CAPÍTULO VI

En qué invirtió Gil Blas estos trescientos doblones y comisión que dio a Escipión. Resultado de la Memoria de que acaba de hablarse.

STA generosidad del ministro dio nuevo motivo a Escipión para repetirme mil parabienes de haber vuelto a la corte. «Usted ve —me dijo— que la fortuna tiene grandes designios para favorecerle. ¿Está usted ahora arrepentido de haber dejado su soledad?». «¡Viva el señor conde de Olivares, que es un amo muy diferente de su predecesor!». «A pesar de ser usted muy afecto al duque de Lerma, le dejó morir de hambre muchos meses sin regalarle ni un triste peso dijo; mas el conde ya le ha dado una gratificación que usted no se hubiera atrevido a esperar sino después de largos servicios. Me alegraría mucho —añadió— de que los señores de Leiva fuesen testigos de la prosperidad de usted, o a lo menos de que la supiesen». «Tiempo es de noticiársela —le respondí—, y de esto iba a hablarte, porque no dudo desearán con mucha impaciencia saber de mí; pero aguardaba para hacerlo a verme en un estado fijo y decirles positivamente si me quedaría en la corte o no. Ahora que estoy seguro de mi suerte, puedes ir a Valencia cuando quieras a informar a aquellos señores de mi situación actual, que miro como obra suya, siendo cierto que, a no habérmelo ellos persuadido, jamás me hubiera determinado a volver a Madrid». «¡Oh mi amado amo —exclamó el hijo de la Coscolina—, qué alegría voy a darles cuando les cuente lo que ha sucedido a usted! ¡Cuánto diera por hallarme ya a las puertas de Valencia! Pero pronto estaré allí. Los dos caballos de don Alfonso están prevenidos; voy a ponerme en camino con un lacayo de su excelencia, porque, además de que me gusta llevar compañía por el camino, usted sabe que la librea de un primer ministro deslumbra».

No pude menos de reírme de la necia vanidad de mi secretario, y con todo eso yo, quizá aun más vano que él, le permití hacer lo que le dio la gana. «Marcha —le dije—, y vuelve prontamente, porque tengo que darte otro encargo. Quiero enviarte a Asturias a llevar dinero a mi madre. Por pura negligencia he dejado pasar el tiempo en que prometí enviarle cien doblones, que tú mismo te obligaste a ponerle en mano propia. Las promesas de esta especie deben ser tan sagradas para un hijo, que me acuso de mi poca puntualidad en cumplirlas». «Señor —me respondió Escipión—, en seis semanas quedarán desempeñados ambos encargos; habré visto a los señores de Leiva, dado una vuelta por vuestra quinta y visitado segunda vez la ciudad de Oviedo, de la cual no me puedo acordar sin dar al diablo las tres partes y media de sus habitantes». Entregué, pues, al hijo de la Coscolina cien doblones para la pensión de mi madre y otros ciento para él, deseando que hiciese felizmente el largo viaje que iba a emprender.

Poco después de su partida su excelencia mandó imprimir nuestra Memoria, que apenas se hizo pública cuando fué asunto de todas las conversaciones de Madrid. Al pueblo, amigo siempre de novedades, le gustó infinito. La disipación de las rentas reales, que estaba pintada con los más vivos colores, le indignaron contra el duque de Lerma, y si los golpes que se descargaban contra este ministro no fueron aplaudidos de todos, a lo menos merecieron la aprobación de muchos. En cuanto a las pomposas promesas que hacía el conde de Olivares, y entre ellas la de cubrir por medio de una discreta economía las atenciones del Estado sin gravar a los vasallos, deslumhraron a todos generalmente y les confirmaron en el gran concepto que ya tenían de sus talentos, de manera que por toda la población resonaron sus alabanzas.

El ministro, satisfecho de haber conseguido con esta obra su objeto, que no había sido otro que el de granjearse la estimación pública, quiso merecerla verdaderamente por medio de una acción laudable que fuese útil al rey. Recurrió para ello a la invención del emperador Galba; es decir, que hizo que los particulares que se habían enriquecido, sabe Dios cómo, con el manejo de los caudales públicos resarciesen al Erario. Luego que el conde hizo vomitar a aquellas sanguijuelas la sangre que habían chupado y la guardó en las arcas reales, trató de conservarla en ellas haciendo suprimir todas las pensiones, sin exceptuar la suya, como también las gratificaciones que se daban del caudal de su majestad. Para lograr la ejecución de este designio, que no podía verificarse sin mudar la faz del Gobierno, me mandó componer otra Memoria, cuya substancia y método me indicó; en seguida me encargó que procurase elevar todo lo posible la ordinaria sencillez de mi estilo para dar más dignidad a mis frases. «Ya estoy hecho cargo, señor —le dije—. Vuecencia quiere sublimidad y brillantez: pues las tendrá». Encerréme en el mismo gabinete donde anteriormente había trabajado y allí puse manos a la obra después de haber invocado el genio elocuente del arzobispo de Granada. Comencé por exponer que era preciso conservar con todo rigor los fondos que había en las arcas reales, que no debían emplearse absolutamente sino en las necesidades de la Monarquía, como que era un fondo sagrado que se debía reservar para imponer respeto a los enemigos de la nación. Después hacía presente al monarca (que era a quien se dirigía la Memoria) que suprimiendo las pensiones y gratificaciones cargadas sobre la real hacienda no por eso se privaba del gusto que tendría en recompensar generosamente el mérito y servicios de los vasallos que se hiciesen acreedores a sus reales gracias, pues sin tocar a su tesoro quedaba en estado de conceder grandes recompensas, porque para unos tenía virreinatos, gobiernos, hábitos de las Ordenes militares y empleos en sus ejércitos; para otros, encomiendas, sobre las cuales podría imponer muchas pensiones, títulos de Castilla y magistraturas, y, por último, todo género de beneficios eclesiásticos para los que quisiesen seguir la carrera de la Iglesia.

Esta Memoria, mucho más larga que la anterior, me ocupó cerca de tres días, y, por mi fortuna, salió tan acomodada al gusto de mi amo, por estar atestada de voces enfáticas y de cláusulas metafóricas, que me colmó de alabanzas. «Mucho me agrada lo que has hecho —me dijo, enseñándome los pasajes más pomposos—. Estas sí que son expresiones vaciadas en buen molde. ¡Animo, amigo mío; ya estoy previendo que me servirás de grande utilidad!». Sin embargo, en medio de los elogios que me prodigó, no dejó de retocar la Memoria. Puso en ella mucho de su casa, y formó una pieza de elocuencia que admiró al rey y a toda la corte. El público la honró también con su aprobación, presagió felicidades para lo venidero, y se lisonjeó de que la Monarquía recobraría su antiguo esplendor bajo el Ministerio de un personaje tan insigne. Viendo su excelencia la mucha fama que le había granjeado aquel escrito, quiso que, por la parte que yo tenía en él, recogiese algún fruto; y así, dispuso que se míe diese una pensión de quinientos escudos sobre la encomienda de Castilla; lo que me fué tanto más apreciable cuanto que éste no era un bien mal adquirido, aunque lo había ganado con mucha facilidad.