CAPÍTULO II

Marcha Gil Blas a Madrid, déjase ver en la corte, reconócele el rey, recomiéndale a su primer ministro, y efectos de esta recomendación.

N menos de ocho días llegamos a Madrid, habiéndonos don Alfonso dejado dos de sus mejores caballos para que hiciésemos el viaje con mayor diligencia. Apeémonos en la posada de caballeros donde ya en otro tiempo me había hospedado, propia de Vicente Forero, mi antiguo patrón, que tuvo mucho gusto de volverme a ver.

Era éste un hombre que se preciaba de saber todo lo que pasaba en la corte y en la villa, y le pregunté qué había de nuevo. «Muchas novedades —me respondió—. Después de la muerte de Felipe III los amigos y los partidarios del cardenal duque de Lerma se valieron de varios medios para mantener a su eminencia en el ministerio; pero sus esfuerzos han sido inútiles, porque el conde de Olivares pudo más que todos ellos. Quieren decir que España nada ha perdido en el cambio, porque el nuevo primer ministro tiene talento y conocimientos tan vastos que es capaz de gobernar el mundo entero. ¡Dios lo quiera! Lo que no admite duda es —continuó— que la nación ha concebido la idea más ventajosa de su capacidad. El tiempo nos dirá si el sucesor del duque de Lerma llena o no el puesto que ocupaba su antecesor».

Empeñado ya Forero en una conversación tan de su genio, me hizo una puntual relación de todas las mutaciones que se habían hecho en la corte desde que el conde de Olivares manejaba el timón de la monarquía.

A los dos días de mi llegada a Madrid fui a palacio, cuando ya el rey había acabado de comer. Me coloqué al paso por donde debía entrar a su gabinete, y no me miró. Volví el día siguiente al mismo paraje, y no fui más dichoso. El subsiguiente echó sobre mí una mirada al pasar; pero no dio muestras de haber reparado en mí, y en vista de esto, tomó mi resolución. «Tú ves —dije a Escipión que me acompañaba— que el rey ya no me conoce, o que, si me conoce, no quiere hacer caso de mí. Lo más acertado será volver a tomar el camino de Valencia». «¡No vayamos tan aprisa, señor! —me respondió mi secretario—. Usted sabe mejor que yo que para negociar en la corte es menester paciencia. No deje usted de presentarse al rey; a fuerza de ofrecerse a su vista, le obligará usted a considerar más atentamente y a recordar las facciones de su agente cerca de la bella Catalina».

Sólo porque Escipión no tuviese que reconvenirme tuve la condescendencia de continuar del mismo modo por espacio de tres semanas. Llegó, finalmente, un día en que, habiendo atraído la atención del monarca, me mandó llamar. Entré en su gabinete, no sin gran turbación de hallarme a solas con mi rey. «¿Quién eres? —me dijo—. Tus facciones no me son desconocidas. ¿Dónde te he visto?». «Señor —le respondí temblando—, yo tuve la honra de conducir una noche a vuestra majestad con el conde de Lemos a casa de…». «¡Ah! ¡Ya me acuerdo! —interrumpió el rey—. Tú eres secretario del duque de Lerma, y, si no me engaño, tu nombre es Santillana. No me he olvidado de que en aquella ocasión me serviste con mucho celo, ni tampoco de que fueron mal recompensados tus afanes. ¿No estuviste preso por aquel lance?». «Sí, señor —le repliqué—; cuatro meses lo estuve en el alcázar de Segovia; pero vuestra majestad tuvo la bondad de mandarme poner en libertad». «Eso —respondió— no satisfizo la obligación que contraje con Santillana. No basta haber hecho que se le pusiese en libertad: debo premiarle también lo mucho que padeció por servirme».

Al acabar el rey de decir estas palabras entró en el gabinete el conde de Olivares. Todo espanta a los favoritos. Quedó absorto de ver allí a un desconocido, y el rey aumentó su sorpresa dicióndole: «Conde, pongo a tu cuidado este joven; te encargo que le des algún empleo y procures adelantarle». Aparentó el ministro recibir esta orden con agrado, mirándome de pies a cabeza y mostrando inquietud por saber quién era yo. «Vete, amigo mío —añadió el monarca, dirigiéndome la palabra y haciéndome seña de que me retirase—; el conde no dejará de emplearte en provecho de mi servicio y de tus intereses».

Salí inmediatamente del gabinete y me reuní al hijo de la Coscolina, que, impaciente por saber lo que el rey me había dicho, se hallaba en una agitación imponderable, y al momento me preguntó si era necesario volver a Valencia o permanecer en la corte. «Tú lo podrás juzgar», le respondí, y al mismo tiempo le llenó de contento refiriéndole palabra por palabra la conversación que acababa de tener con el monarca. «Querido amo —me dijo entonces Escipión en el exceso de su alegría—, ¿se burlará usted otra vez de mis pronósticos? Confiese usted que ni los señores de Leiva ni yo discurríamos mal cuando le instábamos tanto a que se presentase luego en Madrid. Ya le veo a usted en un puesto eminente: será el Calderón del conde de Olivares». «Eso es lo que menos deseo —interrumpí—. Ese destino está cercado de demasiados precipicios para excitar mi anhelo. Yo quisiera un empleo que no me ofreciera ninguna ocasión de hacer injusticias ni un vergonzoso tráfico de los favores del rey; después del uso que he hecho de mi pasado valimiento, no puedo menos de precaverme contra la avaricia y contra la ambición». «¡Animo, señor! —me replicó mi secretario—. El ministro os colocará en algún puesto que podáis desempeñar sin dejar de ser hombre de bien».

Instado más por Escipión que por mi curiosidad, me fui el día siguiente a casa del conde de Olivares antes de amanecer, noticioso de que todas las mañanas, en verano y en invierno, daba audiencia con luz artificial a cuantos querían hablarle. Me coloqué por modestia en un rincón de la sala y desde allí estuve observando bien al conde luego que se dejó ver, porque había fijado poco la atención sobre él en el gabinete del rey. Era un hombre de estatura menos que mediana y podía pasar por gordo en un país donde los más son flacos; tan cargado de espaldas, que parecía corcovado, aunque no lo era en realidad; su cabeza, que era de gran tamaño, caía sobre el pecho; tenía el cabello negro y lacio; la cara, larga; el color, aceitunado; la boca, hundida, y la barbilla, puntiaguda y muy levantada.

Este conjunto no formaba una persona muy bien parecida. Con todo eso, como ya me lo figuraba inclinado a mi favor, le miraba con indulgencia y me parecía bien. Verdad es que recibía a todos con un aire tan afable y bondadoso, y tomaba tan cortésmente los memoriales que se le presentaban, que esto suplía la falta de su buena figura. Sin embargo, cuando me llegó la vez de acercarme para saludarle y que me conociera, me echó una mirada ceñuda y amenazadora, y volviéndome la espalda sin dignarse oírme, se entró en su gabinete. Entonces me pareció aquel señor aún más feo de lo que naturalmente era. Salí atónito en extremo de un recibimiento tan áspero y desabrido, no sabiendo qué inferir de él.

Reunido con Escipión, que me esperaba a la puerta, «¿Sabes —le dije— el recibimiento que he tenido?». «No, señor —me respondió—; pero no es difícil de adivinar: el ministro, pronto a conformarse con la voluntad del rey, habrá propuesto a usted un empleo de importancia». «Te engañas», le repliqué; referíle el lance según había pasado, el que escuchó con atención, y me dijo: «Preciso es que el conde no le conociera a usted o le tuviera por otro. Mi parecer es que vuelva usted a verle y no dude que le recibirá con mejor semblante». Tomé el consejo de mi secretario. Presénteme segunda vez al ministro, quien me recibió todavía peor que la primera: arqueó las cejas, mirándome como si mi presencia le causase enojo; después apartó de mí la vista y se retiró sin hablar una palabra.

Llegóme al alma este proceder y tuve tentaciones de regresar inmediatamente a Valencia; pero Escipión no cesó de oponerse a ello, no pudiendo resolverse a renunciar a las esperanzas que había concebido. «¿No conoces —le dije— que el conde quiere alejarme de la corte? Habiendo visto él mismo la inclinación que me manifestó el monarca, ¿no basta eso para atraerme la aversión de su favorito? Cedamos, hijo mío, cedamos con gusto al poder de un enemigo tan temible». «Señor —respondió colérico Escipión—, yo no abandonaría el campo; iría a quejarme al rey del poco caso que ha hecho el ministro de su recomendación». «¡Mal consejo, amigo mío! Si yo diera un paso tan imprudente, poco tardaría en arrepentirme; ni aun sé si corro peligro en detenerme en esta capital».

A estas palabras mi secretario mudó de parecer, y considerando que las habíamos con un hombre que podía volvernos a enviar a la torre de Segovia, participó de mi temor y no resistió más al deseo que yo tenía de dejar a Madrid, de donde resolví alejarme al día siguiente.