De la resolución que tomaron don Alfonso y Gil Blas después de esta aventura.
NDUVIMOS toda la noche, según nuestra loable costumbre, y al amanecer nos hallamos a la vista de una miserable aldea distante dos leguas de Segorbe. Como todos estábamos cansados, nos desvíamos con gusto del camino real para llegar hasta unos sauces que descubrimos al pie de una colina ha cosa de unos mil o mil doscientos pasos de la aldea, en la cual no nos pareció conveniente detenernos. Vimos que aquellos árboles hacían una apacible sombra y que les bañaba el pie un arroyuelo. Agradónos lo delicioso del sitio, y resolviendo pasar en él lo restante del día, nos apeamos, quitamos los frenos a los caballos para que pudiesen pacer, nos echamos sobre la verde hierba, y después de haber reposado un poco acabamos de desocupar las alforjas y la bota. Luego que hubimos almorzado opíparamente, nos pusimos a contar el dinero que habíamos robado a Samuel Simón, y hallamos que ascendía a tres mil ducados, con cuya cantidad y el caudal que ya teníamos podíamos alabamos de poseer un mediano capital.
Viendo que se habían acabado nuestras provisiones y era menester pensar en hacer otras, Aimbrosio y don Rafael, que ya se habían quitado los disfraces, dijeron que querían tomarse este trabajo, porque el suceso de Chelva les había avivado el gusto de las aventuras y tenían gana de ir a Segorbe a ver si se les presentaba alguna ocasión de emprender otra nueva hazaña. «Vosotros —dijo el hijo de Lucinda— no tenéis mas que esperamos a la sombra de estos sauces, que pronto estaremos de vuelta». «Señor don Rafael —respondí yo sonríendome—, no sea que la ida de ustedes sea como la del humo; temo que si una vez se van tarde nos juntaremos». «Esa sospecha —replicó Ambrosio— es muy ofensiva a nuestro honor y no merecíamos que nos hicieseis tan poca merced. Es verdad que en parte os disculpo de la desconfianza que tenéis de nosotros acordándoos de lo que hicimos en Valladolid y de creer que no haríamos más escrúpulo de abandonaros que a los compañeros que dejamos en aquella ciudad. Sin embargo, es engañáis enormemente. Aquellos camaradas a quienes vendimos eran de un perverso carácter y ya no podíamos aguantar más su compañía. Es menester hacer justicia a los de nuestra profesión, diciendo que no hay gremio alguno en la vida civil en que el interés dé menos motivo a la división; pero cuando no son conformes las inclinaciones, puede alterarse la unión, como en todos los demás gremios humanos. Por tanto, señor Gil Blas, suplico a usted y al señor don Alfonso que tengan más confianza en nosotros y que tranquilicen su espíritu tocante al deseo que don Rafael y yo tenemos de ir a Segorbe». «Es muy fácil —dijo entonces el hijo de Lucinda— librarlos de todo motivo de inquietud en este punto: basta para eso dejarlos dueños del caudal, que es la mejor fianza que tendrán en sus manos de nuestra vuelta. Ya ve usted, señor Gil Blas, que esto se llama ir derechos al punto de la dificultad. Ambos quedaréis así resguardados, sin que Ambrosio ni yo tengamos sospechas de que os ausentéis con tan rica fianza. En vista de una prueba tan convincente de nuestra buena fe, ¿tendréis todavía dificultad en fiaros de nosotros?». «No por cierto —respondí yo—; y así, podéis ahora hacer todo lo que os pareciere». Partieron inmediatamente con la bota y las alforjas, dejándome a la sombra de los sauces con don Alfonso, el cual me dijo luego que se fueron: «Señor Gil Blas, quiero abriros enteramente mi pecho. Me estoy continuamente acusando de la condescendencia que tuve en venir hasta aquí con esos bribones. No os puedo decir cuántos millares de veces me he arrepentido ya de ello. Ayer noche, mientras me quedé guardando los caballos, hice mil reflexiones que me despedazaban el corazón. Consideré que era muy ajeno de un joven que nació con honra vivir con unos hombres tan viciosos como Rafael y Lámela; que si por desgracia —como muy fácilmente puede suceder— llegase a ser tal algún día el resultado de una de estas maldades que cayésemos en manos de la justicia, sufriré la vergüenza de verme castigado con ellos como ladrón y quizá con una muerte afrentosa. No puedo apartar ni un solo instante de mi imaginación estas funestas ideas, y así, os confieso que estoy resuelto a separarme para siempre de su compañía, por no ser cómplice en los delitos que cometan. Tengo por cierto —añadió— que no desaprobaréis este pensamiento». «Cierto es que no —le respondí—. Aunque usted me vio ayer hacer el papel de alguacil en la comedia de Samuel Simón, no por eso crea que semejantes piezas son de mi gusto. El Cielo me es testigo de que mientras estaba representando tan distinguido papel me dije a mí mismo: ¡A fe, amigo Gil Blas, que si la justicia viniera ahora a echarte la mano, sin duda merecerías bien el salario que te tocase! Así que, señor don Alfonso, no estoy más dispuesto que usted a continuar en tan mala compañía, y de muy buena gana le acompañaré, si es que me lo permite, a cualquier parte que vaya. Cuando vuelvan estos señores les suplicaremos que se haga el repartimiento del dinero, y mañana muy temprano, o esta misma noche, nos despediremos de ellos para siempre».
Aprobó mi proposición el amante de la bella Serafina y me dijo: «Iremos a Valencia y nos embarcaremos para Italia, donde podremos entrar al servicio de la República de Venecia. ¿No vale más seguir la carrera de las armas que continuar la vida vil y criminal que traemos? En aquélla podemos traer buen porte con el dinero que nos haya tocado. No deja de remorderme la conciencia el servirme de un bien tan mal adquirido; pero además de que la necesidad me obliga a ello, protesto resarcir a Samuel Simón el daño luego que tenga la menor fortuna en la guerra». Aseguró a don Alfonso que yo tenía la misma intención, y quedamos de acuerdo en que el día siguiente al amanecer nos separaríamos de nuestros camaradas. No dimos lugar a la tentación de aprovecharnos de su ausencia, esto es, huir al momento con el dinero: la confianza que habían hecho de nosotros dejándonos dueños de él ni aun nos permitió que nos pasase semejante ruindad por el pensamiento, aunque la burla que me hicieron en la posada de caballeros de Valladolid disculpase en cierto modo este robo.
A la caída de la tarde volvieron de Segorbe Ambrosio y don Rafael. La primera cosa que nos dijeron fué que habían hecho un viaje muy feliz y que dejaban echados los cimientos de una aventura que, según todas las señales, sería sin comparación de mucho más producto que la del día anterior. Comenzó a explicamos el plan el hijo de Lucinda, pero don Alfonso le atajó diciéndole cortésmente que él estaba resuelto a separarse de la compañía, y yo por mi parte les declaré hallarme en la misma resolución. Por más que hicieron para movernos a que prosiguiésemos acompañándolos en sus expediciones no les fué posible conseguirlo. La mañana siguiente nos despedimos de ellos, después de haber repartido por iguales partes el dinero, y los dos tomamos el camino de Valencia.