Va Gil Blas a ver representar a los cómicos de Granada; de la admiración que le causó el ver a una actriz y de lo que le pasó con ella.
ODAVÍA no había salido García de la sala cuando entraron dos caballeros muy bien portados, que vinieron a sentarse junto a mí. Principiaron a hablar de los cómicos de la compañía de Granada y de una comedia nueva que se representaba entonces. De su conversación inferí que aquella pieza era muy aplaudida y dióme deseo de verla aquella misma tarde. Como casi siempre había estado en el palacio, en donde estaba anatematizada esta clase de recreo, no había visto comedia alguna desde que vivía en Granada y toda mi diversión se había reducido a las homilías.
Luego que fué hora me marché al teatro, en donde hallé un gran concurso. Oí alrededor de mí diferentes conversaciones sobre la pieza antes que se empezase y observé que todos se metían a dar su voto sobre ella, declarándose unos en pro, otros en contra. Decían a mi derecha: «¿Se ha visto jamás una obra mejor escrita?». Y a mi izquierda exclamaban: «¡Qué estilo tan miserable!». En verdad, se debe convenir en que si abundan los malos autores, abundan más los peores críticos. Cuando pienso en los disgustos que los poetas dramáticos tienen que sufrir, me admiro de que haya algunos tan atrevidos que hagan frente a la ignorancia del vulgo y a la censura peligrosa de los sabios superficiales, que corrompen algunas veces el juicio del público.
En fin, el gracioso se presentó para dar principio a la escena; por todas partes sonó un palmoteo general, lo que me dio a conocer que era uno de aquellos actores consentidos a quienes el vulgo todo se lo disimula. Efectivamente, este cómico no decía palabra ni hacía gesto que no le atrajesen aplausos; y como se le manifestaba demasiado el gusto con que se le veía, por eso abusaba de él, pues noté que algunas veces se propasaba tanto sobre la escena que era necesaria toda la aceptación con que se le oía para que no perdiese su reputación. Si en lugar de aplaudirle le hubieran silbado, frecuentemente se le hubiera hecho justicia.
Palmotearon también del mismo modo a otros comediantes, pero particularmente a una actriz que hacía el papel de graciosa. Miréla con cuidado y me faltan términos para expresar la sorpresa con que reconocí en ella a Laura, a mi querida Laura, a quien suponía todavía en Madrid al lado de Arsenia. No podía dudar que fuese ella, porque su estatura, sus facciones y su metal de voz, todo me aseguraba que yo no me equivocaba. Sin embargo, como si desconfiara de mis ojos y de mis oídos, preguntó su nombre a un caballero que estaba a mi lado. «Pues ¿de qué tierra viene usted? —me dijo—. Sin duda usted acaba de llegar, cuando no conoce a la hermosa Estela».
La semejanza era demasiado perfecta para que pudiese equivocarme y desde luego comprendí bien que Laura, al mudar de estado, había también mudado de nombre; y deseoso de saber noticias de ella —porque el público jamás ignora las de los cómicos— me informé del mismo sujeto si esta Estela tenía algún cortejo de importancia. Respondióme que un gran señor portugués, llamado el marqués de Marialba, que dos meses había se hallaba en Granada, era quien gastaba mucho con ella. Más me hubiera dicho a no haber temido cansarle con mis preguntas. Pensó más en la noticia que este caballero acababa de darme que en la comedia; y si al salir alguno me hubiese preguntado el asunto de ella, no hubiera sabido qué decirle. Todo el tiempo se me fué en pensar en Laura y Estela y me determiné a visitarla en su casa al otro día. No dejaba de inquietarme el cómo me recibiría. Tenía fundamento para pensar que no le diese gusto mi visita en el estado tan brillante en que se hallaba, y aun de presumir que una cómica de tanto nombre fingiese no conocerme, por vengarse de un hombre del cual tenía, ciertamente, motivos de estar sentida; pero nada de esto me desanimó. Después de una cena ligera —pues en mi posada no se hacían de otra clase— me retiré a mi cuarto, con mucha impaciencia de hallarme ya en el día siguiente.
Dormí poco y me levanté al amanecer; mas pareciéndome que la dama de un gran señor no se dejaría ver tan de mañana, antes de ir a su casa gastó tres o cuatro horas en componerme, afeitarme, peinarme y perfumarme, porque quería presentarme a ella en tal aparato que no se avergonzase de verme. Salí a cosa de las diez, preguntó en la casa de comedias dónde vivía y pasé a la suya. Vivía en un cuarto principal de una casa grande. Abrióme la puerta una criada, a quien le dije pasase recado de que un joven deseaba hablar a la señora Estela. Entró con él e inmediatamente oí que su ama gritó: «¿Quién es ese joven? ¿Qué me quiere? ¡Que entre!».
Discurrí haber llegado en mala ocasión, pues estaría su portugués con ella al tocador, y que para hacerle creer no era mujer que recibía recados sospechosos alzaba tanto el grito. Dicho y hecho: estaba allí el marqués de Marialba, que pasaba con ella casi todas las mañanas. Por tanto, esperaba yo un mal recibimiento, cuando aquella actriz original, viéndome entrar, se arrojó a mí con los brazos abiertos, exclamando como fuera de sí: «¡Ay hermano mío! ¿Eres tú?». Diciendo esto, me abrazó muchas veces, y volviéndose después hacia el portugués, le dijo: «Señor, perdonad si en vuestra presencia cedo a los impulsos de la sangre. Después de tres años de ausencia, no puedo volver a ver a un hermano a quien amo tiernamente sin darle pruebas de mi afecto. Díme, pues, mi amado Gil Blas —continuó, dirigiéndose a mí—, díme algo de nuestra familia. ¿Cómo ha quedado?».
Estas palabras me turbaron por el pronto; pero inmediatamente penetré la intención de Laura, y, apoyando su artificio, le respondí con un tono propio de la escena que ambos íbamos a representar: «Nuestros padres están buenos, gracias a Dios, querida hermana». «Tú te maravillarás de verme cómica en Granada —interrumpió—; pero no me condenes sin oírme. Bien sabes que hace tres años mi padre creyó establecerme ventajosamente casándome con el capitán don Antonio Coello, quien me llevó desde Asturias a Madrid, su patria. A los seis meses de estar en ella le sucedió un lance de honor, ocasionado de su genio violento, y mató a un caballero que me había mostrado alguna atención. Era el muerto de familia muy ilustre y de mucho valimiento. Mi marido, que ninguno tenía, se salvó huyendo a Cataluña, con todo cuanto encontró en casa de dinero y piedras preciosas. Embarcóse en Barcelona, pasó a Italia, se alistó bajo las banderas de los venecianos y al fin perdió la vida en la Morea, en una batalla contra los turcos. En este tiempo fué confiscada una posesión que era el único bien que poseíamos, y vine a quedar reducida a unas asistencias escasísimas. ¿Y qué partido podía tomar en situación tan crítica? Una viuda joven y de honor se halla en mucho compromiso; yo carecía de medios para restituirme a Asturias. ¿Y qué haría allí? El solo consuelo que hubiera recibido de mi familia hubiera sido compadecerse de mi desgracia. Por otra parte, yo había recibido muy buena educación para resolverme a abrazar una vida licenciosa. ¿Pues que arbitrio me quedaba? El de hacerme cómica para conservar mi reputación».
Al oír a Laura finalizar así su novela, fué tal el impulso de risa que me dio que apenas pude reprimirme; pero al fin lo conseguí y le dije con mucha gravedad: «Hermana mía, apruebo tu proceder y me alegro mucho de encontrarte en Granada tan honradamente establecida».
El marqués de Marialba, que no había perdido una palabra de nuestra conversación, tomó al pie de la letra todos los enredos que le dio la gana de ensartar a la viuda de don Antonio. También se mezcló en la conversación, preguntándome si tenía algún empleo en Granada o en otra parte. Dudé un momento si mentiría, pero me pareció no había necesidad de ello y le dije lo cierto, contándole punto por punto cómo había entrado en casa del arzobispo y cómo había salido, lo que divirtió infinito al señor portugués. Es verdad que, a pesar de lo que había prometido a Melchor, me divertí un poco a costa del arzobispo. Lo más gracioso fué que, imaginando Laura que ésta era una novela como la suya, daba unas carcajadas que hubiera excusado a haber sabido que era realidad.
Después de haber acabado mi relación, que concluí hablando del cuarto que había tomado alquilado, avisaron para comer. Quise al momento retirarme para ir a comer a mi hostería, pero Laura me detuvo. «¿En qué piensas, hermano mío? —me dijo—. Has de quedarte a comer conmigo. Tampoco consentiré estés más tiempo en una posada. Mi intención es que vivas y comas en mi casa, y así, haz traer tu equipaje hoy mismo, que aquí hay una cama para ti».
El señor portugués, a quien tal vez no agradaba esta hospitalidad, dijo a Laura: «No, Estela; no tienes aquí comodidad para recibir a nadie. Tu hermano —añadió— me parece un buen mozo, y con la recomendación de ser cosa tan tuya me intereso por él. Quiero tomarle a mi servicio; será a quien más quiera de mis secretarios y le haré depositario de mis confianzas. Que no deje ir desde esta noche a dormir a casa y yo mandaré le pongan un cuarto. Le señalo cuatrocientos ducados de sueldo, y si en adelante tengo motivo, como lo espero, para estar contento de él, le pondré en estado de consolarse de haber sido demasiado sincero con su arzobispo».
A las gracias que di por esto al marqués añadió Laura otras más expresivas. «¡No hablemos más de ello! —interrumpió el marqués—. ¡Es negocio concluido!». Al acabar estas palabras, se despidió de su princesa de teatro y se marchó. Laura me hizo pasar al momento a un cuarto retirado, en donde, viéndose sola conmigo, dijo: «¡Hubiera reventado si hubiese contenido más tiempo la risa!». Y dejándose caer en un sillón y apretándose los ijares empezó a reír como una loca. Yo no pude menos de hacer lo mismo; y cuando nos hubimos cansado me dijo: «Confiesa, Gil Blas, que acabamos de representar una graciosa comedia; pero yo no esperaba tuviese tan buen fin. Mi ánimo solamente era proporcionarte la mesa y cuarto en casa, y para ofrecértelo con decoro fingí que eras mi hermano. Me alegro que la casualidad te haya facilitado tan buen acomodo. El marqués de Marialba es un caballero muy generoso, que hará por ti aún más de lo que ha prometido. Otra que yo —continuó ella— acaso no hubiera recibido con tan buen semblante a un hombre que deja sus amigos sin despedirse de ellos; pero soy de aquellas chicas de buena pasta que vuelven a ver siempre con agrado al picarillo a quien amaron».
Confesé de buena fe mi desatención y le pedí me la perdonase, después de lo cual me llevó a un comedor muy aseado. Nos sentamos a la mesa, y como teníamos de testigos una doncella y un lacayo, nos tratamos de hermanos. Luego que acabamos de comer volvimos al mismo cuarto en donde habíamos estado en conversación, y allí mi incomparable Laura, entregándose a su alegría natural, me pidió cuenta de lo que me había sucedido desde nuestra última visita. Hícele de ello una fiel narración, y cuando hube satisfecho su curiosidad, ella contentó la mía relatándome su historia en estos términos.