CAPÍTULO XIV

Fabricio coloca a Gil Blas en casa del conde Galiano, titulo de Sicilia.

L gran deseo de ver a Fabricio me llevó bien de mañana a su casa. «¡Buenos días —le dije al entrar—, señor don Fabricio, flor y nata de la nobleza asturiana!». Al oírme se echó a reir. «¿Conque has notado —me dijo— que me han tratado de don?». «Sí, caballero mío —le respondí—, y permíteme te diga que ayer, cuando me contaste tu transformación, te olvidaste de lo mejor». «Ciertamente —respondió—; pero en verdad que si he tomado este dictado de honor no es tanto por satisfacer mi vanidad como por acomodarme a la de los otros. Tú conoces a los españoles; maldito el caso que hacen de un hombre honrado si tiene la desgracia de ser pobre o plebeyo; y aun te diré que veo tantas gentes —¡y Dios sabe qué clase de gentes!— que hacen les llamen don Francisco, don Gabriel, don Pedro o don como tú quieras llamarle, que es preciso confesar que la Nobleza es una cosa muy común y que un plebeyo que tiene mérito la honra cuando quiere agregarse a ella. Pero mudemos de conversación —añadió—. Anoche, durante la cena en casa del duque de Medinasidonia, en donde, entre otros convidados, se hallaba el conde Galiano, título de Sicilia, se tocó la conversación sobre los ridículos efectos del amor propio. Yo me alegré de hallar ocasión de divertir a la concurrencia sobre el mismo punto y le conté la historia de las homilías. Puedes imaginar cuánto reirían y qué apodos no se darían a tu arzobispo. Lo que no te ha venido mal, porque se han compadecido de ti, y después de haberme hecho el conde Galiano muchas preguntas acerca de tu persona, a las cuales puedes creer respondí como debía, me encargó que te presente a él, y para este fin iba ahora mismo a buscarte. Según parece, quiere nombrarte por uno de sus secretarios, y te aconsejo no desprecies este partido. En casa de este señor te hallarás perfectamente; es rico y hace en Madrid un gasto de embajador. Dicen ha venido a la corte a tratar con el duque de Lerma sobre ciertas haciendas de la Corona que este ministro piensa enajenar en Sicilia. En fin, el conde, aunque siciliano, parece generoso, lleno de rectitud y de ingenuidad. No puedes hacer mejor cosa que acomodarte con este señor, porque probablemente es el que debe hacerte rico, según lo que te pronosticaron en Granada».

«Había resuelto —dije a Núñez— pasearme y divertirme algún tiempo antes de ponerme a servir; pero me hablas del conde siciliano de un modo que me hace mudar de intenciones. ¡Ya quisiera estar con él!». «Pronto estarás —me dijo—, o yo me engaño mucho». Entonces salimos ambos para ir a ver al conde, que ocupaba la casa de D. Sancho de Avila, su amigo, quien estaba entonces en una hacienda de campo.

Encontramos en el patio muchos pajes y lacayos con libreas primorosas, y en la antesala muchos escuderos, gentileshombres y otros criados. Si los vestidos eran magníficos, los rostros eran tan extravagantes que se me figuraron una manada de monos vestidos a la española. Puede afirmarse que hay caras de hombres y mujeres a las que el arte no puede dar hermosura.

Habiendo D. Fabricio hecho pasar recado, fué admitido inmediatamente en la sala, adonde le seguí. Estaba el conde en bata, sentado en un sofá y tomando chocolate. Le saludamos con demostraciones del más profundo respeto, y él nos correspondió inclinando la cabeza y con un aspecto tan afable que le cobré grande inclinación; efecto admirable y ordinario que causa comúnmente en nosotros la favorable acogida de los grandes. Preciso es que nos reciban muy mal para que nos desagraden.

Después que tomó el chocolate se divirtió algún tiempo en juguetear con un gran mono, al que llamaba Cupido. Ignoro por qué pusieron el nombre de este dios a aquel animal, a no ser que fuese por causa de su malicia, porque en otra cosa absolutamente no le parecía; pero tal cual era, su amo tenía puesto todo su cariño en él, y estaba tan prendado de sus gracias que no le soltaba de sus brazos. Aunque nos divertían poco los brincos del mono, aparentamos que nos hechizaban, lo que complació mucho al siciliano, quien suspendió el gusto que tenía en aquel pasatiempo para decirme: «En mano de usted estará, amigo mío, ser uno de mis secretarios. Si le conviene a usted el partido, le daré doscientos doblones al año; basta que don Fabricio sea quien presente a usted y responda de su conducta». «Sí, señor —exclamó Núñez—. Soy más arrogante que Platón, que no se atrevió a salir por fiador de un amigo suyo que enviaba a Dionisio el tirano; pero no temo merecer reconvenciones».

Agradecí con una reverencia al poeta de Asturias su fina arrogancia, y después, dirigiéndome al amo, le aseguré de mi celo y fidelidad. Apenas vio aquel señor que yo aceptaba su propuesta, hizo llamar a su mayordomo, a quien habló en secreto, y en seguida me dijo: «Gil Blas, luego te diré en lo que pienso emplearte; entre tanto vé con mi mayordomo, que ya le he dado orden de lo que ha de hacer de ti». Obedecí, dejando a Fabricio con el conde y Cupido.

El mayordomo, que era un mesinés de los más diestros, me llevó a su cuarto, llenándome de cumplimientos. Hizo llamar al sastre de la casa y le mandó hacerme prontamente un vestido de igual magnificencia que los de los criados mayores. El sastre me tomó la medida y se retiró. «En cuanto a vuestra habitación —me dijo el mesinés—, os he destinado una que os gustará. Ahora bien —prosiguió—: ¿Os habéis desayunado?». Respondíle que no. «¡Qué pobre mozo sois! —me dijo—. ¿Por qué no habláis? Estáis en ima casa en donde no hay mas que decir lo que se quiere para tenerlo. Venid conmigo, que voy a llevaros a un paraje en donde, a Dios gracias, nada falta».

Dicho esto, me hizo bajar a la despensa, en la que hallamos al repostero, que era un napolitano que valía tanto como el mesinés, de modo que pudiera decirse de ambos que eran a cual peor. Este honrado hombre estaba con cinco o seis amigos suyos atracándose de jamón, lenguas de vaca y otras carnes saladas que les hacían menudear los tragos. Entramos en el corro y ayudamos a apurar los mejores vinos del señor conde. Mientras esto pasaba en la repostería, se representaba la misma comedia en la cocina, en donde el cocinero también obsequiaba a tres o cuatro conocidos suyos, quienes no bebían menos vino que nosotros y se hartaban de empanadas de perdices y conejos. Hasta los marmitones se regalaban con lo que podían pescar. Yo pensé estar en el puerto de Arrebata-capas y en una casa entregada al pillaje; pero cuanto estaba viendo era nada en comparación de lo que no veía.