Gil Blas, paseándose por las calles de Valencia, encuentra a un religioso a quien le parece conocer; qué hombre era este religioso.
OMO no había podido ver toda la ciudad el día anterior, me levanté y salí al siguiente para acabar de examinarla. Divisé en la calle a un cartujo, que sin duda iba a negocios de su comunidad. Caminaba con los ojos bajos y con un aspecto tan devoto que se llevaba la atención de todos. Pasó muy cerca de mí; miróle atentamente y me pareció ver en él a don Rafael, aquel aventurero que ocupa tan honorífico lugar en varios capítulos de esta historia.
Me quedé tan asombrado y conmovido de este inesperado encuentro, que en vez de acercarme al monje permanecí inmóvil por algunos momentos, lo que le dio tiempo para alejarse de mí. «¡Justo Cielo! —dije—. ¿Se habrán visto jamás dos rostros más parecidos? ¿Qué deberé pensar? ¿Creeré que éste es Rafael? Pero ¿puedo imaginar que no lo sea?». Tuve demasiada curiosidad de saber la verdad para no pasar adelante.
Hice que me enseñasen el camino de la Cartuja, adonde fui al momento con la esperanza de volver a ver al tal hombre cuando se restituyese al monasterio, y resuelto a detenerle para hablarle; pero no tuve necesidad de aguardarle para quedar enterado de todo. Al llegar a la puerta del monasterio otra cara que yo conocía trocó mi duda en certidumbre, y reconocí en el lego portero a Ambrosio Lámela, mi antiguo criado.
Fué igual la sorpresa de ambos de encontrarnos allí. «¿Será acaso una ilusión? —le dije al saludarle—. ¿Es realmente un amigo mío el que tengo a la vista?». Al pronto no me conoció, o acaso fingió no conocerme; pero considerando que era inútil la ficción y haciendo como quien de repente se acuerda de una cosa olvidada, «¡Ah, señor Gil Blas! —exclamó—. ¡Perdone usted si no le conocí tan prontamente! Desde que vivo en este santo lugar y me dedico a cumplir con los deberes que prescriben nuestras reglas, voy perdiendo insensiblemente la memoria de lo que he visto en el mundo». «Tengo un verdadero gozo —le dije— de volverte a ver después de diez años con un traje tan respetable». «Y yo —respondió— me avergüenzo de presentarme con él a un hombre que ha sido testigo de mi mala vida; este hábito me la está continuamente reprendiendo. ¡Ah! —añadió dando un suspiro—. ¡Para ser digno de llevarle debiera haber vivido siempre en la inocencia!». «Por ese modo de hablar, que me causa sumo placer —le repliqué—, se ve claramente, mi caro hermano, que el dedo del Señor os ha tocado. Vuelvo a deciros que me lleno de gozo y estoy impaciente por saber de qué modo milagroso entrasteis en el buen camino vos y don Rafael, porque estoy persuadido de que es él a quien acabo de encontrar en la ciudad en hábito de cartujo. Me ha pesado de no haberle detenido en la calle para hablarle y le espero aquí para reparar mi falta cuando se retire al monasterio».
«No se engañó usted —me dijo Lámela—; el mismo don Rafael es a quien usted ha visto. Y en cuanto a la relación que usted me pide, es la siguiente: Después de habernos separado de usted cerca de Segorbe, el hijo de Lucinda y yo tomamos el camino de Valencia, con ánimo de hacer allí alguna de las nuestras. Quiso la casualidad que entrásemos en la iglesia de cartujos a tiempo que los religiosos estaban rezando en el coro; detuvímonos a considerarlos y conocimos por nuestra misma experiencia que los malos no pueden menos de venerar la virtud. Admirámonos del fervor con que rezaban, de aquel aire penitente y desasido de los placeres del siglo y de la serenidad que se dejaba ver en sus semblantes y que manifestaba tan bien la quietud de su conciencia. Haciendo estas observaciones caímos en una meditación que nos fué saludable. Comparamos nuestras costumbres con las de estos buenos religiosos, y la diferencia que hallamos entre unas y otras nos llenó de turbación y de inquietud. “Lámela —me dijo don Rafael luego que salimos de la iglesia—, ¿qué impresión ha causado en ti lo que acabamos de ver?
»Por lo que a mí toca, no puedo ocultártelo: no tengo el ánimo sosegado, me agitan unos movimientos que me son desconocidos y por la primera vez de mi vida me acuso de mis iniquidades”. “En igual disposición me hallo yo —le respondí—. Las malas acciones que he cometido se levantan en este instante contra mí, y mi corazón, que jamás había sentido remordimientos, está en la actualidad despedazado por ellos”. “¡Ah, querido Ambrosio —continuó mi compañero—, somos dos ovejas descarriadas que el Padre celestial quiere por su piedad volver al aprisco! El es, amigo mío. El es quien nos llama. No seamos sordos a su voz: renunciemos a nuestras iniquidades, dejemos la disolución en que vivimos y comencemos desde hoy a trabajar seriamente en el grande negocio de nuestra salvación. Debemos pasar el resto de nuestra vida en este monasterio y consagrarla a la penitencia”. Aprobé el pensamiento de Rafael —prosiguió el hermano Ambrosio— y tomamos la generosa resolución de meternos cartujos. Para ponerla por obra recurrimos al padre prior, que apenas supo nuestro designio cuando, para probar nuestra vocación, mandó se nos diesen celdas y se nos tratase como a religiosos durante un año entero. Observamos las reglas con tanta exactitud y constancia, que fuimos recibidos de novicios. Estábamos tan contentos con nuestro estado y tan llenos de fervor, que sufrimos valerosamente los trabajos del noviciado, y en seguida se nos admitió a la profesión. Poco después de ella, habiendo mostrado don Rafael un talento a propósito para el manejo de negocios, le nombraron para aliviar a un padre anciano que era entonces procurador. Más hubiera querido el hijo de Lucinda emplear todo el tiempo en la oración, pero se vio obligado a sacrificar este gusto a la necesidad que se tenía de él. Adquirió un conocimiento tan completo de los intereses de la casa, que le juzgaron capaz de substituir al anciano procurador, muerto tres años después. Y así está ejerciendo en la actualidad este cargo y puede decirse que le desempeña con grande satisfacción de los padres, que alaban mucho su conducta en la administración de los bienes temporales. Pero lo que más me admira es que, a pesar del cuidado que se le confió de recaudar nuestras rentas, no parece ocupado sino en la vida eterna. Si los negocios le dejan un momento de reposo, se abisma en profundas meditaciones; en una palabra, es uno de los mejores individuos de este monasterio».
Interrumpí a Lámela cuando llegaba aquí con un grande movimiento de gozo que manifesté al ver a Rafael, que a este punto se dejó ver de nosotros. «¡He aquí —exclamé—, he aquí el santo procurador que yo estaba esperando con tanta impaciencia!». Y al mismo tiempo corrí hacia él y le di un abrazo. No se desdeñó de recibirle, y sin dar la más leve muestra de que mi visita le hubiese causado la menor alteración, «¡Sea Dios loado, señor de Santillana! —me dijo con una voz llena de dulzura—. ¡Dios sea loado por el placer que me causa el veros!». «Verdaderamente —le dije—, mi querido Rafael, yo tomo toda la parte posible en vuestra felicidad. Fray Ambrosio me ha contado la historia de vuestra conversión y confieso que su relación me ha encantado. ¡Qué ventura la vuestra, amados amigos míos, la de poder lisonjearos de ser de aquel corto número de escogidos que deben gozar de una bienaventuranza eterna!».
«Dos miserables como nosotros —respondió en tono muy humilde el hijo de Lucinda— no podían concebir semejante esperanza; pero el arrepentimiento de los pecados les hizo hallar gracia ante el Padre de las misericordias. Y usted, señor Gil Blas —añadió—, ¿no piensa también en merecer que el Señor le perdone las culpas que contra él ha cometido? ¿Qué asuntos le han traído a usted a Valencia? ¿Ejerce, por desgracia, algún empleo peligroso?». «No, a Dios gracias —les respondí—; desde que salí de la corte hago una vida honrada. Unas veces gozo de la inocente diversión del campo, en una hacienda que tengo distante pocas leguas de esta ciudad, y otras vengo a recrearme algunos días con mi amigo el señor gobernador, a quien ustedes dos conocen muy bien».
Entonces les conté la historia de don Alfonso de Leiva, que oyeron con atención, y cuando les dije que yo había llevado de parte de este señor a Samuel Simón los tres mil ducados que le habíamos hurtado, Lámela me interrumpió, y dirigiendo la palabra a Rafael le dijo: «Según eso, padre Hilario, el buen mercader ya no debe quejarse de un robo que se le ha restituido con usura, y nosotros dos debemos tener la conciencia bien tranquila sobre este punto». «Con efecto —dijo el procurador—, antes que el hermano Ambrosio y yo tomásemos el hábito hicimos entregar secretamente a Samuel Simón mil quinientos ducados por mano de un honrado eclesiástico que quiso tomarse el trabajo de ir a Chelva a hacer esta restitución secreta. Tanto peor para Samuel si fué capaz de embolsarse esta cantidad después de haber sido reintegrado por el señor de Santillana». «Pero esos mil quinientos ducados —repliqué yo—, ¿se le entregaron fielmente?». «Sin duda alguna —contestó don Rafael—; yo respondería de la integridad del eclesiástico como de la mía». «Y yo también la abonaría —dijo Lámela—, especialmente después que ganó dos pleitos que le suscitaron por depósitos que se le habían confiado y en los que fueron condenados en costas sus acusadores».
Nuestra conversación duró todavía algún tiempo y luego nos separamos, ellos exhortándome a que tuviese siempre presente el santo temor de Dios y yo recomendándome a sus buenas oraciones. Fui al momento a verme con don Alfonso y le dije: «Nunca acertaría vuestra señoría con quién acabo de tener una larga conversación. No hago más que separarme de dos venerables cartujos que vuestra señoría conoce: el uno se llama el padre Hilario y el otro el hermano Ambrosio». «Te equivocas —me respondió don Alfonso—, porque no conozco a ningún cartujo». «Perdone vuestra señoría —le repliqué—, pues conoció en Chelva al hermano Ambrosio, comisario de la Inquisición, y al padre Hilario, secretario». «¡Oh cielos! —exclamó sorprendido el gobernador—. ¿Será posible que Rafael y Lámela se hayan metido cartujos?». «Es positivo —le respondí—, y años ha que profesaron. El primero es procurador de la casa, y el segundo, portero».
Quedó pensativo algunos momentos el hijo de don César y luego, meneando la cabeza, dijo: «¡Harto será que el señor comisario de la Inquisición y su secretario no estén representando aquí una nueva comedia!». «Usía —repuse yo— juzga de lo presente por el tiempo pasado; pero yo, que vengo de hablarles, juzgo más benignamente. Es verdad que no se ve en el fondo de los corazones, mas, según todas las apariencias, éstos son dos bribones convertidos». «Bien puede ser —respondió don Alfonso—, porque hay muchos libertinos que después de haber escandalizado al mundo con sus desórdenes se encierran en los claustros para hacer una rigurosa penitencia. Me alegraría mucho de que nuestros dos monjes fueran de estos libertinos».
«¿Y por qué no lo serían? —le dije—. Ellos han abrazado voluntariamente la vida monástica muchos años ha y se portan en ella con la mayor edificación». «Di todo lo que quisieres —me contestó el gobernador—, pero a mí nada me gusta que los caudales del monasterio estén en poder del padre Hilario, de quien no podría menos de desconfiar. Cuando me acuerdo de la donosa relación que nos hizo de sus aventuras, tiemblo por los pobres cartujos. Quiero suponer, como tú, que haya tomado el hábito con muy buena intención, pero el manejo del dinero puede despertar su codicia. A ningún borracho que ha dejado el vino se le debe fiar la llave de la bodega».
Pocos días después se verificó no ser infundada la desconfianza del gobernador. Desaparecieron de repente el procurador y el portero con el dinero del monasterio, noticia que no dejó de dar que reír a los burlones, que celebran siempre las desgracias de los religiosos que tienen fama de ricos. Por lo que toca al gobernador y a mí, nos compadecimos de los cartujos, sin hacer alarde de que conocíamos a los apóstatas.