Conversación secreta que tuvo Gil Blas con Navarro y primera cosa en que le ocupó el conde de Olivares.
PENAS vi a José cuando le dije agitado que tenía muchas cosas que noticiarle. Llevóme a un sitio retirado, donde, habiéndole enterado de lo ocurrido, le pregunté qué le parecía lo que le acababa de decir. «Paréceme —respondió— que estáis en vísperas de una gran fortuna; todo se os presenta propicio. Agradáis al primer ministro y (lo que no dejará de serviros de algo) yo me hallo bastante enterado para poder haceros el mismo servicio que os hizo mi tío Melchor de la Ronda cuando entrasteis en el palacio del arzobispo de Granada. Aquél os ahorró el trabajo de estudiar el genio del prelado y de sus principales familiares manifestándoos el carácter de cada uno; yo, a ejemplo suyo, quiero daros a conocer cuál es el del conde, el de la condesa su mujer y el de doña María de Guzmán, su hija única.
»El ministro tiene talento perspicaz, profundo y a propósito para formar grandes proyectos. Se precia de hombre universal porque tiene una somera idea de todas las ciencias y se cree capaz de decidir en todo. Se imagina ser un jurisconsulto consumado, un gran capitán y un político de los más sagaces. Añada usted a eso que es tan encaprichado en su parecer que quiere que prevalezca sobre el de los demás, y esto sólo porque no se juzgue que se gobierna por dictamen de otro, defecto que, hablando entre los dos, puede producir funestas consecuencias en gravísimo perjuicio de la monarquía. Brilla en el Consejo por cierta elocuencia natural, y escribiría tan elegantemente como habla si no afectara, para dar dignidad a su estilo, el hacerle obscuro y muy estudiado; tiene pensamientos extravagantes, es caprichoso y fantástico. Este es el retrato de su entendimiento. Vea usted ahora el de su corazón: es generoso y buen amigo; se le acusa de vengativo; pero ¡cuan pocos son los que dejan de serlo viéndose con igual poder y en tanta elevación! También le motejan de ingrato porque hizo desterrar al duque de Uceda y a fray Luis de Aliaga, a quienes debía grandes favores; mas eso puede perdonársele, porque el deseo de ser primer ministro dispensa de ser agradecido.
»Doña Inés de Zúñiga y Velasco, condesa de Olivares —prosiguió José—, es una señora en quien no advierto otra tacha que la de vender a peso de oro las gracias que por su intercesión se consiguen. Doña María de Guzmán (hoy día el partido mejor y más ventajoso de toda España) es una señorita completa y el ídolo de su padre. Con arreglo a estas luces que os doy podréis arreglar vuestra conducta. Haced mucho la corte a estas dos señoras, mostraos más adicto al conde de Olivares que lo fuisteis al duque de Lerma antes de vuestro viaje a Segovia y llegaréis a ser un señor insigne y poderoso.
»También os aconsejo que no dejéis de visitar de cuando en cuando a mi amo don Baltasar. Es verdad que no necesitaréis de él para vuestros ascensos; mas, con todo, siempre convendrá tenerle propicio. Al presente os estima y le merecéis buen concepto; procurad conservaros en su amistad, porque en la ocasión os podrá servir». «Pero como tío y sobrino —repliqué yo a Navarro— gobiernan el Estado, ¿quién sabe si con el tiempo no se originarán entre los dos algunos celillos?». «No hay que temer —me respondió—, porque reina entre ambos una estrechísima unión. Sin don Baltasar, nunca hubiera sido primer ministro el conde de Olivares, porque después de la muerte de Felipe II todos los amigos y partidarios de la casa de Sandoval se dividieron unos a favor del cardenal y otros al de su hijo; pero mi amo, el más perspicaz dé todos los cortesanos, y el conde, que no es menos sagaz que él, frustraron todas sus medidas, y las tomaron por su parte tan ajustadas para asegurarse en este puesto, que al fin dejaron burlados a todos sus competidores. Nombrado primer ministro el conde de Olivares, repartió el ministerio con su tío don Baltasar, dando a éste el encargo de los negocios exteriores y reservando para sí el de los interiores, de suerte que, estrechando por este medio los vínculos de la amistad, que deben naturalmente unir a las personas de una misma sangre, estos dos señores, independientes uno de otro, viven en una armonía que me parece inalterable».
Esta fué la conversación que tuve con José, de la cual me prometía sacar buen partido. Después pasé a dar las gracias al señor don Baltasar de lo mucho que se había interesado por mí. Respondióme con el mayor agrado que aprovecharía gustoso todas las ocasiones que se le proporcionasen de servirme y que celebraba infinito verme igualmente contento y satisfecho de su sobrino, a quien me aseguró volvería a hablar a favor mío, «aunque no sea más —añadió— que para que conozcáis cuan presentes tengo en mi corazón todos vuestros intereses y al mismo tiempo entendáis que en lugar de un protector habéis adquirido dos». Tan a pechos había tomado el favorecerme el señor don Baltasar en atención a las buenos oficios de Navarro.
Desde aquella misma noche dejé mi posada de caballeros para ir a vivir en casa del primer ministro, donde cené con Escipión en mi aposento, en el cual fuimos servidos por criados de la misma casa, quienes durante la cena, mientras nosotros afectábamos una gravedad severa, tal vez reirían entre sí del respeto que se les había mandado nos guardasen.
Apenas levantaron la mesa se retiraron, y mi secretario, dejando de reprimirse, me dijo mil locuras que su buen humor y sus lisonjeras esperanzas le sugirieron. Por lo que a mí toca, aunque estaba embelesado con la brillante situación en que comenzaba a verme, aun no sentía en mi interior ninguna disposición a dejarme deslumbrar de ella, y así, luego que me acosté me quedé dormido tranquilamente, sin entregar mi imaginación a las ideas risueñas que podían ocuparla, en vez de que Escipión durmió poco, pues pasó la mitad de la noche atesorando para casar a su hija Serafina.
No bien me había acabado de vestir el día siguiente, cuando vinieron a llamarme de parte del conde. Fui inmediatamente a ver a su excelencia, el cual me dijo: «¡Ea, Santillana, veamos algo de lo que sabes hacer! Tú me has dicho que el duque de Lerma te encargaba algunas Memorias para que se las redactases; yo tengo una que destino para prueba de tu capacidad y de cuyo objeto voy a enterarte. Se trata de componer una obra que disponga al público en favor de mi Ministerio. Ya he hecho correr secretamente la voz de que he encontrado los negocios en gran desorden y es menester ahora manifestar a los ojos de la corte y del público la triste situación a que se halla reducida la monarquía. Conviene presentar sobre esto un cuadro que llame la atención pública y no deje echar de menos a mi predecesor; después ponderarás las medidas que he adoptado para hacer que sea glorioso el gobierno del rey, florecientes sus Estados y sus vasallos completamente dichosos».
Dicho esto, me entregó un papel que contenía los justos motivos de los pueblos para estar descontentos con el Gobierno anterior, y me acuerdo que constaba de diez artículos, el menor de los cuales era muy bastante para sobresaltar a todo buen español, hízome después pasar a un gabinetillo contiguo a su despacho y allí me dejó solo para que trabajase con libertad. Comencé, pues, a componer mi Memoria lo mejor que me fué posible. Expuse primeramente el estado lastimoso en que se hallaba la Monarquía, el Erario exhausto, las rentas de la corona estancadas en manos de asentistas, y la marina arruinada. Recapituló después los defectos cometidos por los que habían gobernado la nación en el reinado anterior y las funestas consecuencias que podían traer consigo. En fin, pinté la Monarquía en el mayor peligro y censuré tan acremente al Ministerio anterior que, según mi Memoria, la caída del duque de Lerma era una felicidad para la España. A la verdad, aunque yo no tenía ningún motivo de queja de aquel señor, sin embargo, no me pesó hacerle esta buena obra. Finalmente, después de haber hecho la más espantosa pintura de los males que amenazaban a la España, alentaba los ánimos haciendo mañosamente concebir a los pueblos esperanzas lisonjeras para lo sucesivo. Hacía hablar al conde de Olivares como a un restaurador enviado por la Providencia para la salvación de la patria; prometía montes de oro y, en una palabra, llené tan completamente los deseos del ministro, que quedó sorprendido de mi obra cuando acabó de leerla. «Santillana —me dijo—, ¿tú sabes que has hecho una obra digna de un secretario de Estado? Ya no me admiro de que el duque de Lerma se valiese de tu pluma. Tu estilo es lacónico y aun elegante; pero me parece demasiado sencillo». Y al mismo tiempo, haciéndome notar los pasajes que no eran de su gusto, los varió, juzgando yo por sus correcciones que le gustaban, como me había dicho Navarro, las expresiones estudiadas y obscuras. Sin embargo, aunque le agradase tanto la nobleza, o, por mejor decir, la cultura en la dicción, no por eso dejó de conservar las dos terceras partes de mi Memoria, y, para darme la mejor prueba de su plena satisfacción, me envió por don Ramón trescientos doblones al acabar yo de comer.