CAPÍTULO II

De lo que le sucedió a Gil Blas después de dejar la casa de Leiva y de las felices consecuencias que tuvo el mal suceso de sus amores.

O tenía un buen caballo y llevaba en mi maleta doscientos doblones, procedentes la mayor parte de lo que me tocó de los bandoleros que matamos y de los mil ducados que robamos a Samuel Simón, porque don Alfonso había restituido generosamente toda la cantidad, cediéndome la parte que me había tocado. Así, mirando mi caudal por esta circunstancia como ya legítimo, gozaba de él sin escrúpulo de conciencia. En una edad como la que yo entonces tenía se confía mucho en el propio mérito, y fuera de esto, con mi dinero nada creía debía temer en adelante. Por otra parte, Toledo me ofrecía un agradable asilo, y no dudaba que el conde de Polán tendría mucho gusto en recibir en su casa a uno de sus libertadores. Pero este recurso debía ser cuando todo corriese turbio, y antes de valerme de él quise gastar parte de mi dinero en correr los reinos de Murcia y Granada, que deseaba ver con particularidad. Con este intento tomé el camino de Almansa, de donde, prosiguiendo mi viaje, fui de pueblo en pueblo hasta la ciudad de Granada, sin que me sucediese contratiempo alguno. Parecía que la fortuna, satisfecha ya de tantos chascos como me había jugado, quería en fin dejarme en paz; pero esta traidora me preparaba otros muchos, como se verá en adelante.

Uno de los primeros sujetos que encontré en las calles de Granada fué el señor don Fernando de Leiva, yerno, como don Alfonso, del conde de Polán. Ambos quedamos sorprendidos de vernos en Granada. «¿Qué es esto, Gil Blas? —me dijo—. ¿Tú en Granada? ¿Qué es lo que aquí te trae?». «Señor —le dije—, si usted se admira de verme en este país, con mucha más razón se maravillará cuando sepa la causa que me ha obligado a dejar la casa del señor don César y su hijo». En seguida le conté cuanto me había pasado con Séfora, sin callarle nada. Causóle gran risa el lance, y ya sosegado me dijo seriamente: «Amigo, voy a tomar por mi cuenta este negocio. Escribiré a mi cuñada…». «¡No no, señor! —interrumpí—. ¡Suplico a usted no haga tal cosa! No he salido de la casa de Leiva para volver a ella. Si usted gusta, puede emplear de otro modo el favor que le debo. Ruego a usted que si alguno de sus amigos necesita un secretario o un mayordomo me presente y recomiende, que doy a usted palabra de no desairar su informe». «Con mucho gusto —respondió—. Mi venida a Granada ha sido a visitar a una tía mía, ya anciana, que está enferma, y todavía pasarán tres semanas antes que me vuelva a mi quinta de Lorque, en donde ha quedado Julia. En aquella casa vivo —prosiguió, señalándome una suntuosa que estaba a cien pasos de nosotros—; venme a ver pasados algunos días, que quizá te habré ya buscado un acomodo».

Efectivamente, la primera vez que nos vimos me dijo: «El señor arzobispo de Granada, mi pariente y amigo, que es un grande escritor, necesita de un hombre instruido y de buena letra para poner en limpio sus obras. Ha compuesto, y todos los días compone, homilías que predica con mucho aplauso. Como te contemplo a propósito para el caso, te he recomendado y me ha prometido admitirte. Vé y preséntate de mi parte; por el modo con que te reciba conocerás el buen informe que le he dado».

La conveniencia me pareció tal como la podía desear, y así, habiéndome compuesto lo mejor que pude, fui una mañana a presentarme a este prelado. Si yo hubiera de imitar a los autores de novelas, haría aquí una descripción pomposa del palacio arzobispal de Granada, me extendería sobre la estructura del edificio, celebraría la riqueza de sus muebles, hablaría de sus estatuas y pinturas y no dejaría de contar al lector la menor de todas las historias que en ella se representan; pero me contentaré con decir que iguala en magnificencia al palacio de nuestros reyes.

Vi en las antesalas una muchedumbre de eclesiásticos y seglares, la mayor parte familiares de Su Ilustrísima, limosneros, gentileshombres, escuderos o ayudas de cámara. Los vestidos de los seglares eran costosos; tanto, que más parecían de señores que de criados. Se mostraban altivos y hacían el papel de hombres de importancia. Al ver su afectación, no pude menos de reírme y burlarme interiormente de ellos. «¡Pardiez —me decía entre mí—, estas gentes tienen la fortuna de no sentir el yugo de la servidumbre, porque al fin, si lo sintieran, me parece que debían ostentar menos altanería!». Acerquéme a un personaje grave y grueso que estaba a la puerta de la cámara del arzobispo para abrirla y cerrarla cuando era necesario, y le pregunté con mucha cortesía si podría hablar a Su Ilustrísima. «Espérese usted —me dijo secamente—, que Su Ilustrísima va a salir a oír misa y al paso le oirá a usted». No respondí palabra. Ármeme de paciencia e hice por trabar conversación con algunos de los sirvientes, pero aquellos señores no se dignaron contestarme, sino que se entretuvieron en examinarme de pies a cabeza, y después, mirándose unos a otros, se sonrieron con orgullo de la libertad que había tenido de mezclarme en su conversación.

Confieso que me quedó del todo corrido al verme tratado así por unos criados. Todavía no había vuelto de mi confusión cuando se abrió la puerta del estudio y salió el arzobispo. Inmediatamente guardaron todos un profundo silencio; dejaron sus modales insolentes y mostraron un semblante respetuoso delante de su amo. Tendría el prelado unos sesenta y nueve años y casi se semejaba a mi tío Gil Pérez, el canónigo; es decir, que era pequeño y grueso, y además muy patiestevado, y tan calvo que sólo tenía un mechón de pelo hacia el cogote, por lo cual llevaba embutida la cabeza en una papalina que le cubría las orejas. Con todo, noté en él un aire de caballero, sin duda porque yo sabía que lo era. La gente común miramos a los grandes con una cierta preocupación, que por lo regular les presta un aspecto de señorío que la Naturaleza les ha negado. Luego que me vio, el arzobispo se vino a mí y me preguntó con mucha dulzura qué era lo que se me ofrecía. Le dije era el recomendado del señor don Fernando de Leiva. «¡Ah! —exclamó—. ¿Eres tú el que me ha alabado tanto? ¡Ya estás recibido! ¡Me alegro de tan buen hallazgo! Quédate desde luego en casa». Dichas estas palabras, se apoyó sobre dos escuderos, y habiendo oído a algunos eclesiásticos que llegaron a hablarle, salió de la sala. Apenas estaba fuera, cuando vinieron a saludarme los mismos que poco antes habían despreciado mi conversación; me rodean, me agasajan y muestran la mayor alegría de verme comensal del arzobispo. Habían oído lo que me había dicho mi amo y deseaban con ansia saber qué empleo debía tener cerca de Su Señoría Ilustrísima; pero para vengarme del desprecio que me habían hecho, tuve la malicia de no satisfacer su curiosidad.

No tardó mucho en volver Su Señoría Ilustrísima, y me hizo entrar en su estudio para hablarme a solas. Yo pensó bien que su intención era tantear mis talentos, por lo que me atrincheré y preparé para medir todas mis palabras. Principió haciéndome algunas preguntas sobre las Humanidades. Tuve la fortuna de no responder mal y hacerle ver que conocía bastante los autores griegos y latinos. Examinóme después de dialéctica, y cabalmente aquí era en donde yo le esperaba. Encontróme bien cimentado en ella y me dijo con cierta admiración: «Se conoce que has tenido buena educación. Veamos ahora tu letra». Saqué de la faltriquera una muestra que había llevado expresamente para este caso, la que no desagradó a mi prelado. «Me alegro de que tengas tan buena forma —exclamó—, y todavía más de que tengas tan buen entendimiento. Daré las gracias a mi sobrino don Femando porque me ha proporcionado un joven tan de provecho. ¡A la verdad, que me ha hecho un buen presente!».

Interrumpió nuestra conversación la llegada de algunos caballeros granadinos que iban a comer con Su Ilustrísima. Déjelos y me retiré a donde estaban los familiares, quienes me colmaron de cumplimientos y obsequios. Comí con ellos, y si mientras la comida procuraron observar mis acciones, yo no examiné menos las suyas. ¡Qué modestia guardaban los eclesiásticos! Todos me parecieron unos santos; tanto era el respeto que me había infundido el palacio arzobispal. No me pasó por la imaginación que aquello podría ser gazmoñería, como si fuera imposible que ésta se hallase en casa de los príncipes de la Iglesia.

Me tocó sentarme al lado de un antiguo ayuda de cámara, llamado Melchor de la Ronda, quien tenía cuidado de servirme buenos bocados. Viendo su atención, procuré yo tenerla con él, y mi política le agradó mucho. «Señor caballero —me dijo en voz baja luego que acabamos de comer—, quisiera hablar con usted a solas». Y diciendo esto, me llevó a un sitio de palacio en donde nadie podía oírnos y allí me tuvo este razonamiento: «Hijo miío, desde el instante que te vi te cobré inclinación, de cuya verdad voy a darte una prueba confiándote un secreto que te será de gran utilidad. Estás en una casa en donde se confunden los verdaderos virtuosos con los falsos. Para conocer este terreno necesitabas infinito tiempo, y voy a excusarte un estudio tan largo y desagradable pintandote los genios de unos y de otros, lo que podrá servirte de gobierno. No será malo —prosiguió— dar principio por Su Ilustrísima. Es un prelado muy piadoso, ocupado continuamente en edificar al pueblo y en encaminarle a la virtud con admirables sermones morales, que él mismo compone. Veinte años hace que dejó la corte para dedicarse enteramente a conducir su rebaño; es un sabio y un grande orador, que tiene puesto su conato en predicar, y el pueblo le oye con mucho gusto. Tal vez tendrá en esto su poco de vanidad; pero además de que no toca a los hombres el penetrar los corazones, no pareciera bien que me pusiese yo a escudriñar los defectos de una persona cuyo pan como. Si me fuera permitido reprender alguna cosa en mi amo, vituperaría su severidad, porque castiga con demasiado rigor las flaquezas de los eclesiásticos, cuando debiera mirarlas con piedad. Sobre todo, persigue sin misericordia a los que, fiados en su inocencia, piensan justificarse jurídicamente desatendiendo su autoridad. Tiene también otro defecto, que es común a muchas personas grandes: aunque ama a sus criados, atiende poco a sus servicios; los dejará envejecer en su casa sin pensar en proporcionarles algún acomodo. Si alguna vez los gratifica, es porque hay quien tiene la bondad de hablar por ellos, pues por lo que hace a Su Ilustrísima, jamás se acordaría de hacerles el menor bien». Esto me dijo de su amo el ayuda de cámara, y siguió dándome razón del carácter de los eclesiásticos con quienes habíamos comido. Me los retrató muy al contrario de lo que aparentaban; es verdad que no me dijo que eran gentes infames, pero sí bastante malos sacerdotes. No obstante, exceptuó a algunos cuya virtud alabó mucho. Con esta lección aprendí el modo de portarme con estos señores, y aquella misma noche, en la cena, me revestí como ellos de un exterior compuesto. No es de admirar se hallen tantos hipócritas, cuando nada cuesta el serlo.