Del accidente que acometió al mono del conde Galiano y de la pena que causó a este señor. Cómo Gilfilas cayó enfermo y cuáles fueron las resultas de su enfermedad.
L sosiego que reinaba en la casa lo turbó extrañamente un suceso que al lector le parecerá una bagatela, pero que, no obstante, llegó a ser muy serio para los criados, y sobre todo para mí. Cupido, aquel mono de que he hablado, aquel animal tan querido del amo, al saltar un día de una ventana a otra tomó tan mal sus medidas que cayó al patio y se dislocó una pata. Apenas supo el conde esta desgracia, cuando empezó a dar gritos como una mujer, y en el exceso de su sentimiento echó la culpa a sus criados, sin excepción, y faltó poco para que los echara a todos a la calle. No obstante, limitó su indignación a maldecir nuestro descuido y darnos mil epítetos con palabras descomedidas. Inmediatamente hizo llamar a los cirujanos más hábiles de Madrid en fracturas y dislocaciones de huesos. Reconocieron la pata del herido, repusieron el hueso en su lugar y la vendaron; pero por más que asegurasen no ser cosa de cuidado, no pudieron conseguir que mi amo no retuviese a uno de ellos para que permaneciera al lado del animal hasta su perfecta curación.
Haría mal si pasara en silencio las penas e inquietudes que tuvo el señor siciliano durante este tiempo. ¿Se creerá que no se apartaba en todo el día de su Cupido? Estaba presente cuando le curaban y de noche se levantaba dos o tres veces a verle. Lo más penoso era que con precisión habían de estar todos los criados, y principalmente yo, siempre levantados, para acudir pronto a lo que se necesitara en servicio del mono. En una palabra, no hubo en la casa un instante de reposo hasta que la maldita bestia, curada de su caída, volvió a sus saltos y volteretas ordinarias. A vista de esto, bien podemos dar crédito a la narración de Suetonio cuando dice que Calígula amaba tanto a su caballo que le puso una casa ricamente alhajada, con criados para servirle, y que también quería hacerle cónsul. Mi amo no estaba menos enamorado de su mono, y con gusto le hubiera nombrado Corregidor.
Por desgracia mía, yo me distinguí más que todos los criados en complacer al amo, y trabajó tanto en cuidar de su Cupido que caí enfermo. Me dio una fuerte calentura, que se agravó de modo que perdí el sentido. Ignoro lo que hicieron conmigo en los quince días que estuve a la muerte, y solamente sé que mi mocedad luchó tanto con la calentura, y tal vez contra los remedios que me dieron, que al fin recobré el conocimiento. El primer uso que hice de él fué observar que estaba en un cuarto diferente del mío. Quise saber por qué, y se lo pregunté a una vieja que me asistía; pero me respondió que no hablara, porque el médico lo había prohibido expresamente. Cuando estamos buenos, ordinariamente nos burlamos de estos doctores; pero en estando malos nos sometemos con docilidad a sus preceptos.
Aunque más desease hablar con mi asistenta, tomé la determinación de callar; y estaba pensando en esto a tiempo que entraron dos como elegantes muy desembarazados, con vestidos de terciopelo y ricas camisolas guarnecidas de encaje. Me imaginé que eran algunos señores amigos de mi amo, que por atención a él me venían a ver, y en esta inteligencia hice un esfuerzo para incorporarme, y por política me quité el gorro; pero mi asistenta me volvió a tender a la larga, diciéndome que aquellos señores eran el médico y el boticario que me asistían.
El doctor se acercó a mí, me tomó el pulso, miróme atentamente el rostro, y habiendo observado todas las señales de una próxima curación, se revistió de un aspecto victorioso, como si hubiese puesto mucho de suyo, y dijo que sólo faltaba tomase una purga para acabar su obra, y que en vista de esto bien podía alabarse de haber hecho una buena curación. Después de haber hablado de esta suerte dictó al boticario una receta, mirándose al mismo tiempo a un espejo, atusándose el pelo y haciendo tales gestos que no pude dejar de reírme a pesar del estado en que me hallaba. Hízome una cortesía y se marchó, pensando más en su cara que en las drogas que había recetado.
Luego que salió, el boticario, que sin duda no fué a mi casa en vano, se preparó para ejecutar lo que se puede discurrir. Fuese porque temiese que la vieja no se daría buena maña, o sea por hacer valer más el género, quiso operar por sí mismo; pero, a pesar de su destreza, apenas me había disparado la carga cuando, sin saber cómo, la rechacé sobre el manipulante, poniéndole el vestido de terciopelo como de perlas. Tuvo este accidente por adehala del oficio. Tomó una toalla, se limpió sin decir palabra y se fué, bien resuelto a hacerme pagar lo que le llevase el quitamanchas, a quien sin duda tuvo precisión de enviar su vestido.
A la mañana siguiente volvió, vestido más llanamente, aunque nada tenía que aventurar ya, y me trajo la purga que el doctor había recetado el día antes. Yo me sentía por momentos mejor; pero, fuera, de eso, había cobrado tanta aversión desde el día anterior a los médicos y boticarios que maldecía hasta las Universidades en donde a estos señores se les da la facultad de matar hombres sin riesgo. Con esta disposición, declaré, enfadado, que no quería más remedios y que fueran a los diablos Hipócrates y sus secuaces. El boticario, a quien maldita de Dios la cosa se le daba de que yo diera el destino que quisiera a su medicina con tal que se la pagase, la dejó sobre la mesa y se retiró sin decirme una palabra.
Inmediatamente hice arrojar por la ventana aquel maldito brebaje, contra el cual había formado tal aprensión que habría creído beber veneno si lo hubiera tomado. A esta desobediencia añadí otras: rompí el silencio y dije con entereza a la que me cuidaba que lo que positivamente quería era me diese noticias de mi amo. La vieja, que temía excitar en mí una alteración peligrosa si me respondía, o, por el contrario, que si dejaba de satisfacerme irritaría mi mal, se detuvo un poco; pero la insté con tal empeño que al fin me respondió: «Caballero, usted no tiene más amo que a usted mismo. El conde Galiano se ha vuelto a Sicilia».
Me parecía increíble lo que oía; pero nada era más cierto. Este señor, desde el segundo día de mi enfermedad, temiendo que muriese en su casa, tuvo la bondad de hacerme trasladar, con lo poco que tenía, a una posada, en donde me dejó abandonado sin más ni más a la Providencia y al cuidado de una asistenta. En este tiempo tuvo orden de la Corte para restituirse a Sicilia, y se marchó tan aceleradamente que no pudo pensar en mí, ya fuese porque me contaba con los muertos o ya porque las personas de distinción suelen padecer estas faltas de memoria.
Mi asistenta fué la que me lo contó todo, y me dijo que ella era la que había buscado médico y boticario para que no muriese sin su asistencia. Estas bellas noticias me hicieron caer en un profundo desvarío. ¡Adiós mi establecimiento ventajoso en Sicilia! ¡Adiós mis más dulces esperanzas! «Cuando os suceda alguna desgracia —dice un Papa—, examinaos bien y encontraréis que siempre habéis tenido alguna parte de culpa». Con perdón de este Santo Padre, no puedo descubrir en qué hubiese yo contribuido a mi fatalidad en aquella ocasión.
Cuando vi desvanecidas las lisonjeras fantasmas de que me había llenado la cabeza, lo primero que me ocupó el pensamiento fué mi maleta, que hice traer a mi cama para registrarla. Al verla abierta, suspiré. «¡Ay mi amada maleta —exclamé—, único consuelo mío! ¡A lo que veo, has estado a merced de manos ajenas!». «¡No, no, señor Gil Blas —me dijo entonces la vieja—; crea usted que nada le han robado! He guardado su maleta lo mismo que mi honra».
Encontré el vestido que llevaba cuando entré a servir al conde, pero busqué en vano el que me mandó hacer el mesinés. Mi amo no había tenido por conveniente dejármelo o alguno se lo había apropiado. Todo lo restante de mi ajuar estaba allí, y también una bolsa grande de cuero donde tenía mi dinero. Lo conté dos veces, porque a la primera, no hallando mas que cincuenta doblones, no creí quedasen tan pocos de doscientos sesenta que dejé en ella antes de mi enfermedad. «¿Qué es esto, buena mujer? —dije a mi asistenta—. Mi caudal se ha disminuido mucho». «Nadie ha llegado a él —respondió la vieja—, y he gastado lo menos que me ha sido posible; pero las enfermedades cuestan mucho; es necesario estar siempre dando dinero. Vea usted —añadió la buena económica sacando de la faltriquera un legajo de papeles—, vea usted una cuenta del gasto, tan cabal como el oro y que os hará ver que no he malgastado un ochavo».
Recorrí la cuenta, que bien tendría sus quince o veinte hojas. ¡Dios misericordioso, qué de aves se habían comprado mientras yo estuve sin sentido! Solamente en caldos ascendería la suma por lo menos a doce doblones. Las otras partidas eran correspondientes a ésta. No es decible lo que había gastado en carbón, en luz, en agua, en escobas, etc. Sin embargo, por muy llena que estuviese su lista, el total llegaba apenas a treinta doblones, y, por consiguiente, debían quedar todavía doscientos treinta. Díjeselo; pero la vieja, con un aire de sencillez, empezó a poner por testigos a todos los santos de que en la bolsa no había mas que ochenta doblones cuando el mayordomo del conde le había entregado mi maleta. «¿Qué dice usted, buena mujer? —le interrumpí con precipitación—. ¿Fué el mayordomo quien dio a usted mi ropa?». «El fué realmente —me respondió—; por más señas, que al dármela me dijo: “Tome usted, buena mujer; cuando el señor Gil Blas esté frito en aceite no deje usted de obsequiarle con un buen entierro. En esta maleta hay con qué hacerle las honras”».
«¡Ah maldito napolitano! —exclamé entonces—. ¡Ya no necesito saber en dónde para el dinero que me falta! ¡Tú lo has llevado, para desquitarte de lo que te he impedido hurtases!». Después de esta invectiva, di gracias al Cielo de que el bribón no hubiese cargado con todo. No obstante, aunque yo tenía motivo para imputarle el hurto, no dejé de discurrir que acaso podía haberlo hecho mi asistenta. Mis sospechas tan presto recaían sobre el uno como sobre el otro, mas para mí siempre era lo mismo. Nada dije a la vieja, ni tampoco quise altercar sobre las partidas de su larga cuenta, porque nada hubiera adelantado: es preciso que cada uno haga su oficio. Mi resentimiento se redujo a pagarla y despedirla de allí a tres días.
Me imagino que al salir de mi casa fué a avisar al boticario de que yo la había despedido y me hallaba ya restablecido y fuerte para poder tomar las de Villadiego sin pagarle, porque le vi venir de allí a poco que apenas podía echar el aliento. Dióme su cuenta, en la que venían los supuestos remedios que me había suministrado cuando estaba yo sin sentido, puestos con unos nombres que no entendí, aunque había sido médico. Esta se podía llamar propiamente cuenta de boticario, y así, cuando llegó el caso de la paga, altercamos bastante, pretendiendo yo que rebajase la mitad y él porfiando que no bajaría un maravedí: pero haciéndose cargo al fin el boticario de que las había con un mozo que en el día podía marcharse de Madrid, tomó a bien contentarse con lo que le ofrecía, es decir, con tres partas más de lo que valían sus medicinas, por no exponerse a perderlo todo. Con mucho sentimiento mío le aflojé el dinero, con lo que se retiró, bien vengado de la desazoncilla que le causé el día de la lavativa.
El médico llegó casi al punto, porque estos animales van siempre uno tras otro. Le satisfice el importe de sus visitas, que habían sido frecuentes, y se marchó contento. Mas, para acreditarme que había ganado bien su dinero, antes de retirarse me refirió por menor las mortales consecuencias que había precavido en mi enfermedad, lo cual hizo en términos muy elegantes y con un aspecto agradable; pero nada comprendí de cuanto dijo. Luego que salí de él me juzgué ya libre de todos los familiares de las Parcas; pero me engañaba, porque vino también un cirujano, a quien en mi vida había visto. Saludóme muy cortésmente y manifestó mucho gusto de hallarme fuera del peligro en que me había visto, atribuyendo este beneficio —decía él— a dos copiosas sangrías que me había hecho y a unas ventosas que había tenido la honra de aplicarme. Esta pluma quedaba que arrancarme todavía; me fué preciso asimismo pagar al cirujano. Con tantas evacuaciones se quedó tan flaco mi bolsillo que se podía decir era un cuerpo aniquilado y que ni aun le quedaba el húmedo radical.
Al verme otra vez abismado en tan miserable situación, empecé a desanimarme. En casa de mis últimos amos me había aficionado de suerte a las comodidades de la vida que no podía ya, como en otro tiempo, considerar la indigencia del modo que un filósofo cínico. A la verdad, no debía entristecerme, teniendo repetidas experiencias de que la fortuna apenas me derribaba cuando me volvía a levantar; antes hubiera debido mirar mi infeliz estado como una ocasión de inmediata prosperidad.
FIN DEL TOMO SEGUNDO