CAPÍTULO X

Lo que sucedió después de la boda de Gil Blas y de la bella Antonia. Principio de la historia de Escipión.

L día siguiente de mi boda los señores de Leiva regresaron a Valencia, después de haberme dado otras mil señales de amistad, de tal modo que mi buen secretario y yo nos quedamos solos en la quinta con nuestras mujeres y nuestros criados.

El empeño que hicimos uno y otro en agradar a nuestras esposas no fué inútil, pues en poco tiempo inspiró yo a la mía tanto amor como le profesaba, y Escipión hizo olvidar a la suya los disgustos que le había causado. Beatriz, que era de carácter dócil y afable, se granjeó fácilmente el cariño de su nueva ama y ganó su confianza. En fin, todos cuatro nos avinimos perfectamente y comenzamos a gozar de una suerte envidiable, pasando la vida en los más dulces entretenimientos. Antonia era bastante seria; pero Beatriz y yo éramos muy alegres, y aun cuando no lo fuéramos, nos bastaría estar con Escipión para no conocer la melancolía, porque era un hombre sin igual para la sociedad, una de aquellas personas festivas que sólo con presentarse divierten a la concurrencia.

Un día que después de comer se nos antojó ir a dormir la siesta al sitio más apacible del bosque, mi secretario estaba de tan buen humor que nos quitó a todos el sueño con sus graciosas ocurrencias. «¡Calla esa boca —le dije—, amigo mío; o si quieres que no durmamos, cuéntanos alguna cosa que merezca nuestra atención!». «Con mucho gusto, señor —me respondió—. ¿Quiere usted que le cuente la historia del rey don Pelayo?». «De mejor gana oiría la tuya —le repliqué—; pero este gusto nunca me lo has querido dar desde que vivimos juntos, ni espero que jamás me lo des. ¿De qué proviene esto?». «Si no he contado a usted la historia de mi vida ha consistido en que jamás me ha manifestado el menor deseo de saberla; por consiguiente, no tengo yo la culpa de que usted ignore mis aventuras, y por poca curiosidad que tenga de oírlas estoy pronto a satisfacérsela». Antonia, Beatriz y yo le cogimos la palabra y nos dispusimos a escuchar su relación, que no podía menos de causar en nosotros un buen efecto, ya divirtiéndonos o ya excitándonos al sueño.

«Yo —comenzó a decir Escipión— sería hijo de un grande de España de primera clase, o cuando menos de un caballero del hábito de Santiago o de Alcántara, si esto hubiera estado en mi mano; pero como ninguno es dueño de escoger padre, han de saber ustedes que el mío, llamado Toribio Escipión, fué un honrado cuadrillero de la Santa Hermandad. Como iba y venía por los caminos reales, por donde su profesión le obligaba a andar casi siempre, cierto día encontró casualmente entre Cuenca y Toledo a una gitanilla que le pareció muy linda. Caminaba sola a pie y llevaba consigo todo su ajuar en una especie de mochila echada al hombro. “¿Adonde vas así, prenda mía?”, le dijo, suavizando cuanto pudo la voz, que era naturalmente bronca. “Caballero —contestó ella—, voy a Toledo, donde de un modo o de otro espero ganar de comer, viviendo honradamente”. “Tu intención es muy loable —replicó él—, y no dudo que para eso tendrás varios arbitrios”. “Sí, gracias a Dios —respondió la gitanilla—, tengo varias habilidades; sé hacer pomadas y quintas esencias muy útiles para las damas, digo la buenaventura, sé dar vueltas al cedazo para hacer que se encuentren las cosas perdidas y muestro cuanto se quiere ver en una redoma o en un espejo”.

»Pareciéndole a Toribio que una joven como ésta era un partido muy ventajoso para un hombre como él, a quien su empleo apenas le producía para mantenerse, sin embargo de saber desempeñarlo con la mayor exactitud, le propuso si quería ser su esposa. Aceptó la niña la propuesta; se fueron ambos inmediatamente a Toledo, en donde se casaron, y en mí ven ustedes el digno fruto de este noble matrimonio. Fijaron su residencia en un arrabal, en donde mi madre comenzó a vender pomadas y quintas esencias; pero viendo que este trato producía poco, comenzó a hacer de adivina. Entonces fué cuando se vieron llover en su casa pesos duros y doblones. Mil mentecatos de ambos sexos pusieron bien pronto en auge la fama de Coscolina, que así se llamaba la gitana. No pasaba día sin que viniese alguno a ocuparla en su ministerio; ya llegaba un sobrino pobre que quería saber cuándo su tío, de quien era único heredero, partiría para la otra vida; ya llegaba una doncella que deseaba con ansia averiguar si un caballero mozo que le había dado palabra de casamiento se la cumpliría.

»Persuádeme de que ustedes darán por supuesto que los vaticinios de mi madre siempre eran favorables a las personas a quienes los hacía; si se cumplían, enhorabuena; pero si alguna vez venían a reconvenirla por haber sucedido lo contrario de lo que había pronosticado, contestaba frescamente que debía echarse la culpa al diablo, que, a pesar de la fuerza de los conjuros que ella empleaba para obligarle a que le revelase lo futuro, tenía algunas veces la malicia de engañarla.

»Cuando mi madre, por honor al oficio, creía deber hacer visible al diablo en sus operaciones, entonces era Toribio Escipión quien hacía el papel del diablo, y lo deesempeñaba con perfección, porque la aspereza de su voz y la fealdad de su rostro cuadraban a maravilla con lo que representaba. Poca credulidad era menester para espantarse al aspecto de mi padre; pero un día vino, por desgracia, cierto capitán majadero que quiso ver a diablo, y le atravesó de parte a parte con la espada. Informada la Inquisición de la muerte del diablo, despachó sus ministros contra la Coscolina, a quien prendieron, embargando al mismo tiempo todos sus efectos, y a mí, que a la sazón sólo tenía siete años, me metieron en el hospicio de los niños huérfanos. Había en esta casa unos caritativos eclesiásticos que, estando bien dotados para cuidar de la educación de los pobres huérfanos, tenían el trabajo de enseñarles a leer y escribir. Parecióles que yo prometía mucho, y por esta causa me distinguieron entre los demás, escogiéndome para hacer sus recados. Yo era el que llevaba sus cartas, hacía sus demás encargos y les ayudaba a misa. En pago de mis servicios trataron de enseñarme la lengua latina; pero lo ejecutaron con tanta aspereza y me trataron con tal rigor, a pesar de los servicios que les hacía, que, no pudiendo ya resistir más, un día que me enviaron a un recado cogí las de Villadiego, y en vez de volver al hospicio me escapé de Toledo por el arrabal del lado de Sevilla.

»Aunque a la sazón apenas tenía nueve años cumplidos, no cabía en mí de contento de verme en libertad y dueño de mis acciones. No llevaba qué comer ni dinero, pero nada me importaba, porque tampoco tenía lección que estudiar ni temas que componer. Después de haber andado dos horas comenzaron mis piernecitas a negarme su servicio. Como nunca había hecho tan larga caminata, fué preciso pararme a descansar. Sentóme al pie de un árbol que estaba a orillas del camino real, y para entretenerme saqué el arte que llevaba en el bolsillo. Comencé a hojearle por diversión; pero acordándome de las palmetas y de los azotes que me había costado, desgarré las hojas, diciendo lleno de cólera: “¡Ah maldito libro, ya no me harás llorar más!”. Estando satisfaciendo mi venganza y sembrando la tierra alrededor de mí de declinaciones y conjugaciones, pasó casualmente por allí un ermitaño de aspecto venerable, con barba blanca y unos grandes anteojos. Acercóse a mí, miróme con mucha atención, y yo también le estuve mirando con la misma. “Hijito mío —me dijo sonriéndose—, me parece que los dos nos hemos mirado con cariño y que no haríamos mal en vivir juntos en mi ermita, que sólo dista doscientos pasos de aquí”.

»¡Buen provecho le haga a usted —le respondí con bastante sequedad—, que yo ninguna gana tengo de ser ermitaño!”. Al oír esta respuesta el buen viejo dio una grande carcajada de risa y me dijo abrazándome: “Mi hábito, hijo mío, no debe asustarte; si es poco grato a la vista, es de gran utilidad, pues me hace dueño de un deleitoso retiro y de varios lugarcitos circunvecinos, cuyos habitantes me aman, o por mejor decir me idolatran. Vente conmigo —añadió— y te pondré un hábito como el mío. Si te fuese bien con él, participarás conmigo de las dulzuras de la vida que hago, y si no te acomodase ésta, no sólo serás dueño de marcharte, sino que puedes contar con que al separarnos no dejaré de hacerte todo el bien que pueda”. Dejéme persuadir y seguí al viejo ermitaño, que me hizo varias preguntas, a las que respondí con una ingenuidad que no siempre he tenido en adelante. Luego que llegamos a la ermita me presentó algunas frutas, que devoré en un instante, porque en todo el día no había comido mas que un zoquete de pan seco con que me había desayunado en el hospicio por la mañana. El solitario, viéndome menear tan bien las quijadas, me dijo: “¡Animo, hijo mío! No dejes de comer por miedo de que se acaben las frutas, pues, gracias al Cielo, tengo muy buena provisión de ellas. No te he traído aquí para matarte de hambre”. Lo que era mucha verdad, porque una hora después de nuestra llegada encendió lumbre, puso a asar una pierna de carnero, y mientras yo daba vueltas al asador él dispuso una mesita, cubriéndola con un mantel no muy limpio y poniendo en ella dos cubiertos, uno para él y otro para mí.

»Luego que el carnero estuvo en sazón le sacó del asador, cortó algunos pedazos de él y nos sentamos a cenar; pero nuestra cena no fué como la de las ovejas, porque bebimos de un exquisito vino, del cual tenía también el ermitaño un buen repuesto. “Y bien, amiguito —me dijo luego que nos levantamos de la mesa—, ¿estás contento con mi trato? De este modo comerás mientras estuvieres conmigo. Por lo demás, harás en este ermitorio lo que mejor te pareciere; sólo exijo de ti que me acompañes cuando vaya a recoger la limosna a los lugares vecinos. Me servirás para llevar del cabestro un borriquillo cargado de dos banastas, que los aldeanos caritativos llenan ordinariamente de huevos, pan, carne y pescado; no te pido más”. “Haré —le respondí— todo lo que usted quiera, con tal que no me obligue a estudiar el latín”. No pudo menos de reírse de mi sencillez el hermano Crisóstomo, que así se llamaba el anciano ermitaño, y me aseguró de nuevo que no pensaba nunca violentar mis inclinaciones.

»Al día siguiente salimos a nuestra demanda, llevando yo el borrico por el cabestro, y recogimos copiosas limosnas, porque no había aldeano que no tuviese gusto en echar alguna cosa en nuestras banastas. Uno daba un pan entero; otro, un buen pedazo de tocino; quién una gallina y quién una perdiz. ¿Qué más diré a ustedes? Llevamos a la ermita víveres para más de una semana; buena prueba de lo mucho que amaban al hermano Crisóstomo aquellas gentes. Verdad es que éste también les servía bastante dándoles buenos consejos cuando venían a consultarle, pacificando los matrimonios en que reinaba la discordia, proporcionando dotes para casarse las solteras, dándoles remedios para mil clases de males y enseñando varias oraciones a las mujeres casadas que deseaban tener hijos.

»Ya ven ustedes, por lo que acabo de referir, que yo estaba bien tratado en la ermita. Si la comida era buena, la cama no era desgraciada. Acostábame sobre buena paja fresca, teniendo por cabecera una almohada de lana y cubriéndome con una manta de lo mismo, de manera que no hacía mas que un sueño, el cual duraba toda la noche. El hermano Crisóstomo, que me había ofrecido un hábito de ermitaño, me hizo uno él mismo deshaciendo otro viejo suyo y me llamó el hermanillo Escipión. Apenas me presenté en las aldeas vecinas con aquel nuevo traje caí a todos tan en gracia que el pobre borrico apenas podía con la carga. Todos se esmeraban en dar a cual más al hermanito; tanto placer tenían en verme.

»A un muchacho de mi edad no podía desagradarle la vida ociosa y regalona que disfrutaba en compañía del viejo ermitaño; así es que me aficioné tanto a ella que la hubiera continuado siempre si las Parcas no me hubieran hilado otros días muy diferentes. Pero el destino que debía llenar me arrastró a dejar bien pronto el regalo y me hizo abandonar al hermano Crisóstomo de la manera que voy a referir.

»Veía muchas veces andar al viejo en la almohada que le servía de cabecera, sin hacer otra cosa que descoserla y volverla a coser. Observé un día que metía en ella algún dinero, lo que excitó en mí un movimiento de curiosidad que me propuse satisfacer al primer viaje que el hermano Crisóstomo hiciese a Toledo, adonde solía ir una vez a la semana. Aguardé con impaciencia este día, sin tener por entonces más objeto que el de contentar mi curiosidad. En fin, el buen hombre partió, y yo descosí la almohada, en donde hallé entre la lana como unos cincuenta escudos en toda clase de monedas. Verosímilmente, este tesoro sería efecto del agradecimiento de los aldeanos a quienes había cuidado con sus remedios y de las aldeanas que por la virtud de sus oraciones habían tenido hijos. Sea lo que fuere, apenas vi que aquél era un dinero que sin temor podía apropiarme, cuando se declaró mi complexión gitana: dióme una tentación de robarle, que no se podía atribuir sino a la fuerza de la sangre que corría por mis venas. Cedí sin resistencia a la tentación; encerré el dinero en un saquillo de paño en que metíamos nuestros peines y nuestros gorros de dormir, y después de haberme despojado del hábito de ermitaño y vuelto a tomar mi vestido de huérfano, me alejé de la ermita, pareciéndome que llevaba en mi saquillo todas las riquezas de las Indias.

»Ustedes acaban de oír mi primer ensayo —continuó Escipión—, y no dudo que esperarán una serie de acciones del mismo jaez. No engañaré sus esperanzas, porque aun tengo que contarles otras hazañas parecidas a ésta antes de llegar a mis acciones loables; pero al fin llegaremos allá, y ustedes verán por mi narración que de un gran picaro su puede hacer un hombre de bien.

»A pesar de mis pocos años no fui tan simple que tomase el camino de Toledo, porque me expondría encontrarme con el hermano Crisóstomo, que sin luda hubiera querido volver a juntarse con su dinero. Tomé, pues, la ruta del lugar de Gálvez, donde me entré en un mesón cuya huéspeda era una viuda como de cuarenta años y tenía todas las cualidades que se requieren para saber vender bien sus agujetas. Luego que esta mujer puso los ojos en mí, conociendo por el vestido que me había escapado del hospicio de los huérfanos, me preguntó quién era y adonde iba. Respondíle que, habiendo muerto mis padres, me veía en la necesidad de buscar conveniencia. “Y dime, hijo —me volvió a preguntar—, ¿sabes leer?”. Le aseguré que sí, y que también escribía lindamente. En verdad, yo sabía formar las letras y juntarlas de manera que figuraba una cosa así como escrita, lo que me parecía sobrado para llevar la cuenta de un mesón de aldea. “Pues yo te recibo —repuso la mesonera— para que me sirvas. No serás inútil en mi casa, porque correrás con el libro del gasto y llevarás cuenta de lo que me deben y debo. No te señalaré salario —añadió—, porque los muchos caballeros que vienen a parar a este mesón siempre dan algo a los criados, con que seguramente puedes contar con sacar buenos gajes”.

»Acepté el partido, pero reservándome, como ustedes presumirán, la facultad de mudar de aires siempre que la permanencia en Gálvez no me acomodase. Apenas me vi apalabrado para servir en el mesón cuando sentí mi ánimo incomodado con una grande inquietud. No quería que nadie supiese que yo tenía dinero y no sabía dónde esconderlo de modo que ninguno pudiese dar con él. Como no conocía aún la casa, no me podía fiar de aquellos sitios que me parecían más a propósito para guardarlo. ¡Oh y cuánto embarazo nos causan las riquezas! Determiné en fin ocultarle en un rincón del pajar, pareciéndome que en ninguna otra parte podía estar más seguro, y procuré sosegarme cuanto me fué posible.

»Eramos tres criados en el mesón: un mozo rollizo que cuidaba de la cuadra, una moza gallega y yo. Cada uno sacaba lo que podía de los huéspedes, así de a pie como de a caballo, que paraban en él. Yo recibía de estos sujetos algún dinerillo cuando les iba a presentar la cuenta del gasto; daban también alguna cosa al mozo de la cuadra para que cuidase de sus caballerías; pero la gallega, que era el ídolo de los caleseros y arrieros que pasaban por allí, ganaba más escudos que nosotros maravedises. Luego que juntaba yo algunos reales, los llevaba al pajar para aumentar mi caudal y, cuanto más crecía éste, conocía yo que mi tierno corazón iba tomando más apego a él. Besaba algunas veces mis monedas y las estaba contemplando con un dulce embeleso que solamente los avaros pueden comprender suficientemente.

»El amor que tenía a mi tesoro me obligaba a visitarle treinta veces al día. Encontraba a menudo a la mesonera en la escalera del pajar, y como era una mujer de suyo muy desconfiada, quiso un día saber qué era lo que a cada instante me llevaba al pajar. Subió a él y comenzó a escudriñarlo todo, recelando que yo tendría escondidas algunas cosas que le habría hurtado. Revolvió la paja que cubría mi bolsón y dio con él. Abrióle, y viendo dentro pesos duros y doblones, creyó o fingió creer que yo le había robado aquel dinero. Por de contado, se apoderó del caudal, y tratándome de bribonzuelo, ladroncillo y malvado, mandó al mozo de la caballeriza, enteramente dedicado a complacerla, que me sacudiese una buena zurra de azotes, y después de haberme hecho desollar de esta manera me echó a la calle, diciéndome que no quería aguantar picaros en su casa. En vano aseguraba yo y clamaba que nada le había hurtado; la mesonera decía lo contrario y todos le daban más crédito a ella que a mí, y de esta manera las monedas del hermano Crisóstomo pasaron de manos de un ladrón a las de una ladrona.

»Lloré la pérdida de mi dinero como se llora la muerte de un hijo único; pero si mis lágrimas no fueron bastantes para hacerme recobrar lo que había perdido, por lo menos fueron causa para mover a compasión a algunas personas que me las veían verter, y entre otras al cura de Gálvez, que casualmente pasó junto a mí. Mostróse lastimado del triste estado en que me veía y me llevó consigo a su casa. En ella, a fin de sonsacarme, usó del medio de manifestarse muy compadecido de mí. “¡Cuánta lástima —dijo— me causa este pobre muchacho! ¿Qué maravilla es que en sus pocos años, en su ninguna experiencia y falta de reflexión haya cometido una acción ruin? Apenas se encontrará un hombre que no haya hecho alguna en el discurso de su vida”. En seguida, dirigiéndome la palabra, “Hijo mío —añadió—, ¿de qué lugar de España eres y quiénes son tus padres? Porque tienes trazas de ser hijo de gente honrada. Hablame en confianza y cuenta con que no te desampararé”.

»El cura, con estas halagüeñas y caritativas palabras, me fué insensiblemente empeñando en que le descubriese todos mis pasos, y lo hice con mucha ingenuidad, sin reservarle nada, después de lo cual me dijo: “Amigo mío, aunque es cierto que no está bien en los ermitaños el atesorar, eso no disminuye tu culpa. En robar al hermano Crisóstomo siempre has quebrantado el mandamiento que prohibe hurtar; pero yo me encargo de obligar a la mesonera a que devuelva el dinero y hacérselo entregar al hermano Crisóstomo, y así, por esta parte puedes desde ahora aquietar tu conciencia”. Juro a ustédes que esto era lo que menos cuidado me daba; pero el cura, que tenía sus fines, no paró aquí. “Hijo mío —prosiguió—, quiero empeñarme a favor tuyo y buscarte una nueva conveniencia. Mañana mismo pienso enviarte a Toledo con un arriero y te daré una carta para un sobrino mío, canónigo de aquella catedral, que no rehusará admitirte por mi recomendación en el número de sus criados, los cuales todos lo pasan en su casa como unos beneficiados que se regalan a costa de la prebenda, y puedo asegurarte con certidumbre que allí lo pasarás perfectamente”.

»Consolóme tanto esta seguridad, que luego olvidé el talego y los azotes que me habían dado y ya no pensé más que en el placer de vivir como un beneficiado. Al día siguiente, mientras estaba yo almorzando, llegó a casa del cura un arriero con dos mulas. Subiéronme en la una, y montando mi conductor la otra tomamos el camino de Toledo. Mi compañero de viaje gastaba buen humor y le gustaba divertirse a costa del prójimo. “Querido Escipión —me dijo—, en verdad que tienes un buen amigo en el señor cura de Gálvez; no podía darte mayor prueba de lo mucho que te quiere que el acomodarte con su sobrino el canónigo, a quien tengo el honor de conocer, y es sin duda la perla de su Cabildo. No es, ciertamente, uno de aquellos devotos cuyo semblante macilento y extenuado está predicando mortificación y abstinencia: es gordo, colorado, siempre alegre y festivo; un hombre, en fin, que se divierte en todo lo que se presenta y que gusta mucho de tratarse bien. Estarás en su casa a pedir de boca”.

»Conociendo el socarrón del arriero el placer con que le escuchaba, continuó el elogio del canónigo, ponderándome lo mucho que yo celebraría mi fortuna cuando me viese ya criado suyo. No cesó de hablar hasta que llegamos al lugar de Covisa, donde nos apeamos para echar un pienso a las mulas. En tanto que él andaba de aquí para allí por el mesón, se le cayó casualmente del bolsillo un papel que yo pude coger sin que él lo advirtiese y que halló medio de leer mientras él estaba en la cuadra. Era una carta dirigida a los capellanes del hospicio de los huérfanos, concebida en estos términos:

»“Muy señores míos: Me creo obligado en caridad a enviar a su poder un bribonzuelo que se escapó de ese hospicio. Paréceme un muchacho muy despabilado, y por lo mismo muy digno de que ustedes se sirvan tenerle encerrado. No dudo que a fuerza de corregirle podrán ustedes hacer de él un mozo de provecho. Queda rogando a Dios conserve a ustedes en tan piadoso como caritativo ministerio,— El cura de Gálvez”.

»Luego que acabé de leer esta carta, que me manifestaba la buena intención del señor cura, no dudé un punto sobre el partido que había de tomar. Salir inmediatamente del mesón y ponerme en las orillas del Tajo, distante más de una legua de aquel lugar, todo fué obra de un momento. El miedo me prestó alas para huir de los capellanes del hospicio de los huérfanos, al que de ningún modo quería volver; tanto me había disgustado su modo de enseñar la Gramática. Entré en Toledo tan alegre como si supiera adonde había de ir a comer y beber. Es verdad que aquélla es una ciudad de bendición, en la cual un hombre de talento reducido a vivir a costa ajena no puede morirse de hambre, pues no bien había entrado en la plaza cuando un caballero bien vestido, a cuyo lado pasaba, agarrándome por el brazo me dijo: “Chiquito, ¿quieres servirme? Porque me alegrara tener un criado como tú”. “Y yo un amo como vuesa merced”, le respondí prontamente. “Siendo eso así —me replicó—, desde ahora mismo date por recibido. Sigúeme”. Y yo lo hice sin réplica.

»Este caballero, que podía tener como unos treinta años y se llamaba don Abel, estaba hospedado en una posada de caballeros, donde ocupaba un cuarto decentemente alhajado. Era un jugador de profesión, y vean ustedes la vida que hacíamos: por la mañana le picaba yo tabaco para fumar cinco o seis cigarros, le limpiaba la ropa, iba a llamar al barbero para que le viniese a afeitar y componerle los bigotes, y hecho esto, se marchaba a las casas de juego, de donde no volvía hasta las once o doce de la noche; pero todas las mañanas antes de salir sacaba tres reales del bolsillo y me los daba para que comiese, dejándome libertad para que hiciera lo que se me antojase hasta las diez de la noche, con tal de que me hallara en casa cuando volviera. Estaba él muy contento conmigo y dio orden para que se me hiciese una librea muy galana, con la cual parecía propiamente un mensajero de damas de galanteo. También yo estaba muy alegre con mi oficio, y en verdad no podía hallar otro que más se adaptase a mi genio.

»Hacía ya casi un mes que pasaba tan buena vida cuando el amo me preguntó un día si estaba contento con él, y habiéndole contestado que no podía estarlo más, “Pues bien —me replicó—, mañana saldremos para Sevilla, adonde me llaman mis negocios. No te pesará el ver aquella capital de Andalucía, pues ya habrás oído muchas veces decir que quien no ha visto a Sevilla no ha visto maravilla”. “¡Que me place! —respondí yo—. Estoy pronto a seguir a usted a cualquiera parte del mundo”. En el mismo día el ordinario de Sevilla vino a la posada de caballeros a tomar un gran baúl donde estaba la ropa de mi amo, y al siguiente tomamos el camino de Andalucía.

»Era el señor don Abel tan afortunado en el juego, que solamente perdía cuando le acomodaba, lo que le obligaba a mudar con frecuencia de lugar, por estar expuesto al resentimiento y venganza de los mentecatos que se dejaban engañar, y éste fué el motivo de nuestro viaje. Llegados a Sevilla, nos alojamos en una posada de caballeros cerca de la puerta de Córdoba, donde comenzamos a vivir como en Toledo. Pero mi amo halló diferencia entre las dos ciudades. En las casas de juego de Sevilla encontró jugadores tan afortunados como él, de suerte que algunas veces volvía a casa de muy mal humor. Una mañana que todavía le duraba el enojo de haber perdido cien doblones el día anterior, me preguntó por qué no había llevado la ropa sucia a la lavandera. “Señor —le respondí yo—, porque enteramente se me olvidó”.

»Al oír esto se encendió en cólera y me pegó media docena de bofetadas tan terribles que me hicieron ver más luces que las que había en el templo de Salomón, diciéndome al mismo tiempo: “¡Toma, bribonzuelo, esto es para que otra vez te acuerdes de cumplir con tu obligación! ¿Quieres que cien veces te advierta yo lo que debes hacer? ¿Por qué no eres tan puntual para servir como para comer? No siendo un bestia, como ciertamente no lo eres, bien podías tener presente lo que debes hacer sin esperar a que yo te lo recordara”. Dicho esto, se salió muy enfadado del cuarto, dejándome sumamente sentido de las bofetadas que me dio por tan pequeño motivo.

»Poco después le sucedió no sé qué lance en el juego que volvió a casa muy acalorado. “Escipión —me dijo—, he determinado irme a Italia y debo embarcarme mañana en un buque que se vuelve a Genova. Tengo mis motivos para hacer este viaje; discurro querrás venir conmigo y aprovechar esta excelente ocasión de ver el país más delicioso del mundo”. Respondí que venía en ello; pero en mi interior pensaba en desaparecer al tiempo de ir a marchar. Andaba discurriendo el modo de vengarme de las bofetadas y me pareció que éste era el más ingenioso. Satisfecho y ufano de que me hubiese ocurrido semejante idea, no pude contenerme de confiársela a cierto valentón a quien encontré casualmente en la calle. Había yo contraído en Sevilla algunas malas amistades y principalmente la de este guapo. Contéle el lance de las bofetadas y el motivo de ellas, y revelándole el designio en que estaba de dejar a don Abel escapándome cuando se fuese a embarcar, le pregunté qué le parecía esta determinación.

»El valentón, arqueando las cejas y retorciéndose el bigote, y después afeando en tono grave la acción de mi amo, me dijo: “Mocito, serás un hombre sin honra toda tu vida si te contentas con la frivola venganza que has meditado para volver por ella. No basta dejar a don Abel y no pisar más su casa; es menester darle un castigo proporcionado a tu afrenta. Robémosle tú y yo todo su equipaje y dinero, para repartirlo después entre los dos como buenos hermanos”. No obstante mi natural propensión a hurtar, no dejó de estremecerme y causarme algún horror un robo de tanta importancia. En medio de eso, el archiganzúa que me hizo la propuesta tuvo arte para convencerme; y vean ustedes cuál fué el éxito de nuestra empresa. El jaquetón, hombre robusto y rollizo, vino a la posada el día siguiente a boca de noche. Mostréle el gran baúl en que mi amo había encerrado sus ropas, y le pregunté si podría él solo cargar con un mueble tan pesado. “¿Tan pesado? —me dijo—. ¡Sábete que cuando se trata de llevar lo ajeno, cargaría yo con el arca de Noé!”. Diciendo esto, agarró el baúl, echósele a cuestas como si fuera una paja, y bajó las escaleras con la mayor ligereza. Seguíle yo al mismo paso, y ya estábamos los dos a la puerta de la calle, cuando hete aquí a don Abel, que, por gran fortuna suya, llegó a tiempo tan oportuno.

»“¿Adonde vas con ese cofre?”, me dijo muy enfadado. Fué tanta mi turbación, que no acerté a responderle ni una sola palabra, y el guapetón, viendo errado el golpe, echó el baúl a tierra y se escapó para ahorrar contestaciones. “¿Adonde vas, pues, con ese baúl?”, me volvió a preguntar mi amo. “Señor —le respondí más muerto que vivo—, le hacía llevar al buque donde su merced se ha de embarcar mañana para Italia”. “Pero ¿por dónde sabías tú —me replicó— en qué buque me había de embarcar?”. “Señor —repuse prontamente—, quien lengua tiene, a Roma va: informaríame en el puerto, y allí me lo dirían”. Al oír esta respuesta, que se le hizo muy sospechosa, me miró con unos ojos que parecía quererme tragar, y yo temí repitiese las bofetadas. “Pero dime —replicó otra vez—: ¿Quién te mandó que sacares el baúl fuera de la posada sin orden mía?”. “Su merced mismo —le dije—. ¿Ya no se acuerda usted de la reprensión que me dio hace pocos días? ¿No me dijo usted regañándome que sin esperar sus órdenes hiciese por mí mismo mi obligación para servirle? Pues en cumplimiento de este precepto iba a llevar su cofre de usted a la embarcación”. Entonces el jugador, conociendo que tenía yo más malicia de la que él había creído, me despidió de su casa, diciéndome serenamente: “Señor Escipión, a mí no me acomodan criados tan sutiles. ¡Vaya usted, señor Escipión! ¡El Cielo le guíe! ¡No me gusta jugar con sujetos que tan pronto tienen una carta de más como de menos! ¡Quítate de mi presencia —añadió mudando de tono—, si no quieres que te haga cantar sin solfa!”.

»No aguardó a que me lo dijese dos veces; me alejé al momento, lleno de miedo de que me mandase quitar el vestido, que por fortuna me dejó, y eché a andar pensando adonde podría ir a alojarme con dos reales a que se reducía todo mi caudal. Llegué a la puerta del palacio arzobispal a tiempo que se estaba disponiendo la cena, y salía de la cocina un olor tan grato, que se percibía una legua en contorno. “¡Cáspita! —dije entre mí—. ¡Me contentaría con cualquiera de estos platos que me regalan el olfato, y aun sólo con que me dejasen meter en alguno los cuatro deditos y el pulgar! Pero qué, ¿no podré discurrir un medio para probar estos platos que no he hecho más que oler? ¿Por qué no? Esto no me parece imposible”. Entregado enteramente a este pensamiento, me ocurrió una feliz treta, que quise probar inmediatamente, y no me salió mal. Entróme en el patio de palacio, y comencé a correr hacia las cocinas gritando a más no poder en aire y tono de asustado: ¡Socorro! ¡Socorro!, como si me viniera siguiendo alguno para quitarme la vida.

»A mis descompasadas voces acudió apresurado el maestro Diego, cocinero del arzobispo, con tres o cuatro galopines de cocina; y no viendo a nadie más que a mí, todos me preguntaron qué tenía y por qué gritaba de aquella manera. “¡Señores —les respondí fingiendo miedo—, por amor de Dios favorézcanme ustedes y líbrenme de ese asesino que me quiere matar!”. “¿Adonde está ese asesino? —exclamó Diego—. Porque tú estás solo, y tras de ti no viene ni siquiera un gato. ¡Vamos, hijo mío, sosiégate! Sin duda que algún bufón se ha querido divertir en asustarte y se ha retirado luego que te ha visto entrar en palacio, porque, cuando menos, le hubiéramos cortado las orejas”. “¡No, no —le dije al cocinero—; no me siguió de chanza! ¡Es un gran ladrón que quería robarme, y estoy seguro de que me está esperando en la calle!”. “Si fuese así —replicó el cocinero—, en verdad que tendrá que aguardarte largo tiempo, porque has de cenar y dormir aquí, y no te dejaremos salir hasta mañana”.

»No puedo ponderar el gusto que me causaron estas últimas palabras, ni lo admirado que me quedé cuando, conducido por el maestro Diego a las cocinas, se me presentó a la vista el aparato de la cena. Conté hasta quince personas empleadas en ella; mas no pude contar la variedad de exquisitos platos que se me ofrecieron a la vista. Entonces fué cuando conocí por la primera vez lo que era sensualidad, recibiendo a nariz llena el olor de tantas delicadísimas viandas que jamás había probado. Tuve la honra de cenar y dormir con los galopines de cocina, todos los cuales quedaron tan prendados de mí, que cuando a la mañana siguiente fui a dar gracias al maestro Diego por el favor que me había hecho en recogerme con tanta generosidad la noche anterior, me dijo: “Mis mozos de cocina te han tomado tanto cariño, que todos a una voz me han asegurado se alegrarían de tenerte por camarada. Dime ahora con toda franqueza si gustarías ser su compañero”. Yo le respondí que si lograra tal fortuna me tendría por el hombre más feliz del mundo. “Siendo eso así, amigo mío —me dijo—, desde este mismo punto te puedes contar por criado de la casa arzobispal”. Y diciendo esto, me llevó al cuarto del mayordomo, el cual, observando mi despejo, me juzgó digno de ser admitido entre los marmitones.

»Al instante que tomé posesión de tan decoroso empleo, el maestro Diego, que seguía la antigua costumbre de los cocineros de las casas grandes, conviene a saber, de enviar todos los días varios platos a sus queriditas, me eligió para enviar a cierta dama de la vecindad ya trozos de ternera y ya aves y cacería. Era la buena señora una viuda de treinta años a lo más, muy linda y vivaracha, y que tenía todas las trazas de no ser del todo fiel a su generoso cocinero. Este, no contento con proveerla de pan, carne, tocino y aceite, la abastecía también de vino; y todo esto, ya se entiende, a costa del señor arzobispo.

»En el palacio de su ilustrísima acabé de perfeccionarme en mis mañas, pegando un chasco de que todavía hay y habrá por largo tiempo en Sevilla gran memoria. Los pajes y otros familiares pensaron en representar una comedia para celebrar los días del amo. Escogieron la de Los Benavides; y como era menester un muchacho de mi edad que hiciese el papel de rey niño de León, echaron mano de mí. El mayordomo, que se preciaba de saber representar, tomó de su cuenta el ensayarme; y con efecto, me dio algunas lecciones, asegurando a todos que no sería yo el que me portase peor. Como la función la costeaba el arzobispo, no se perdonó gasto alguno para que fuese lucida. Armóse en un salón un soberbio teatro adornado con el mejor gusto, en uno de cuyos lados se dispuso un lecho de césped, donde debía yo fingirme dormido cuando viniesen los moros a asaltarme para llevarme prisionero. Luego que todos los actores estuvieron ensayados, el arzobispo señaló día para la función, convidando a todas las damas y principales caballeros de la ciudad.

»Llegada la hora de la comedia, cada actor se vistió del traje que le correspondía. Por lo que toca al mío, el sastre me lo presentó acompañado del mayordomo, que, habiendo tenido el trabajo de ensayarme, quiso tener también la paciencia de verme vestir. Trájome el sastre un ropaje talar de rico terciopelo azul, todo guarnecido de galones y botones de oro y con mangas largas adornadas con flecos del mismo metal. El propio mayordomo me puso en la cabeza por su mano una corona de cartón dorado, sembrada de muchas perlas finas, mezcladas con algunos diamantes falsos. Pusiéronme una faja de seda de color de rosa, recamada toda de flores de plata y cuyos remates eran dos graciosas borlas de hilo de oro. A cada cosa de éstas que me ponían se me figuraba que me estaban dando alas para volar y escaparme. Comenzó, en fin, la comedia al anochecer. Yo abrí la escena con una relación, la cual concluía diciendo que, no pudiendo resistir a las dulzuras del sueño, iba a entregarme a él. Con efecto, me metí entre bastidores y me recosté en el lecho de césped que me estaba preparado; pero en lugar de dormir me puse sólo a pensar de qué modo podría salir a la calle y escaparme con mis vestiduras reales. Una escalerilla oculta, por la cual se bajaba desde el teatro al salón, me pareció a propósito para la ejecución de mi designio. Levánteme de la cama con mucho tiento, y, viendo que nadie me observaba, me escurrí por dicha escalerilla al salón, a cuya puerta pude llegar diciendo: “¡A un lado! ¡A un lado, que voy a mudar de traje!”. Todos se pusieron en fila para dejarme pasar, de manera que en menos de dos minutos salí libremente del palacio a favor de la obscuridad y me fui a casa de mi amigo el valentón.

»Quedóse parado de verme en aquel traje. Contóle el caso, que le hizo reír hasta más no poder. Abrazóme con tanto más regocijo cuanto se lisonjeaba de tener parte en los despojos del rey de León; me felicitó por haber dado un golpe tan diestro, y me dijo que si los progresos correspondían a los principios, haría yo con el tiempo gran ruido en el mundo por mi talento. Después que nos alegramos y divertimos largamente los dos celebrando mi grande hazaña, preguntó yo a mi jaquetón: “¿Y qué hemos de hacer ahora de estos ricos vestidos?”. “Eso no te dé cuidado —me respondió—; conozco a un prendero muy hombre de bien, el cual compra toda la ropa que le lleven a vender sin andar con preguntas, una vez que le tenga cuenta el comprarla. Mañana le buscaré y le traeré aquí”.

»En efecto; al día siguiente muy de mañana se levantó, dejándome en la cama, y dos horas después volvió con el prendero, el cual traía un lío cubierto con tela amarilla. “Amigo —me dijo—, aquí te presento al señor Ibáñez de Segovia, hombre de la mayor integridad, a pesar del mal ejemplo que le dan los de su oficio. El te dirá en conciencia lo que vale el vestido de que te quieres deshacer, y puedes fiarte ciegamente en lo que te dijere”. “En cuanto a eso —dijo el prendero—, me tendría por el hombre más ruin y miserable del mundo si tasara una cosa en menos de lo que vale. Hasta ahora, gracias a Dios, ninguno ha tachado de esto a Ibáñez de Segovia. Veamos —añadió— esa ropa que usted quiere vender, y le diré en conciencia lo que vale”. “Aquí está —dijo el valentón poniéndosela delante—. No me negará usted que nada hay más magnífico: observe usted la hermosura de este terciopelo de Genova y lo exquisito de su guarnición”. “Verdaderamente que me encanta —respondió el prendero después de haber examinado el vestido con la mayor atención—; es de lo que no he visto en mi vida”. “¿Y qué juicio hace usted —le preguntó mi amigo— de las perlas que adornan esta corona?”. “Si fueran redondas —respondió Ibáñez— no tendrían precio; pero tales cuales son me parecen bellísimas y me gustan tanto como lo demás. Ni puedo menos de decir lo que siento; otro prendero estafador, en mi lugar aparentaría despreciar la mercancía para adquirir a bajo precio y no se avergonzaría de ofrecer por ella veinte doblones; pero yo, que tengo conciencia, ofrezco cuarenta”.

»Aun cuando Ibáñez hubiera ofrecido ciento no hubiera sido un apreciador muy justificado, pues que solamente las perlas valían más de doscientos; pero el valentón, que se entendía con él, me dijo: “¡Mira la fortuna que has tenido de tropezar con un hombre tan timorato! El señor Ibáñez aprecia las cosas como si estuviera en el artículo de la muerte”. “Así es —respondió el prendero—, y por eso no hay que andar regateando conmigo ni por un solo maravedí; en cuyo supuesto, éste me parece ya negocio concluido. Voy a dar el dinero”. “¡Espere usted! —replicó el valentón—. Antes de eso es menester que mi amiguito se pruebe el vestido que le dije a usted trajese para él, y mucho me engañaré si no le viene pintado”. Desenvolvió entonces el lío el prendero, y me presentó una ropilla y unos calzones de buen paño musgo con botones de plata, todo medio usado. Me levanté para probarme el vestido, y aunque me venía muy ancho y muy largo, les pareció a los dos compinches haberse hecho a propósito para mí. Ibáñez lo tasó en diez doblones; y como nada se había de replicar a lo que decía, me fué preciso pasar por ello; de manera que sacó treinta doblones del bolsillo, los dejó sobre una mesa, hizo un envoltorio de mis vestiduras reales y de mi corona, y se lo llevó.

»Luego que se marchó me dijo el valentón: “Estoy muy satisfecho de este prendero”. Tenía razón para estarlo, porque puedo asegurar que le sacó por lo menos cien doblones de beneficio. Sin embargo, no se contentó con esto; tomó sin ceremonia la mitad del dinero que había sobre la mesa y me dejó lo restante, diciéndome: “Mi querido Escipión, te aconsejo que con esos quince doblones que te quedan salgas al momento de esta ciudad, en donde puedes considerar las diligencias que se harán para buscarte de orden del señor arzobispo. Tendría yo el mayor sentimiento si, después de la heroica acción que has hecho para inmortalizar tu nombre, te expusieras neciamente a ser encerrado en una prisión”. Respondíle que ya estaba resuelto a alejarme cuanto antes de Sevilla; y con efecto, habiendo comprado un sombrero y algunas camisas, salí de la ciudad, y caminando por la espaciosa y amena campiña que entre viñas y olivares conduce a la antigua ciudad de Carmona, en tres días llegué a Córdoba.

»Alojeme en un mesón a la entrada de la plaza Mayor, donde viven los mercaderes. Vendíme por un hijo de familia natural de Toledo, que viajaba únicamente por mi gusto. Mi traje era bastante decente para hacerlo creer, y algunos doblones que de propósito saqué delante del posadero le acabaron de persuadir, si ya en vista de mis pocos años no me tuvo por algún muchacho travieso que se había escapado de casa de sus padres después de haberles robado. Como quiera que fuese, él no se mostró muy deseoso de saber más de lo que yo le decía, quizá por temor de que su curiosidad no me obligase a mudar de posada. Por seis reales diarios se daba buen trato en esta casa, donde comúnmente había gran concurencia de gentes. Conté por la noche a la cena hasta doce personas a la mesa, y lo mejor que había era que todos comían sin hablar palabra, excepto uno que, hablando sin cesar a diestro y siniestro, compensaba bien con su charlatanería el silencio de los demás. Preciábase de agudo y de gracioso, contando cuentos y embanastando chistes para divertirnos, los que alguna vez nos hacían reír a carcajadas, menos, en verdad, por celebrar sus ocurrencias que por burlarnos de ellas.

»Yo por mí hacía tan poco caso de todo lo que charlaba aquel estrafalario, que me hubiera levantado de la mesa sin poder dar razón de nada de cuanto había hablado, a no haberse metido él mismo en una conversación que me importaba. “Señores —exclamó al fin de la cena—, les reservo a ustedes para postres un gracioso chasco que los días pasados dio un picaro de muchacho en el palacio del arzobispo de Sevilla. Contómelo cierto bachiller amigo mío que se halló presente”. Sobresaltáronme un poco estas palabras, no dudando que el lance que iba a contar era el mío; y, con efecto, no me engañé. Refirió el tal sujeto el pasaje con toda exactitud, y aun me hizo saber lo que yo ignoraba; es decir, lo ocurrido en el salón después de mi fuga, que fué lo que voy a referir a ustedes.

»Apenas me escapé, cuando los moros que, según orden de la comedia que se representaba, debían apoderarse de mí aparecieron en la escena con el designio de venir a sorprenderme en la cama de césped en que me creían dormido; pero cuando quisieron echarse sobre el rey de León, se quedaron sumamente atónitos de no encontrar ni rey ni roque. Paró la comedia, agitáronse todos los actores; unos me llaman, otros me buscan, éste grita, y aquél me da a todos los diablos. El arzobispo, que oyó la bulla y confusión que había detrás del teatro, preguntó la causa. A la voz del prelado, un paje, que hacía de gracioso en la comedia, salió y dijo: “No tema ya su ilustrísima que los moros hagan prisionero al rey de León, porque acaba de ponerse en salvo con sus vestiduras reales”. “¡Bendito sea Dios! —exclamó el arzobispo—. ¡Ha hecho muy bien en huir de los enemigos de nuestra religión, librándose de las cadenas que le preparaban! Sin duda se habrá vuelto a León, capital de su reino, y deseo que haya llegado con toda felicidad. Por lo demás, mando seriamente que ninguno vaya en su seguimiento; sentiría mucho que su majestad tuviese que padecer la menor desazón por parte mía”. Luego que dijo esto dio orden de que se leyese en alta voz mi papel y se acabase la comedia.