CAPÍTULO VII

Gil Blas se restituye a su quinta de Liria; de la noticia agradable que Escipión le dio y de la reforma que hicieron en su familia.

CHO días fueron los que me detuve en Valencia, gozando del mundo y viviendo como los condes y marqueses, entretenido en ver comedias y concurrir a bailes, conciertos, banquetes y tertulias de damas, proporcionándome todas estas diversiones tanto el señor gobernador como la señora gobernadora, a quienes hice la corte tan cumplidamente que ambos sintieron mi regreso a Liria y aun me obligaron antes de marchar a que les prometiera repartir el tiempo entre ellos y mi soledad. Convinimos en que permanecería en la ciudad el invierno y el verano en mi quinta. Con esta condición me dejaron libertad mis bienhechores para que me fuese a gozar de sus beneficios.

Escipión, que deseaba con ansia mi vuelta, se alegró infinito de ella, aumentándose su gozo con la relación que le hice de mi viaje. «Y tú, amigo mío —le pregunté—, ¿qué te has hecho aquí durante mi ausencia? ¿Te has divertido mucho?». «Cuanto puede hacerlo —me respondió— un criado fiel que nada ama tanto como la presencia de su amo. He paseado por todos los puntos de nuestros pequeños Estados, y sentándome unas veces junto a la fuente que está en el bosque, contemplaba con particular gusto la claridad de sus aguas, tan puras y cristalinas como las de aquella sagrada fuente cuyo estruendo hacía resonar el espacioso bosque de Albunea, y recostado otras al pie de un árbol oía cantar a los ruiseñores y jilgueros. En fin, he cazado, he pescado; pero lo que me ha gustado aún más que todos estos pasatiempos ha sido la lectura de muchos libros tan útiles como entretenidos».

Interrumpí con precipitación a mi secretario preguntándole dónde había hallado aquellos libros. «Los he encontrado —me respondió— en una selecta librería que hay en casa, que me ha enseñado el maestro Joaquín». «Pero ¿en qué parte está esta librería? —le volví a preguntar—. ¿No registramos toda la casa el día que llegamos?». «Así le pareció a usted —me respondió—; pero sepa que solamente recorrimos tres distritos, olvidándosenos el cuarto, y allí es donde don César, cuando venía a Liria, empleaba una parte de su tiempo en la lectura. Hay en esta librería muy buenos libros, que se nos han dejado como un recurso seguro contra el tedio para cuando nuestros jardines despojados de flores y nuestro bosque de hoja no puedan preservarnos de él. Los señores de Leiva no han hecho las cosas a medias, sino que han cuidado tanto del alimento espiritual como del corporal».

Esta noticia me causó una verdadera alegría. Hice que me enseñasen el cuarto distrito, en el cual se me ofreció un espectáculo muy agradable. Hálleme en una vivienda que desde luego destiné para mi morada, como don César la había escogido para sí. La cama de dicho señor estaba allí todavía con todos los adornos, es a saber: una tapicería que representaba el rapto de las Sabinas. De aquella cámara pasé a un gabinete que tenía estantes bajos alrededor llenos de libros y sobre la estantería los retratos de todos nuestros reyes. Había también en él, al lado de una ventana que tenía vistas a una campiña deliciosa, un escritorio de ébano delante de un gran sofá de tafilete negro; pero lo que principalmente llamó mi atención fué la librería. Componíase de obras de filósofos, poetas, historiadores y gran número de libros de caballerías. Conocí que don César gustaba de éstos en vista de los muchos que de esta clase había juntado. Confieso, no sin rubor, que yo no era menos aficionado a estas producciones, a pesar de las extravagancias de que están atestadas, ya porque no fuese entonces un lector delicado, ya porque lo maravilloso hace a los españoles muy indulgentes. Con todo eso, diré en abono mío que hallaba más deleite en los libros de moral recreativa y que Luciano, Horacio y Erasmo eran mis autores favoritos.

«Amigo mío —dije a Escipión luego que pasé la vista por mi librería—, aquí sí que tenemos en qué divertirnos; mas por ahora no pienso en otra cosa que en reformar nuestra familia». «Ya le he ahorrado a usted —me respondió— la mitad de ese trabajo. Durante su ausencia he estudiado bien a sus criados y me atrevo a decir que los conozco perfectamente. Comencemos por el maestro Joaquín: creo que es un bribón completo, y no pongo la menor duda en que le habrán despedido de casa del arzobispo por algunos errores de aritmética en las cuentas del gasto de cocina. No obstante, es necesario conservarle, por dos razones: la primera, porque es buen cocinero, y la segunda, porque yo no le perderé de vista, espiaré todas sus acciones y en verdad que ha de ser muy diestro para podérmela pegar. Ya le he dicho que usted estaba en ánimo de despedir las tres partes de sus criados, noticia que le turbó y apesadumbró mucho; tanto, que llegó a decirme que teniendo, como tenía, tanta inclinación a servir a usted, se contentaría con la mitad del salario que goza al presenté, sólo por no salir de casa, lo que me hace sospechar que hay en la aldea alguna muchachuela de quien no quisiera alejarse. Por lo que toca al ayudante de cocina —prosiguió—, es un borracho, y el portero un insolente que para nada le necesitamos, como tampoco al cazador. El oficio de éste le podré yo desempeñar muy bien, como se lo haré ver a usted mañana, ya que tenemos en casa escopetas, pólvora y municiones. Entre los lacayos sólo hay uno que me parece buen mozo, y es el aragonés. Nos quedaremos con él y echaremos a los demás, que son unas malas cabezas, pues a ninguno de ellos tendría yo en casa aun cuando tuviéramos necesidad de cien criados».

Después de haber tratado largamente sobre todos estos puntos resolvimos quedarnos con el cocinero, con el mozo de cocina y con el aragonés y despedir con buen modo a todos los demás. Así se ejecutó en aquel mismo día, regalándoles Escipión en nombre mío, además de su salario, algunos doblones que sacó del arca del dinero. Hecha esta reforma, emprendimos establecer cierto orden en la quinta, arreglando las obligaciones que correspondían a cada criado y comenzando desde entonces a mantenernos a nuestra costa. Yo me hubiera contentado con un trato frugal; pero mi secretario, que apetecía los buenos bocados y platos regalados, no era hombre que quisiese tener ociosa la habilidad del maestro Joaquín. La ejercitó tan bien, que nuestras comidas y cenas eran abundantes y delicadas.