De lo que hicieron Gil Blas y sus compañeros después que se separaron del conde de Polán; del importante proyecto que formó Ambrosio y cómo se ejecutó.
ESPUÉS de haber pasado el conde de Polán la mitad de la noche en darnos gracias y asegurarnos que podíamos contar con su eterno agradecimiento, llamó al ventero, para consultar con él de qué modo llegaría con seguridad a Turis, adonde tenía ánimo de ir. Dejamos que tomase sobre esto sus medidas, y nosotros salimos de la venta, siguiendo el camino que Lámela quiso escoger.
Al cabo de dos horas de marcha nos amaneció ya cerca de Campillo. Llegamos prontamente a las montañas que hay entre aquella villa y Requena, y allí pasamos el día en descansar y en contar nuestro caudal, que se había aumentado mucho con el dinero que habíamos cogido a los ladrones, en cuyas faltriqueras se encontraron más de trescientos doblones en diferentes monedas. Al entrar de la noche nos volvimos a poner en camino, y el día siguiente al amanecer entramos en el reino de Valencia. Retirémonos al primer bosque que encontramos, emboscámonos en él y llegamos a un sitio por donde corría un arroyuelo de agua cristalina que iba lentamente a juntarse con las del Guadalaviar. La sombra con que nos convidaban los árboles y la abundante hierba que el campo ofrecía para los caballos nos hubieran determinado a hacer alto en aquel paraje, aun cuando no estuviéramos ya resueltos a descansar algunas horas en él. Apeémonos, pues, y hacíamos ánimo de pasar allí aquel día alegremente; pero cuando fuimos a almorzar nos hallamos con poquísimos viveres. Empezaba a faltarnos el pan y nuestra bota se había convertido en un cuerpo sin alma. «Señores —dijo entonces Ambrosio—, sin Ceres y sin Baco a ninguno agrada el sitio más delicioso. Soy de parecer que renovemos nuestras provisiones, y así, marcho a este fin a Chelva, que es una linda villa, distante de aquí solas dos leguas, y tardaré poco en tan corto viaje». Dicho esto, cargó en el caballo la bota y las alforjas, montó, y partió del bosque a tan buen paso que nos prometimos sería muy pronta su vuelta; mas, sin embargo, no volvió tan presto como lo esperábamos.
Era ya mucho más del mediodía cuando vimos a nuestro proveedor, cuya tardanza comenzaba a darnos cuidado. Engañó alegremente nuestro sobresalto con las muchas cosas de que venía provisto. No sólo traía la bota llena de exquisito vino y atestadas las alforjas de carnes asadas, sino que reparamos un gran fardo acomodado a las ancas del caballo, que se llevó nuestra atención. Conociólo Ambrosio, y nos dijo sonriéndose: «Apuesto yo a don Rafael y a todos los más diestros del mundo que no son capaces de adivinar por qué ni para qué he comprado todo este envoltorio de ropa». Diciendo esto, lo desató él mismo para que viéramos por menor lo que encerraba. Mostrónos un manteo negro y una sotana del mismo color, dos chupas y dos pares de calzones, un tintero de cuerno, con su salvadera y cañón para meter las plumas, una mano de papel fino, un sello grande y un candado, juntamente con una barreta de lacre verde. «¡Pardiez, señor Ambrosio —exclamó zumbándose D. Rafael luego que vio todas aquellas baratijas—, que habéis empleado bien el dinero! ¿Qué diablos piensas hacer de todos esos cachivaches?». «Un uso admirable —respondió Lámela—. Todas estas cosas no me han costado sino diez doblones, y estoy persuadido de que nos han de valer más de quinientos. Contad seguramente con ellos. No soy hombre que me cargo de géneros inútiles. Y para haceros ver que no he comprado a tontas y a locas, voy a daros parte de un proyecto que he formado, un proyecto que sin disputa es de los más ingeniosos que puede concebir el entendimiento humano. Vais a oírlo, y estoy seguro que quedaréis atónitos al saberlo. ¡Estadme atentos! Después de haber hecho mi provisión de pan, me entré en una pastelería y mandó que me asasen seis perdices, otras tantas pollas e igual número de gazapos. Mientras todo esto se estaba asando, entró en la pastelería un hombre encendido en cólera, quejándose agriamente de la injuria que le había hecho un mercader del pueblo, y le dijo al pastelero: “¡Por Santiago Apóstol, que Samuel Simón es el mercader más ruin que hay en todo Chelva! Acaba de afrentarme públicamente en su tienda, pues no me ha querido fiar el grandísimo ladrón seis varas de paño, sabiendo como sabe que soy un artesano que cumplo bien y que a ninguno he quedado jamás a deber un cuarto. ¿No os admiráis de semejante bruto? El fía sin reparo a los caballeros, cuando sabe por experiencia que de muchos de ellos no ha de cobrar ni un ochavo, y no quiere fiar a un vecino honrado que está seguro de que le ha de pagar hasta el último maravedí. ¡Qué manía! ¡Maldito judío! ¡Ojalá le engañen! ¡Puede ser que se me cumpla algún día este deseo y no faltarán mercaderes que me acompañen en él!”. Oyendo yo hablar de este modo a aquel pobre menestral, que dijo además otras muchas cosas, de repente me asaltó el deseo de vengarle y de hacer una pesada burla al señor Samuel Simón. “Amigo —pregunté a aquel hombre—, ¿no me diréis qué carácter tiene ese mercader?”. “El peor que se puede discurrir —me respondió con enfado—. Es un desenfrenado usurero, aunque en su exterior aparenta ser un hombre virtuoso; es un judío que se volvió católico, pero en el fondo de su alma es todavía tan judío como Pilatos, porque se asegura haber abjurado por interés”. No perdí palabra de todo lo que me dijo el irritado menestral, y luego que salí de la pastelería procuré informarme de la casa de Samuel Simón. Enseñómela un hombre. Páreme a ver su tienda, examínela toda, y mi imaginación, siempre pronta a favorecerme, me sugiere un enredo que abrazo con presteza, pareciendome digno del criado del señor Gil Blas. Fuíme derecho a una ropería y compré los vestidos que veis; uno, para hacer el papel de comisario del Santo Oficio; otro, para representar el de secretario, y el tercero, para fingir el de alguacil. Ved ahí, señores, lo que hice y lo que fué la causa de mi tardanza». «¡Ah querido Ambrosio —interrumpió D. Rafael arrebatado de gozo—, y qué admirable idea! ¡Qué plan tan asombroso! ¡Envidio tu sutilísima invención! ¡Daría yo los mayores enredos de mi vida *** NO HAY *** se me hubiese ofrecido éste tan ingenioso! ¡Sí, amigo Lámela —prosiguió—, penetro bien todo el fondo, todo el valor de tu delicado pensamiento, y no debes poner duda en que el éxito será dichoso! Sólo has menester dos buenos actores que no echen a perder una comedia tan bien imaginada; pero estos actores los tienes a mano. Tú tienes un aspecto devoto y harás muy bien de comisario del Santo Oficio; yo representaré el secretario y el señor Gil Blas, si gusta, hará de alguacil. Ya están repartidos los papeles; mañana representaremos la comedia, y yo respondo del buen éxito, a menos que sobrevenga alguno de aquellos lances imprevistos que dan en tierra con los designios más bien combinados».
Por lo que a mí toca, sólo comprendí en confuso el proyecto que D. Rafael alabó tanto; pero durante la cena me lo explicaron, y verdaderamente me pareció ingenioso. Después que hubimos despachado gran parte de la provisión y hecho a la bota copiosas sangrías, nos tendimos sobre la hierba y tardamos poco en dormirnos. Pero no fué largo nuestro sueño, porque una hora después le interrumpió el despiadado Ambrosio gritando antes del día: «¡En pie! ¡En pie! ¡Los que traen entre manos grandes empresas que ejecutar no han de ser perezosos!». «¡Maldito sea el señor comisario —le dijo D. Rafael entre despierto y dormido—, y lo que su señoría ha madrugado! ¡En verdad que el judiazo de Samuel Simón dará a todos los diablos tanta vigilancia!». «Convengo en ello —respondió Lámela—, y os diré de más a más —añadió riéndose— que esta noche soñé que yo le estaba arrancando pelos de la barba. ¿Y este sueño, señor secretario, no es de muy mal agüero para el desdichado Samuel?». Con estas y otras mil cuchufletas que se dijeron nos pusimos todos de muy buen humor. Almorzamos alegremente y luego nos dispusimos para representar cada uno su papel. Ambrosio se echó a cuestas las hopalandas, de manera que tenía toda la traza de un verdadero comisario. Don Rafael y yo nos vestimos de modo que parecíamos perfectamente un secretario y un alguacil. Empleamos bastante tiempo en disfrazarnos y en ensayar lo que habíamos de hacer; tanto, que eran ya más de las dos de la tarde cuando salimos del bosque para encaminamos a Chelva. Es verdad que ninguna cosa nos apuraba; antes bien, era del caso no dejarnos ver en el lugar hasta algo entrada la noche. Por lo mismo, caminamos poco a poco, y aun tuvimos que detenernos casi a las puertas del pueblo, dando tiempo a que obscureciese enteramente.
Cuando nos pareció tiempo, dejamos los caballos en aquel sitio, a cargo de D. Alfonso, que se alegró mucho de no tener que hacer otro papel. Don Rafael, Ambrosio y yo nos fuimos en derechura a la puerta de Samuel Simón. El mismo salió a abrirla, y quedó extrañamente sorprendido de ver en su casa aquellas tres figuras; pero lo quedó mucho más luego que Lámela, que llevaba la palabra, le dijo en tono imperioso: «Señor Samuel, de parte del Santo Oficio, cuyo indigno comisario soy, os ordeno que en este mismo momento me entreguéis la llave de vuestro despacho. Quiero ver si hallo en él con que justificar las delaciones y acusaciones que se nos han presentado contra vos».
El mercader, a quien habían turbado estas palabras, retrocedió dos pasos, y lejos de sospechar en nosotros alguna superchería, creyó de buena fe que algún enemigo oculto le había delatado al Santo Oficio, o también es muy posible que, no reconociéndose él mismo por muy buen católico, temiese haber dado motivo para alguna secreta información. Sea lo que fuere, nunca vi hombre más confuso. Obedeció sin resistencia y con todo el respeto que corresponde a un hombre que teme a la Inquisición. El mismo nos abrió su despacho, y al entrar le dijo Ambrosio: «Señor Samuel, a lo menos recibís con sumisión las órdenes del Santo Oficio; pero —añadió— retiraos a otro cuarto y dejadme practicar libremente mi empleo». Samuel no fué menos obediente a esta segunda orden que lo había sido a la primera; retiróse a su tienda, y nosotros tres entramos en su despacho, donde sin pérdida de tiempo nos pusimos a buscar el dinero, que nos costó poco trabajo y menos tiempo encontrar, porque estaba en un cofre abierto, donde había más del que podíamos llevar. Consistía en gran número de talegos puestos unos sobre otros y todo en moneda de plata. Nosotros hubiéramos querido más que fuese en oro; pero no pudiendo ya ser esto, nos fué forzoso hacer de la necesidad virtud. Llenamos bien los bolsillos, las faltriqueras, el hueco de los calzones y, en fin, todo aquello donde lo podíamos encajar, de suerte que todos íbamos cargados con un peso exorbitante, sin que ninguno lo pudiese conocer, gracias a la destreza de Ambrosio y de don Rafael, que me hicieron ver con esto que no hay en el mundo cosa mejor que saber bien cada uno el arte que profesa.
Salimos del cuarto después de haber hecho nuestro negocio, y, por una razón que es fácil de adivinar, el señor comisario sacó su candado, que quiso echar por su misma mano a la puerta; plantóle el sello y luego dijo a Simón: «Maese Samuel, de parte del Tribunal os prohibo que lleguéis a este candado, ni tampoco a este sello, que debéis respetar pues que es el sello del Santo Oficio. Mañana volveré a esta misma hora a quitarlo y a daros órdenes». Hecho esto, mandó abrir la puerta de la calle, por la cual fuimos todos desfilando alegremente; y cuando hubimos andado como unos cincuenta pasos, comenzamos a caminar con tal ligereza que apenas tocábamos con el pie en tierra, sin embargo de la pesada carga que llevábamos. Salimos presto fuera de la villa, y, volviendo a montar en nuestros caballos, tomamos el camino de Segorbe, dando gracias por tan feliz suceso al dios Mercurio.