hacerla ir a la Corte».

Esta era la venganza que pensaba tomar del desaire que Laura me había hecho; pero duró poco mi resentimiento. La mañana siguiente, cuando me estaba disponiendo a marchar, entró un lacayuelo en mi cuarto, y me dijo: «Aquí traigo un billete que tengo que entregar al señor de Santillana». «Yo soy, hijo mío», le dije, tomándole la carta, que abrí, y que contenía estas palabras: Olvida él modo con que te recibí en el teatro, y ven con el portador adonde él te guie. Seguí luego al lacayuelo, que me llevó a una casa muy decente, no distante del teatro, y me introdujo en un cuarto alhajado con aseo y buen gusto, donde encontré a Laura en su tocador.

Se levantó para abrazarme, diciendo: «Señor Gil Blas, conozco que usted tuvo motivo para salir ayer poco contento del recibimiento que le hice cuando fué a saludarme en el vestuario; un antiguo amigo tenía derecho para esperar de mí una acogida más afable. No tengo otra disculpa sino que me hallaba a la sazón de malísimo humor, por haber oído ciertos dichos malignos que algunos de los señores cómicos tenían sobre la conducta de mi sobrina, cuya honra me importa más que la mía. La precipitada y desabrida retirada de usted me hizo volver al momento de mi distracción, y en el mismo punto di orden a mi lacayo para que siguiese a usted y averiguase su posada, con ánimo de reparar hoy mi falta». «Ya queda —le dije— enteramente reparada, mi querida Laura; no hablemos más de eso. Ahora enterémonos mutuamente de lo que nos ha sucedido desde el malaventurado día en que el temor de un justo castigo me obligó a salir tan aceleradamente de Granada. Te dejé, si te acuerdas, metida en un gran embrollo. ¿Cómo saliste de él? ¿No es verdad que necesitaste de toda tu maestría para apaciguar a tu amante portugués?». «¡Nada de eso! —respondió Laura—. ¿Pues no sabes que en semejantes lances los hombres son tan débiles que ellos mismos ahorran a veces a las mujeres hasta el trabajo de justificarse?

»Sostuve —continuó ella— al marqués de Marialba que eras hermano mío. Perdone usted, señor de Santillana, que le hable con la familiaridad que en otro tiempo, porque no puedo desprenderme de las costumbres añejas. Diréte, pues, que le hablé con desembarazo y entereza. “¿No conoce usted —le dije al señor portugués— que todo eso es obra de los celos y de la indignación? Narcisa, mi compañera y rival, colérica de ver que yo poseo pacíficamente un corazón que ella ha perdido, forjó todo este embuste. Cohechó al sota-despabilador del teatro, quien para apoyar su resentimiento tuvo el descaro de decir que me había visto en Madrid sirviendo a Arsenia. Nada hay más falso. ¡La viuda de don Antonio Coello ha tenido siempre pensamientos demasiado nobles para quererse someter a ser criada de una cómica! Fuera de esto, otra patente prueba de la falsedad de esta imputación y de la conspiración de mis acusadores es la precipitada fuga de mi hermano, que si estuviera presente dejaría sin duda bien confundida la calumnia; pero Narcisa ciertamente habrá empleado algún nuevo artificio para hacerle desaparecer”.

»Aunque estas razones —prosiguió Laura— no bastasen para hacer mi completa apología, el marqués tuvo la bondad de contentarse con ellas; tanto, que el candido señor prosiguió amándome hasta el día en que dejó a Granada para volverse a Portugal. En verdad, su partida fué muy inmediata a la tuya, y la mujer de Zapata tuvo el consuelo de verme perder el amante que yo le había quitado. Permanecí todavía después algunos años en Granada; pero habiéndose introducido en la compañía disensiones (como frecuentemente sucede entre nosotros), todos los cómicos se separaron: unos marcharon a Sevilla, otros a Córdoba, y yo me vine a Toledo, donde estoy hace diez años con mi sobrina Lucrecia, a quien ayer oíste representar, puesto que estuviste en la comedia».

No pude dejar de reírme al llegar aquí. Laura me preguntó de qué me reía. «Pues qué, ¿no lo adivinas? —le respondí—. Tú no tienes hermano ni hermana; por consiguiente, no puedes ser tía de Lucrecia. Además de eso, cuando cotejo el tiempo que ha que nos separamos con la edad que representa Lucrecia, me parece que puede ser algo más estrecho el parentesco entre vosotras dos».

«Ya le entiendo a usted, señor Gil Blas —replicó algo sonrojada la viuda de don Antonio Coello—. Como usted tiene tan presentes los tiempos, no hay medio de engañarle. Ahora bien, amigo mío; Lucrecia es hija mía y del marqués de Marialba, y el fruto de nuestro trato, porque no quiero ocultarte más esta verdad». «¡Vaya, reina mía —repliqué yo—, que es grande el esfuerzo que haces en revelarme este secreto, después que me confiaste tus aventuras con el administrador del hospital de Zamora! Como quiera que sea, yo te aseguro que Lucrecia es una niña de tanto mérito, que el público jamás podrá agradecerte como debe el regalo que le hiciste en ella. ¡Ojalá fueran como ésta todos los que le hacen tus compañeras y amigas!».

Quién sabe si algún lector ladino al llegar aquí se acordará de las secretas conversaciones que Laura y yo tuvimos en Granada cuando era secretario del marqués de Marialba, y se le antojará sospechar que podía yo tener algún derecho para disputar al marqués su paternidad de Lucrecia; le protesto por mi honor que sería injusta su sospecha.

Di en seguida a Laura cuenta de mis aventuras hasta el estado actual de mis asuntos. Oyóme con una atención que mostraba bien no serle indiferente lo que le decía. «Amigo Santillana —me dijo luego que acabé—, veo que representas un papel brillante en el teatro del mundo, y no alcanzo a manifestarte lo mucho que me complazco en ello. Cuando yo lleve a Madrid a Lucrecia para colocarla en la compañía del Príncipe, me atrevo a lisonjearme de que hallará en el señor de Santillana un poderoso protector». «No lo dudes —le respondí—; cuenta conmigo, que haré admitir a tu hija en la compañía del Príncipe cuando quieras. Esto puedo prometértelo sin hacer alarde de mi poder». «Desde luego te cogería tu palabra —replicó Laura—, y mañana mismo marcharía a Madrid si no estuviera escriturada en esta compañía». «Esa escritura la anula una Real orden —le respondí—. Yo me encargo de ella, y la recibirás antes de ocho días. Tendré gran placer en robarles a los toledanos tu Lucrecia; una actriz tan linda ha nacido para los cortesanos, y nos pertenece de derecho».

A este tiempo entró Lucrecia en el cuarto. Creí ver a la diosa Hebe: tanta era su gracia y su lindeza. Acababa de levantarse, y luciendo su hermosura natural sin los auxilios del arte, presentaba a mi vista un objeto encantador. «Ven, sobrina mía —le dijo su madre—; ven a agradecer a este señor la buena voluntad que nos tiene. Es uno de mis amigos antiguos, que tiene gran valimiento en la corte, y está empeñado en colocarnos a ambas en la compañía del Príncipe». De esto mostró alegría la niña, que me hizo una profunda cortesía, y me dijo con una sonrisa embelesadora: «Doy a usted muy humildes gracias por su benévola intención. Pero al quererme separar de un público que me estima, ¿está usted seguro de que no desagradaré al de Madrid? Tal vez perderé en el cambio, porque muchas veces he oído decir a mi tía haber conocido actores muy aplaudidos en una ciudad y silbados en otra, lo cual me sobresalta. Tema usted exponerme al desprecio de la corte y exponerse asimismo a sufrir sus reconvenciones». «Hermosa Lucrecia —le respondí—, eso es lo que ni uno ni otro debemos temer. Antes bien, lo único que temo es que usted encienda una guerra civil entre los grandes, enamorándolos a todos». «El sobresalto de mi sobrina —me dijo Laura— me parece mejor fundado que el de usted; pero, bien considerado, ambos los tengo por vanos. Si Lucrecia no puede llamar la atención pública por sus atractivos, en recompensa, no es tan mala actriz que deba ser despreciada».

Siguió todavía algún tiempo la conversación, y pude advertir, por la parte que tomó Lucrecia en ella, que era una joven de extraordinario talento. En seguida me despedí de las dos, asegurándoles que inmediatamente recibirían orden de la Corte para ir a Madrid.