CAPÍTULO VII

Historia de Laura

OY a contarte lo más compendiosamente que pueda por qué casualidad abracé la profesión cómica. Después que tan honradamente me dejaste, sucedieron grandes acontecimientos. Mi ama Arsenia, más de cansada que de disgustada del mundo, abjuró el teatro y me llevó consigo a una hermosa hacienda que acababa de comprar cerca de Zamora con monedas extranjeras. Bien presto hicimos conocimientos en esta ciudad, a la que íbamos con frecuencia y en donde nos deteníamos uno o dos días.

»En uno de estos viajecillos, don Félix Maldonado, hijo único del corregidor, me vio casualmente y le caí en gracia. Buscó ocasión de hablarme a solas, y, por no ocultarte nada, yo contribuí algo para hacérsela hallar. Este caballero no tenía veinte años; era hermoso como un sol; su persona, muy bien formada, y encantaba más todavía con sus modales amables y generosos que con su cara. Me ofreció con tan buena voluntad y tanta instancia un grueso brillante que llevaba en el dedo, que no pude menos de admitirle. Estaba muy gustosa y vana con un galán tan amable; pero ¡qué mal hacen las mozuelas ordinarias en prendarse de los hijos de familia cuyos padres tienen autoridad! El corregidor, que era el más severo de los de su clase, advertido de nuestro trato, procuró evitar con presteza sus resultas. Me hizo prender por una cuadrilla de esbirros, que a pesar de mis gritos me llevaron al hospicio de la Caridad.

»Allí, sin más forma de proceso, la superiora me hizo despojar de mi anillo y vestidos y poner un largo saco de sarga ceniciento, ceñido por la cintura con una ancha correa negra de cuero, de la que pendía un rosario de cuentas gordas, que me llegaba hasta los talones. Después me llevaron a una sala, en donde encontré un fraile viejo, de no sé qué Orden, que principió a exhortarme a la penitencia, del mismo modo, poco más o menos, que la señora Leonarda te exhortó a ti a la paciencia en el sótano. Me dijo debía estar muy agradecida a las personas que me mandaban encerrar allí, pues que me hacían un gran beneficio sacándome de los lazos del demonio, en los cuales estaba infelizmente enredada. Te confieso francamente mi ingratitud: muy lejos de ser agradecida a los que me habían hecho este favor, les echaba mil maldiciones.

»Ocho días pasé sin hallar consuelo, pero a los nueve —porque yo contaba hasta los minutos— mi suerte pareció querer mudar de aspecto. Al atravesar un patio pequeño encontré al mayordomo de la casa, que todo lo mandaba y hasta la superiora le obedecía. No daba las cuentas de su administración sino al corregidor, de quien únicamente dependía y que tenía una entera confianza en él. Figúrate un hombre alto, pálido, descamado y de buena catadura, propia para modelo de una pintura del Buen Ladrón. Parecía que ni aun miraba a las hermanas. Cara tan hipócrita no la habrás visto, aunque hayas estado en el palacio arzobispal.

«Encontré, pues —continuó ella—, al señor Zendono, que me detuvo diciéndome: “¡Consuélate, hija mía, estoy compadecido de tus desgracias!”. Nada más me dijo y continuó su camino, dejando a mi arbitrio hacer los comentarios que quisiese sobre un texto tan lacónico. Como yo le tenía por un hombre de bien, me imaginaba fácilmente que se había tomado el trabajo de examinar la causa de mi encierro y que, no hallándome bastante culpable para merecer que se me tratara tan indignamente, quería empeñarse en mi favor con el corregidor. Pero conocía mal al vizcaíno; sus intenciones eran otras. Había proyectado en su mente hacer un viaje, del que me dio parte algunos días después. “Amada Laura mía —me dijo—, es tanto lo que siento tus trabajos, que he resuelto poner fin a ellos. No ignoro que esto es querer perderme, pero ya no soy mío ni puedo vivir mas que para ti. La situación en que te veo me atraviesa el alma, y así, intento sacarte mañana de tu encierro y llevarte yo mismo a Madrid, sacrificándolo todo al placer de ser tu libertador”. Poco me faltó para morir de gozo al oír a Zendono, el cual, juzgando por mis extremos que lo que yo más deseaba era escaparme, tuvo al día siguiente la osadía de robarme a vista de todos, del modo que voy a contar. Dijo a la superiora que tenía orden para llevarme a presencia del corregidor, que se hallaba en una casa de recreo a dos leguas de la ciudad, y me hizo con todo descaro subir con él en una silla de posta, tirada por dos buenas mulas que había comprado para el caso. No llevábamos con nosotros mas que un criado, que conducía la silla y que era enteramente de la confianza del mayordomo. Comenzamos a caminar, no como yo creía, hacia Madrid, sino hacia las fronteras de Portugal, adonde llegamos en menos tiempo del que necesitaba el corregidor de Zamora para saber nuestra fuga y despachar en nuestro seguimiento sus galgos. Antes de entrar en Braganza, el vizcaíno me hizo poner un vestido de hombre, que llevaba prevenido, y contándome ya por suya me dijo en la hostería donde nos alojamos: “Bella Laura, no tomes a mal que te haya traído a Portugal. El corregidor de Zamora nos hará buscar en nuestra patria como a dos criminales a quienes la España no debe dar ningún asilo; pero —añadió él— podemos ponernos a cubierto de su resentimiento en este reino tan extraño, aunque en el día esté sujeto al dominio español; a lo menos, estaremos aquí más seguros que en nuestro país. Déjate, pues, persuadir, ángel mío; sigue a un hombre que te adora. Vamos a vivir a Coimbra; allí pasaremos sin temor nuestros días en medio de unos pacíficos placeres”.

»Una propuesta tan eficaz me hizo ver que trataba con un caballero a quien no gustaba servir de conductor a las princesas por la gloria de la caballería. Comprendí que contaba mucho con mi agradecimiento y aun más con mi miseria. Sin embargo, aunque estos dos motivos me hablaban en su favor, me negué resueltamente a lo que me proponía. Es verdad que por mi parte tenía dos razones poderosas para mostrarme tan reservada, pues no era de mi gusto ni le creía rico. Pero cuando, volviendo a estrecharme, ofreció ante todas cosas casarse conmigo y me hizo ver palpablemente que su administración le había suministrado caudal para mucho tiempo, no lo oculto: comencé a escucharle. Me deslumhró el oro y la pedrería que me enseñó, y entonces experimenté que el interés sabe hacer transformaciones tan bien como el amor. Mi vizcaíno fué poco a poco haciéndose otro hombre a mis ojos: su cuerpo alto y seco se me representó de una estatura fina y delicada; su palidez, una blancura hermosa, y hasta su aspecto hipócrita me mereció un nombre favorable. Entonces acepté sin repugnancia su mano a presencia del Cielo, a quien tomé por testigo de nuestra unión. Después de esto ya no tuvo que experimentar ninguna contradicción por mi parte, y, siguiendo nuestro camino, muy presto Coimbra recibió dentro de sus muros a un nuevo matrimonio.

»Mi marido me compró muy buenos vestidos de mujer y me regaló muchos diamantes, entre los cuales conocí el de don Félix Maldonado. No necesité más para adivinar de dónde venían todas las piezas preciosas que yo había visto, y para persuadirme de que no me había casado con un rígido observador del séptimo artículo del Decálogo; pero considerándome como la causa primera de sus juegos de manos, se los perdonaba. Una mujer disculpa hasta las malas acciones que hace cometer su hermosura, y a no ser esto, ¡qué mal hombre me hubiera parecido!

»Dos o tres meses pasé con él bastante gustosa, porque me hacía mil cariños y parecía amarme tiernamente. Sin embargo, las pruebas de amistad que me daba no eran mas que falsas apariencias. El bribón me engañaba y me preparaba el trato que toda soltera seducida por un hombre infame debe esperar de él. Un día, a mi vuelta de misa, no encontré en la casa mas que las paredes. Los muebles y hasta mis ropas habían desaparecido. Zendono y su fiel criado habían tomado tan bien sus medidas que en menos de una hora se había ejecutado completamente el despojo de mi casa, de modo que con el solo vestido que llevaba puesto y la sortija de don Félix, que por fortuna tenía en el dedo, me vi como otra Ariadna abandonada de un ingrato. Pero te aseguro que no me entretuve en hacer elegías sobre mi infortunio; antes bien, di gracias al Cielo por haberme librado de un perverso que no podía menos de caer tarde o temprano en manos de la justicia. Miré el tiempo que habíamos pasado juntos como un tiempo perdido, que yo no tardaría en reparar. Si hubiera querido permanecer en Portugal y entrar al servicio de alguna señora ilustre, las habría tenido de sobra; pero ya fuese el amor que tenía a mi país, o ya fuese arrastrada por la fuerza de mi estrella, que me preparaba allí mejor suerte, sólo pensó en volver a España. Vendí el diamante a un joyero, que me dio su importe en monedas de oro, y salí con una señora española, ya anciana, que iba a Sevilla en una silla volante.

»Esta señora, llamada Dorotea, venía de ver a una parienta suya que vivía en Coimbra, y se volvía a Sevilla, en donde tenía su casa. Congeniamos ambas de tal modo que desde la primera jornada trabamos amistad, la que se estrechó tanto en el camino que cuando llegamos a Sevilla no me permitió alojar sino en su casa. No tuve motivo para arrepentirme de haber hecho semejante conocimiento, pues no he visto jamás mujer de mejor carácter. Todavía se descubría en sus facciones y en la viveza de sus ojos que en su mocedad habría hecho puntear a sus rejas bastantes guitarras, y por eso sin duda había tenido muchos maridos nobles y vivía honradamente con lo que le dejaron.

»Entre otras excelentes prendas, tenía la de ser muy compasiva con las doncellas desgraciadas. Cuando le conté mis infortunios, tomó con tanto ardor mi causa que llenó de maldiciones a Zendono. “¡Ah perros! —dijo en un tono que parecía haber encontrado en su viaje algún mayordomo—. ¡Miserables! ¡En el mundo hay bribones que, como éste, se deleitan en engañar a las mujeres! Lo que me consuela, querida hija mía, es que, según tu relación, no estás ligada con el pérfido vizcaíno. Si tu casamiento con él es bastante bueno para servirte de disculpa, en recompensa es bastante malo para permitirte contraer otro mejor cuando halles ocasión para ello”.

»Todos los días salía con Dorotea para ir a la iglesia o a visitar a alguna amiga, que es el medio seguro de encontrar prontamente alguna aventura. Me atraje las miradas de muchos caballeros, entre los cuales algunos quisieron tentar el vado. Hablaron por segunda mano a mi vieja patrona, pero los unos no tenían con qué soportar los gastos de un menaje y los restantes todavía eran unos babosos, lo que bastaba para quitarme la gana de escucharlos, sabiendo por mi experiencia las consecuencias de ello. Un día nos ocurrió ir a ver representar los cómicos de Sevilla, que habían anunciado en los carteles la representación de la comedia famosa El embajador de si mismo, compuesta por Lope de Vega Carpió.

Entre las actrices que se presentaron en el teatro vi a una de mis antiguas amigas, a Fenicia, aquella moza gorda, pero muy alegre, que te acordarás era criada de Florimunda y con quien cenaste algunas veces en casa de Arsenia. Sabía yo muy bien que Fenicia hacía más de dos años que no estaba en Madrid, pero ignoraba que fuese cómica. Era tal la impaciencia que tenía de abrazarla que me pareció larguísima la pieza. Quizá tenían también la culpa los que la representaban, que no lo hacían ni tan bien ni tan mal que me divirtieran, porque te confieso que, como soy tan risueña, un cómico perfectamente ridículo no me divierte menos que uno excelente. En fin, llegado el esperado momento, es decir, el fin de la famosa comedia, fuimos mi viuda y yo al vestuario, en donde vimos a Fenicia, que hacía la desdeñosa escuchando con melindres el dulce gorjeo de un tierno pajarito que al parecer se había dejado coger con la liga de su declamación. Luego que me vio se despidió de él cortésmente, vino a mí con los brazos abiertos y me dio todas las muestras de amistad imaginables. Por mi parte, la abracó con el mayor agrado. Mutuamente nos manifestamos el placer que teníamos en volvemos a ver; pero no permitiéndonos el tiempo ni el sitio meternos en una larga conversación, dejamos para el día inmediato el hablar en su casa más extensamente.

»El gusto de hablar es una de las pasiones más vivas de las mujeres y particularmente la mía. No pude pegar los ojos en toda la noche: tal era el deseo que tenía de verme con Fenicia y hacerle preguntas sobre preguntas. Dios sabe si fui perezosa para levantarme e ir a donde me había dicho que vivía. Estaba alojada con toda la compañía en un gran mesón. Una criada que encontré al entrar, y a quien supliqué me condujese al cuarto de Fenicia, me hizo subir a un corredor, a lo largo del cual había diez o doce cuartos pequeños, separados solamente por unos tabiques de madera y ocupados por la cuadrilla alegre. Mi conductora tocó a una puerta, la cual abrió Fenicia, cuya lengua rabiaba tanto como la mía por hablar. Apenas nos tomamos el tiempo de sentamos, nos pusimos en disposición de parlar sin cesar. Teníamos que preguntarnos sobre tantas cosas que se atropellaban las preguntas y las respuestas de un modo extraordinario.

»Después de haber contado mutuamente nuestras aventuras, e instruidas del actual estado de nuestros asuntos, me preguntó Fenicia qué partido quería tomar. “Porque al fin —me dijo— es preciso hacer alguna cosa, no estando bien visto en una persona de tu edad el ser inútil a la sociedad”. Respondíle que había resuelto, hasta encontrar mejor fortuna, colocarme con alguna señorita distinguida. “¡Quítate allá! —exclamó mi amiga—. ¡No pienses en ello! ¿Es posible, amiga mía, que aun no te hayas cansado de servir? ¿No te has fastidiado de estar sujeta a la voluntad de otros, respetar sus caprichos, oír que te regañan y, en una palabra, ser esclava? ¿Por qué no abrazas, como yo, la vida de cómica? Ninguna cosa es más conveniente para las personas de talento que carecen de posibles y de lucida cuna. Es un estado medio entre la nobleza y la plebe; una condición libre y desembarazada de las etiquetas más incómodas de la vida civil. Nuestras rentas nos las paga en moneda contante el público, que es el poseedor de sus fondos. En una palabra, siempre vivimos alegres y gastamos nuestro dinero del mismo modo que lo ganamos. El teatro —prosiguió— favorece sobre todo a las mujeres. Todavía me salen los colores al rostro siempre que me acuerdo de que cuando servía a Florimunda no oía sino a los criados de la compañía del Príncipe y que ningún hombre de suposición me miraba a la cara. ¿De qué nacía esto? De que yo no hacía allí papel; por buena que sea una pintura, no se celebra si no se expone a la vista pública. Pero después que me puse en chapines, esto es, que parecí en las tablas, ¡qué mudanza! Traigo al retortero a los mejores mozos de los pueblos por donde pasamos. Una cómica tiene cierto atractivo en su oficio. Si es discreta —quiero decir, que no favorece mas que a un solo amante—, esto le hace un honor distinguido, se celebra su moderación; y cuando muda de galán la miran como a una verdadera viuda que se vuelve a casar. Y aun a una viuda se la mira con desprecio si contrae terceras nupcias, porque no parece sino que esto hiere la delicadeza de los hombres, al paso que una dama parece hacerse más apreciable a medida que aumenta el número de sus favorecidos, pues todavía, después de haber tenido cien cortejos, es un manjar apetitoso”. “¿A quién cuentas eso? —interrumpí yo al llegar aquí—. ¿Piensas tú que ignoro esas ventajas? Las he considerado muchas veces, y, hablandote sin ningún disimulo, te digo que lisonjean sobrado a una muchacha de mi genio. Conozco en mí mucha inclinación a la vida cómica, pero esto no basta, pues se requiere talento y yo no tengo ninguno. Algunas veces me he puesto a recitar relaciones de comedia delante de Arsenia y no ha quedado satisfecha de mí, lo que me ha hecho no gustar del arte”. “No es extraño que le hayas disgustado —replicó Fenicia—. ¿Ignoras que esas grandes actrices son por lo común envidiosas? A pesar de su vanidad, temen se les presenten personas que las desluzcan. En fin, yo, sobre este asunto, no me atendría solamente al voto de Arsenia; su decisión no ha sido sincera. Dígote sin lisonja que has nacido para el teatro. Tienes naturalidad, acción despejada y muy graciosa, un metal de voz suave, buen pecho y, sobre todo, un buen palmito de cara. ¡Ah pícaruela, a cuántos encantarás si te haces comedianta!”.

»A esto añadió otras expresiones seductoras, y me hizo declamar algunos versos para convencerme a mí misma de la excelente disposición que tenía para el teatro, y habiéndome oído fueron mayores sus elogios, hasta decirme que me aventajaba a todas las actrices de Madrid. En vista de esto, no debía ya dudar de mi mérito ni dejar de acusar a Arsenia de envidiosa y de mala fe. Me fué preciso convenir en que mi persona valía mucho. Fenicia me hizo repetir los mismos versos delante de dos cómicos que entraron en aquella sazón, los que se quedaron pasmados; y cuando volvieron de su admiración fué para colmarme de alabanzas. Hablando seriamente, te aseguro que aunque los tres hubieran ido a porfía sobre quién me había de elogiar más, no hubieran empleado más hipérboles. Mi modestia tuvo poco que padecer con tantos elogios. Principié a creer que valía algo y heme aquí resuelta a abrazar la profesión cómica.

»“No hablemos más, querida mía —dije a Fenicia—. Está hecho; quiero seguir tu consejo y entrar en la compañía si no hay inconveniente”. A esto, mi amiga, arrebatada toda de gozo, me abrazó, y sus dos compañeros no manifestaron menos alegría que ella al ver mi determinación. Quedamos en que al día siguiente por la mañana iría al teatro y repetiría delante de toda la compañía el mismo ensayo. Si en casa de Fenicia adquirí una opinión ventajosa, todavía fué más favorable la de los comediantes después que recité en su presencia sólo unos veinte versos, y así, me recibieron muy gustosos en la compañía. Desde entonces puse mi atención sólo en el modo con que había de salir la primera vez en las tablas. Para que fuese con más lucimiento, gasté todo el dinero que me quedaba de la sortija, y si no me presenté con ostentación, a lo menos hallé el arte de suplir la falta de magnificencia con un gusto delicado. Presénteme, en fin, por la primera vez en la escena. ¡Qué palmadas! ¡Qué aplausos! No faltaré, amigo mío, a la modestia si te digo que arrebaté la atención de los espectadores. Era preciso haber presenciado la celebridad que adquirí en Sevilla para creerla. Fui el objeto de todas las conversaciones de la ciudad, la que por tres semanas acudió a bandadas a la comedia, de modo que la compañía, con esta novedad, atrajo al público, que ya empezaba a desampararla. Me presenté de un modo que hechicé a todos, lo que fué publicar que me vendía al que más diera. Una infinidad de sujetos de todas edades y condiciones vinieron a ofrecerme sus obsequios y facultades. Por mi gusto hubiera escogido al más joven y bonito; pero nosotras solamente debemos mirar al interés y a la ambición cuando se trata de tomar una amistad. Esta es regla del teatro, por cuya razón mereció la preferencia don Ambrosio de Nisaña, hombre ya viejo y de muy rara figura, pero rico, generoso y uno de los señores más poderosos de Andalucía. Es verdad que le costó caro. Tomó para mí una hermosa casa, la adornó magníficamente, me buscó un buen cocinero, dos lacayos, una doncella, y me señaló para el gasto mil ducados mensuales. Añade a esto ricos vestidos y muchas joyas. Arsenia nunca llegó a un estado tan brillante.

»¡Qué mudanza en mi fortuna! Ni aun yo podía comprenderla ni me conocía a mí misma; por lo que no me espanté de que haya tantas que se olviden prontamente de la nada y miseria de donde las sacó el capricho de algún poderoso. Te confieso ingenuamente que los aplausos del público, las expresiones lisonjeras que oía por todas partes y la pasión de don Ambrosio me infundieron una vanidad que llegó hasta la extravagancia. Miré mi habilidad como un título de nobleza y tomé el aire de señora. Ya escaseaba tanto las miradas cariñosas cuanto las había prodigado antes, de suerte que me puse en el pie de no hacer caso sino de duques, condes y marqueses.

»El señor de Nisaña, con algunos de sus amigos, venía todas las noches a cenar a casa; yo por mi parte procuraba juntar las cómicas más divertidas y pasábamos la mayor parte de la noche en beber y reír. Una vida tan agradable me acomodaba mucho, pero no duró mas que seis meses. Si los señores no tuvieran la facilidad de cansarse, serían más amables. Don Ambrosio me dejó por una maja granadina que acababa de llegar a Sevilla, con muchas gracias y el talento suficiente para hacerlas valer. Mi aflicción no duró mas que veinticuatro horas, porque inmediatamente ocupó su lugar un caballero de veintidós años, llamado don Luis de Alcacer, tan bello mozo que pocos podían comparársele. Con razón me preguntarás por qué elegí a un señor tan joven sabiendo que el trato con esta clase de gentes es peligroso, y yo te diré que don Luis ni tenía padre ni madre y que ya disponía de su hacienda. Además, que este trato sólo deben temerlo las criadas y las miserables aventureras. Las mujeres de nuestra profesión son personas de título; nunca somos responsables de los efectos que producen nuestros atractivos. ¡Desgraciadas las familias a cuyos herederos hemos desplumado!

»Nos apasionamos tan extremadamente uno de otro Alcacer y yo que dudo haya habido jamás amor como el nuestro. Nos amábamos con tanto ardor que no parecía sino que estábamos hechizados. Los que sabían nuestra pasión nos creían los amantes más dichosos del mundo, y tal vez éramos los más infelices. Don Luis era amable por su rostro, pero tan celoso que me atormentaba a cada instante con injustos recelos. Por más que yo procurase no mirar a hombre alguno para acomodarme a su flaqueza, su ingeniosa desconfianza hallaba delitos con que inutilizaba mi cuidado. Si estaba en la escena, le parecía que mientras representaba miraba al descuido cariñosamente a algún joven y me llenaba de reconvenciones. En una palabra, nuestras más tiernas conversaciones estaban siempre mezcladas de quejas. No pudimos aguantar más; a ambos nos faltó la paciencia y nos separamos amigablemente. ¿Creerás tú que el último día de nuestra amistad fué el más gustoso que habíamos tenido hasta entonces? Igualmente fatigados los dos de los males que habíamos padecido, nos despedimos con la mayor alegría, semejantes a dos miserables cautivos que recobran su libertad después de una dura esclavitud.

»Desde entonces he procurado precaverme del amor y no quiero más amistad que turbe mi reposo. No sienta bien en nosotras suspirar como las demás mujeres ni debemos abrigar en nuestro pecho una pasión cuyas ridiculeces hacemos ver al público.

»Entre tanto mi fama iba alcanzando más vuelo, publicando por todas partes que yo era una actriz inimitable. Tanta nombradía movió a los comediantes de Granada a que me escribiesen convidándome con una plaza en su compañía; y para hacerme ver que la propuesta no era despreciable, me enviaron una razón del importe de sus últimas entradas y de sus caudales, por lo cual, pareciéndome un partido ventajoso, lo acepté, aunque en lo íntimo de mi corazón sentía dejar a Fenicia y a Dorotea, a quienes amaba tanto cuanto una mujer es capaz de amar a otra. A la primera la dejé en Sevilla ocupada en derretir la vajilla de un platerillo que por vanidad quería tener por cortejo a una comedianta. Se me ha olvidado decirte que al hacerme cómica mudé por capricho el nombre de Laura en el de Estela, y con éste salí para Granada

»Allí principié mi ejercicio con tanta felicidad como en Sevilla e inmediatamente me vi rodeada de amantes; pero como no quería favorecer sino a quien diese buenas señales, me porté con tal reserva que pude ofuscarlos. Sin embargo, temiendo pagar la pena de una conducta que de nada servía y que no me era natural, pensaba declararme a favor de un oidor joven, de nacimiento plebeyo, quien, por razón de su empleo, de una buena mesa y de arrastrar coche, hacía el papel de señor, cuando vi por primera vez al marqués de Marialba. El señor portugués, que viaja en España por mera curiosidad, al pasar por Granada se detuvo. Fué a la comedia y aquel día no representé yo. Miró con mucha atención a las actrices que se presentaron, halló una que le gustó y desde el día siguiente empezó a tratar con ella. Estaba ya para convenirse cuando me presenté yo en el teatro. Mi presencia y mis monadas volvieron prontamente la veleta. Ya mi portugués no pensó mas que en mí, y, a decir verdad, como yo no ignoraba que mi compañera había agradado a este señor, procuré desbancarla, y tuve la fortuna de conseguirlo. Bien sé que ella me ha aborrecido, pero esto poco importa. Debiera saber que entre las mujeres es natural esta ambición y que las más íntimas amigas no hacen escrúpulo de ella».