De los amores de Gil Blas y de la señora Lorenza Séfora.
UI, pues, a Chelva, a llevar al buen Simón los tres mil ducados que le habíamos robado. Confieso francamente que en el camino me dieron tentaciones de quedarme con ellos, para dar con tan buenos auspicios principio a mi mayordomía, lo que podía hacer sin riesgo, bastando para ello viajar cinco o seis días y volverme como si hubiera cumplido con el encargo. Don Alfonso y su padre me tenían en muy buen concepto para sospechar de mi fidelidad; todo me favorecía. Sin embargo, resistí a la tentación, y la vencí como hombre de honor, lo que no es poco loable en un mozo que se había acompañado con grandes picaros. Yo aseguro que muchos de los que sólo tratan con hombres de bien son en este punto menos escrupulosos, y si no díganlo aquellos depositarios que sin peligro de perder su fama pueden apropiarse lo que se les ha confiado.
Hecha la restitución, que no esperaba el mercader, volví a la quinta de Leiva, en donde ya no estaba el conde de Polán, que con Julia y don Fernando habían marchado a Toledo. Hallé a mi nuevo amo más prendado que nunca de su Serafina; a ésta, cada día más enamorada de su esposo, y a don César, contentísimo de tener consigo a ambos. Dediquéme a ganar la voluntad de este amoroso padre y lo conseguí. Me hicieron mayordomo de la casa. Todo lo gobernaba: recibía el dinero de los arrendadores, corría con el gasto y tenía una autoridad despótica sobre los criados; pero, lejos de imitar la conducta ordinaria de los de mi empleo, nunca abusé de mi poder. No despedía a los que me disgustaban ni exigía de los demás una ciega subordinación. Si acudían a don César o a su hijo pidiendo alguna gracia, lejos de estorbarlo, hablaba en su favor. Por otra parte, la estimación que continuamente me mostraban mis amos avivaba mi celo en servirlos, sin atender a otra cosa que a sus intereses. Administré con manos muy limpias y fui un mayordomo de los pocos que hay.
Cuando estaba más contento con mi suerte, envidioso el amor de lo bien que me trataba la fortuna, quiso que a él también tuviese que agradecerle, y para eso encendió en el corazón de la señora Lorenza Sófora, criada primera de Serafina, una violenta inclinación al señor mayordomo. Si he de hablar con la fidelidad de historiador, mi enamorada había cumplido los cincuenta, pero la frescura de su tez, su rostro agradable y dos hermosos ojos, que sabía manejar con destreza, podían hacer pasar por afortunada mi conquista. La hubiera yo deseado de un poco más color, porque estaba muy descolorida, pero esto lo atribuí a la austeridad del celibato.
Usó mucho tiempo del atractivo de sus miradas cariñosas; mas yo, en lugar de corresponder a ellas, aparentaba no conocer sus designios; me tuvo por novato en el amor y no le desagradó mi cortedad. Juzgó era inútil el lenguaje de los ojos con un muchacho a quien creía menos instruido de lo que estaba, y así, en su primera conversación se me declaró en términos formales, a fin de que no lo dudase. Se manejó como mujer práctica, hizo como que se turbaba, y después de haberme dicho a su satisfacción cuanto quiso, se tapó la cara para persuadirme que se avergonzaba de haberme manifestado su flaqueza. Fué preciso rendirme; mostróme muy afecto a sus cariños, no tanto por amor como por vanidad. Hice el apasionado y aun afecté quererla con tal ardor que se vio precisada a reñirme; pero esto fué con tanta blandura que cuando me encargaba procurase contenerme no parecía disgustada de mi atrevimiento. Hubiera llegado a más el caso si Sófora no hubiera temido que hiciese mal juicio de su virtud concediéndome tan fácil la victoria. De esta suerte nos separamos hasta otra conversación, persuadida ella de que su aparente resistencia la haría pasar en mi concepto por un modelo de recato, y yo con la dulce esperanza de ver bien pronto el fin de esta aventura.
Tal era el feliz estado en que me hallaba, cuando un lacayo de don César vino a aguar mi contento con una mala nueva. Era éste uno de aquellos criados que se dedican a saber cuanto pasa en el interior de las casas. Como continuamente me hacía la corte y todos los días me traía alguna noticia, me dijo una mañana que acababa de hacer un gracioso descubrimiento, que me comunicaría en confianza, pero con la condición de guardar secreto, por ser cosa de la dama Lorenza Séfora, cuyo enojo temía. Fué tanta la curiosidad en que me puso, que le ofrecí el mayor sigilo; procuré no manifestar que en ello tenía el más leve interés, preguntándole con frialdad qué descubrimiento era aquel de que me hablaba con tanta reserva. «Es —me dijo— que la señora Lorenza introduce de oculto en su cuarto todas las noches al cirujano del lugar, que es un mozo bien plantado, y el bellaco se está bien sosegado con ella. Doy de barato —prosiguió con tono socarrón— que esta acción sea muy inocente; pero usted convendrá en que un mozo que entra misteriosamente en el cuarto de una soltera da motivo para que no se juzgue bien de su conducta».
Esta noticia me desazonó tanto como si estuviera enamorado de veras. Procuré ocultar mi inquietud y aun me esforcé hasta celebrar con risa una nueva que me atravesaba el alma; pero luego que estuve solo me desquité echando mil bravatas, diciendo dos mil desatinos y me puse a discurrir el partido que podría tomar. Ya despreciaba a Lorenza y me proponía abandonarla sin dignarme oír sus descargos, y ya, creyendo era punto mío escarmentar al cirujano, pensaba desafiarle. Prevaleció esta última determinación. Escondíme al anochecer, y, en efecto, le vi entrar en el cuarto de mi dueña de un modo sospechoso. Sólo esto faltaba para encender mi ira, que acaso sin esta incidente se hubiera mitigado. Salí de la casa y me aposté junto al camino por donde el galán debía marcharse. Le esperaba a pie firme y cada momento avivaba otro tanto el deseo que tenía de llegar con él a las manos. En fin, dejóse ver mi enemigo; salíle al encuentro con aire de matón; pero yo no sé cómo diablos sucedió que me hallé repentinamente sobrecogido de un terror pánico como un héroe de Homero, parado en medio de mi camino y tan turbado como Paris cuando se presentó a combatir con Menelao. Púseme a mirar a mi hombre, que me pareció robusto y vigoroso y su espada desmesuradamente larga. Todo ello hacía en mí su efecto; pero fuese la negra honrilla u otra causa, aunque estaba viendo el peligro con unos ojos que lo hacían todavía mayor, a pesar de mi miedo, que me aguijoneaba para que me volviese, tuve aliento para desenvainar mi tizona e irme derecho al cirujano.
Sorprendióle mi acción. «¿Qué es esto, señor Gil Blas? —exclamó—. ¿Qué significan esas demostraciones de caballero andante? ¿Usted sin duda tiene gana de chancearse?». «¡No, señor barbero —le respondí—, no! ¡Es cosa muy seria! Quiero saber si es usted tan valiente como galán. ¡No crea usted que le hayan de dejar gozar tranquilamente las finezas de la dama que acaba de ver en casa!». «¡Por San Cosme —repuso el cirujano dando una gran carcajada de risa—, que es buen chasco! ¡Las apariencias, vive diez, son harto engañosas!». Por estas palabras presumí que tenía tanta gana de quimera como yo, lo que me hizo ser más audaz. «¡A otro perro con ese hueso! —le repliqué—. ¡A otro con esa, amigo mío! ¡Yo no soy hombre a quien satisface la simple negativa!». «Ya veo —prosiguió— que me será preciso hablar claro para evitar la desgracia que nos puede suceder a vos o a mí. Voy, pues, a revelaros un secreto, no obstante que los de nuestra profesión deben ser muy callados. Si la dama Lorenza me admite con cautela en su aposento es porque los criados no sepan su enfermedad. Todas las noches voy a curarle un cáncer inveterado que tiene en la espalda. Vea usted el fundamento de las visitas que tanto le inquietan. Tranquilícese de aquí en adelante sobre este particular; pero si no está satisfecho con esta declaración y quiere absolutamente que riñamos, dígalo y manos a la obra, pues no soy hombre que huiré el cuerpo». Habiendo dicho estas palabras, sacó su montante, cuya vista me horrorizó, y se puso en defensa con un aire que nada bueno me anunciaba. «¡Basta! —le dije, envainando mi espada—. Yo no soy tan bárbaro que no ceda a la razón. Por lo que usted me ha dicho, veo que no es mi enemigo. ¡Abracémonos!». Mis palabras le dieron a entender que yo no era tan temible como le parecí al principio; envainó con risa la espada, me abrazó y nos separamos los mayores amigos del mundo.
Desde este momento, Sófora se presentaba a mi imaginación como la cosa más desagradable. Evité todas las ocasiones que me proporcionaba de hablarle a solas, y mi cuidado y estudio en huir de ella le hicieron conocer mi interior. Admirada de una mudanza tan grande, quiso saber la causa, y habiendo encontrado al fin el medio de hablarme a solas, me dijo: «Señor mayordomo, dígame usted, si gusta, el por qué evita hasta mis miradas y por qué en lugar de buscar, como otras veces, proporción de hablarme, se extraña tanto de mí. Es verdad que yo di los primeros pasos, pero usted me correspondió. Acuérdese, si no lo lleva a mal, de la conversación que tuvimos solos; entonces era usted todo fuego y ahora no es mas que un hielo. ¿Qué significa esta mudanza?». La pregunta era muy delicada para un hombre sincero, y, a la verdad, me quedé muy perplejo. No tengo presente lo que respondí; solamente me acuerdo que le disgustó infinito. Sófora parecía un cordero por su semblante afable y modesto, pero cuando se encolerizaba era una tigre. «¡Creía —me dijo echándome una mirada llena de despecho y rabia—, creía honrar mucho a un hombrecillo como él manifestándole un afecto que caballeros y personas muy nobles harían gran vanidad de haber merecido! ¡Me está muy bien empleado por haberme bajado indignamente hasta un miserable aventurero!».
Si hubiera parado en esto, hubiera salido yo del paso a poca costa; pero su lengua furiosa me dijo mil apodos a cual peor. Bien conozco que debí recibirlos a sangre fría y reflexionar que despreciando el triunfo de una virtud que yo había tentado cometía un delito que las mujeres no perdonan jamás. Un hombre sensato, en mi lugar, se hubiera reído de estas injurias; pero yo era tan vivo que no podía sufrirlas y perdí la paciencia. «Señora —le dije—, a nadie despreciemos: si esos caballeros de quienes usted habla le hubiesen visto las espaldas, aseguro que su curiosidad no hubiera pasado adelante». Apenas hube disparado esta saeta, cuando la enfurecida dueña me pegó la más grande bofetada que jamás ha dado mujer colérica. Para no recibir otra y evitar la granizada de golpes que hubieran caído sobre mí, tomé la puerta con la mayor ligereza. Di mil gracias al Cielo de verme fuera de este mal paso, imaginando que nada tenía que temer, pues la dama se había vengado, y me parecía que por su propia estimación debía callar este lance. En efecto, pasaron quince días sin saber nada de ella, y principiaba a olvidarla, cuando supe que estaba mala. Confieso que tuve la flaqueza de afligirme. Me dio lástima, imaginando que, no pudiendo esta desgraciada amante vencer un amor tan mal pagado, se habría rendido a su dolor. Me consideraba yo la principal causa de su enfermedad, y ya que no podía amarla, a lo menos la compadecía. Pero ¡cuánto me engañaba! Su ternura, convertida en odio, no pensaba mas que en perderme.
Estando una mañana con don Alfonso, noté que se hallaba triste y pensativo; pregúntele con respeto qué tenía. «Tengo pesadumbre —me dijo— de ver a Serafina tan débil, ingrata e injusta. Tú te admiras —añadió, observando mi suspensión—; pues cree que es muy cierto lo que te digo. No sé por qué motivo te has hecho tan odioso a Lorenza su criada, que dice es infalible su muerte si no sales prontamente de casa. Como Serafina te ama, no debes dudar que habrá resistido a los impulsos de este aborrecimiento, con los cuales no puede condescender sin ser desagradecida e injusta; pero al fin es mujer, y ama con extremo a Sófora, que la ha criado. La quiere como si fuera su madre y creería ser causa de su muerte si no le daba gusto. Por lo que hace a mí, aunque quiero tanto a Serafina, no pienso del mismo modo y no consentiré te apartes de mí aunque pereciesen todas las dueñas de España, pues te miro no como a un criado, sino como a hermano».
Luego que acabó de hablar don Alfonso, le dije: «Señor, yo he nacido para ser juguete de la fortuna. Pensaba que cesaría de perseguirme en vuestra casa, en donde todo me prometía una vida feliz y tranquila; pero al fin me es preciso dejarla, aunque con ella pierda mi mayor gusto». «¡No, no! —exclamó el generoso hijo de don César—. ¡Déjame, yo convenceré a Serafina! ¡No se ha de decir que te hemos sacrificado al capricho de una dueña! ¡Demasiado la contemplamos en otras cosas!». «Pero, señor —repliqué—, irritaréis más a Serafina si la resistís. Más bien quiero retirarme que exponerme, permaneciendo en casa, a causar desazón entre dos esposos tan perfectos; si esta desgracia sucediese, jamás hallaría yo consuelo». Don Alfonso me prohibió tomar este partido, y le vi tan resuelto, que Lorenza no Rubiera logrado su intento si yo no hubiese permanecido en mi propósito. Es verdad que, picado de la venganza de la dueña, tuve mis impulsos de cantar de plano y descubrirla; pero luego me compadecía, considerando que si revelaba su flaqueza hería mortalmente a una infeliz de cuya desgracia era yo la causa y a quien dos males irremediables echaban al hoyo. Juzgué, pues, que en conciencia debía restablecer el sosiego en la casa saliéndome de ella, pues que era un hombre que ocasionaba tanto daño. Hícelo así al día siguiente antes de amanecer, sin despedirme de mis amos, temiendo que su cariño estorbase mi partida, y sólo dejé en mi cuarto una cuenta puntual de mi administración.