CAPÍTULO IX

Cómo y con quién casó el conde-duque a su hija única, y los sinsabores que produjo este matrimonio.

OCO después del regreso del hijo de la Coscolina vi al conde-duque por espacio de unos ocho días muy parado y pensativo. Me persuadí de que estaba meditando alguna grande empresa de política; pero presto llegué a saber que lo que le tenía tan suspenso era un asunto doméstico. «Gil Blas —me dijo una tarde—, quizá habrás reparado que hace días ando pensativo. Así es, hijo mío; no puedo negar quo enteramente me ocupa un negocio del cual depende el sosiego de mi alma, y voy a confiártelo. Mi hija doña María —continuó— se halla en edad de tomar estado, y son muchos los pretendientes que aspiran a su mano. El conde de Niebla, primogénito del duque de Medinasidonia, cabeza de la Casa de Guzmán, y don Luis de Haro, hijo y heredero del marqués del Carpió y de mi hermana mayor, son los dos concurrentes que parecen más dignos de merecer la preferencia. Sobre todo el mérito del último es tan superior al de sus competidores, que toda la corte está persuadida de que será el que preferiré para yerno. Con todo eso, sin pararme en explicarte los motivos que tengo para desechar a ambos, te diré que he puesto los ojos en don Ramiro Núñez de Guzmán, marqués de Toral, cabeza de la Casa de los Guzmanes de Abrados. A este señor y a los hijos que nacieren de mi hija quiero dejar todos mis bienes, vincularlos al título de conde de Olivares, y anejar a él la grandeza; de suerte que mis nietos y sus descendientes que vinieren de la rama de Abrados y de la de Olivares pasarán por primogénitos de la Casa de Guzmán. Dime, Santillana —añadió—: ¿Apruebas este proyecto?». «Señor —le respondí—, es propio de la capacidad y talento que lo ha formado; lo único que recelo es que el duque de Medinasidonia podrá quejarse de él». «Quéjese cuanto quiera —respondió—; nada me importa. No tengo inclinación a su rama, que ha usurpado a la de Abrados el derecho de primogenitura y los títulos anexos a ella. Menos impresión me harán sus quejas que el sentimiento que tendrá mi hermana la marquesa del Carpió al ver que su hijo pierde el enlace con mi hija. Pero sobre todo yo quiero hacer mi gusto, y don Ramiro será preferido a todos sus rivales; así lo tengo determinado».

Habiendo el conde-duque tomado esta resolución, no pasó, sin embargo, a ejecutarla sin afianzarla primero con un golpe diestro de política. Presentó un memorial al rey y a la reina suplicando a sus majestades se dignasen disponer de la mano de su hija doña María, exponiéndoles las cualidades de los señores que la pretendían y remitiéndose enteramente a la elección de sus majestades, bien que, hablando del marqués de Toral, no se dejaba de conocer su particular inclinación a este partido. En virtud de esto, el rey, que deseaba mucho complacer a su ministro, le dio por escrito la respuesta siguiente: «Juzgo a don Ramiro Núñez digno de doña Maria. Sin embargo, elige por ti mismo; el partido que más te convenga será el que a mi más me agrade.— El Rey».

Manifestó el ministro esta respuesta con cierta afectación, y fingiendo entenderla como una orden del soberano, se dio prisa a casar a su hija con el marqués de Toral, resolución de que se resintió vivamente la marquesa del Carpió, como todos los Guzmanes, que estaban muy satisfechos con la esperanza del enlace con doña María. En medio de esto, unos y otros, cuando vieron que no podían impedir el casamiento, aparentaron celebrarle con las mayores demostraciones de alegría. Parecía que toda la familia estaba fuera de sí de contento; pero tardó poco en verse vengado su disgusto del modo más cruel y doloroso para el conde. A los diez meses dio a luz doña María una niña, que murió al nacer, y poco después la misma madre fué víctima de su sobreparto.

¡Qué pérdida para un padre idólatra (por decirlo así) de su hija, y más viendo con esto desvanecido su proyecto de quitar el derecho de progenitura a la rama de Medinasidonia! Esto le afligió tan profundamente, que se encerró por algunos días sin que le viese nadie sino yo, que, conformándome a su excesivo sentimiento, me mostraba tan apesadumbrado como él. Forzoso es decir la verdad: yo aproveché esta coyuntura para derramar nuevas lágrimas en memoria de Antonia. La semejanza que había entre su muerte y la de la marquesa de Toral volvió a abrir una herida mal cicatrizada, causándome tanto sentimiento, que el ministro, a pesar de lo abatido que le tenía su propia pena, no pudo menos de advertir la mía. Admiróle verme tomar tan activa parte en sus amarguras. «Gil Blas —me dijo un día que le parecí abismado en una profunda tristeza—, es un consuelo muy dulce para mí el tener un confidente tan sensible a mis angustias». «¡Ah señor! —le respondí, vendiéndole por fineza mi quebranto—. Sería yo el hombre más ingrato y mi corazón el más duro si no las sintiera tan vivamente. Pues qué, ¿podría vuestra excelencia llorar la muerte de una hija de tanto mérito y a quien amaba tan tiernamente, sin que yo mezclase mis lágrimas con las suyas? No, señor; me tiene vuestra excelencia demasiado colmado de beneficios para que yo pueda dejar en toda mi vida de tomar parte en sus satisfacciones y en sus pesadumbres».