Prosigue Gil Blas su viaje y llega felizmente a Oviedo; en qué estado halla a su familia; muerte de su padre, y sus consecuencias.
ESDE Valladolid nos pusimos en seis días en Oviedo, adonde llegamos sin habernos sucedido la menor desgracia en el viaje, a pesar del refrán que dice: Huelen de lejos los bandoleros el dinero de los pasajeros. A la verdad, si hubieran olido el nuestro, no habrían errado el golpe, y sólo dos habitantes de una cueva habrían bastado para soplarnos nuestros doblones, porque en la corte yo no había aprendido a ser valiente, y Beltrán, mi mozo de mulas, no parecía tener gana de dejarse matar por defender la bolsa de su amo; sólo Escipión era un poco espadachín.
Ya era de noche cuando llegamos a la ciudad. Nos apeamos en un mesón poco distante de la casa de mi tío el canónigo Gil Pérez. Deseaba yo tener noticia del estado en que se hallaban mis padres antes de presentarme a ellos; y para saberlo no podía dirigirme a quien me informase mejor que al mesonero y la mesonera, que sabía ser personas que no podrían ignorar cuanto pasaba en casa de sus vecinos. Con efecto, después de haberme mirado el mesonero con la mayor atención, me conoció y exclamó fuera de sí: «¡Por San Antonio de Padua, que éste es el hijo del buen escudero Blas de Santillana!». «¡Sí, por cierto —añadió la mesonera—; él mismo es! Y apenas se ha mudado; es aquel despabiladillo Gil Blas, que tenía más talento que cuerpo. ¡Paréceme que le estoy viendo cuando venía aquí con la botella por vino para cenar su tío!».
«Señora —dije a la mesonera—, no se puede negar que tiene usted una memoria feliz. Pero déme usted, le ruego, noticias de mi familia; sin duda que mis padres no deben de estar en una situación agradable». «Demasiado cierto es —respondió la mesonera—. Por triste que sea el estado en que usted pueda representárselos, no es posible imaginar que haya dos personas más dignas de compasión que ellos. El buen señor Gil Pérez está baldado de la mitad del cuerpo, y, naturalmente, vivirá muy poco. Su padre de usted, que de algún tiempo a esta parte vive con el canónigo, padece una opresión de pecho, o por mejor decir, se halla actualmente entre la vida y la muerte, y su madre de usted, que tampoco goza la mejor salud, se ve precisada a servir de asistenta a los dos enfermos».
Así que oí esta relación, que me hizo conocer que era hijo, dejé a Beltrán en el mesón en guarda de mi equipaje, y acompañado de mi secretario Escipión, que no quiso apartarse de mi lado, pasé a casa de mi tío. Apenas me puse delante de mi madre, cuando cierta conmoción que sintió en su interior le hizo conocer quién yo era, aun antes de tener tiempo para examinar las facciones de mi rostro. «¡Hijo mío —me dijo tristemente echándome los brazos al cuello—, ven a ver morir a tu padre; a tiempo llegas para ser testigo de tan doloroso espectáculo!». Diciendo esto, me llevó a un cuarto donde el triste Blas de Santillana, tendido en una cama que mostraba bien la miseria de un pobre escudero, estaba ya a los últimos. Sin embargo, aunque cercado de las sombras de la muerte, todavía conservaba algún conocimiento. «Amado esposo —le dijo mi madre—, aquí tienes a tu hijo Gil Blas, que te pide perdón de todos los disgustos que te ha causado y te ruega le eches tu bendición». Al oír esto abrió mi padre los ojos, que ya comenzaban a cerrarse para siempre; fijólos en mí, y observando, a pesar de la postración en que se hallaba, que yo lloraba su pérdida, se enterneció de mi dolor. Quiso hablarme, mas no pudo. Yo entonces le tomé una mano, y mientras se la bañaba en lágrimas, sin poder proferir una palabra, exhaló el último aliento, como si sólo hubiera esperado a que yo llegase para expirar.
Mi madre tenía demasiado consentida esta muerte para afligirse desmedidamente; quizá me afligí yo más que ella, sin embargo de que mi padre en su vida me había dado la menor demostración de cariño. Además de que bastaba ser hijo suyo para llorarle, me acusaba a mí mismo de no haberle socorrido, y, acordándome de haber tenido esta insensibilidad, me consideraba como un monstruo de ingratitud, o por mejor decir, como un parricida. Mi tío, a quien vi después postrado en otra cama poco menos pobre y en un estado lastimoso, me hizo experimentar nuevos remordimientos.
«¡Hijo desnaturalizado! —me dije a mí mismo—. ¡Considera para tu mayor tormento la miseria en que se hallan tus parientes! Si los hubieras socorrido con parte de lo que te sobraba de los bienes que poseías antes de estar preso, les hubieras proporcionado las comodidades a que no podía alcanzar la renta de la prebenda, y de esta manera acaso hubieras alargado la vida a tu padre».
El desdichado Gil Pérez estaba ya lelo; había perdido la memoria y el juicio. De nada me sirvió estrecharle entre mis brazos y darle muestras de mi ternura, porque ninguna impresión le hicieron. Por más que mi madre le decía que yo era su sobrino Gil Blas, no hacía mas que mirarme con un aire imbécil, sin responder nada. Aun cuando la sangre y el agradecimiento no me hubieran obligado a compadecerme de un tío a quien tanto debía, no hubiera podido menos de hacerlo viéndole en una situación tan digna de lástima.
Durante este tiempo Escipión guardaba un profundo silencio, me acompañaba en mi pena y mezclaba por amistad sus suspiros con los míos. Pareciéndome que después de tan larga ausencia tendría mi madre muchas cosas reservadas que decirme y que podía detenerla la presencia de un hombre a quien no conocía, le llamé aparte y le dije: «Vete, hijo mío, a descansar al mesón y déjame aquí con mi madre, que acaso te creería de más en una conversación que no recaerá sino sobre asuntos de familia». Retiróse Escipión por no incomodarnos, y, efectivamente, mi madre y yo estuvimos hablando toda la noche. Nos dimos recíprocamente fiel cuenta de todo lo que a uno y otro nos había sucedido desde mi salida de Oviedo. Ella me hizo extensa relación de todas las desazones que había tenido en las varias casas donde había servido de dueña, confiándome en el asunto muchas cosas que no me hubiera alegrado las hubiese oído mi secretario, sin embargo de no tener yo nada reservado para él. Con todo el respeto que debo a la memoria de mi madre, diré que la buena señora era algo prolija en sus relaciones, y me hubiera ahorrado las tres cuartas partes de su historia si hubiese suprimido las circunstancias inútiles de ella.
Acabó por fin su relación y yo di principio a la mía. Conté por encima todas mis aventuras; pero cuando llegué a la visita que me había hecho en Madrid el hijo de Beltrán Moscada, el especiero de Oviedo, me extendí un poco sobre este pasaje. «Confieso, señora —dije a mi madre—, que recibí con despego al tal mozo, el cual, por vengarse de ello, no habrá dejado de hablaros muy mal de mí». «Así es —me respondió—; díjonos que te había encontrado tan engreído con el favor del primer ministro de la Monarquía, que apenas te habías dignado conocerle, y que cuando te pintó nuestras miserias le oíste con mucha frialdad. Pero como los padres y las madres —añadió ella— procuran siempre disculpar a sus hijos, no pudimos creer tuvieses tan mal corazón. Tu venida a Oviedo acredita la buena opinión que teníamos de ti y el sentimiento de que te veo lleno lo acaba de confirmar».
«Me hace mucho favor —respondí— ese buen concepto que a usted debo, pero lo cierto es que en la relación del hijo de Moscada hay alguna verdad. Cuando me vino a ver estaba yo embriagado con mi fortuna, y la ambición que me dominaba no me permitía pensar en mis parientes. De consiguiente, hallándome en semejante disposición, no es de admirar que recibiese mal a un hombre que, acercándose a mí de un modo grosero, me dijo brutalmente que, habiendo sabido que yo estaba más rico que un judío, iba a aconsejarme que enviase a ustedes algún dinero, respecto a que se veían en grande necesidad, y aun me echó en cara en términos nada comedidos mi indiferencia hacia mi gente. Me incomodó su llaneza, y, perdiendo la paciencia, le eché a empujones de mi cuarto. Confieso que me porté mal en aquella ocasión, que debí reflexionar no era culpa vuestra la falta de atención del especiero y que su consejo merecía seguirse, aunque había sido grosero el modo de dármelo. Esto fué lo que me ocurrió al pensamiento un momento después que había despedido a Moscada. La sangre hizo en mí su oficio, y, acordándome de mis obligaciones hacia mis padres, me avergoncé de haberlas cumplido tan mal y sentí remordimientos, de los cuales no puedo, sin embargo, hacer mérito con usted, puesto que fueron sofocados inmediatamente por la avaricia y por la ambición. Pero después fui encerrado por orden del rey en el alcázar de Segovia, en donde caí gravemente enfermo, y esta dichosa enfermedad es la que a usted le restituye su hijo. Sí, por cierto; mi enfermedad y mi prisión fueron las que hicieron recobrar a la Naturaleza todos sus derechos y las que me han desprendido enteramente de la Corte. Hoy sólo suspiro por la soledad y he venido a Asturias con el fin únicamente de suplicar a usted se venga conmigo a que disfrutemos juntos las dulzuras de una vida retirada. Si usted admite mi oferta, la conduciré a una posesión que tengo en el reino de Valencia, en donde espero que pasaremos una vida muy cómoda. Bien podrá usted conocer que mi ánimo era llevar también a mi padre; pero ya que el Cielo ha dispuesto otra cosa, logre yo a lo menos la satisfacción de tener en mi compañía a mi madre y pueda reparar con todas las posibles atenciones el tiempo que pasé sin servirle de nada».
«Quedo muy agradecida de tus buenas intenciones —me dijo entonces mi madre—. Sin duda alguna me iría contigo a no impedírmelo algunas dificultades. En primer lugar, no puedo desamparar a tu tío y mi hermano en el estado en que se halla; después de eso, estoy muy connaturalizada con este país para que yo le deje. Sin embargo, como esto merece examinarse con madurez, quiero meditarlo despacio; por ahora solamente debemos pensar en los funerales de tu padre». «Ese cuidado —le respondí— se lo encargaremos a ese mozo que usted ha visto conmigo, que es mi secretario; tiene talento y celo y podemos descuidar en él».
No bien había pronunciado estas palabras cuando entró Escipión, porque era ya día claro. Preguntónos si podía servirnos de algo en el apuro en que nos hallábamos. Respondíle que llegaba muy a tiempo para recibir una orden importante que pensaba darle. Luego que se impuso de lo que se trataba, «¡Basta! —dijo—. Ya tengo ideada acá en mi cabeza toda la ceremonia y ustedes podrán fiarse de mí». «Pero guardaos bien —añadió mi madre— de pensar en un funeral que tenga la menor apariencia de ostentación; por modesto que sea, nunca lo será demasiado para mi esposo, a quien toda la ciudad ha conocido por un escudero de los más pobres». «Señora —respondió Escipión—, aunque hubiera sido mucho más infeliz, no por eso rebajaré dos maravedís. Sólo debo tener presente las circunstancias de mi amo: habiendo sido favorito del duque de Lerma, a su padre debe enterrársele con grandeza».
Aprobó el designio de mi secretario y aun le encargué que no economizase el dinero; un resto de vanidad que yo conservaba todavía se despertó en esta ocasión. Me lisonjeé de que, haciendo este dispendio por un padre que ninguna herencia me dejaba, admirarían todos mi porte generoso. Mi madre por su parte, a pesar de la gran modestia que aparentaba, no dejaba de alegrarse de que su marido fuese enterrado con pompa. Dimos, pues, amplias facultades a Escipión, que sin perder tiempo marchó a dar las disposiciones necesarias para un suntuoso entierro.
Saliéronle muy bien; celebróse un funeral tan magnífico que irritó contra mí a la ciudad y arrabales; a todos los vecinos de Oviedo, desde el mayor hasta el menor, chocó infinito mi ostentación. «¡Este ministro de la noche a la mañana —decía uno— tiene dinero para enterrar a su padre y no lo tuvo para mantenerle!». «¡Mejor hubiera sido —decía otro— haber tenido más amor a su padre vivo que hacerle tantas honras después de muerto!». En fin, ninguna lengua pecó de corta; cada una disparó su saeta. No se contentaron con esto: cuando salimos de la iglesia, así a mí como a Escipión y a Beltrán nos cargaron de injurias, acompañándonos hasta nuestra casa las befas y gritos de los muchachos, los cuales llevaron a Beltrán a pedradas hasta el mesón. Para disipar la canalla que se había agolpado delante de la casa de mi tío fué menester que mi madre se asomase a la ventana y asegurase a todos que no tenía queja ninguna de mí. Otros hubo que fueron corriendo al mesón donde estaba mi silla, para hacerla mil pedazos, como infaliblemente lo hubieran ejecutado si el mesonero y la mesonera no hubieran hallado modo de sosegar aquellos ánimos furiosos y disuadirles de semejante intento.
Todas estas afrentas, que eran otros tantos efectos de lo que había hablado de mí el mozo especiero de la ciudad, me inspiraron tal aversión hacia mis paisanos, que determiné salir cuanto antes de Oviedo, en donde, a no haber sido esto, tal vez me hubiera detenido algún tiempo más. Díjeselo a mi madre claramente, y como no estaba menos sentida que yo de ver lo mal que me había recibido mi país, no se opuso a mi resolución. Sólo se trató del modo de portarme con ella en adelante. «Madre —le dije—, ya que usted no puede abandonar a mi tío, no debo insistir en que se venga usted conmigo; pero como, según todas las señales, no puede estar muy distante el fin de sus días, déme usted palabra de venir a vivir en mi compañía luego que él fallezca».
«Esa palabra, hijo mío, no te la daré; yo quiero pasar en Asturias los pocos días que me quedan de vida y con total independencia». «Pues qué, señora —le repliqué—, ¿no será usted dueña absoluta en mi casa?». «No lo sé, hijo mío —me respondió—. Tal vez te enamorarás de alguna niña linda y te casarás con ella; será mi nuera, yo su suegra y no podremos vivir juntas». «Usted —le dije— prevé los disgustos muy de lejos. Por ahora no pienso en casarme; pero si en algún tiempo tuviese esta idea, esté usted cierta de que mandaré a mi mujer que en todo y por todo esté sujeta a la voluntad de usted». «Te obligas temerariamente a una cosa —repaso mi madre— que nunca podrás cumplir; antes bien, no me atrevería yo a afirmar que si entre la suegra y la nuera ocurriesen algunas desazones, no te declarases a favor de tu mujer antes que al mío, por grande que fuese su sinrazón».
«Señora, habla usted como un oráculo —dijo mi secretario metiéndose en la conversación—. Yo pienso, como usted, que las nueras dóciles son muy contadas. Así, pues, para que usted y mi amo queden contentos, ya que quiere usted decididamente permanecer en las Asturias y él en el reino de Valencia, será menester que le señale una renta anual de cien doblones, que yo me encargo de traer aquí todos los años, y por este medio la madre y el hijo estarán muy satisfechos uno de otro a doscientas leguas de distancia». Aprobaron el convenio las dos partes interesadas, y yo desde luego pagué adelantado el primer año, y salí de Oviedo el día siguiente antes de amanecer, por miedo de que el populacho no me tratara como a San Esteban. Tal fué el recibimiento que se me hizo en mi patria. ¡Admirable lección para aquellas personas de humilde nacimiento que, habiéndose enriquecido fuera de su país, quieran volver a él para hacer de personas de importancia!