Fin de la historia de Escipión.
CASIONES hay en que el mal ejemplo suele producir buenos efectos. La conducta que el joven Velázquez había tenido me obligó a hacer serias reflexiones sobre la mía. Comencé a combatir mi inclinación a hurtar y me propuse vivir como hombre honrado. El hábito que yo había contraído de apoderarme de cuanto dinero podía haber a las manos se había radicado en mí con actos tan repetidos que no era fácil de vencer. Sin embargo, esperaba lograrlo, persuadido de que para ser virtuoso no es menester mas que quererlo de veras. Emprendí, pues, esta grande obra, y el Cielo bendijo mis esfuerzos; dejé de mirar con ojos codiciosos el arca del mercader anciano, y aun creo que aunque hubiera estado en mi mano sacar de ella algunos talegos no los hubiera tocado. Sin embargo, confesaré que hubiera sido gran imprudencia poner a prueba mi integridad reciente, de lo cual se guardó muy bien Velázquez.
»Concurría frecuentemente a su casa un caballero joven de la Orden de Alcántara, llamado Manrique de Medrano. Todos le estimábamos mucho, porque era uno de nuestros parroquianos más nobles, aunque no de los más ricos. Prendóse tanto de mí este caballero, que siempre que me encontraba se detenía a hablar conmigo, mostrando gusto en ello.
»“Escipión —me dijo un día—, si yo tuviera un criado de tan buen humor, creería poseer un tesoro, y si no estuvieras con un sujeto a quien estimo, nada omitiría para atraerte a mi servicio”. “Señor —le respondí—, eso le costaría muy poco a vuestra señoría, porque tengo inclinación a las personas distinguidas. Este es mi flaco; sus modales caballerosos me encantan”. “Siendo eso así —me replicó don Manrique—, quiero suplicar a mi amigo el señor Baltasar que permita te pases de sú servicio al mío, y creo que no me negará este favor”. Concedióselo Velázquez inmediatamente, y con tanta mayor facilidad cuanto que se persuadía que la pérdida de un criado bribón no era irreparable. Por mi parte, me alegré de esta traslación, no pareciéndome el criado de un mercader sino un desarrapado en comparación del criado de un caballero de Alcántara.
»Para hacer a ustedes un retrato fiel de mi nuevo amo, les diré que era un mozo arrogante, que encantaba a todos por sus apacibles costumbres y por su talento y que además tenía mucho valor y probidad. Sólo le faltaban bienes de fortuna; pero siendo el segundo de una casa más ilustre que rica, se veía obligado a vivir a expensas de una tía anciana residente en Toledo, que, amándole como si fuera hijo suyo, cuidaba de suministrarle cuanto dinero había menester para mantenerse. Vestía siempre con mucho aseo, y en todas partes era bien recibido. Visitaba las principales señoras de la ciudad, y entre otras a la marquesa de Almenara, que era una viuda de setenta y dos años, cuyos modales atractivos y agudeza de entendimiento atraían a su casa toda la nobleza de Córdoba. Damas y caballeros gustaban de su conversación, y su casa se llamaba la buena sociedad.
»Mi amo era uno de los que más frecuentemente obsequiaban a esta señora. Una noche que acababa de separarse de ella me pareció verle en un desasosiego que no era natural. “Señor —le dije—, parece que vuestra señoría está agitado. ¿Podrá este fiel criado saber la causa? ¿Le ha acontecido a vuestra señoría alguna cosa extraordinaria?”. Mi amo se sonrió a esta pregunta y me confesó que, con efecto, le ocupaba la imaginación una conversación seria que acababa de tener con la marquesa de Almenara. “Me alegrara —le dije riéndome— que esa niña setentona hubiese hecho a vuestra señoría una declaración de amor”. “Pues no lo tomes a chanza —me respondió—; has de saber, amigo mío, que la marquesa me ama. Me ha dicho: 'Me compadece tanto vuestra escasa fortuna cuanto aprecio vuestra distinguida nobleza; os miro con particular inclinación y he determinado daros mi mano para proporcionaros un estado cómodo, no pudiendo decentemente enriqueceros de otro modo. Preveo que este enlace dará mucho que reír de mí al público, que seré objeto de las murmuraciones y que todos me tendrán por una vieja loca que quiere casarse. No me da cuidado; todo lo despreciaré por proporcionar a usted una suerte venturosa, y lo único que temo —me ha añadido— es que mostréis repugnancia al cumplimiento de mi deseo'. Esto es lo que me ha dicho la marquesa —prosiguió mi amo—. Teniéndola, como la tengo, por la señora más juiciosa y prudente de Córdoba, considera lo admirado que quedaría yo de oírla hablar en aquellos términos. Le he respondido que me maravillaba de que me hiciese el honor de proponerme su mano una señora que siempre había persistido en la resolución de subsistir viuda hasta la muerte. A esto me ha replicado que, poseyendo tan considerables bienes, quería hacer participante de ellos en vida a un hombre honrado a quien estimaba”. “Sin duda —le repliqué entonces— que vuestra señoría está ya resuelto a saltar la valla”. “¿Puedes dudarlo? —me respondió mi amo—. La marquesa es dueña de inmensos bienes y tiene prendas eminentes; era preciso estar loco para malograr un establecimiento tan ventajoso para mí”.
»Alabéle mucho el pensamiento de aprovechar tan excelente ocasión de adelantar su fortuna, y aun le persuadí que acelerase los preparativos; tanto era el miedo que yo tenía de que se frustrase este enlace. Pero, por fortuna, la marquesa estaba más deseosa que yo de que se realizara, y a este fin dio órdenes tan eficaces, que en pocos días se dispuso todo lo necesario para celebrar la boda. Apenas se esparció por Córdoba la voz de que la marquesa vieja de Almenara se casaba con don Manrique de Medrano, cuando comenzaron los bufones a divertirse muy a costa de la buena viuda; pero por más que agotaron todas sus bufonadas y chocarrerías, no aflojó ésta un punto en su resolución. Dejó hablar a los ociosos y se fué muy sosegada a la iglesia con su don Manrique. Celebróse la boda con tan gran fausto, que dieron nuevo motivo a la murmuración. “La novia —se decía— debiera, a lo menos por pudor, haber suprimido la pompa y el estrépito, como impropios en la boda de viudas ancianas que se casan con mozos”.
»La marquesa, lejos de mostrarse avergonzada de ser a su edad esposa de un joven como aquél, se entregaba sin reserva al gozo que con ello experimentaba. Toda la nobleza cordobesa de uno y otro sexo estuvo convidada a una espléndida cena y a un baile no menos suntuoso que siguió después, al fin del cual nuestros recién casados desaparecieron para ir a una habitación, donde, encerrándose con una criada mayor y conmigo, la marquesa dirigió a mi amo estas palabras: “Don Manrique, ved aquí vuestro cuarto; el mío está al otro extremo de la casa; de noche cada uno estará en el suyo y por el día viviremos juntos como madre e hijo”. Al principio se engañó mi amo, creyendo que la señora no le hablaba de aquella suerte sino para obligarle a que le hiciese una dulce violencia, e imaginándose que por buena correspondencia debía mostrarse apasionado, se acercó a ella y se ofreció con vivas instancias a servirle de ayuda de cámara. Pero ella, muy lejos de permitir que la desnudase, le desvió con semblante serio, diciéndole: “¡Deteneos, don Manrique! Si me tenéis por una de esas viejas verdes que vuelven a casarse por fragilidad, estáis equivocado; no me he casado con vos sino para proporcionaros las ventajas que puedo por nuestro contrato matrimonial. Este es un don gratuito de mi corazón y no exijo de vuestro reconocimiento sino demostraciones de amistad”. Dicho esto, nos dejó a mi amo y a mí en nuestro cuarto, retirándose ella al suyo con su criada y prohibiendo absolutamente al caballero que le acompañase.
»Después que se retiró permanecimos los dos un gran rato atónitos de lo que acabábamos de oír. “Escipión —me dijo mi amo—, ¿esperabas oír lo que me ha dicho la marquesa? ¿Qué juicio haces de una señora como ésta?”. “Juzgo, señor —le respondí—, que es de lo que no hay. ¡Qué dicha tiene usted en poseerla! ¡Esto se llama un beneficio simple sin carga!”. “Yo —replicó don Manrique— no acabo dé admirar el carácter de una esposa tan apreciable y pretendo compensar con todas las atenciones imaginables el sacrificio que ha hecho por mí”. Continuamos hablando de la señora y después nos retiramos a dormir, yo en una cama que había en un cuartito inmediato y mi amo en otra regalada y magnífica que le habían puesto y en la cual creo que allá en lo íntimo de su corazón no le pesó mucho dormir solo, quedando pagado de ello con un ligero susto.
»El día siguiente comenzaron de nuevo los regocijos, en los que la recién casada se mostró de tan buen humor que dio nuevo pábulo a las chanzonetas de los zumbones. Ella era la primera que se reía de lo que decían, los excitaba a chancearse y aun les daba pie para que aumentasen la chacota. El caballero por su parte no se mostraba menos contento que su esposa, y al ver el aspecto cariñoso con que la miraba y le hablaba, se hubiera dicho que estaba enamorado de la ancianidad. Aquella noche tuvieron los dos esposos otra conversación y quedaron de acuerdo en que, sin incomodarse uno a otro, vivirían del mismo modo que lo habían hecho antes de su casamiento. Sin embargo, merece elogiarse la conducta de don Manrique: hizo por consideración a su mujer lo que pocos maridos hubieran hecho en su lugar, que fué apartarse del trato que tenía con cierta señorita de la clase media, a quien amaba y de la que era correspondido, no queriendo, decía, mantener una amistad que parecía insultar la delicada conducta que su esposa observaba con él.
»Mientras estaba dando unas pruebas tan visibles de agradecimiento a esta señora anciana, ella se las pagaba con usura, aunque las ignorase. Hízole dueño del arca de su dinero, que valía más que la de Velázquez. Como había reformado su casa durante su viudez, la restituyó al mismo pie en que estaba en vida de su primer marido; aumentó el número de criados, llenó sus caballerizas de caballos y mulas; en una palabra, por sus generosas bondades, el caballero más pobre de la Orden de Alcántara llegó a ser el más opulento de ella. Acaso me preguntarán ustedes qué saqué de todo esto: mi ama me regaló cincuenta doblones y mi amo ciento, haciéndome además su secretario con el sueldo de cuatrocientos escudos; y aun hizo de mí tanta confianza, que me nombró su tesorero».
«¡Su tesorero!», exclamé, interrumpiendo a Escipión cuando llegó a este paso y riéndome a carcajadas. «¡Sí, señor! —me replicó con semblante sereno y formal—. ¡Sí, señor, su tesorero! Y aun me atrevo a decir que desempeñé con honor aquel empleo. Es verdad que acaso habré quedado debiendo alguna cosilla a la caja, porque como me cobraba anticipadamente de mi salario y dejó de repente el servicio del caballero, no es imposible que haya resaltado en la cuenta algún alcance; de todos modos, es la última reconvención que se me podrá hacer, supuesto que desde entonces acá he sido un hombre lleno de rectitud y probidad.
»Hallábame, pues —continuó el hijo de la Coscolina—, de secretario y tesorero de don Manrique, que vivía tan satisfecho de mí como yo lo estaba de él, cuando recibió una carta de Toledo en que le noticiaban que su tía doña Teodora Moscoso estaba a los últimos de su vida. Le fué tan dolorosa esta noticia, que al momento partió a dicha ciudad para asistir a aquella señora, que hacía muchos años desempeñaba con él los oficios de madre. Acompañóle en aquel viaje con un ayuda de cámara y un lacayo solamente, y montados todos cuatro en los mejores caballos de la cuadra, llegamos en posta a Toledo, en donde encontramos a doña Teodora en tal estado que nos dio esperanzas de que no moriría de aquella enfermedad. Con efecto, no desmintió el resultado nuestros pronósticos, aunque contrarios al de un médico ya viejo que la asistía.
»Mientras que la salud de nuestra buena tía se iba restableciendo visiblemente, menos quizá por los remedios que le hacían tomar que por la presencia de su querido sobrino, el señor tesorero empleaba su tiempo lo más alegremente que podía con ciertos jóvenes cuyo trato era muy a propósito para proporcionarle ocasiones de gastar su dinero. Llevábanme algunas veces a los garitos, en donde me incitaban a jugar con ellos, y como yo no era tan diestro jugador como mi amo don Abel, perdía muchas más veces de las que ganaba. Insensiblemente me iba aficionando al juego, y si me hubiera entregado del todo a esta pasión sin duda me hubiera precisado a tomar de la caja algunas mesadas anticipadas; pero, por fortuna, el amor salvó la caja y mi virtud. Pasando yo un día cerca de la iglesia de San Juan de los Reyes vi asomada a una celosía, cuyas portezuelas estaban abiertas, a una linda niña, que más parecía deidad que criatura. Si encontrara otra voz más expresiva, usaría de ella para dar a entender a ustedes la fuerte impresión que sentí al verla. Informóme de quién era y, después de varias diligencias, supe que se llamaba Beatriz y que era doncella de doña Julia, hija segunda del conde de Polán».
Beatriz interrumpió aquí a Escipión riendo a carcajada tendida, y dirigiendo la palabra a mi mujer, «¡Amable Antonia! —le dijo—, míreme usted bien, y dígame por su vida si a su parecer tengo semblante de divinidad». «Por lo menos entonces —le dijo Escipión— lo tenías a mis ojos; y ahora que tu fidelidad ya no me es sospechosa, me pareces más hermosa que nunca,». Mi secretario, después de una respuesta tan amorosa, prosiguió así su historia:
«Este descubrimiento acabó de encenderme, no a la verdad en un ardor legítimo, porque me imaginé que fácilmente podría triunfar de su virtud combatiéndola con presentes capaces de desquiciarla; pero yo conocía mal a la casta Beatriz. Inútilmente le ofrecí mi bolsillo y mis obsequios por medio de ciertas mujercillas mercenarias, pues oyó con mucho enojo la propuesta. Su resistencia encendió más mis deseos, y recurrí al último arbitrio, que fué ofrecerle mi mano, la que aceptó luego que supo era yo secretario y tesorero de don Manrique. Pareciónos a los dos que convenía tener oculto nuestro matrimonio por algún tiempo, y así, nos casamos de secreto, siendo testigos la señora Lorenza Sófora, aya de Serafina, y otros criados del conde de Polán. Luego que me casé con Beatriz, ella misma me facilitó el modo de verla y hablarle de noche en el jardín, en donde yo entraba por una puertecilla cuya llave me entregó. Difícilmente se hallarían dos esposos que se amasen con más ternura que nos amábamos Beatriz y yo: era igual en ambos la impaciencia con que esperábamos la hora señalada para vemos y hablamos: ambos acudíamos allí con la misma ansia, y siempre se nos hacía corto el tiempo que pasábamos juntos, aunque algunas veces no dejaba de ser bien largo.
»Una noche, que fué para mí tan cruel como habían sido deliciosas las anteriores, al ir a entrar en el jardín quedó sorprendido de hallar abierta la puertecilla. Sobresaltóme aquella novedad, y formó de ella un mal juicio; me puse pálido y trémulo, como si hubiese presentido lo que iba a sucederme; y acercándome en medio de la obscuridad hacia un cenador en donde había solido hablar a mi esposa, oí la voz de un hombre; me detuve para percibir mejor, y al momento llegaron a mis oídos estas palabras: “No me hagas penar más, mi querida Beatriz. Completa mi felicidad y y piensa que de ella depende tu fortuna”. En vez de tener la paciencia de escuchar todavía, creí no tener necesidad de oír más; un furor celoso se apoderó de mi alma, y, no respirando sino venganza, desenvainé la espada y entré precipitadamente en el cenador. “¡Ah vil seductor! —exclamé—. ¡Cualquiera que tú seas, antes de quitarme el honor será menester que me arranques la vida!”. Diciendo estas palabras cerré contra el caballero que estaba en conversación con Beatriz, que se puso al momento en defensa, y se batió como persona más diestra en el manejo de las armas que yo, que no había recibido sino algunas lecciones de esgrima en Córdoba. Sin embargo, a pesar de su destreza le tiré una estocada que no pudo parar, o más bien tuvo un tropiezo: vile caer al suelo, y creyendo haberle herido mortalmente, me puse en salvo a carrera tendida, sin querer responder a Beatriz, que me llamaba».
«Así fué puntualmente —interrumpió la mujer de Escipión, dirigiéndonos la palabra—. Yo le llamaba para sacarle de su error. El caballero que estaba hablando conmigo en el cenador era don Fernando de Leiva. Este señor, que amaba tiernamente a mi ama Julia, estaba determinado a sacarla de casa, pareciéndole que no la podría conseguir sino por este medio, y yo misma le había citado para el jardín con el fin de concertar con él esta fuga, de la cual me aseguraba él que pendía mi fortuna; pero por más que llamé a mi esposo, se alejó de mí como de una esposa infiel».
«En el estado en que me hallaba —replicó Escipión—, era capaz de eso y mucho más. Los que saben por experiencia qué cosa son celos y las extravagancias que hacen cometer aun a los más sensatos, no se admirarán del trastorno que causaron en mi débil imaginación. Al momento pasé de un extremo a otro: a los sentimientos de ternura que un instante antes me animaban hacia mi esposa me sobrevinieron bien pronto impulsos de aborrecimiento, e hice juramento de abandonarla y desecharla para siempre de mi memoria. Por otra parte, creía haber muerto a un caballero, y bajo este concepto, temeroso de caer en manos de la justicia, experimentaba la turbación penosa que persigue por todas partes como una furia a un hombre que acaba de cometer un crimen. En esta horrible situación, no pensando más que en ponerme en salvo, y sin volver siquiera a la posada, en aquel mismo punto salí de Toledo, sin más equipaje que el vestido que tenía puesto. Es verdad que llevaba en el bolsillo hasta unos sesenta doblones, lo que no dejaba de ser un recurso bastante bueno para un mozo que tenía hecho ánimo de no pasar de criado en toda su vida.
»Caminé toda aquella noche, o por mejor decir fui corriendo, porque la idea de los alguaciles, presente siempre en mi imaginación, me daba un continuo vigor. Amanecí entre Rodillas y Maqueda, y cuando llegué a este último pueblo, sintiéndome algo cansado, entré en la iglesia, que acababan de abrir, y después de haber hecho una breve oración le senté en un banco para descansar. Púseme a meditar en el estado de mis negocios, que no me daban poco en qué discurrir; pero no tuve tiempo para hacer muchas reflexiones, porque luego oí resonar en la iglesia tres o cuatro chasquidos de látigo que me hicieron creer pasaba por allí algún alquilador. Me levanté al momento para ir a ver si me engañaba, y cuando estuve en la puerta vi uno montado en una mula, que llevaba de reata otras dos. “¡Parad, amigo mío! —le grité—. ¿Adonde van esas mulas?”. “A Madrid —me respondió—; en ellas han venido a este pueblo dos religiosos dominicos, y me voy allá de retorno”.
»La ocasión que se presentaba de hacer el viaje de Madrid me inspiró deseo de verificarle. Ajustóme con el alquilador, monté en una de sus mulas, y nos encaminamos hacia Illescas, en donde debíamos hacer noche.
»No bien habíamos salido de Maqueda, cuando el alquilador, persona de treinta y cinco a cuarenta años, empezó a entonar cánticos de la Iglesia a toda voz. Comenzó por los salmos que los canónigos cantan a maitines, en seguida cantó el Credo, como en las misas solemnes, y luego, pasando a las vísperas, me las cantó todas sin perdonarme ni aun el Magníficat. Aunque el majadero me aturdía los oídos, yo no podía menos de reír; y aun le incitaba a continuar cuando se veía precisado a detenerse para cobrar aliento. “¡Animo, buen amigo! —le decía—. ¡Prosiga usted, que si el Cielo le ha dado tan buenos pulmones, usted no hace mal uso de ellos!”. “¡Oh! En cuanto a eso —me respondió— no me parezco, gracias a Dios, a la mayor parte de los alquiladores, que no cantan sino canciones infames o impías; ni tampoco canto nunca romances sobre nuestras guerras contra los moros, porque son unas cosas a lo menos frivolas, cuando no sean indecentes”. “Tenéis —le repliqué— una pureza de corazón que raras veces tienen los alquiladores. Y siendo tan escrupuloso en punto de canciones, ¿habéis hecho también voto de castidad en las posadas donde hay criadas mozas?”. “Seguramente —me respondió—. La continencia es también una cosa de que me precio en estos parajes; en ellos sólo me ocupa el cuidado de mis mulas”. No quedé poco admirado de oír hablar de este modo a aquel fénix de los alquiladores; y teniéndolé por un hombre de bien y de talento, entablé conversación con él luego que acabó de cantar cuanto le dio la gana.
»Llegamos a Illescas a la caída de la tarde. Luego que nos apeamos en el mesón dejé a mi compañero que cuidase de sus mulas, y me metí en la cocina a encargar al mesonero que nos dispusiese una buena cena, lo que prometió hacer tan bien, que me acordaría, dijo él, toda mi vida de haberme alojado en su mesón. “¡Pregunte su merced —añadió—, pregunte a su alquilador quién soy yo! ¡Voto a tal que desafiaría a todos los cocineros de Madrid y de Toledo a hacer una olla podrida como las que yo hago! Esta noche quiero agasajar a su merced con un guísado de gazapo compuesto de mi mano, y verá si tengo razón para ponderar mi habilidad”. Dicho esto, mostrándome una cazuela en que había —según él decía— un conejo hecho ya trozos. “Mire usted —continuó— lo que pienso darle después que le haya echado pimienta, sal, vino, un manojo de hierbas y algunos otros ingredientes que empleo en mis salsas, con lo que espero regalar a su merced con un guisado que se pudiera presentar a un contador mayor”.
»El mesonero, después de haber hecho de este modo su elogio, comenzó a disponer la cena. Mientras tanto me entró en un cuarto, y, echándome en una mala cama que había allí, me quedé dormido de cansancio por no haber sosegado nada la noche antecedente. De allí a dos horas vino a despertarme el alquilador, diciendo: “Señor amo, la cena está pronta; venga usted, si gusta, a sentarse a la mesa”, la cual estaba puesta en una sala con solos dos cubiertos. Sentámonos a ella el alquilador y yo, y nos trajeron el guisado. Me tiré a él con ansia, y me supo muy bien, ya fuese porque el hambre me lo hizo apetitoso, ya por el saínete que le daban los ingredientes del cocinero. En seguida nos sirvieron un trozo de carnero asado; y observando que el alquilador sólo tomaba de este segundo plato, le preguntó por qué no tomaba del otro. Me respondió sonriéndose que no le gustaban los guisos; cuya respuesta, o, por mejor decir, la risita con que la había acompañado, me pareció misteriosa. “Usted me oculta —le dije— la verdadera razón que le impide comer de este guisado; hágame el gusto de decírmelo”. “Ya que usted tiene tanta curiosidad de saberla —replicó él—, le diré que tengo repugnancia a llenarme el estómago de esa especie de guisotes desde que caminando de Toledo a Cuenca me dieron una noche en un mesón, por conejo de vivar, un jigote de gato, lo que me ha hecho cobrar aversión a los cochifritos”.
»Apenas el alquilador me dijo estas palabras perdí enteramente el apetito en medio del hambre que me devoraba. Se me encajó en la cabeza que acababa de comer conejo sólo en el nombre, y ya no miré el guisado sino haciéndole gestos. El arriero, lejos de desvanecer mi aprensión, me la aumentó diciéndome que los mesoneros y pasteleros en España hacían con frecuencia aquella especie de quid pro quo; lo que, como ustedes pueden pensar, no me sirvió de mucho consuelo; antes bien, me quitó del todo la gana, no ya de volver a probar el guisote, mas ni aun de tocar al asado, temiendo que el carnero no lo fuese más realmente que el conejo. Levantéme de la mesa echando mil maldiciones al guiso, al mesorero y al mesón; volvíme a tender en la cama, y pasé la noche con más quietud de la que pensaba. El día siguiente muy temprano, después de haber pagado al mesonero con tanta largueza como si me hubiera tratado perfectamente, salí de Illescas tan ocupado el pensamiento en el guisado, que me parecían gatos cuantos animales se me ofrecían a la vista. Entramos temprano en Madrid, y después de haber satisfecho al conductor me hospedé en una posada de caballeros cerca de la Puerta del Sol. Aunque mis ojos estaban acostumbrados al gran mundo, no dejaron de deslumhrarse con el concurso de señores que se ven comúnmente en el centro de la corte. Pasmóme el enorme número de coches y la gran multitud de gentileshombres, pajes y lacayos que los grandes llevaban de comitiva. Llegó a lo sumo mi admiración cuando, habiendo ido a ver el rey, miré al monarca rodeado de sus cortesanos. Quedé encantado a la vista de tal espectáculo, y dije para mí; “Ya no me admiro de haber oído decir que es indispensable ver la corte de Madrid para formar concepto cabal de su magnificencia; celebro infinito el visitarla, y el corazón me dice que he de hacer algo en ella”. Sin embargo, nada más hice que contraer algunas amistades inútiles. Fui poco a poco gastando todo mi dinero, y me tuve por muy dichoso en haberme acomodado, a pesar de todo mi mérito, con un pedante de Salamanca a quien conocí casualmente, que había ido a la corte, su patria, a negocios personales. Llegué a ser sus pies y sus manos, y cuando se restituyó a su Universidad, me llevó en su compañía.
»Llamábase don Ignacio de Ipiña éste mi nuevo amo. El mismo se tomaba el don por haber sido maestro de un duque, el cual por agradecimiento le había señalado una renta vitalicia; gozaba otra por catedrático jubilado del colegio, y además de eso sacaba del público doscientos o trescientos doblones anuales por los libros de moral dogmática que solía dar a la prensa. El modo con que componía sus obras me parece digno de contarse. Gastaba casi todo el día en leer autores hebreos, griegos y latinos y en escribir en medias cuartillas de papel todos los apotegmas o pensamientos sublimes que encontraba en ellos. Conforme iba llenando las cuartillas me las hacía ensartar en un alambre en figura de guirnalda, y cada una formaba un tomo. ¡Qué de libros perversos hacíamos! Apenas se pasaba mes alguno sin que formásemos cuando menos dos volúmenes, y al momento iban a fatigar la prensa. Lo más extraordinario era que estas compilaciones se hacían pasar por cosas nuevas; y si los críticos trataban de hacer ver al autor que era un plagiario de las obras de los antiguos, les contestaba con orgulloso descaro: Furto lætamur in ipso.
»También era gran comentador, y estaban tan llenos de erudición sus comentos, que a cada paso hacía notas sobre cosas que no merecían reparo, así como en las medias cuartillas de papel escribía inoportunamente pasajes de Hesíodo y de otros autores. Yo no dejé de aprovechar en casa de este sabio, y sería ingratitud negarlo, pues a lo menos, a fuerza de copiar sus obras, fui aprendiendo a escribir decentemente; y considerándome él no ya como criado, sino como discípulo suyo, ilustró mi entendimiento, sin descuidarse en arreglar mis costumbres. Si por casualidad llegaba a saber que algún otro criado había hecho algo malo: “¡Escipión —me decía—, guárdate bien, hijo, de hacer lo que ha hecho ese bribón! Un criado debe esmerarse en servir lealmente a su amo”; en una palabra, no perdía ocasión don Ignacio de exhortarme a la virtud, y sus palabras hacían en mí tanta impresión, que en los quince meses que lo serví no tuvo la más mínima tentación de jugarle ninguna de las piezas a que estaba acostumbrado, ni tampoco hice en su casa la más leve travesura.
»Ya dejo dicho que el doctor Ipiña era hijo de Madrid, donde tenía una parienta llamada Catalina, que era camarera del ama que había criado al príncipe de Asturias. La tal sirvienta, que es la misma de quien me valí para sacar al señor Santillana de la torre de Segovia, deseosa de hacer algo por su pariente don Ignacio, se empeñó con su cuna para que le consiguiese del duque de Lerma alguna pieza eclesiástica. El ministro le confirió el arcedianato de Granada, porque, siendo aquel reino país de conquista, todas las prebendas son del patrimonio real y de nombramiento del rey. Luego que lo supimos marchamos a Madrid, porque quiso el doctor dar las gracias a sus bienhechores antes de ir a Granada. Con esta ocasión las tuve frecuentes de ver y tratar a la tal Catalina, que se pagó mucho de mi buen humor y desembarazo. No me gustó a mí menos la mozuela, y tanto, que no pude dejar de corresponder ciertas señales de particular inclinación que me manifestaba; en conclusión, nos enamoramos uno de otro. Perdóname, querida Beatriz, esta confesión que hago; el mirarte entonces infiel a mí fué lo que me hizo propasar a lo que no me era permitido.
»Mientras tanto el doctor don Ignacio iba disponiendo su viaje a Granada. Sobresaltados su pacienta y yo de la dolorosa separación que se acercaba, discurrimos un arbitrio que nos libró de este golpe. Fingíme gravemente enfermo, quejándome de la cabeza, del vientre y del pecho, con todas las demostraciones del hombre más angustiado del mundo. Mi amo llamó a un médico, el cual, después de haberme reconocido, me dijo de buena fe que mi enfermedad era más seria de lo que parecía, y que verosímilmente no me levantaría tan presto de la cama. Impaciente el doctor por irse a su catedral, no tuvo por oportuno dilatar más su viaje, y prefirió tomar otro criado para que le sirviera, contentándose con entregarme al cuidado de una asistenta, a la cual dejó cierta cantidad de dinero para mi entierro si moría, o para recompensar mis servicios si salía de mi enfermedad.
»Luego que supe que don Ignacio había salido para Granada me hallé curado de todos mis males. Levantóme, despedí al médico que había dado tan notoria prueba de su gran penetración, y me deshice de la asistenta, que me robó más de la mitad del dinero que debía entregarme. Mientras yo representaba este papel, Catalina desempeñaba otro muy diverso con su ama doña Ana de Guevara, a la cual, persuadiéndola de que yo era un intrigante ducho, la puso en deseo de escogerme por uno de sus agentes. La señora ama, que tenía mucho apego a las riquezas, era dada a manejos que pudieran producirlas, y necesitando de personas a propósito para ello, me recibió entre sus criados. Tardé poco en dar pruebas de mi talento. Dióme algunos encargos delicados que pedían viveza y maña, los que puedo asegurar sin vanidad desempeñé a su satisfacción; por lo que quedó tan pagada de mí como yo poco satisfecho de ella, pues era tan codiciosa, que nada me tocaba de lo mucho que le redituaban mis manipulaciones y mi industria. Parecíale que sólo con pagarme puntual y exactamente mi salario usaba conmigo de sobrada generosidad. Este exceso de avaricia me hubiera hecho salir muy presto de su casa a no haberme detenido en ella el afecto a Catalina, la cual, enamorada cada día más y más de mí, me propuso formalmente que nos casásemos.
»“¡Poco a poco! —le respondí—. Querida mía, esa ceremonia no la podemos hacer tan prontamente; para eso es menester esperar la muerte de cierta jovencita que se anticipó a ti y con quien por mis pecados estoy ya casado”. “¡A otro perro con ese hueso! —replicó Catalina—. Ahora te quieres fingir casado para cohonestar cortesanamente la repugnancia que tienes a casarte conmigo”. En vano aseguré mil veces que le decía la pura verdad, pues no hubo forma de hacérsela creer; y pareciéndole que mi sincera confesión era una excusa, se dio por ofendida, y desde aquel mismo punto mudó de estilo conmigo. No llegamos a reñir ni a romper del todo nuestra comunicación; pero resfriándose visiblemente nuestro recíproco cariño, quedó reducido nuestro trato a los precisos términos que no se podían negar a la buena crianza y al bien parecer.
»En este estado me hallaba cuando supe que el señor Gil Blas de Santillana, secretario del primer ministro del reino de España, estaba a la sazón sin criado. Pintáronme esta conveniencia como la mayor y más ventajosa a que podía aspirar. “El señor de Santillana —me dijeron— es un caballero de mucho mérito, un mozo sumamente querido del duque de Lerma y a cuya sombra no puedes menos de hacer una gran fortuna; además de eso, es de un corazón generoso y lleno de bizarría. Haciendo tú sus negocios, no dudes que harás también el tuyo”. No malogré la ocasión; presentéme al señor Gil Blas, a quien tomé desde luego inclinación, agradóle mi fisonomía, recibióme en su casa, y no me detuve un punto en dejar por él la de la señora ama; y éste, si Dios quiere, será el último amo a quien sirva».
Así dio fin a su historia el buen Escipión, y volviéndose después a mí, me habló en estos términos: «Señor de Santillana, hágame usted el favor de atestiguar a estas señoras que siempre me ha tenido por un criado tan fiel como celoso. He menester de este testimonio para persuadirles que el hijo de la Coscolina corrigió en vuestra compañía sus malas costumbres, sucediendo a ellas en su corazón y en sus operaciones virtuosos y honrados pensamientos».
«Así, es, señoras —les dije—; eso puedo asegurárselo. Si en su niñez Escipión era un verdadero picaro, se ha corregido después tan completamente, que ha llegado a ser un dechado perfecto de criados. Lejos de tener de qué quejarme ni qué reprender en su modo de portarse desde que está en mi casa, debo, al contrario, confesar que le soy deudor de muchas obligaciones. La noche que me prendieron para llevarme al alcázar de Segovia libertó mi casa del pillaje y puso en seguridad parte de mis efectos, que impunemente pudo haberse apropiado. No contento con haber mirado por la conservación de mis bienes, quiso, llevado de puro afecto, encerrarse conmigo en mi prisión, prefiriendo a los atractivos de la libertad el triste consuelo de acompañarme en mis trabajos».