LIBRO QUINTO

CAPÍTULO PRIMERO

Historia de don Rafael

OY hijo de una comedianta de Madrid, famosa por su habilidad, pero mucho más por sus celebres aventuras. Llamábase Lucinda. En cuanto a mi padre, no puedo sin temeridad asegurar quién fuese. Podía muy bien decir quién era el sujeto de distinción que cortejaba a mi madre al tiempo que yo nací; pero esta época no es prueba convincente de que yo le debiese el ser. Las personas de la clase de mi madre son, por lo común, tan poco de fiar en este punto, que cuando se muestran más inclinadas a un señor le tienen ya prevenido algún substituto por su dinero.

»No hay cosa como no hacer aprecio de lo que digan malas lenguas. Mi madre, en vez de darme a criar donde ninguno me conociese, sin hacer misterio alguno me cogía de la mano y me llevaba al teatro muy francamente, no dándosele un pito de lo mucho que se hablaba de ella ni de las falsas risitas que causaba sólo el verme. En fin, yo era su ídolo y la diversión de cuantos venían a casa, los cuales no se cansaban de hacerme mil fiestas. No parecía sino que en todos ellos hablaba la sangre a favor mío.

»Dejáronme pasar los doce primeros años de mi vida en todo género de frivolos pasatiempos. Apenas me enseñaron a leer y escribir, y mucho menos la doctrina cristiana. Solamente aprendí a cantar, bailar y tocar un poco la guitarra. A esto se reducía todo mi saber cuando el marqués de Leganés me pidió para que estuviese en compañía de un hijo suyo único, poco más o menos de mi edad. Consintió en ello Lucinda con mucho gusto, y entonces fué el tiempo en que comencé a ocuparme en alguna cosa seria. El tal caballerito estaba tan adelantado como yo, y, fuera de eso, no parecía haber nacido para las ciencias. Apenas conocía una letra del abecedario, sin embargo que hacía quince meses que tenía para esto un preceptor. Los demás maestros sacaban el mismo partido de sus lecciones, de modo que a todos les tenía apurada la paciencia. Es verdad que a ninguno le era lícito castigarle; antes bien, a todos les estaba mandado expresamente le enseñasen sin mortificarle, orden que, unida a la mala disposición del señorito para el estudio, hacía inútil la enseñanza que se le daba.

»Pero al maestro de leer le ocurrió un bello medio para meter miedo al discípulo sin contravenir a la orden de su padre. Este medio fué azotarme a mí siempre que aquél lo merecía. No me gustó tal arbitrio, y así, me escapé y fui a quejarme a madre de una cosa tan injusta; pero ella, aunque me quería mucho, tuvo valor para resistir a mis lágrimas, y considerando lo decoroso y ventajoso que era para su hijo el estar en casa de un marqués, me volvió a ella inmediatamente; y héteme aquí otra vez en poder del preceptor. Como éste había observado que su invención había producido buen efecto, prosiguió azotándome en lugar de hacerlo al señorito, y para que el castigo hiciese más impresión en él me sacudía de firme, de modo que estaba seguro de pagar diariamente por el joven Leganés, pudiendo yo decir con toda verdad que ninguna letra del alfabeto aprendió el hijo del marqués que no me costase a mí cien azotes. Echen ustedes la cuenta del número a que ascenderían éstos.

»No eran solamente los azotes lo que tenía que aguantar en aquella casa. Como toda la gente de ella me conocía, los criados inferiores, hasta los mismos maritornes, me echaban en cara a cada paso mi nacimiento. Esto llegó a aburrirme tanto que un día huí, después de haber tenido maña para robar al preceptor todo el dinero que tenía, el cual podía ser como unos ciento y cincuenta ducados. Tal fué la venganza que tomé de las injustas y crueles zurras con que su merced me había favorecido, y creo que no podía tomar otra que le fuera más sensible. Este juego de manos lo supe hacer con tanto primor y sutileza, que, aunque fué mi primer ensayo, dejé burladas cuantas pesquisas se hicieron en dos días para saber quién había sido el raterillo. Salí de Madrid y llegué a Toledo sin que ninguno fuese en mi seguimiento.

»Entraba entonces en mis quince años. ¡Gran gusto es hallarse un hombre en aquella edad con dinero, sin sujeción a nadie y dueño de sí mismo! Hice presto conocimiento con dos mozuelos, que me hicieron listo y ayudaron a comer mis cien ducados. Júnteme también con ciertos caballeros de la garra, los cuales cultivaron tan felizmente mis buenas disposiciones naturales, que en poco tiempo llegué a ser uno de los más ricos caballeros de su orden.

»Al cabo de cinco años se me puso en la cabeza el viajar y ver tierras. Dejé a mis cofrades, y queriendo dar principio a mis caravanas por Extremadura, me dirigí a Alcántara; pero antes de entrar en el pueblo hallé una bellísima ocasión de ejercitar mis talentos y no la dejé escapar. Como caminaba a pie y cargado con mi mochila, que no pesaba poco, me sentaba a ratos a descansar a la sombra de los árboles que estaban a orillas del camino. Una de estas veces me encontré con dos mozos, ambos hijos de gente de forma, los cuales estaban en alegre conversación, al fresco, en un verde prado. Salúdelos con mucha cortesía, lo que me pareció no haberles desagradado, y con esto entablamos luego conversación. El de más edad no llegaba a quince años, y ambos eran muy sencillos. “Señor caminante —me dijo el más joven—, nosotros somos hijos de dos ricos ciudadanos de Plasencia; nos entró un gran deseo de ver el reino de Portugal, y para contentarlo cada uno hurtó cien doblones a su padre. Caminamos a pie para que nos dure más el dinero y podamos así ver más provincias. ¿Qué le parece a usted?”. “Si yo tuviera tanta plata —les respondí—, ¡Dios sabe a dónde iría a dar conmigo! Recorrería con él las cuatro partes del mundo. ¡Adonde vamos a parar! ¡Doscientos doblones! Es una suma de que nunca se verá el fin. Si lo tenéis a bien, hijos míos —añadí—, yo os acompañaré hasta la villa de Almoharín, adonde voy a recibir la herencia de un tío mío, que murió después de haber vivido allí el espacio de veinte años”. Respondiéronme los dos mozos que tendrían el mayor gusto en ir en mi compañía. Con esto, después de haber descansado un poco todos tres, marchamos todos juntos a Alcántara, donde entramos mucho antes de anochecer.

»Alojamónos todos en un mesón, pedimos un cuarto y nos dieron uno donde había un armario que se cerraba con llave. Dijimos que se nos dispusiese de cenar, y mientras, propuse a mis compañeritos si gustaban que saliésemos a dar una vuelta por el pueblo. Agradóles mucho la proposición. Guardamos nuestros hatillos en el armario, cerrámoslo y uno de los dos jóvenes guardó la llave en la faltriquera. Salimos del mesón, fuimos a ver algunas iglesias, y estando en la principal, fingí de pronto que me había ocurrido un negocio de importancia, y así, dije: “Queridos, ahora me acuerdo de que un amigo de Toledo me encargó dijese de su parte dos palabras a un mercader que vive cerca de esta iglesia; esperadme aquí, que voy y vuelvo en un momento”. Diciendo esto, me aparté de ellos. Vuelvo a la posada, voime derecho al armario, quebranto la cerradura, registro sus mochilas y encuentro sus doblones. ¡Pobres niños! Róbeselos todos, sin dejarles siquiera uno para pagar el piso de la posada. Hecho esto, salí prontamente del pueblo y tomó el camino de Mérida, sin darme cuidado de lo que dirían ni harían las inocentes criaturas.

»Púsome este lance en estado de poder caminar con más comodidad. Aunque tenía pocos años, me sentía capaz de portarme con juicio, y puedo decir que estaba suficientemente adelantado para aquella edad. Determiné comprar una mula, como lo hice efectivamente en el primer lugar donde la encontré. Convertí la mochila en una maleta y empecé a hacerme algo más el hombre de importancia. A la tercera jornada encontró en el camino a un hombre que iba cantando vísperas a grandes voces. Desde luego conocí que era algún sochantre. “¡Animo! —le dije—, señor bachiller, y vaya usted adelante, que lo canta de pasmo”. “Caballero —me respondió—, soy cantor de una iglesia y quiero ejercitar la voz”.

»De esta manera entramos en conversación, y no tardó en conocer que me hallaba con un hombre muy divertido y agudo. Tendría como de veinticuatro a veinticinco años, y como él iba a pie y yo a caballo, de propósito refrenaba la mula para ir a su paso, por el gusto de oírle. Hablamos, entre otras cosas, de Toledo. “Tengo bien conocida aquella ciudad —me dijo el cantor—; he estado en ella muchos años y tengo allí algunos amigos”. “¿Y en qué calle vivía usted?”, le interrumpí. “En la calle Nueva —respondió—, donde vivía con don Vicente de Buenagarra y don Matías del Cordel y otros dos o tres honrados caballeros. Habitábamos y comíamos juntos y lo pasábamos alegremente”. Sorprendíme al oírle estas palabras, porque los sujetos que citaba eran los mismos caballeros de la garra que en Toledo me habían recibido en su nobilísima orden. “Señor cantor —exclamé entonces—, esos ilustrísimos señores son muy conocidos míos, porque vivimos juntos en la misma calle Nueva”. “¡Ya os entiendo! —me respondió sonriéndose—. Eso es decir que entrasteis en la orden tres años después que yo salí de ella”. “Dejé la compañía de aquellos caballeros —proseguí— aporque se me puso en la cabeza el viajar y ver mundo. Pienso andar toda España, y sin duda valdré más cuando tenga más experiencia”. “¡Acertado pensamiento! —dijo el cantor—. Para perfeccionar el ingenio y los talentos no hay mejor escuela que la de viajar. Por la misma razón dejé yo a Toledo, aunque nada me faltaba en aquella ciudad. ¡Gracias a Dios, que me ha dado a conocer a un caballero de mi orden cuando menos lo pensaba! Unámonos los dos, caminemos juntos, hagamos una liga ofensiva y defensiva contra el bolsillo del prójimo y aprovechemos todas las ocasiones que se ofrezcan de mostrar nuestra habilidad».

»Díjome esto con tanta franqueza y gracia, que desde luego acepté la proposición. En el mismo punto granjeó toda mi confianza, y yo la suya. Abrímonos recíprocamente el pecho; contóme su historia y yo le dije mis aventuras. Confióme que venía de Portalegre, de donde le había hecho saber cierto lance malogrado por un contratiempo, obligáronle a ponerse en salvo precipitadamente bajo el traje de sopista en que le veía. Luego que me informó de todos sus asuntos, determinamos dirigirnos a Mérida, a probar fortuna y ver si podíamos dar allí un golpe maestro, y después marchar a otra parte. Desde aquel instante se hicieron comunes nuestros bienes. Es verdad que Morales —así se llamaba mi nuevo compañero— no se hallaba en muy brillante situación. Todo su haber consistía en cinco o seis ducados y en alguna ropa que llevaba en la mochila; pero si yo estaba mucho mejor que él en dinero, en recompensa, él estaba mucho más adelantado que yo en el arte de engañar a los hombres. Montábamos los dos alternativamente en la mula, y de esta manera llegamos en fin a Mérida.

»Apeámonos en un mesón del arrabal. Morales se puso otro vestido que sacó de su mochila, y fuimos a andar por la ciudad para descubrir terreno y ver si se nos presentaba algún buen lance, Considerábamos muy atentamente cuantos objetos se ofrecían a nuestra vista. Nos parecíamos, como hubiera dicho Homero, a dos milanos que desde lo más alto de las nubes tienen fijos los ojos en la tierra, acechando todos los rincones por ver si atisban algunos polluelos para lanzarse sobre ellos. Estábamos, en fin, esperando a que la casualidad nos trajese a la mano alguna ocasión de ejercitar nuestra habilidad, cuando vimos en la calle un caballero, bastante canoso, el cual, firme con la espada en la mano, se defendía contra tres que le llevaban a mal traer. Chocóme infinito la desigualdad del combate, y como soy naturalmente espadachín, acudí corriendo con mi espada a ponerme al lado del caballero, cuyo ejemplo imitó Morales, y en breve tiempo pusimos en vergonzosa fuga a los tres enemigos que tan villanamente le habían acometido.

»Diónos el anciano un millón de gracias. Respondímosle cortésmente que habíamos celebrado en extremo la dichosa casualidad que tan oportunamente nos había proporcionado aquella ocasión de servirle, y le suplicamos nos confiase el motivo que habían tenido aquellos hombres para querer asesinarle. “Señores —nos respondió—, estoy muy agradecido a vuestra generosa acción y no puedo negarme a satisfacer vuestra curiosidad. Yo me llamo Jerónimo Miajadas; soy vecino de esta ciudad, donde vivo de mi hacienda. Uno de los tres asesinos de que ustedes me han librado está enamorado de mi hija y me la pidió por medio de otro sujeto, y porque no le di mi consentimiento vino a vengarse de mí con espada en mano”. “¿Y se podrá saber —le repliqué yo— por qué razón negó usted su hija al tal caballero?”. “Vóisela a decir a usted —me respondió—. Tenía yo un hermano, comerciante en esta ciudad, llamado Agustín, que hace dos meses estaba en Calatrava, alojado en casa de Juan Vélez de la Hembrilla, su corresponsal. Eran los dos íntimos amigos; pidióle Juan Vélez mi única hija, Florentina, para su hijo, con el fin de estrechar más y más la unión e intereses de las dos familias. Prometiósela mi hermano, no dudando, por el cariño que nos teníamos los dos, que yo ratificaría su promesa. Así lo hice, porque apenas volvió Agustín a Mérida y me propuso esta boda, cuando consentí en ella por darle gusto y no desairar su palabra. Envió el retrato de Florentina a Calatrava; pero el pobre no pudo ver el fin de su negociación porque se lo llevó Dios tres semanas ha. Poco antes de morir me pidió encarecidamente que no casase a mi hija con otro que con el hijo de su corresponsal. Ofrecíselo así, y éste es el motivo *** NO HAY *** se la negué al caballero que acaba de acometerme, aunque era un partido muy ventajoso para mi casa. Yo soy esclavo de mi palabra; por instantes estoy esperando al hijo de Juan Vélez de la Hembrilla para que sea yerno mío, aunque jamás le he visto a él ni a su padre. Perdonen ustedes si les he cansado con relación tan prolija, lo que no hubiera hecho a no haber querido ustedes mismos saberla”.

»Escuchéle con la mayor atención, y adoptando el extraño pensamiento que de repente me ocurrió, afecté quedar del todo asombrado. Alcé los ojos al cielo, y volviéndome hacia el buen viejo le dije en tono patético: “¿Es posible, señor Jerónimo Miajadas, que al momento de entrar yo en Mérida haya tenido la fortuna de salvar la vida a mi venerado suegro?”. Estas palabras causaron en el viejo grande admiración, y no fué menor la que produjeron en Morales, el cual, en el modo de mirarme, me dio a entender que yo le parecía un gran tunante. “¿Qué es lo que me dices? —respondió lleno de gozo el aturdido viejo—. ¿Es posible que tú seas el hijo del corresponsal de mi hermano?”. “¡Sí, señor!”, le respondí con desembarazo; y abrazándole estrechamente proseguí diciéndole: “¡Sí, señor, yo soy el dichoso mortal para quien está destinada la amable Florentina! Pero antes de manifestaros el gozo que me causa la honra de enlazarme con vuestra ilustre familia, dadme licencia para que desahogue el sentimiento que renueva en mí la dulce memoria del señor Agustín, vuestro hermano; sería yo el hombre más ingrato del mundo si no llorase amargamente la muerte de aquel a quien siempre me confesaré deudor de la mayor felicidad de mi vida”. Dicho esto, volví a dar un abrazo al buen Jerónimo, saqué el pañuelo e hice como que me enjugaba las lágrimas. Morales, que desde luego conoció lo mucho que nos podía valer aquel embuste, quiso también ayudarme por su parte. Fingióse criado mío y comenzó a dar muestras de mayor sentimiento que el que yo había mostrado por la muerte del señor Agustín, diciendo muy lastimado: “¡Ah, señor Jerónimo, y qué pérdida ha hecho usted perdiendo a su querido hermano! ¡Era un hombre muy de bien; el fénix de los comerciantes; un mercader desinteresado; un mercader de buena fe; un mercader de aquellos que no se ven hoy!”.

»Tratábamos con un hombre tan sencillo como crédulo, que, lejos de sospechar que le engañábamos, él mismo nos ayudaba a llevar adelante nuestro enredo. “Y bien —me preguntó—, ¿y por qué no viniste derechamente a apearte a mi casa? ¿A qué fin irte a meter en un mesón? Entre nosotros ya están de más los cumplimientos”. “Señor —respondió Morales, tomando la palabra por mí—, mi amo es algo ceremonioso; tiene ese defecto, y me disculpará que yo se lo afee; fuera de que en cierta manera es disculpable en no haberse atrevido a presentarse en vuestra casa en el traje en que le veis. Nos han robado en el camino, y los ladrones nos dejaron despojados de toda la ropa”. “Dice la verdad este mozo, señor de Miajadas —le interrumpí yo—; ése es el motivo *** NO HAY *** no me fui en derechura a vuestra casa. Tenía vergüenza de presentarme en tan pobre equipaje ante una señorita a quien jamás había visto, y para hacerlo con la decencia que era razón estaba esperando la vuelta de un criado que he despachado a Calatrava”. “¡No admito la excusa! —repuso el viejo—. Ese accidente no debió detenerte para servirte de mi casa, y desde aquí mismo quiero que vayas a ser dueño de ella”.

»Diciendo esto, él mismo me cogió de la mano para guiarme, y por el camino fuimos hablando del robo; y dije que todo ello me importaba un bledo y que sólo había sentido me quitasen el retrato de mi amada señorita Florentina. Respondióme el señor Jerónimo, sonriéndose, que presto me consolaría de esta pérdida, porque el original valía más que la copia. Con efecto, luego que llegamos a su casa hizo llamar a la hija, que sólo contaba diez y seis años y podía pasar por una persona perfecta. “Aquí tenéis —me dijo— a la persona que os prometió su tío, mi difunto hermano”. “¡Ah, señor! —exclamó yo entonces en aire de apasionado—. ¡No hay necesidad de decirme que es la amable señorita Florentina! ¡Sus hechiceras facciones están grabadas en mi memoria y mucho más en mi amante corazón! Si el retrato que perdí, y era sólo un bosquejo de sus más que humanas perfecciones, supo encender mil hogueras en mi enamorado pecho, ¡figuraos lo que ahora pasará dentro de mí teniendo a la vista el original!”. “Señor —me dijo Florentina—, son demasiado lisonjeras vuestras expresiones y no soy tan vana que crea merecerlas”. “¡No hagas caso de lo que dice mi hija —le interrumpió su padre— y vé adelante con esos bellos cumplimientos!”. Diciendo esto, me dejó solo con su hija, y asiendo de la mano a Morales, se fué a otro cuarto con él y le dijo: “¿Conque al fin os robaron toda vuestra ropa? Y con ella es cosa muy natural que también se llevasen todo vuestro dinero, que es por donde siempre empiezan”.

»“Sí, señor —respondió mi camarada—. Asaltónos una cuadrilla de bandoleros junto a Castilblanco y no nos dejó mas que el vestido que traemos a cuestas; pero estamos esperando por momentos letras de cambio para equiparnos con la decencia que es razón”. “Entre tanto que vienen esas letras —replicó el anciano sacando un bolsillo y alargándoselo—, ahí van esos cien doblones, de que podréis disponer”. “¡Jesús, señor! —replicó Morales—. Perdóneme su merced, que yo no lo puedo recibir, porque estoy cierto que me regañará mi amo y quizá me despedirá. ¡Santo Dios! ¡Todavía no le conoce usted bien! Es delicadísimo en esta materia. Nunca fué de aquellos hijos de familia que están prontos a tomar de todas manos; no le gusta, a pesar de sus pocos años, contraer deudas, y antes pedirá limosna que tomar prestado ni, un solo maravedí”. “¡Tanto mejor! —dijo el buen hombre—. ¡Ahora le estimo mucho más! Yo no puedo llevar con paciencia que los hijos de gente honrada contraigan deudas; eso se deja para los caballeros, los cuales están ya en antigua posesión de contraerlas. Por tanto, yo no quiero estrechar a tu amo, y si le desazona el que le ofrezcan dinero, no se hable más del asunto”. Diciendo esto, quiso volver a meter en la faltriquera el bolsillo; pero deteniéndole el brazo mi compañero, le dijo: “Tenga usted, señor, que ahora mismo me ocurre un pensamiento. Es cierto que mi amo tiene una grandísima repugnancia a tomar dinero ajeno, pero no desconfío de hacerle admitir vuestros cien doblones; todo quiere maña. Una cosa es pedir dinero prestado a los extraños y otra es recibirle cuando voluntariamente se lo ofrece uno de la familia y sabe muy bien pedir dinero a su padre cuando lo ha menester. Es un mozo que, como usted ve, sabe distinguir de personas, y hoy considera a su merced como a su segundo padre”.

Con estas y otras semejantes razones se dio por convencido el buen viejo, alargó el bolsillo a Morales y volvió a donde estábamos su hija y yo, haciéndonos cumplimientos, con lo que interrumpió nuestra conversación. Informó a su hija de lo muy obligado que me estaba, y sobre esto se desahogó en expresiones que me hicieron no dudar de su gran reconocimiento. No malogró tan favorable ocasión y le dije que la mayor prueba de agradecimiento que podía darme era el acelerar mi unión con su hija. Rindióse con el mayor agrado a mi impaciencia y me empeñó su palabra de que, a más tardar, dentro de tres días sería esposo de Florentina; y aun añadió que, en lugar de los seis mil ducados que había ofrecido por su dote, daría diez mil, para manifestarme lo agradecido que estaba al servicio que le había hecho.

«Estábamos Morales y yo bien regalados en casa del buen Jerónimo Miajadas, viviendo alegrísimos con la próxima esperanza de embolsarnos no menos que diez mil ducados y con ánimo resuelto de retirarnos prontamente de Mérida con ellos. Turbaba, sin embargo, algún tanto esta alegría el recelo de que dentro de aquellos tres días podía parecer el verdadero hijo de Juan Vélez de la Membrilla y dar en tierra con nuestra soñada felicidad. El resultado acreditó que no era mal fundado nuestro temor.

»Llegó al día siguiente a casa del padre de Florentina una especie de aldeano que traía una maleta. No me hallaba yo en casa a la sazón, pero estaba en ella Morales. “Señor —dijo el hombre al buen viejo—, soy criado del caballero de Calatrava que ha de ser vuestro yerno; quiero decir, del señor Pedro de la Membrilla. Acabamos ahora de llegar los dos, y él estará aquí dentro de un momento; yo me he adelantado para avisárselo a su merced”. Apenas acabó de decir esto, cuando llegó su amo, lo que sorprendió mucho al viejo y turbó algo a Morales.

»Este señor novio, que era un mozo airoso y de los más bien formados, dirigió la palabra al padre de Florentina; pero el buen señor no le dejó acabar su salutación. Antes, volviéndose a mi compañero, le dijo: “Y bien, ¿qué quiere decir esto?”. Entonces Morales, a quien ninguna persona del mundo aventajaba en descaro, tomando un aire desembarazado, respondió prontamente al viejo: “Señor, esto quiere decir que esos dos hombres son de la cuadrilla de los ladrones que nos robaron en el camino real. Conózcolos a entrambos bien, pero particularmente al que tiene atrevimiento para fingirse hijo del señor Juan Vélez de la Membrilla”. El viejo creyó sin dudar a Morales, y persuadido de que los dos forasteros eran unos bribones, les dijo: “Señores, ustedes ya llegan muy tarde, porque hay quien se ha anticipado; el señor Pedro de la Hembrilla está hospedado en mi casa desde ayer”. “¡Mire usted lo que dice! —le replicó el mozo de Calatrava—. ¡Sepa que le engañan y que tiene en su casa a un impostor! Mi padre, el señor Juan Vólez de la Membrilla, no tiene más hijo que yo”. “¡A otro perro con ese hueso! —respondió el viejo—. ¡Yo sé muy bien quién eres tú! ¿No conoces este mozo —señalando a Morales—, a cuyo amo robaste en el camino de Calatrava?”. “¡Cómo robar! —repuso Pedro—. ¡A no estar en vuestra casa, le cortaría las orejas a ese desvergonzado, que tiene la insolencia de tratarme de ladrón! ¡Agradézcalo a vuestra presencia, cuyo respeto reprime mi justa ira! Señor —continuó él—, vuelvo a deciros que os engañan; yo soy el mozo a quien el señor Agustín, su hermano, prometió la hija de usted. ¿Quiere que le enseñe todas las cartas que él escribió a mi padre cuando se trataba este matrimonio? ¿Creerá usted al retrato de Florentina, que me envió él poco antes de su muerte?”.

“No —replicó el viejo—; el retrato no me hará más fuerza que las cartas. Estoy bien enterado del modo con que cayó en tus manos; y el consejo más caritativo que te puedo dar es que cuanto antes salgas de Mérida, para librarte del castigo que merecen tus semejantes”. “¡Eso es ya demasiado! —interrumpió el ultrajado mozo—. ¡No aguantaré jamás que me roben impunemente mi nombre, ni mucho menos que me hagan pasar por salteador de caminos! Conozco a varios sujetos de esta ciudad; voy a buscarlos, y volveré con ellos a confundir la impostura que tan preocupado os tiene contra mí”. Dicho esto, se retiró con su criado, y Morales quedó triunfante. Esta misma aventura impelió a Jerónimo de Miajadas a determinar que se efectuase la boda con la mayor brevedad, a cuyo fin salió a hacer las diligencias.

»Aunque mi compañero estaba muy alegre viendo al padre de Florentina tan favorable a nuestro intento, con todo, no las tenía todas consigo. Temía las consecuencias de los pasos que juzgaba, con razón, no dejaría el señor Pedro de dar, y me esperaba con impaciencia para informarme de todo lo que pasaba. Encontróle sumamente pensativo, y le dije: “¿Qué tienes, amigo? Paréceme que tu imaginación está ocupada en grandes cosas”. “¡Y como que lo esta! —me respondió; y al mismo tiempo me refirió todo lo que había pasado, añadiendo al fin—: Mira ahora si tenía fundamento para estar pensativo. Tu temeridad nos ha metido en estos atolladeros. No puedo negar que la empresa era famosa y te hubiera colmado de gloria como saliera bien; pero, según todas las señales, tendrá mal fin, y soy de parecer que antes que se descubra el enredo pongamos los pies en polvorosa, contentándonos con la pluma que hemos arrancado del ala de este buen pavo”. “Señor Morales —le repliqué—, no hay que apresurarnos; usted cede fácilmente a las dificultades y hace muy poco honor a don Matías del Cordel y a los demás caballeros de la orden con quienes ha vivido en Toledo. Quien aprendió en la escuela de tan insignes maestros no debe entrar en cuidado con tanta facilidad. Yo, que quiero seguir las huellas de estos héroes y acreditar que soy digno discípulo de su escuela, hago frente a ese obstáculo que tanto te espanta y me obligo a desvanecerle». «Si lo consigues —repuso mi camarada—, desde luego declararé que superas a todos los barones ilustres de Plutarco”. Al acabar de hablar Morales entró Jerónimo de Miajadas y me dijo: “Acabo de disponerlo todo para tu boda; esta noche serás ya yerno mío. Tu criado te habrá contado lo sucedido. ¿Qué me dices de la infamia de aquel bribón que me quería embocar que era hijo del corresponsal de mi hermano?”. Estaba Morales cuidadoso de saber cómo saldría yo de este aprieto, y no quedó poco sorprendido de oírme cuando, mirando tristemente a Miajadas, le respondí con la mayor sinceridad: “Señor, de mí dependería manteneros en vuestro error y aprovecharme de él. Pero conozco que no he nacido para sostener una mentira, y así, quiero hablaros con toda verdad. Confieso que no soy hijo de Juan Vélez de la Membrilla”. “¡Qué es lo que oigo! —interrumpió precipitadamente el viejo entre colérico y sorprendido—. Pues qué, ¿no sois vos el mozo a quien mi hermano?…”. “Sosiégúese usted, señor —le interrumpí yo también—, y ya que empecé una narración fiel y sincera, sírvase oírme con paciencia hasta concluirla. Ocho días ha que amo ciegamente a vuestra hija y su amor es el que me ha detenido en Mérida. Ayer, después que acudí a vuestra defensa, pensaba pedírosla por esposa, pero me tapasteis la boca con decirme que estaba ya prometida a otro. Al mismo tiempo, me dijisteis que al morir vuestro hermano os había encargado eficazmente que la casaseis con Pedro de la Hembrilla, que así se lo ofrecisteis y que, en fin, erais esclavo de vuestra palabra. Consternado de oíros, y reducido mi amor a la desesperación, me inspiró la estratagema de que me he valido. Os diré, sin embargo, que mil veces me he avergonzado en mi interior de esta cautela; pero me persuadí de que vos mismo me la perdonaríais luego que llegaseis a saber que soy un príncipe italiano que viajo incógnito. Mi padre es soberano de ciertos valles que están entre los suizos, el Milanés y la Saboya. Y aun me imaginaba que os sorprendería agradablemente cuando os revelase mi nacimiento, y desde entonces me recreaba en pensar el gozo que causaría a Florentina el saber, después de haberme desposado con ella, el fino y discreto chasco que le había dado. ¡El Cielo no quiere —proseguí, mudando de tono— que yo tenga tanto placer! Pareció el verdadero Pedro de la Membrilla; debo restituirle su nombre, cuésteme lo que me costare. Vuestra promesa os obliga a recibirle por yerno. Lo siento, sin poder quejarme, pues debéis preferirle a mí, sin reparar en mi alta clase ni en la cruel situación a que vais a reducirme. No quiero representaros que vuestro hermano no era mas que tío de Florentina y que vos sois su padre, que parece más puesto en razón corresponder a la obligación que me tenéis que hacer punto en cumplir otra, la cual a la verdad os liga muy levemente”. “¿Qué duda tiene eso? —exclamó el buen Jerónimo de Miajadas—. ¡Es una cosa muy clara! Y así, estoy muy lejos de vacilar entre vos y Pedro de la Membrilla. Si viviera mi hermano Agustín, él mismo desaprobaría que prefiriese el tal Pedro a un hombre que me salvó la vida y que, además de eso, es un príncipe que quiere honrar mi familia con tan no merecida como nunca imaginada alianza. ¡Sería preciso que yo fuese enemigo de mi fortuna o hubiese perdido el juicio para que os negase mi hija y no solicitase todo lo posible la más pronta ejecución de este matrimonio!”. “Con todo eso, señor —repliqué yo—, no quisiera que usted partiese con precipitación. No haga nada sin deliberarlo con madurez; atienda sólo a sus intereses y sin respeto a la nobleza de mi sangre…”. “¡Os burláis de mí! —interrumpió Miajadas—. ¿Debo vacilar un momento? ¡No, príncipe mío, y os ruego que desde esta misma noche os dignéis honrar con vuestra mano a la dichosa Florentina!”. “¡Enhorabuena! —le respondí—. Id vos mismo a darle esta noticia y a informarla de su venturosa suerte”.

»Mientras el buen hombre iba a dar parte a su hija de la conquista que había hecho su hermosura, no menos que de un gran príncipe, Morales, que había estado oyendo toda la conversación, se arrodilló de repente delante de mí y me dijo: “¡Señor príncipe italiano, hijo del soberano de los valles que están entre los suizos, el Milanos y la Saboya! ¡Permítame vuestra alteza que me arroje a sus pies para darle prueba de mi alegría y de mi pasmosa admiración! ¡A fe de bribón que eres un prodigio! Teníame yo por el mayor hombre del mundo; pero, hablando francamente, arrío bandera a vista de tu pabellón, sin embargo de que tienes menos experiencia que yo”. “Según eso —le respondí—, ¿ya no tienes miedo?”. “¡Cierto que no! —replicó él—. No temo ya al señor Pedro. ¡Que venga ahora su merced cuando quisiere!”. Y hétenos aquí a Morales y a mí más firmes en nuestros estribos. Comenzamos a discurrir sobre el camino que habíamos de tomar así que recibiésemos la dote, con la cual contábamos con más seguridad que si la tuviéramos ya en el bolsillo. Sin embargo, todavía no la habíamos pillado, y el fin de la aventura no correspondió muy bien a nuestra confianza.

»Poco tiempo después vimos venir al mocito de Calatrava. Acompañábanle dos vecinos y un alguacil, tan respetable por sus bigotes y su tez amulatada como por su empleo. Estaba con nosotros el padre de Florentina. “Señor Miajadas —le dijo el tal mozo—, aquí os traigo a estos tres hombres de bien, que me conocen y pueden decir quién soy”. “Sí por cierto —dijo el alguacil—; y declaro ante quien convenga cómo yo te conozco muy bien; te llamas Pedro y eres hijo único de Juan Vélez de la Membrilla. ¡Cualquiera que se atreva a decir lo contrario es un solemnísimo embustero!”. “Señor alguacil —dijo entonces el buen Jerónimo Miajadas—, yo le creo a usted; para mí es tan sagrado vuestro testimonio como el de los señores mercaderes que vienen en vuestra compañía. Estoy del todo convencido de que este caballerito que los ha conducido a mi casa es hijo del corresponsal de mi difunto hermano. Pero ¿qué me importa? He mudado de dictamen y ya no pienso darle mi hija”. “¡Oh, eso es otra cosa! —dijo el alguacil—. Yo sólo he venido a vuestra casa para aseguraros que conocía a este hombre. Por lo que toca a vuestra hija, vos sois su padre y ninguno os puede obligar a casarla contra vuestra voluntad”. “Tampoco pretendo yo —interrumpió Pedro— forzar la voluntad del señor Miajadas, que puede disponer de su hija como tenga por conveniente; pero desearía saber por qué razón ha variado de parecer. ¿Tiene algún motivo para quejarse de mí? ¡Ah, ya que pierdo la dulce esperanza de ser su yerno, quisiera tener el consuelo de saber que no la perdí por culpa mía!”. “No tengo la menor queja de vos —respondió el viejo—; antes bien, os confesaré que siento verme obligado a faltar a mi palabra y os pido mil perdones. Vos sois tan generoso, que me persuado no llevaréis a mal que yo haya preferido a vos un pretendiente a quien debo la vida. Este es el caballero que veis aquí. Este señor —prosiguió, señalándome— es el que me salvó de un gran peligro, y para mayor disculpa mía debo añadir que es un príncipe italiano que, a pesar de la desigualdad de nuestra clase, se digna enlazar con Florentina, de la cual está enamorado”.

»Al oír esto, Pedro se quedó mudo y confuso, y los dos mercaderes, abriendo tanto ojo, quedaron como absortos; pero el alguacil, como acostumbrado a mirar las cosas por el mal lado, sospechó que detrás de aquella extraordinaria aventura se ocultaba algún enredo que le podía valor algunos cuartos. Empezó a mirarme con la más escrupulosa atención, y como mis facciones, que nunca había visto, ayudaban poco a su buena voluntad, se volvió a examinar a mi camarada con igual curiosidad. Por desgracia de mi alteza, conoció a Morales, y acordándose de haberle visto en la cárcel de Ciudad Real, “¡Ah! ¡Ah! —exclamó sin poderse contener—. ¡He aquí uno de nuestros parroquianos! ¡Me acuerdo de este caballero y os le doy por uno de los mayores bribones que calienta el sol de España en todos sus reinos y señoríos!”. “¡Poco a poco, señor alguacil —dijo Jerónimo Miajadas—, que ese pobre mozo, de quien hacéis tan mal retrato, es un criado del señor príncipe!”. “¡Sea en buen hora! —respondió—. ¡Eso me basta para saber lo que debo creer! ¡Por el criado saco yo lo que será el amo! ¡No me queda la menor duda de que estos dos señores son dos picaros de marca que se han unido para burlarse de vos! Soy muy práctico en conocer esta casta de pájaros, y para haceros ver que son dos lindas ganzúas, en el mismo punto voy a llevarlos a la cárcel. ¡Quiero que se aboquen con el señor corregidor para que tengan con él una conversación reservada y sepan de la boca de su señoría que todavía se usan por acá penques y rebenques!”. “¡Alto ahí, señor ministro! —replicó el viejo—. ¡No hay que llevar tan adelante el negocio! Los del hábito de usted no tienen reparo en mortificar a una persona honrada. ¿No podrá ser este criado un bribón sin que el amo lo sea? ¿Es por ventura cosa nueva ver bribones al servicio de los príncipes?”. “¡Usted se chancea con sus príncipes! —repuso el alguacil—. Este mozo, vuelvo a decir, es un tunante, y así, desde ahora les intimo a los dos que se den presos al rey. Si rehusan ir voluntariamente a la cárcel, veinte hombres tengo a la puerta que los llevarán por fuerza. ¡Vamos, príncipe mío —me dijo en seguida—; vamos andando!”.

»Al oír estas palabras quedé todo fuera de mí, y lo mismo sucedió a Morales; y nuestra turbación nos hizo sospechosos a Jerónimo Miajadas, o, por mejor decir, nos perdió enteramente en su concepto. Bien se persuadió de que habíamos querido engañarle, y con todo eso tomó en esta ocasión el partido que debe tomar una persona delicada. “Señor ministro —dijo al alguacil—, vuestras sospechas pueden ser falsas y también verdaderas; pero sean lo que fueren, no apuremos más la materia. Os suplico que no impidáis que estos caballeros salgan y se retiren a donde mejor les pareciere. Es una gracia que os pido para cumplir con la obligación que les debo”. “La mía —interrumpió el alguacil— sería llevarlos a la cárcel sin atención a vuestros ruegos. Sin embargo, por respeto vuestro, quiero dispensarme ahora del cumplimiento de mi deber, con la condición de que en este mismo momento han de salir de la ciudad. ¡Porque si mañana los veo en ella, les aseguro por quien soy que han de ver lo que les pasa!”.

»Cuando Morales y yo oímos decir que estábamos libres, volvimos a respirar. Quisimos hablar con resolución y sostener que éramos hombres de honor; pero el alguacil, con una mirada de soslayo, nos impuso silencio. No sé por qué esta gente tiene ascendiente sobre nosotros. Vímonos, pues, precisados a ceder Florentina y la dote a Pedro de la Membrilla, que verosímilmente pasó a ser yerno de Jerónimo de Miajadas.

»Retiréme con mi camarada y tomamos el camino de Trujillo, con el consuelo de haber a lo menos ganado cien doblones en esta aventura. Una hora antes de anochecer pasábamos por una aldea, con ánimo de ir a hacer noche más adelante, y vimos en ella un mesón de bastante buena apariencia para aquel lugar. Estaban el mesonero y la mesonera sentados a la puerta, en un poyo. El mesonero, hombre alto, seco y ya entrado en días, estaba rascando una guitarra para divertir a su mujer, que mostraba oírle con gusto. Viendo el mesonero que pasábamos de largo, “¡Señores —nos gritó—, aconsejo a ustedes que hagan alto en este lugar! Hay tres leguas mortales a la primera posada, y créanme que no lo pasarán tan bien como aquí. ¡Entren ustedes en mi casa, que serán bien tratados y por poco dinero!”. Déjamenos persuadir. Acércamonos más al mesonero y a la mesonera, saludárnoslos, y habiéndonos sentado junto a ellos, nos pusimos todos cuatro a hablar de cosas indiferentes. El mesonero decía que era cuadrillero de la Santa Hermandad, y la mesonera tenía pinta de ser una buena pieza que sabía vender bien sus agujetas.

»Interrumpió nuestra conversación la llegada de doce o quince hombres, montados unos en caballos y otros en mulas, seguidos de como unos treinta machos de carga. “¡Oh cuántos huéspedes! —exclamó el mesonero—. ¿Dónde podré yo alojar a tanta gente?”. En un instante se vio la aldea llena de hombres y de caballerías. Había, por fortuna, una espaciosa granja cerca del mesón, en la que se acomodaron los machos y cargas, y las mulas y caballos se repartieron en varias caballerizas del mesón y del lugar. Los hombres pensaron menos en dónde habían de dormir que en mandar disponer una buena cena, la que se ocuparon en hacer el mesonero, la mesonera y una criada, dando fin de todas las aves del corral. Con esto, y un guisado de conejo y de gato y una abundante sopa de coles, hecha con carnero, hubo para toda la comitiva.

»Morales y yo mirábamos a aquellos caballeros, los cuales también nos miraban a nosotros de cuando en cuando. En fin, trabamos conversación y les dijimos que si lo tenían a bien cenaríamos en compañía; y habiéndonos respondido que tendrían en ello particular gusto, nos sentamos todos juntos a la mesa. Entre ellos había uno que parecía mandaba a los demás, y aunque éstos le trataban con bastante familiaridad, sin embargo, se conocía que le miraban con algún respeto. Lo cierto es que ocupaba siempre el lugar más distinguido, que hablaba alto, que algunas veces contradecía a los otros sin reparo y que, lejos de hacer lo mismo con él, más bien parecía que todos se adherían a su dictamen. La conversación recayó casualmente sobre Andalucía, y como Morales comenzase a alabar mucho a Sevilla, el hombre de quien voy hablando le dijo: “Caballero, usted hace el elogio de la ciudad donde yo nací, o a lo menos muy cerca de ella, porque mi madre me dio a luz en el arrabal de Mairena”. “En el mismo me parió la mía —respondió Morales—, y no es posible que yo deje de conocer a los parientes de usted, conociendo desde el alcalde hasta la última persona del arrabal. ¿Quién fué su señor padre?”. “Un honrado escribano —respondió el caballero— llamado Martín Morales”. “¡Martín Morales! —exclamó mi compañero, no menos alegre que sorprendido—. ¡A fe mía que la aventura es bien extraña! Según eso, sois mi hermano mayor, Manuel Morales”. “Justamente —respondió el otro—, y, por consiguiente, tú eres mi hermanico Luis, a quien dejé en la cuna cuando salí de la casa paterna”. “Ese es mi nombre», replicó mi camarada; y dicho esto, se levantaron los dos de la mesa y se dieron mil abrazos. Volviéndose después el señor Manuel a todos los que estábamos presentes, dijo: “Señores, este suceso tiene algo de maravilloso. La casualidad dispone que encuentre y reconozca a un hermano a quien ha por lo menos más de veinte años que no he visto; dadme licencia para que os lo presente”. Entonces todos los caballeros, que por cortesía estaban en pie, saludaron al hermano menor de Morales y le dieron repetidos abrazos. Después de esto, nos volvimos a la mesa, la que no dejamos en toda la noche. Los dos hermanos se sentaron uno junto a otro y estuvieron hablando en voz baja de las cosas de su familia, mientras los demás convidados bebíamos y nos alegrábamos.

»Tuvo Luis una larga conversación con su hermano Manuel, y concluida, me llamó aparte y me dijo: “Todos estos caballeros son criados del conde de Montanos, a quien el rey acaba de nombrar virrey de Mallorca. Conducen el equipaje de su amo a Alicante, donde deben embarcarse. Mi hermano, que es el mayordomo de Su Excelencia, me ha propuesto llevarme consigo, y a vista de la repugnancia que le mostré de dejar tu compañía, me dijo que si tú quieres venir con nosotros te facilitará un buen empleo. Caro amigo —continuó él—, te aconsejo que no desprecies este partido. Vamos juntos a Mallorca; si allí lo pasamos bien, nos quedaremos, y si no nos tuviere cuenta nos volveremos a España”.

»Admití con gusto la propuesta; incorpóramonos el joven Morales y yo con la familia del conde y partimos del mesón antes del amanecer del día siguiente. Pusímonos en camino para Alicante, yendo a largas jornadas. Luego que llegamos, compré una guitarra y me mandé hacer un vestido decente antes de embarcarme. Ya no pensaba yo sino en la isla de Mallorca, y lo mismo sucedía a mi camarada Morales. Parecía que ambos habíamos renunciado para siempre a la vida bribona. Es preciso decir la verdad: uno y otro queríamos acreditamos de hombres de bien entre aquellos caballeros, y este respeto nos contenía. En fin, nos embarcamos alegremente, lisonjeándonos con la esperanza de llegar presto a Mallorca; pero no bien habíamos salido del golfo de Alicante, cuando nos cogió una furiosa borrasca. ¡Qué ocasión tan buena era ésta para hacer ahora una bellísima descripción de la tempestad, pintándoos el aire todo inflamado, la viva luz de los relámpagos, el estampido de los truenos, la rápida caída de los rayos, el silbido de los vientos y la hinchazón de las olas, etc.! Pero dejando a un lado todas las flores retóricas, os diré sencillamente que fué tan recia la tormenta, que nos obligó a ancorar en la punta de la Cabrera, que es una isla desierta, defendida con un fortín, cuya guarnición consistía entonces en cinco o seis soldados y un oficial, que nos recibió con mucho agasajo.

»Como nos veíamos precisados a detenernos allí muchos días para componer nuestro velamen, procuramos pasar el tiempo en diferentes diversiones para evitar el fastidio. Siguiendo cada uno su inclinación, unos jugaban a los naipes; otros, a la pelota, etc.; yo me iba a pasear por la isla con otros compañeros amantes del paseo. Saltábamos de peñasco en peñasco, porque el terreno es desigual y tan pedregoso que apenas se descubría en él un palmo de tierra. Un día que considerando aquellos lugares áridos y secos estábamos admirando los caprichos de la Naturaleza, que es fecunda o estéril donde le da la gana, sentimos todos de repente un olor muy grato que nos dejó sorprendidos. Lo quedamos mucho más cuando volviéndonos hacia el Oriente, de donde venía aquella fragancia, vimos un campo todo cubierto de madreselva, más hermosa y odorífera que la de Andalucía. Acércamenos gustosos a aquellos bellísimos arbustos, que perfumaban el aire circunvecino, y hallamos que cercaban la entrada de una caverna muy profunda. Era ésta ancha y poco sombría; bajamos a ella por una escalera o caracol de piedra adornado de flores que primorosamente guarnecían sus lados. Cuando estuvimos abajo, vimos serpentear, sobre un suelo de arena más roja que el oro, varios arroyuelos, formados de las gotas que destilaban continuamente los peñascos y se perdían en la misma arena. Pareciónos tan clara y cristalina el agua, que nos dio gana de bebería, y la hallamos tan fresca y delgada, que resolvimos volver a este lugar al día siguiente, llevando con nosotros algunas botellas de vino, persuadidos de que lo beberíamos allí con gusto.

»Dejamos con sentimiento un sitio tan delicioso, y cuando nos restituímos al fuerte ponderamos a nuestros camaradas la noticia de tan feliz descubrimiento; pero el comandante del fuerte nos dijo que nos advertía en amistad que por ningún caso volviésemos a la cueva de que tan enamorados habíamos quedado. “¿Y eso por qué? —le preguntó yo—. ¿Hay por ventura algo que temer?”. “Y mucho —me respondió—. Los corsarios de Argel y de Trípoli vienen algunas veces a esta isla y hacen aguada en ese paraje, y uno de estos días sorprendieron en él a dos soldados y los llevaron esclavos”. Por más seriedad con que nos lo decía el oficial, no le quisimos creer. Parecíanos que se zumbaba, y al día siguiente volví yo a la caverna con tres caballeros de la comitiva, y de intento no quisimos llevar armas de fuego, para mostrar que no teníamos el más mínimo temor. Morales no quiso venir con nosotros y se quedó jugando con su hermano y otros del castillo.

»Bajamos al hondo de la cueva como el día anterior y pusimos a refrescar las botellas de vino en uno de los arroyuelos. A lo mejor que estábamos bebiendo, tocando la guitarra y divirtióndonos con mucha algazara y alegría, vimos a la boca de la caverna muchos hombres con bigotes, turbantes y vestidos a la turca. Juzgamos al pronto que eran algunos del navío, que juntamente con el comandante se habían disfrazado para chasquearnos. Creídos de esto nos echamos a reír y dejamos bajar hasta diez de ellos sin pensar en defendernos; pero presto quedamos tristemente desengañados viendo ser un pirata que venía con su gente a esclavizarnos. “¡Rendios, perros —nos dijo en lengua castellana—, o aquí moriréis todos!”. Al mismo tiempo nos pusieron al pecho las carabinas los que con él venían y que a la menor resistencia las hubieran disparado. Preferimos la esclavitud a la muerte y entregamos las espadas al pirata. Nos hizo cargar de cadenas, nos llevaron a su buque, que no estaba muy distante, levaron anclas, hiciéronse a la vela y singlaron hacia Argel.

»De este modo fuimos justamente castigados del poco aprecio que hicimos del aviso del comandante del fuerte. La primera cosa que hizo el corsario fué registrarnos y quitarnos cuanto dinero llevábamos. ¡Gran golpe de mano para él! Los doscientos doblones del mercader de Plasencia, los ciento que Jerónimo Miajadas había dado a Morales, y que por desgracia llevaba yo conmigo, todo lo arrebañó sin misericordia. Los bolsillos de mis camaradas tampoco estaban mal provistos. En suma, el pirata hizo una buena pesca, de lo que estaba muy contento; y el grandísimo bergante, no bastándole haberse apoderado de todo nuestro dinero, comenzó a insultarnos con bufonadas, que no eran mucho menos sensibles que la dura necesidad de aguantarlas. Después de mil impertinentes truhanadas, y para mofarse de nosotros de otro modo, mandó traer las botellas que habíamos puesto a refrescar y comenzó a vaciarlas todas, ayudándole sus gentes y repitiendo a nuestra salud muchos brindis por irrisión.

»Durante este tiempo mis camaradas mostraban un semblante que daba a entender lo que interiormente pasaba en ellos. Se les hacía tanto más doloroso el cautiverio cuanto más alegre era la idea de ir a la isla de Mallorca. Por lo que a mí toca, tuve valor para tomar desde luego mi determinación, y menos apesadumbrado que los otros, no sólo trabé conversación con nuestro capitán mofador, sino que le ayudé yo mismo a llevar adelante la zumba, cosa que le cayó muy en gracia. “Oye, mozo —me dijo—, me gusta tu buen humor y tu genio; y si bien se considera, en vez de gemir y suspirar, lo mejor es armarse de paciencia y acomodarse con el tiempo. Tócanos una buena tocata —añadió, viendo que yo llevaba una guitarra—; veamos a lo que llega tu habilidad”. Mandó que me desatasen los brazos, y al punto comencé a tocar, de tal modo que merecí sus aplausos; bien es verdad que yo no manejaba mal este instrumento. También me hizo cantar, y no quedó menos satisfecho de mi voz; todos los turcos que había en el bajel mostraron con gestos de admiración el placer con que me habían oído, por lo que conocí que en materia de música no carecían de gusto. El pirata se arrimó a mí y me dijo al oído que sería un esclavo afortunado y que podía estar cierto de que mis talentos me proporcionarían un destino que haría muy llevadera la esclavitud.

»Estas palabras me consolaron algo; pero, por más halagüeñas que fuesen, no dejaba de inquietarme el empleo que el pirata me había pronosticado y temía que no fuese de mi aceptación. Al llegar al puerto de Argel vimos una multitud de personas que había acudido para vernos, y sin que aún hubiésemos saltado en tierra hicieron resonar el aire con mil gritos de alegría y alborozo. Acompañaba a éstos un confuso rumor de trompetas, flautas moriscas y otros instrumentos del uso de aquella gente y que causaban un estruendo desentonado más que una música apacible. Aquella extraordinaria algazara nacía de la falsa noticia que se había esparcido por la ciudad de que el renegado Mahometo —que así se llamaba nuestro pirata— había muerto peleando con una gruesa embarcación genovesa, y todos sus parientes y amigos, informados de su regreso, acudían a darle muestras de su regocijo.

»Luego que desembarcamos, a mí y a mis compañeros nos llevaron al palacio del bajá Solimán, donde un escribano cristiano nos examinó a cada uno en particular, preguntándonos el nombre, edad, patria, religión y habilidad. Entonces Mahometo, mostrándome al bajá, le ponderó mi voz y mi destreza en tocar la guitarra. No hubo menester más Solimán para determinarse a tomarme a su servicio, y desde aquel punto quedó reservado para su serrallo, adonde me condujeron para instalarme en el empleo que me estaba destinado. Los demás cautivos fueron llevados a la plaza mayor y vendidos según costumbre. Verificóse lo que Mahometo me había pronosticado en el bajel, porque, ciertamente, fui muy afortunado. No me entregaron a las guardias de las mazmorras ni me destinaron a trabajar en las obras públicas; antes bien, mandó Solimán, por aprecio particular, que me agregasen en cierto sitio privado a cinco o seis esclavos de distinción, cuyo rescate se esperaba presto y a quienes no se empleaba sino en trabajos ligeros, y se me encargó el cuidado de regar en los jardines las flores y los naranjos. No podía tener yo una ocupación más suave, y por eso di gracias a mi estrella, presintiendo, sin saber por qué, que no sería desgraciado al servicio de Solimán.

»Este bajá —porque es necesario que haga su retrato— era un hombre de cuarenta años, bien plantado, muy atento, y aun muy galán para turco. Tenía por favorita una cachemiriana que por su talento y hermosura se había hecho dueña de él. Idolatraba en ella y no pasaba día en que no la festejase con alguna diversión nueva; unas veces era un concierto de voces y de instrumentos; otras, una comedia a la turca, es decir, unos dramas en los cuales no se tenía más respeto al pudor y al decoro que a las reglas de Aristóteles. La favorita, que se llamaba Farrukhnaz, era apasionadísima a semejantes espectáculos, y aun algunas veces mandaba a sus criadas representar piezas árabes en presencia del bajá. Ella misma solía también hacer su papel, y lo ejecutaba con tal viveza y tanta gracia, que hechizaba a todos los espectadores. Un día en que yo asistí a una de estás funciones mezclado entre los músicos me mandó Solimán que en un intermedio cantase y tocase solo la guitarra. Hícelo así, y tuve la fortuna de darle tanto gusto, que no sólo me aplaudió con palmadas, sino de viva voz, y la favorita, a lo que me pareció, me miró con ojos favorables.

»El día siguiente por la mañana, estando yo regando los naranjos en los jardines, pasó junto a mí un eunuco que, sin detenerse ni hablar palabra, dejó caer a mis pies un billete. Recogíle prontamente, con una turbación mezclada de alegría y de temor; écheme a la larga en el suelo, *** NO HAY *** no me viesen desde las ventanas del serrallo, y ocultándome detrás de los naranjos le abrí presuroso. Halló dentro de él un preciosísimo brillante y escritas en buen castellano estas palabras: “Joven cristiano, da mil gracias al Cielo por tu esclavitud. El amor y la fortuna la harán feliz; el amor, si te muestras sensible a los atractivos de una persona hermosa; y la fortuna, si tienes valor para arrostrar todo género de peligros”.

»No dudé ni un solo momento que el billete era de la sultana favorita; el brillante y el estilo me lo persuadían. Además de que nunca fui cobarde, la vanidad de verme favorecido de la dama de un gran príncipe, y sobre todo la esperanza de conseguir de ella cuatro veces más dinero del que me era menester para mi rescate, me determinaron a tentar esta nueva aventura, a costa de cualquier riesgo. Proseguí, pues, en mi ocupación, pensando siempre en el modo que podría tener para introducirme en el cuarto de Farrukhnaz, o, por mejor decir, en los arbitrios que ella discurriría para abrirme este camino, pareciéndome, y con fundamento, que no se contentaría con lo hecho y que ella misma se adelantaría a librarme de este cuidado. Con efecto, no me engañé; de allí a una hora volvió a pasar junto a mí el mismo eunuco de antes y me dijo: “Cristiano, ¿has hecho tus reflexiones? ¿Tendrás valor para seguirme?”. Respondíle que sí. “Pues bien —añadió él—, el Cielo te guarde. Mañana por la mañana te volveré a ver; está dispuesto para dejarte conducir”. Y dicho esto, se retiró. Efectivamente, al día siguiente, a cosa de las ocho de la mañana, se dejó ver y me hizo señal de que le siguiese. Obedecí, y me condujo a una sala donde había un gran rollo de lienzo pintado, que acababan de traer él y otro eunuco para llevarlo a la cámara de la sultana y había de servir para la decoración de una comedia árabe que ella tenía dispuesta para divertir al bajá.

»Los dos eunucos, viéndome dispuesto a hacer todo lo que quisiesen, no perdieron tiempo. Desarrollaron el telón, hiciéronme tender a la larga en medio de él y lo arrollaron otra vez, volviéndome y revolviéndome dentro del mismo con peligro de sofocarme. Cogiéronlo cada uno de un extremo, y de esta manera me introdujeron sin riesgo en el cuarto donde dormía la bella cachemiriana. Estaba sola con una esclava vieja enteramente dedicada a darle gusto. Desenvolvieron ambas el telón, y Farrukhnaz, luego que me vio, mostró una alegría que manifestaba bien el carácter de las mujeres de su país. En medio de mi natural intrepidez, confieso que, cuando me vi de repente transportado al cuarto secreto de las mujeres, sentí cierto terror. Conociólo muy bien la favorita, y para disiparlo me dijo: “No temas, cristiano, porque Solimán acaba de marchar a su casa de recreo, donde se detendrá todo el día, y nosotros hablaremos aquí libremente”.

»Animáronme estas palabras y me hicieron cobrar un espíritu y seguridad que acrecentó el contento de mi patrona. “Esclavo —me dijo—, tu persona me ha agradado y quiero hacerte más suave el rigor de la esclavitud. Te considero muy digno de la inclinación que te he tomado. Aunque te veo en el traje de esclavo, descubro en tus modales un aire noble y galán que me obliga a creer no eres persona común. Hablame con toda confianza y dime quién eres. Sé muy bien que los esclavos bien nacidos ocultan su condición para que les cueste menos el rescate, pero conmigo no debes gastar ese disimulo, y aun me ofendería mucho semejante precaución, pues que te prometo tu libertad. Sé, pues, sincero, y confiésame que no te criaste en pobres pañales”. “Con efecto, señora —le respondí—, correspondería ruinmente a vuestra generosa bondad si usara con vos de artificio. Ya que tenéis empeño en que os descubra quién soy, voy a obedeceros. Soy hijo de un grande de España”. Quizá decía en esto la verdad; por lo menos la sultana así lo creyó, y dándose a sí misma el parabién de haber puesto los ojos en un hombre ilustre, me aseguró que haría todo lo posible para que los dos nos viésemos a solas con frecuencia. Tuvimos una larga conversación. En mi vida he tratado con mujer de mayor talento y atractivo. Sabía muchas lenguas, y sobre todo la castellana, que hablaba medianamente. Cuando le pareció que era tiempo de separarnos, me hizo meter en un gran cestón de juncos, cubierto con un repostero de seda trabajado por su misma mano, y llamando a los mismos eunucos que me habían introducido les entregó aquella carga, como un regalo que ella enviaba al bajá, lo que es tan sagrado entre los que hacen la guardia al cuarto de las mujeres que ninguno tiene la osadía de mirarlo.

»Hallamos Farrukhnaz y yo otros varios arbitrios para hablarnos, y la amable sultana poco a poco me fué inspirando tanto amor hacia ella como ella me lo tenía a mí. Dos meses estuvieron ocultas nuestras amorosas visitas, sin embargo de ser cosa muy difícil que en un serrallo se escapen por largo tiempo a los ojos de tantos Argos; pero un contratiempo desconcertó nuestras medidas y mudó enteramente de aspecto mi fortuna. Un día en que entré en el cuarto de la sultana metido dentro de un dragón artificial que se había hecho para un espectáculo, cuando estaba yo hablando con ella, creído de que Solimán se hallaba aún fuera, entró éste tan de repente en el cuarto de su favorita, que la esclava no tuvo tiempo de avisarnos, y mucho menos yo para ocultarme, y así, fui el primero que se ofreció a los ojos del bajá.

»Mostróse sumamente admirado de verme en aquel sitio; y sucediendo en un momento la ira a la admiración, arrojaban fuego sus ojos, despidiendo llamas de indignación y furor. Consideró entonces que era llegada la última hora de mi vida y me imaginaba ya en medio de los más crueles tormentos. Por lo que toca a Farrukhnaz, conocí que también estaba sobresaltada; pero en vez de confesar su delito y pedir perdón de él, dijo a Solimán: “Señor, suplicóos no me condenéis antes de oírme. Confieso que todas las apariencias me condenan y me representan infiel y traidora a vos, y, por consiguiente, merecedora de los más horrorosos castigos. Yo misma hice venir a mi cuarto a este cautivo, y para introducirle en él me valí de los mismos artificios que pudiera usar si estuviera ciegamente enamorada de su persona. Sin embargo de eso, a pesar de todas estas exterioridades, pongo por testigo al gran Profeta de que no os he sido desleal. Quise hablar con este esclavo cristiano para persuadirle a que dejase su secta y abrazase la de los verdaderos creyentes. Al principio, encontré en él la resistencia que aguardaba; mas al fin he desvanecido sus preocupaciones, y en este punto me estaba dando palabra de que se hará mahometano”.

»Confieso que era obligación mía desmentir a la favorita, sin respeto alguno al peligro en que me hallaba; pero turbada la razón en aquel lance y acobardado el espíritu a vista del riesgo que corría mi vida y la de una dama a quien amaba, me quedé confuso y cortado. No tuve valor para articular una palabra; y persuadido Solimán por mi silencio de que era verdad cuanto había dicho la sultana, depuso su ira y le dijo: “Quiero creer que no me has ofendido y que el celo de hacer una cosa que fuese grata al Profeta te movió a arriesgarte a una acción tan delicada. Por eso te disculpo tu imprudencia, con tal que el esclavo tome el turbante en este mismo punto”. Inmediatamente hizo venir a su presencia un morabito. Vistiéronme a la turca, y yo les dejé hacer cuanto quisieron sin la menor resistencia, o, por mejor decir, ni yo mismo sabía lo que me hacían en aquella turbación de todas mis potencias. ¡Cuántos cristianos hubieran sido tan cobardes como yo en esta ocasión!

»Concluída la ceremonia, salí del serrallo, con el nombre de Sidy Haly, a tomar posesión de un empleo de poca monta a que Solimán me destinó. No volví a ver a la sultana, pero uno de sus eunucos vino a buscarme cierto día y de su parte me entregó una porción de piedras preciosas, estimadas en dos mil sultaninos de oro, y juntamente un billete, en que me aseguraba que jamás olvidaría la generosa complacencia con que me había hecho mahometano por salvarle la vida. Con efecto, además de los regalos que había recibido de la bella Farrukhnaz, conseguí por su mediación otro empleo de más importancia que el primero, de manera que en menos de seis a siete años me hallé el renegado más rico de todo Argel.

»Ya habrán conocido ustedes que si yo concurría a las oraciones que hacían los musulmanes en sus mezquitas y practicaba las demás ceremonias de su ley, era todo una mera ficción. Por lo demás, estaba firmemente resuelto a volver a entrar en el seno de la Iglesia, para lo que pensaba retirarme algún día a España o Italia con las riquezas que hubiese juntado. Mientras tanto, vivía muy alegremente. Estaba alojado en una hermosa casa, tenía jardines magníficos, multitud de esclavos y un serrallo bien abastecido de mujeres bonitas. Aunque el uso del vino está prohibido en aquella tierra a los mahometanos, sin embargo, pocos moros dejan de beberlo secretamente. Yo, por lo menos, lo bebía sin escrúpulo, como lo hacen todos los renegados.

»Acuérdome que me acompañaban comúnmente en mis borracheras un par de camaradas, con quienes muchas veces pasaba toda la noche con las botellas sobre la mesa. Uno era judío y el otro árabe. Teníalos por hombres de bien, y en esta confianza vivía con ellos sin reserva. Convidélos una noche a cenar, y aquel día se me había muerto un perro que yo quería mucho. Lavamos el cuerpo y lo enterramos con todas las ceremonias que acostumbran los musulmanes en el funeral de sus difuntos. No lo hicimos, ciertamente, por burlarnos de la religión de Mahoma, sino sólo por divertirnos y satisfacer el capricho que tuve, estando medio tomado de vino, de celebrar las exequias de mi amado animalito.

»Sin embargo, faltó poco para que esta inconsiderada acción me perdiese enteramente. El día siguiente se presentó en mi casa un hombre, que me dijo: “Señor Sidy Haly, vengo a buscar a usted para cierto asunto de importancia. El señor cadí tiene precisión de hablarle; sírvase tomar el trabajo de llegarse a su casa inmediatamente”. “Decidme, os suplico —le preguntó—, qué es lo que me quiere”. “El mismo os lo dirá —respondió el moro—; todo lo que puedo deciros es que un mercader que ayer cenó con usted le ha dado parte de no sé qué impía o irreligiosa acción que se ejecutó en vuestra casa con motivo de enterrar un perro. Yo os notifico de oficio que comparezcáis hoy mismo ante el juez, con apercibimiento de que no cumpliéndose así se procederá criminalmente contra vuestra persona”. Dijo, y sin aguardar respuesta me volvió la espalda, dejándome atónito con su apercibimiento. No tenía el árabe la más mínima razón para estar quejoso de mí ni yo podía comprender por qué me había jugado una pieza tan ruin. Sin embargo, la cosa era muy digna de atención. Yo tenía bien conocido al cadí por hombre severo en la apariencia, pero en el fondo poco escrupuloso y muy avaro. Metí en el bolsillo doscientos sultaninos de oro y fui derecho a presentarme a él. Hízome entrar en su despacho y luego me dijo en tono colérico y furioso: “¡Sois un impío, un sacrilego, un hombre abominable! ¡Habéis dado sepultura a un perro como si fuera un musulmán! ¡Qué sacrilegio! ¡Qué profanación! ¿Es éste el respeto que profesáis a las más venerables ceremonias de nuestra santa ley? ¿Os hicisteis mahometano únicamente para burlaros de las ceremonias más sagradas de nuestro Alcorán?”. “Señor cadí —le respondí—, el árabe que vino a haceros una relación tan alterada o tan malignamente desfigurada, aquel amigo traidor fué cómplice en mi delito, si por tal se debe reputar haber dado sepultura a un doméstico fiel, a un inocente animal que tenía mil bellas cualidades. Amaba tanto a las personas de mérito y distinción, que hasta en su muerte quiso dejarles testimonios irrefragables de su estimación y afecto. En su testamento, en el que me nombró por único albacea, repartió entre ellas sus bienes, legando a unas veinte escudos, a otras treinta, etc.; y es tanta verdad lo que digo, que tampoco se olvidó de vos, pues me dejó muy encargado que os entregase los doscientos sultaninos de oro que hallaréis en este bolsillo”. Y dicho esto, le alargué el que llevaba prevenido. Perdió el cadí toda su gravedad cuando me oyó decir esto, sin poder contener la risa, y como estábamos solos, tomó francamente el bolsillo y me despidió, diciendo: “¡Id en paz, Sidy Haly! ¡Hicisteis cuerdamente en haber enterrado con pompa y con honor a un perro que hacía tanto aprecio de los sujetos de mérito!”.

»Salí por este medio de aquel pantano; y si el lance no me hizo más cuerdo, a lo menos me enseñó a ser más circunspecto. No volví a tratar con el árabe ni con el judío, y escogí para mi camarada de botellas a un caballero de Liorna, que era esclavo mío, llamado Azarini. No era yo como aquellos renegados que tratan a los cautivos cristianos peor que a los mismos turcos. Los míos no se impacientaban aunque se les retardase el rescate. Tratábalos con tanta benignidad, que muchas veces me decían les costaba más suspiros el miedo de pasar a servir a otro amo que el deseo de conseguir la libertad, sin embargo de ser ésta tan dulce y tan apetecible a todos los que gimen en cautiverio.

»Volvieron un día los jabeques de Solimán cargados de presa, y en ella cien esclavos de uno y otro sexo, apresados todos en las costas de España. Reservó Solimán para sí un cortísimo número y los demás fueron puestos a la venta. Fui a la plaza donde ésta se celebraba y compré una muchacha española de diez a doce años. Lloraba la pobrecita amargamente y se desesperaba. Admirado yo de verla afligirse así en tan tierna edad, me llegué a ella, y le dije en lengua castellana que no se apesadumbrase tanto, asegurándole que había caído en manos de un amo que, aunque llevaba turbante, era de corazón humano. La joven, poseída enteramente de su dolor, ni siquiera atendía a mis palabras. Gemía, suspiraba y se deshacía en lágrimas inconsolables, prorrumpiendo de cuando en cuando en esta exclamación: “¡Ay, madre mía, y por qué me habrán separado de ti! ¡Todo lo llevaría en paciencia como estuviéramos juntas!”. Mientras decía estas palabras, tenía puestos los ojos en una mujer de cuarenta y cinco a cincuenta años, distante pocos pasos, la cual, muy modesta, silenciosa y con los ojos bajos, estaba esperando a que alguno la comprase. Pregúntele si era su madre aquella mujer a quien miraba. “Sí, señor —me respondió con tierno sentimiento—. ¡Por amor de Dios, haga su merced que jamás me separen de ella!”. “Bien está, hija mía —le dije—. Si para tu consuelo no deseas mas que el estar untas las dos, presto quedarás contenta y consolada”. Al mismo tiempo me acerqué a la madre para comprarla; pero no bien la miré con un poco de cuidado, cuando reconocí en ella, con la conmoción que podéis imaginar, todas las facciones y demás señales de Lucinda. “¡Cielos! —exclamé dentro de mí mismo—. ¿Qué es lo que veo? ¡Esta es mi madre; no puedo dudarlo!”. Pero ella, o ya fuese porque el vivo dolor del estado en que se hallaba no le dejaba ver otra cosa mas que enemigos en todos los objetos que se le presentaban, o ya fuese porque el traje mahometano me hacía parecer otro, o bien que en el espacio de doce años que no me había visto me hubiese desfigurado, el hecho es que realmente ella no me conoció. En fin, yo la compré y me la llevó a mi casa.

»No quise dilatarle el gusto de que me conociese. “Señora —le dije—, ¿es posible que no os acordéis de haber visto nunca esta cara? Pues qué, ¿unos bigotes y un turbante me desfiguran de suerte que os impidan conocer a vuestro hijo Rafael?”. Volvió en sí al oír estas palabras; miróme, remiróme, reconocióme, y arrojándose a mí con los brazos abiertos nos estrechamos tiernamente. Con igual ternura abracé después a su querida hija, la cual estaba tan ignorante de que tenía un hermano como yo ajeno de tener una hermana. “Confesad —dije entonces a mi madre— que en todas vuestras comedias no habéis tenido un encuentro y reconocimiento tan positivo como éste”. “Hijo —me respondió suspirando—, grandísima alegría he tenido en volverte a ver; pero esta alegría está mezclada con un amarguísimo pesar. ¡Dios mío! ¡En qué estado he tenido la desgracia de encontrarte! Mi esclavitud me sería mil veces menos sensible que ese traje odioso…”. “A fe, madre —le respondí sonriéndome—, que me admiro de vuestra delicadeza; por cierto que no es muy propia de una comediánta. A la verdad, señora, que sois muy otra de la que erais si este mi disfraz os ha dado tanto enojo. En lugar de enojaros contra mi turbante, miradme como a un cómico que representa el papel de un turco en el teatro. Aunque renegado, soy tan musulmán como lo era en España, y en la realidad permanezco siempre en mi religión. Cuando sepáis todas las aventuras que me han acontecido en este país me disculparéis. El amor fué la causa de mi delito. Sacrifiqué a esta deidad. En esto me parezco algo a vos; fuera de que hay aún otra razón que debe templar vuestro dolor de verme en la situación en que me veis. Temíais experimentar en Argel una dura esclavitud y habéis hallado en vuestro amo un hijo tierno, respetuoso y bastante rico para que viváis con regalo y con quietud en esta ciudad hasta que se nos proporcione ocasión oportuna para que todos podamos seguramente volver a España. Reconoced ahora la verdad de aquel proverbio que dice: No hay mal que por bien no venga”. “Hijo mío —me dijo Lucinda—, una vez que estás resuelto a restituirte a tu patria y abjurar el mahometismo, quedo consolada. Entonces irá con nosotros tu hermana Beatriz y tendré el gusto de volverla a ver sana y salva en Castilla”. “Sí, señora —le respondí—, espero que le tendréis, pues lo más presto que sea posible iremos todos tres a juntarnos en España con el resto de nuestra familia, no dudando yo que habréis dejado en ella algunas otras prendas de vuestra fecundidad”. “No, hijo —repuso mi madre—, no he tenido más hijos que a vosotros dos; y has de saber que Beatriz es fruto de un matrimonio de los más legítimos”. “Pero, señora —repliqué—, ¿qué razón tuvisteis para conceder a mi hermanita esa preeminencia que me negasteis a mí? ¿Y cómo os habéis resuelto a casaros? Acuerdóme haberos oído decir mil veces en mi niñez que nunca perdonaríais a una mujer joven y linda el sujetarse a un marido”. “¡Otros tiempos, otras costumbres! —respondió ella—. Si los hombres más firmes en sus propósitos están más sujetos a mudar, ¿qué razón habrá para pretender que las mujeres sean invariables en los suyos? Voy a contarte —continuó— la historia de mi vida desde que saliste de Madrid”. Hízome después la siguiente relación, que jamás olvidaré, y de la cual no quiero privaros, porque es curiosísima:

»“Hará cosa de trece años, si te acuerdas, que dejaste la casa del marquesito de Leganés. En aquel tiempo, el duque de Medinaceli me dijo que deseaba cenar conmigo privadamente. Señalóme el día, espérele, vino y le gusté. Pidióme el sacrificio de todos los competidores que podía tener, y se lo concedí, con la esperanza de que me lo pagaría bien, y así lo ejecutó. Al día siguiente me envió varios regalos, a que siguieron otros muchos en lo sucesivo. Temía yo que no duraría largo tiempo en mis prisiones un señor de aquella elevación; y lo temía con tanto mayor fundamento cuanto no ignoraba que se había escapado de otras en que le habían aprisionado varias famosas beldades, cuyas dulces cadenas lo mismo había sido probarlas que romperlas. Sin embargo, lejos de disgustarse, cada día parecía más embelesado de mi condescendencia. En suma, tuve el arte de asegurármele y de impedir que su corazón, naturalmente voluble, se dejase arrastrar de su nativa propensión.

»”Tres meses hacía que me amaba, y yo me lisonjeaba de que su cariño sería durable, cuando cierto día una amiga mía y yo concurrimos a una casa donde se hallaba la duquesa esposa del duque, y habíamos ido a ella convidadas para oír un concierto de música de voces e instrumentos. Sentámonos casualmente un poco detrás de la duquesa, la cual llevó muy a mal que yo me hubiese dejado ver en un sitio donde ella se hallaba. Envióme a decir por una criada que me suplicaba me saliese de allí al instante. Respondí a la criada con mucha grosería, de lo que, irritada la duquesa, se quejó a su esposo, el cual vino a mí y me dijo: 'Lucinda, sal prontamente de aquí. Cuando los grandes señores se inclinan a mozuelas como tú, no deben éstas olvidarse de lo que son. Si alguna vez os amamos a vosotras más que a nuestras mujeres, siempre las respetamos a éstas mucho más que a vosotras, y siempre que tengáis la insolencia de pretender igualaros con ellas seréis tratadas con la indignidad que merecéis'.

»”Por fortuna que el duque me dijo todo esto en voz tan baja que ninguno pudo comprenderlo. Retíreme avergonzada y confusa, pero llorando de rabia por el desaire que había recibido. Para mayor pesar mío, los comediantes y comediantas aquella misma noche supieron, no sé cómo, todo lo que me había pasado. ¡No parece sino que hay algún diablillo acechador y cizañero que se divierte en descubrir a unos lo que sucede a otros! Hace, por ejemplo, un comediante en una francachela alguna extravagancia, acaba una comedianta de acomodarse con un mozuelo galán y adinerado: toda la compañía inmediatamente sabe hasta la más ridícula menudencia. Así supieron mis compañeros cuanto me había pasado en el concierto, y sabe Dios cuánto se divirtieron a mi costa. Reina entre ellos un cierto espíritu de caridad que se descubre bien en semejantes ocasiones. Con todo eso yo no hice caso de sus habladurías, y tardé poco en consolarme de la pérdida del duque, que no volvió a parecer por mi casa, y luego supe había tomado amistad con una cantarína.

»”Mientras una comedianta tiene la fortuna de ser aplaudida, nunca le faltan amantes, y el amor de un gran señor, aunque no dure más que tres días, siempre añade nuevos realces a su mérito. Yo me vi sitiada de apasionados luego que se esparció por Madrid la voz de que el duque me había dejado. Los mismos competidores que yo le había sacrificado, más enamorados de mis hechizos que antes, volvieron a porfía a galantearme. Fuera de éstos, recibí los obsequiosos tributos de otros mil corazones. Nunca fui tan de moda como entonces. Entre los que solicitaban mi favor, ninguno me pareció más ansioso que un alemán gordo, gentilhombre del duque de Osuna. Su figura no era muy apreciable, pero se mereció mi atención con mil doblones que había juntado en casa de su amo y los prodigó por lograr la dicha de entrar en el número de mis amantes favorecidos. Este buen señor se llamaba Brutandorff. Mientras hizo el gasto fué bien recibido; pero apenas se le apuró la bolsa halló la puerta cerrada. Enfadado de este proceder mío me fué a buscar a la comedia, dióme sus quejas, y porque me reí de él a sus hocicos, arrebatado de cólera, me sacudió un bofetón a la tudesca. Di un gran grito, salí al teatro, interrumpí la comedia y, dirigiéndome al duque, que estaba en su aposento con su esposa la duquesa, me quejé a él en alta voz de los modales tudescos con que me había tratado su gentilhombre. Mandó el duque seguir la comedia, diciendo que después de ella oiría a las partes. Acabada la representación, me presentó muy alterada al duque, exponiendo mi queja con vehemencia. El alemán despachó su defensa en dos palabras, diciendo que en vez de arrepentirse de lo hecho era hombre para repetirlo. El duque de Osuna, oídas las partes y volviéndose al alemán, sentenció de esta manera: 'Brutandorff, te despido de mi casa y te prohibo que te presentes más delante de mí, no porque has dado un bofetón a una comedianta, sino porque has faltado al respeto debido a tus amos y turbado un espectáculo público en presencia de los dos'.

»”Esta sentencia me atravesó el alma. Apoderóse de mí una ira rabiosa y un inexplicable furor al ver que no habían despedido al alemán por la ofensa que me había hecho. Creía yo que un oprobio como aquél, cometido contra una comedianta, debía castigarse como un delito de lesa majestad y contaba con que el tudesco padecería una pena aflictiva. Abrióme los ojos este vergonzosísimo suceso y me hizo conocer que el mundo sabe distinguir entre el comediante y los personajes que representa. Esto me disgustó del teatro, en términos que desde aquel punto resolví dejarlo e irme a vivir lejos de Madrid. Escogí para mi retiro la ciudad de Valencia, y partí de incógnito a ella, llevando conmigo hasta el valor de veinte mil ducados en dinero y alhajas, caudal que me parecía bastante para mantenerme con decencia el resto de mis días, pues mi ánimo era llevar una vida retirada. Tomé en aquella ciudad una casa pequeña y no recibí más familia que una criada y un paje, para quienes era tan desconocida como para todas las demás del vecindario. Fingí ser viuda de un empleado de la Real Casa y que había escogido para mi retiro la ciudad de Valencia por haber oído que su temple era uno de los más benignos y su terreno uno de los más deliciosos de España. Trataba con muy poca gente, y mi conducta era tan arreglada que a ninguno le pudo pasar por el pensamiento que yo hubiese sido cómica. Sin embargo, y a pesar de mi cuidado en vivir escondida y retirada, puso los ojos en mí un hidalgo que vivía en una quinta propia, cerca de Paterna. Era un caballero bastante bien dispuesto y como de treinta y cinco a cuarenta años, pero un noble muy adeudado, lo que no es más raro en el reino de Valencia que en otros muchos países.

»”Habiendo agradado mi persona a este hidalgo, quiso saber si en lo demás podría yo convenirle. A este fin despachó sus ocultos batidores para que averiguasen mis circunstancias, y por los informes que le dieron tuvo el gusto de saber que yo era viuda, de trato nada fastidioso y, además de eso, bastante rica. Hizo juicio desde luego que yo era la que había menester, y muy presto se dejó ver en mi casa una buena vieja, que me dijo de su parte que, prendado de mi honradez tanto como de mi hermosura, me ofrecía su mano, y que ratificaría esta oferta si merecía la dicha de que quisiese ser su esposa. Pedí tres días de término para pensarlo y resolverme. Infórmeme en este tiempo de las cualidades de aquel hidalgo, y por el mucho bien que me dijeron de él, aunque sin disimularme el lastimoso estado de sus rentas, determiné gustosa casarme con é], como lo hice dentro de muy pocos días.

»”Don Manuel de Jérica —éste era el nombre de mi esposo— me condujo luego a su hacienda. La casa tenía cierto aspecto de antigüedad, de lo que hacía mucha vanidad el dueño. Decía que la había hecho edificar uno de sus progenitores, y de la vejez de la fábrica deducía que la familia de Jérica era la más antigua de toda España. Pero el tiempo había maltratado tanto aquel bello monumento de nobleza, que *** NO HAY *** no viniese a tierra lo habían apuntalado. ¡Qué dicha para don Manuel la de haberse casado conmigo! Gastóse en reparos la mitad de mi dinero, y lo restante en ponernos en estado de hacer gran figura en el país; y héteme aquí en un nuevo mundo, por decirlo así, y convertida de repente en señora de aldea y de hacienda. ¡Qué transformación! Era yo muy buena actriz para no saber representar y sostener el esplendor que correspondía a mi nuevo estado. Revestíame en todo de ciertos modales teatrales de nobleza, de majestad y desembarazo, que hacían formar en la aldea un alto concepto de mi nacimiento. ¡Oh, cuánto se hubieran divertido a costa mía si hubiesen sabido la verdad del hecho! ¡Con cuántos satíricos motes me hubiera regalado la nobleza de los contornos y cuánto hubieran rebajado los respetuosos obsequios que me tributaban las demás gentes!

»”Viví por espacio de seis años feliz y gustosamente en compañía de don Manuel, al cabo de los cuales se lo llevó Dios. Dejóme bastantes negocios que desenredar y por fruto de nuestro matrimonio a tu hermana Beatriz, que a la sazón contaba cuatro años de edad cumplidos. Nuestra quinta, que era a lo que estaban reducidos nuestros bienes, se hallaba, por desgracia, empeñada para seguridad de muchos acreedores, el principal de los cuales se llamaba Bernardo Astuto, nombre que le convenía perfectamente. Ejercía en Valencia el oficio de procurador, que desempeñaba como hombre consumado en todas las trampas de los pleitos; y a mayor abundamiento, había estudiado leyes para saber mejor hacer injusticias. ¡Oh qué terrible acreedor! Una quinta entre las uñas de semejante procurador es lo mismo que una paloma en las garras de un milano. Por tanto, el señor Astuto, apenas supo la muerte de mi marido puso sitio a mi pobre quinta. Infaliblemente la hubiera hecho volar con las minas que las supercherías legales comenzaban a formar si mi fortuna o mi estrella no la hubiera salvado. Quiso ésta que de enemigo se convirtiese en esclavo mío. Enamoróse de mí en una conversación que tuvo conmigo con motivo de nuestro pleito. Confieso que de mi parte hice cuanto pude para inspirarle amor, obligándome el deseo de salvar mi posesión a probar con él todos aquellos artificios que me habían salido tan bien en tantas ocasiones. Verdad es que con toda mi destreza creía no poder enganchar al procurador, tan embebecido en su oficio que parecía incapaz de admitir ninguna impresión amorosa. Con todo, aquel socarrón, aquel marrajo, aquel empuerca papel me miraba con mayor complacencia de la que yo pensaba. 'Señora —mo dijo un día—, yo no entiendo de enamorar; dedicado siempre a mi profesión, nunca he cuidado de aprender las reglas, los usos ni los diferentes modos de galantear. Sin embargo de eso, no ignoro lo esencial, y para ahorrar palabras sólo diré que si usted quiere casarse conmigo quemaremos al instante el proceso y alejaré a los demás acreedores que se han reunido conmigo para hacer vender su hacienda; usted será dueña del usufructo y su hija de la propiedad'. El interés de Beatriz y el mío no me dejaron vacilar ni un solo punto. Acepté al instante la proposición. El procurador cumplió su palabra: volvió sus armas contra los otros acreedores y aseguróme en la posesión de mi quinta. Quizá fué ésta la primera vez que supo servir bien a la viuda y al huérfano.

»”Llegué, pues, a verme procuradora, sin dejar por eso de ser señora de aldea, aunque este matrimonio me perdió en el concepto de la nobleza valenciana. Las señoras de la primera distinción me miraron como a una mujer que se había envilecido y no quisieron visitarme más. Vime precisada a tratar solamente con las aldeanas o con señoras de medio pelo. No dejó de causarme esto alguna pena, porque me había acostumbrado por espacio de seis años a tratarme únicamente con personas de carácter. Verdad es que tardé poco en consolarme, porque tomé conocimiento con una escribana y dos procuradoras, cada una de un carácter muy digno de risa. Yo me divertía infinito de ver su ridiculez. Estas medio señoras se tenían por personas ilustres. Pensaba yo que solamente las comediantas eran las que no se conocían a sí mismas, mas veo que ésta es una flaqueza universal. Cada uno cree que es más que su vecino. En este particular, toco ahora que tan locas son las hidalgas de aldea como las damas de teatro. Para castigarlas, quisiera yo que se las obligase a conservar en sus casas los retratos de sus abuelos, y apuesto cualquiera cosa a que no los colocarían en los sitios más visibles.

»”A los cuatro años de matrimonio cayó enfermo el señor Astuto, y murió sin haberme quedado hijos de él. Añadiéndose lo que él me dejó a lo que yo poseía, me hallé una viuda rica, y por tal me tenían. En virtud de esta fama, comenzó a obsequiarme un caballero siciliano, llamado Colifichini, resuelto a ser mi amante para arruinarme o ser desde luego mi marido, dejando a mi arbitrio la elección. Había venido de Palermo para ver la España, y después de haber satisfecho su curiosidad, estaba en Valencia esperando, según decía, ocasión de embarcarse para restituirse a Sicilia. Tenía veinticinco años; era, aunque pequeño de cuerpo, bien plantado, y, en fin, me agradaba su figura. Halló modo de hablarme a solas, y —te confieso la verdad— desde la primera conversación quedó loca perdida por él. No quedó él menos enamorado de mí, y creo —¡Dios me lo perdone!— que en aquel mismo punto nos hubiéramos casado si la muerte del procurador, que aun estaba muy reciente, me hubiera permitido hacer tan presto otra boda, porque desde que comencé a tomar inclinación a los matrimonios respetaba los estímulos del mundo.

»”Convinimos, pues, en dilatar un poco nuestro casamiento por el bien parecer. Mientras tanto, Colifichini proseguía obsequiándome, y lejos de entibiarse en su amor se mostraba más vehemente cada día. El pobre mozo no estaba sobrado de dinero; conocílo y procuré que nunca le faltase. Además de que mi edad era doble de la suya, me acordaba de haber hecho contribuir a los hombres en la flor de mis años y miraba lo que daba como una especie de restitución en descargo de mi conciencia. Estuvimos esperando con la mayor paciencia que nos fué posible a que pasase el tiempo que prescribe a las viudas el ceremonial del respeto humano para pasar a otras nupcias. Apenas llegó, cuando fuimos a la iglesia a unirnos con aquel estrecho lazo que sólo puede desatar la muerte. Retirámonos después a mi quinta, donde puedo decir que vivimos dos años, menos como esposos que como dos tiernos amantes. Pero, ¡ay, que no nos habíamos unido para que nuestra dicha fuese duradera! Al cabo de esto breve tiempo, un dolor de costado me privó de mi adorado Colifichini».

»Aquí no pude menos de interrumpir a mi madre diciéndole: “Pues qué, señora, ¿también murió vuestro tercer marido? Sin duda sois una plaza que sólo puede tomarse a costa de la vida de sus conquistadores”. “Hijo mío, ¡cómo ha de ser! —me respondió ella—. ¿Por ventura puedo yo alargar los días que el Cielo tiene contados? Si he perdido tres maridos, ¿cómo lo he de remediar? A dos los lloró mucho; el que menos lágrimas me costó fué el procurador. Como me casé con él puramente por el interés, tardé poco en consolarme de su muerte. Pero volviendo a Colifichini, te diré que algunos meses después de muerto, deseando yo ver una casa de campo junto a Palermo, que me había señalado para mi viudedad en nuestro contrato matrimonial, y tomar posesión de ella personalmente, me embarqué para Sicilia con mi hija Beatriz; pero en el viaje fuimos apresadas por los corsarios del bajá de Argel. Condujéronnos a esta ciudad, y por fortuna nuestra te encontraste en la plaza donde estábamos puestas en venta. A no ser esto, hubiéramos caído en manos de un amo despiadado, que nos hubiera maltratado y bajo cuya dura esclavitud quizá habríamos gemido toda la vida sin que tú hubieses oído hablar nunca de nosotras”.

»Tal fué, señores, la relación que mi madre me hizo. Coloquéla después en el mejor cuarto de mi casa, con la libertad de vivir como mejor le pareciese, cosa que fué muy de su gusto. Habíase arraigado tanto en ella el hábito de amar, en virtud de tan repetidos actos, que no le era posible estar sin un amante o sin un marido. Anduvo vagueando por algún tiempo, poniendo los ojos en algunos de mis esclavos, hasta que finalmente llamó toda su atención Haly Pegelín, renegado griego que frecuentaba mi casa. Inspiróle éste iin amor mucho más vivo qvie el que había tenido a Colifichini, y era tan diestra en agradar a los hombres que halló el secreto de encantar también a éste. Aunque conocí desde luego que obraban de acuerdo los dos, me di por desentendido de su trato, pensando sólo en el modo de restituirme a España. Habíame dado licencia el bajá para armar una embarcación, a fin de ir en corso a ejercitar la piratería. Ocupábame enteramente el cuidado de este armamento, y ocho días antes que se acabase dije a Lucinda: “Madre, presto saldremos de Argel y dejaremos para siempre un lugar que tanto aborrecéis”.

»Mudósele el color al oír estas palabras y guardó un profundo silencio. Sorprendióme esto extrañamente y le dije admirado: “¿Qué es esto, señora? ¿Qué novedad veo en vuestro semblante? Parece que os aflijo en vez de causaros alegría. Creía daros una noticia agradable participándoos que todo lo tengo dispuesto para nuestro viaje. ¿No desearíais acaso restituiros a España?”. “No, hijo mío —me respondió—, confieso que ya no lo deseo. Tuve allí tantos disgustos, que he renunciado a ella para siempre”. “¡Qué es lo que oigo! —exclamé penetrado de dolor—. ¡Ah señora! ¡Decid más bien que el amor es quien os hace odiosa vuestra patria! ¡Santos Cielos y qué mudanza! Cuando llegasteis a esta ciudad, todo cuanto se os ponía delante os causaba horror; pero Haly Pegelín os hace mirar las cosas con otros ojos”. “No lo niego —respondió Lucinda—; es cierto que amo a este renegado y quiero que sea mi cuarto marido”. “¿Qué proyecto es el vuestro? —interrumpí todo horrorizado—. ¡Vos casaros con un musulmán! Sin duda habéis olvidado que sois cristiana, o, por mejor decir, solamente lo habéis sido hasta aquí de puro nombre. ¡Ah madre mía, y qué de cosas estoy viendo ya! ¡Habéis resuelto perderos para siempre porque vais a hacer por vuestro gusto lo que yo no hice sino por necesidad!”.

»Otras muchas cosas le dije para disuadirla de aquel intento, pero fué predicar en desierto, porque se había cerrado en ello. No contenta con dejarse arrastrar de su mala inclinación, dejándome a mí por entregarse a un renegado, quiso llevarse consigo a Beatriz; pero a esto me opuse fuertemente. “¡Ah infeliz Lucinda! —le dije—. ¡Si nada es capaz de conteneros, a lo menos abandonaos sola al furor que os posee y no queráis conducir a una inocente al precipicio en que os apresuráis a caer!”. Lucinda se marchó sin replicar, quizá por algún vislumbre de luz que por entonces rayó en ella y le impidió obstinarse en pedir su hija. Así lo creía yo, pero conocía muy mal a mi madre. Uno de mis esclavos me dijo dos días después: “Señor, mirad por vos. Un cautivo de Pegelín acaba de confiarme un secreto que no debo ocultaros, para que no perdáis tiempo en aprovecharos de él. Vuestra madre ha mudado de religión, y para vengarse de vos por haberle negado su hija está determinada a dar parte al bajá de vuestra próxima fuga”. No tuve la menor duda de que Lucinda era capaz de hacer todo lo que mi esclavo me avisaba. Habíala yo estudiado mucho y estaba persuadido de que, a fuerza de representar papeles trágicos en el teatro, se había familiarizado tanto con el crimen que muy bien me hubiera hecho quemar vivo, y no le conmovería más mi muerte que si viese representada en una tragedia esta catástrofe sangrienta.

»Por tanto, no quise despreciar el aviso que me dio el esclavo. Apresuré cuanto pude las prevenciones del embarco y tomé, según costumbre de los corsarios argelinos que van a corso, algunos turcos conmigo, pero solamente los que eran necesarios para no hacerme sospechoso, y salí del puerto con todos mis esclavos y mi hermana Beatriz. Ya se persuadirán ustedes de que no me olvidaría de llevar al mismo tiempo todo el dinero y alhajas que había en mi casa y podía importar hasta unos seis mil ducados. Luego que nos vimos en plena mar, lo primero que hicimos fué asegurarnos de los turcos, a quienes encadenamos fácilmente, por ser mucho mayor el número de mis esclavos. Tuvimos un viento tan favorable que en poco tiempo arribamos a las costas de Italia; entramos en el puerto de Liorna con la mayor facilidad, y toda la ciudad, a lo que creo, acudió a nuestro desembarco. Entre los que concurrieron a él estaba por casualidad o por curiosidad el padre de mi esclavo Azarini. Miraba atentamente a todos mis cautivos conforme iban desembarcando; y aunque en cada uno de ellos deseaba ver las facciones de su hijo, ninguna esperanza tenía de encontrarlas. Pero ¡qué júbilo, qué abrazos se dieron padre e hijo después de haberse reconocido! Luego que Azarini le informó de quién era yo y del motivo que me llevaba a Liorna, me obligó el buen viejo a que fuese a alojarme a su casa, juntamente con mi hermana Beatriz. Pasaré en silencio la menuda relación de mil cosas que me fué preciso practicar para volver a reconciliarme con el gremio de la Iglesia, y sólo diré que abjuré el mahometismo con mucha mayor fe que le había abrazado. Purgúeme enteramente del humor mahometano, vendí mi bajel y di libertad a todos los esclavos. Por lo que toca a los turcos, se los aseguró en las cárceles de Liorna para canjearlos a su tiempo por otros tantos cristianos. Los dos Azarinis, padre e hijo, usaron conmigo de todo género de atenciones. El hijo se casó con mi hermana Beatriz, partido que a la verdad no dejaba de ser ventajoso para él, porque al cabo era hija de un caballero y heredera de la hacienda de Jérica, cuya administración había dejado mi madre a cargo de un rico labrador de Paterna cuando resolvió pasar a Sicilia.

»Después de haberme detenido en Liorna algún tiempo, marché a Florencia, deseoso de ver aquella ciudad. Llevé conmigo algunas cartas de recomendación que el viejo Azarini me dio para algunos amigos suyos en la corte del gran duque, a quienes me recomendaba como un caballero español pariente suyo. Yo añadí el don a mi nombre de bautismo, a imitación de no pocos paisanos míos plebeyos, que sin tenerlo y por honrarse se lo ponen a sí mismos en los países extranjeros. Hacíame, pues, llamar con descaro don Rafael, y como había traído de Argel lo que bastaba para sostener dignamente esta nobleza, me presenté en la Corte con brillantez. Los caballeros a quienes me había recomendado Azarini publicaban en todas partes que yo era un sujeto de distinción, y como no lo desmentían los modales caballerescos, que había estudiado bien, era generalmente tenido por persona de importancia.

»Supe introducirme muy presto con los primeros señores de la Corte, los cuales me presentaron al gran duque, y tuve la fortuna de caerle en gracia. Dediquéme a hacerle la corte y a estudiarle el genio. Oía para esto con atención lo que decían de él los cortesanos más viejos y experimentados. Observé, entre otras cosas, que le gustaban mucho los cuentos graciosos traídos con oportunidad y los dichos agudos. Esto me sirvió de regla, y todas las mañanas escribía en mi libro de memoria los cuentos que quería contarle durante el día. Sabía tan gran número de ellos, que parecía tener un saco lleno, y aunque procuré gastarlos con economía, poco a poco se fué apurando el caudal, de suerte que me hubiera visto precisado a repetirlos o a hacer ver que había concluido mis apotegmas, si mi talento, fecundo en invenciones, no me hubiese socorrido con abundancia, de manera que yo mismo compuse cuentos galantes o cómicos que divirtieron mucho al gran duque, y, lo que sucede muchas veces a los ingeniosos y agudos de profesión, por la mañana apuntaba en mi libro de memoria las agudezas que había de decir por la tarde, vendiéndolas como ocurridas de repente.

»Metíme también a poeta y consagré mi musa a las alabanzas del príncipe. Confieso de buena fe que mis versos no valían mucho, y por eso nadie los criticó; pero aun cuando hubieran sido mejores, dudo que el duque los hubiera celebrado más; el hecho es que le agradaban infinito, lo que quizá dependería de los asuntos que yo elegía. Fuese por lo que quisiese, aquel príncipe estaba tan pagado de mí que llegué a causar celos a los cortesanos. Estos quisieron averiguar quién era yo, pero no lo consiguieron, y sólo llegaron a descubrir que había sido renegado. No dejaron de ponerlo en noticia del príncipe, con esperanza de desbancarme; pero, lejos de salir con la suya, este chisme sirvió únicamente para que el gran duque me obligase un día a que le hiciese una fiel relación de mi cautiverio en Argel. Obedecíle, y mis aventuras le divirtieron infinito.

»Luego que la acabé, me dijo: “Don Rafael, yo te estimo mucho y quiero darte de ello una prueba tal que no te deje género de duda. Voy a hacerte depositario de mis secretos, y para ponerte desde luego en posesión de confidente mío, te digo que amo con pasión a la mujer de uno de mis ministros. Es la señora más linda de mi corte, pero al mismo tiempo la más virtuosa. Ocupada enteramente en el gobierno de su casa, y del todo entregada al amor de un marido que la idolatra, parece que ella sola ignora lo celebrada que es en Florencia su hermosura. Por aquí conocerás la dificultad de conquistar su corazón. En medio de eso, esta deidad, inaccesible a los amantes, alguna vez me ha oído suspirar por ella; he hallado medios de hablarle a solas; conoce mis sentimientos interiores, mas no por eso me lisonjeo de haberle inspirado amor, no habiéndome dado ningún motivo para formarme una idea tan lisonjera. Sin embargo, no desconfío de que llegue a serle grata mi constancia y la misteriosa conducta que observo. La pasión que abrigo en mi pecho a esta dama, ella sola la conoce. En vez de dejarme llevar de mi inclinación sin reparo alguno, abusando del poder y autoridad de soberano, mi mayor cuidado es ocultar a todo el mundo el conocimiento de mi amor. Paréceme deber esta atención a Mascarini, que es el esposo de la que amo. El desinterés y celo con que me sirve, sus servicios y su probidad me obligan a proceder con el mayor secreto y circunspección. No quiero clavar un puñal en el pecho de este marido infeliz declarándome amante de su mujer. Quisiera que ignorase siempre, si posible fuera, el fuego que me abrasa, porque estoy persuadido de que moriría de pena si llegase a saber lo que ahora te confío. Por esto le oculto todos los pasos que doy y he pensado valerme de ti para que manifiestes a Lucrecia lo mucho que me hace padecer la violencia a que me condeno yo mismo; tú serás el que le declares mis amorosos afectos, no dudando que desempeñarás muy bien este delicado encargo. Traba conversación con Mascarini, procura granjear su amistad, introdúcete en su casa y logra la libertad de hablar a su mujer. Esto es lo que espero de ti y lo que estoy seguro harás con toda la destreza y discreción que pide un encargo tan delicado».

»Habiendo prometido al gran duque hacer todo lo posible para corresponder a su confianza y contribuir a la satisfacción de sus deseos, cumplí presto mi palabra. Nada omití para adquirir la amistad de Mascarini, lo que me costó poco trabajo. Sumamente pagado de que solicitase su amistad un cortesano tan bienquisto del príncipe, me ahorró la mitad del camino. Franqueóme su casa, tuve libre la entrada en el cuarto de su mujer, y me atreveré a decir que, en vista de mi cauto proceder, no tuvo la menor sospecha de la negociación de que estaba encargado. Es verdad que como era poco celoso, aunque italiano, se fiaba en la virtud de su esposa, y, encerrándose en su despacho, me dejaba muchos ratos solo con Lucrecia. Dejando desde luego a un lado los rodeos, le habló del amor del gran duque y le declaré que yo iba a su casa precisamente a tratar de este asunto. Parecióme que no le tenía grande inclinación, pero al mismo tiempo conocí que la vanidad le hacía oír con gusto su pretensión y se complacía en oírla sin querer corresponder a ella. Era verdaderamente mujer juiciosa y muy prudente, pero al fin era mujer, y advertí que su virtud iba insensiblemente rindiéndose a la lisonjera idea de tener aprisionado a un soberano. En conclusión, el príncipe podía con fundamento esperar que, sin renovar la violencia de Tarquino, vería a esta Lucrecia esclava de su amor. Sin embargo, un lance impensado desvaneció sus esperanzas, como ahora oirán ustedes.

»Soy naturalmente atrevido con las mujeres, costumbre que contraje entre los turcos. Lucrecia era hermosa, y olvidándome de que con ella solamente debía hacer el papel de negociador, le hablé por mí en lugar de hablarle por el gran duque. Ofrecíle mis obsequios lo más cortésmente que pude, y en vez de ofenderse de mi osadía y de responderme con enfado, me dijo sonriéndose: “Confesad, don Rafael, que el gran duque ha tenido grande acierto en elegir un agente muy fiel y muy celoso, pues le servís con una lealtad que no hay palabras para encarecerla”. “Señora —le respondí en el mismo tono—, las cosas no se han de examinar con tanto escrúpulo. Suplicóos que dejemos a un lado las reflexiones, que conozco no me favorecen mucho; yo solamente sigo lo que me dicta el corazón. Sobre todo, no creo ser el primer confidente de un príncipe que en punto a galanteo ha sido traidor a su amo. Es cosa muy frecuente en los grandes señores hallar en sus Mercurios unos rivales peligrosos”. vBien puede ser así —replicó Lucrecia—; pero yo soy altiva y sólo un príncipe sería capaz de mover mi inclinación. Arreglaos por este principio —prosiguió ella, volviendo a revestirse de su natural seriedad— y mudemos de conversación. Quiero olvidar lo que me acabáis de decir, con la condición de que jamás os suceda volver a tocar semejante asunto, pues de lo contrario podréis arrepentíros”.

»Aunque éste era un aviso al lector de que yo debiera haberme aprovechado, proseguí, no obstante, en hablar de mi pasión a la mujer de Mascarini, y aun la importuné con más eficacia que antes a que correspondiese a mi cariño, llevando a tal extremo mi temeridad que quise tomarme algunas libertades. Ofendida entonces la dama de mis expresiones y de mis modales musulmanes, se llenó de cólera contra mí, amenazándome de que no tardaría el gran duque en saber mi insolencia y que le suplicaría me castigase como merecía. Dime yo también por ofendido de sus amenazas, y, convirtiéndose en odio mi amor, determiné tomar venganza del desprecio con que me había tratado. Fuíme a ver con su marido, y, después de haberle hecho jurar que no me descubriría, le informé de la inteligencia que reinaba entre su mujer y el príncipe, pintándola muy enamorada para dar más interés a la relación. Lo primero que hizo el ministro, para precaver todo accidente, fué encerrar sin más ceremonia en un cuarto reservado a su esposa, encargando a personas de toda confianza la custodiasen estrechamente. Mientras ella estaba cercada de vigilantes Argos que la observaban y no dejaban camino alguno por donde pudiesen llegar al gran duque noticias suyas, yo me presenté a este príncipe con rostro triste y le dije que no debía pensar más en Lucrecia, porque Mascarini sin duda había descubierto todo nuestro enredo, puesto que había comenzado a guardar a su mujer; que yo no sabía por dónde pudiese haber entrado en sospechas de mí, pues siempre había yo usado del mayor disimulo y maña; que quizá la misma Lucrecia habría informado de todo a su esposo y, de acuerdo con él, se habría dejado encerrar para librarse de solicitaciones que ponían en sobresalto su virtud. Mostróse el príncipe muy afligido de oírme; entonces me compadeció mucho su sentimiento, y más de una vez me pesó de lo que había dicho, pero ya no tenía remedio. Por otra parte, confieso que experimentaba un maligno placer cuando consideraba el estado a que había reducido a una mujer orgullosa que había despreciado mis suspiros.

»Yo gozaba impunemente del placer de la venganza, cuando un día, estando en presencia del gran duque con cinco o seis señores de su corte, nos preguntó a todos: “¿Qué castigo os parece merecería un hombre que hubiese abusado de la confianza de su príncipe e intentado robarle su dama?”. “Merecería —respondió uno de los cortesanos— ser descuartizado vivo”. Otro opinó que debía ser apaleado hasta que expirase; el menos cruel de estos italianos, y el que se mostró más favorable al delincuente, dijo que él se contentaría con hacerle arrojar de lo alto de una torre. “Y don Rafael —replicó entonces el gran duque—, ¿de qué parecer es? Porque estoy persuadido de que los españoles no son menos severos que los italianos en semejantes ocasiones”.

»Conocí bien, como se puede discurrir, que Mascarini había violado su juramento o que su mujer había hallado medio de informar al gran duque de cuanto había pasado entre los dos. En mi rostro se echaba de ver la turbación que me agitaba; pero a pesar de ella respondí con entereza al gran duque: “Señor, los españoles son más generosos. En igual lance, perdonarían al confidente, y con este rasgo de bondad producirían en su alma un eterno arrepentimiento de haberle sido traidor”. “Pues bien —me dijo el duque—: Yo me contemplo capaz de esa generosidad y perdono al traidor, reconociendo que sólo debo culparme a mí mismo por haberme fiado de un hombre a quien no conocía y de quien tenía motivos de desconfiar en razón de lo que me habían contado de él. Don Rafael —añadió—, la venganza que tomo de vos es que salgáis inmediatamente de todos mis Estados y no volváis a poneros en mi presencia”. Retiréme en el mismo punto, menos afligido de mi desgracia que gozoso de haber escapado de este apuro a tan poca costa. Al día siguiente me embarqué en un buque catalán que salió del puerto de Liorna para Barcelona».

Cuando llegó don Rafael a este punto de su historia, no me pude contener en decirle: «Para un hombre tan advertido como sois, me parece fué grande error no haber salido de Florencia así que descubristeis a Mascarini el amor del príncipe hacia Lucrecia. Debíais tener por cierto que tardaría poco el gran duque en saber vuestra traición».

«Convengo en ello —respondió el hijo de Lucinda—, y por lo mismo había pensado huir cuanto antes, a pesar del juramento que me hizo el ministro de no exponerme al resentimiento del príncipe. Llegué a Barcelona —continuó— con lo que me había quedado de las riquezas que traje de Argel, cuya mayor parte había disipado en Florencia por ostentar que era un caballero español. No me detuve largo tiempo en Cataluña. Reventaba por volverme cuanto antes a Madrid, encantado lugar de mi nacimiento, y satisfice mis ansiosos deseos lo más presto que me fué posible. Luego que llegué a la corte, me apeé por casualidad en una de las posadas de caballeros, en donde vivía una dama llamada Camila, que, aunque había salido ya de la menor edad, era una mujer muy salada; testigo, el señor Gil Blas, que por aquel mismo tiempo, poco más o menos, la vio en Valladolid. Aun era más discreta que hermosa, y ninguna aventurera tuvo mayor talento para traer la pesca a sus redes; pero no se parecía a aquellas ninfas que se aprovechan del agradecimiento de sus galanes. Si acababa de despojar a algún mayordomo de un gran señor, inmediatamente repartía los despojos con el primer caballero mendicante que fuese de su gusto.

»Apenas nos vimos los dos cuando nos amamos, y la conformidad de nuestras inclinaciones nos unió tan estrechamente que presto pasó a hacer comunes nuestros bienes. A la verdad, no eran éstos muy considerables, y así, los comimos en poco tiempo. Por nuestra desgracia, sólo pensábamos uno y otro en agradarnos, sin valemos de las disposiciones que ambos teníamos para vivir a costa ajena. La miseria, en fin, despertó nuestro ingenio, que el placer tenía aletargado. “Querido Rafael —me dijo un día Camila—, pongamos treguas a nuestro amor; dejemos de guardarnos una fidelidad que nos arruina. Tú puedes embobar a alguna viuda rica y yo pescar a algún viejo poderoso. Si proseguimos siéndonos fieles uno a otro, ve ahí dos fortunas perdidas”. “Hermosa Camila —respondí yo prontamente—, me ganas por la mano, pues iba a hacerte la misma propuesta; vengo en ello, reina mía. Sí, por cierto; para la mejor conservación de nuestro amor es menester intentar conquistas útiles. Nuestras infidelidades serán triunfos para entrambos”.

»Ajustado este tratado, salimos a campaña. Al principio, por más diligencias que hicimos, no pudimos encontrar lo que buscábamos. A Camila solamente se le presentaban pisaverdes, es decir, amantes que no tienen un cuarto, y a mí sólo se me ofrecían aquellas mujeres que más quieren imponer contribuciones que pagarlas. Como el amor se negaba a socorrer nuestras necesidades, apelamos a enredos y bellaquerías. Hicimos tantos y tantas, que el corregidor llegó a saberlas, y este juez, en extremo severo, dio orden a un alguacil para que nos prendiese; pero éste, que era tan bueno como taimado el corregidor, nos hizo espaldas para que saliésemos de Madrid, mediante una propineja que le dimos. Tomamos el camino de Valladolid e hicimos pie en aquella ciudad. Alquilé una casa, donde me alojó con Camila, que por evitar el escándalo pasaba por hermana mía. Al principio nos contuvimos en ejercer nuestra habilidad, y comenzamos a tantear y conocer bien el terreno antes de acometer ninguna empresa.

»Un día se llegó a mí en la calle un hombre y, saludándome muy cortésmente, me dijo: “Señor don Rafael, ¿no me conoce usted?”. Respondíle que no. “Pues yo —me replicó— conozco a usted mucho, por haberle visto en la Corte de Toscana, donde servía yo en las guardias del gran duque. Pocos meses ha que dejé el servicio de aquel príncipe, y me vine a España con un italiano de los más astutos. Estamos en Valládolid tres semanas ha y vivimos en compañía de un castellano y de un gallego, mozos los dos seguramente muy honrados, y nos mantenemos todos con el trabajo de nuestras manos. Lo pasamos opíparamente y nos divertimos como unos príncipes. Si usted quiere agregarse a nosotros, será muy bien recibido de mis compañeros, porque siempre le he tenido a usted por un hombre muy de bien, naturalmente poco escrupuloso y caballero profeso en nuestra orden”.

»La franqueza con que me habló aquel bribón me estimuló a responderle del mismo modo. “Ya que te has franqueado conmigo con tanta sinceridad —le respondí—, quiero hablarte con la misma. Es verdad que no soy novicio en vuestra profesión, y si la modestia me permitiera referirte mis proezas, verías que no me has hecho demasiada merced en tu ventajoso concepto. Pero dejando a un lado alabanzas propias, me contentaré con decirte, admitiendo la plaza que me ofreces en vuestra compañía, que no perdonaré diligencia alguna para haceros conocer que no la desmerezco”. Apenas dije a aquel ambidextro que consentía en aumentar el número de sus camaradas, cuando me condujo a donde éstos estaban, y desde el mismo punto me dio a conocer a todos. Allí fué donde vi por primera vez al ilustre Ambrosio de Lámela. Examináronme aquellos señores sobre el arte de apropiarse sutilmente de lo ajeno. Quisieron saber si tenía principios de la facultad, y descubríles tantas tretas nuevas para ellos que se quedaron admirados; pero mucho más se pasmaron cuando, despreciando yo la sutileza de mis manos como una cosa muy ordinaria, les aseguré que en lo que yo me aventajaba era en golpes magistrales de hurtar que pedían ingenio, y para persuadirlos que era verdad les conté la aventura de Jerónimo de Miajadas, y bastó la sencilla relación de aquel suceso para que me reconociesen por un talento superior y todos a una me nombrasen por jefe suyo. Tardé poco en acreditar el acierto de su elección en una multitud de bribonerías que hicimos, de todas las cuales fui yo, por decirlo así, la llave maestra. Cuando necesitábamos alguna actriz para forjar mejor algún enredo, echábamos mano de Camila, que representaba con primor cuantos papeles se le encargaban.

Dióle por aquel tiempo a nuestro cofrade Ambrosio la tentación de ir a su país, y, con efecto marchó a Galicia, asegurándonos de su vuelta. Después que satisfizo sus deseos, volvió por Burgos, sin duda para dar algún golpe de maestro, en donde un mesonero conocido suyo le acomodó con el señor Gil Blas de Santillana, de cuyos asuntos le informó muy bien. Usted, señor Gil Blas —prosiguió, dirigiéndome la palabra—, se acordará, sin duda, del modo con que le desvalijamos en la posada de caballeros de Valladolid. Tengo por cierto que desde luego sospechó usted que su criado Ambrosio había sido el principal instrumento de aquel robo, y en verdad que le sobró la razón para sospecharlo. Luego que llegó a Valladolid, vino en busca nuestra, enterónos de todo, y la gavilla se encargó de lo demás; pero no sabrá usted las resultas de aquel pasaje y quiero informarle de ellas. Ambrosio y yo cargamos con la valija y, montados en vuestras mulas, tomamos el camino de Madrid, sin contar con Camila ni con los demás camaradas, los cuales se admirarían tanto como vos de ver que no parecíamos al día siguiente.

»A la segunda jornada mudamos de pensamiento: en vez de ir a Madrid, de donde no había salido sin motivo, pasamos por Cebreros y continuamos nuestro camino hasta Toledo. Lo primero que hicimos en aquella ciudad fué vestirnos muy decentemente, y luego, vendiéndonos por dos hermanos gallegos que viajaban por curiosidad, en poco tiempo hicimos conocimiento con mucha gente de distinción. Estaba yo tan acostumbrado a los modales cortesanos y caballerescos que fácilmente se engañaron cuantos me vieron y trataron. A esto se añadía que como en un país desconocido la calidad de los forasteros regularmente se mide por el gasto que hacen y por el lucimiento con que se portan, ofuscábamos a todos con magníficos festines que empezamos a dar a las damas. Entre las que yo visitaba encontró con una que me gustó, pareciéndome más linda y joven que Camila. Quise saber quién era, y me dijeron se llamaba Violante, mujer de un caballero que, cansado ya de sus caricias, galanteaba a una cortesana que se había apoderado de su corazón. No necesité saber más para determinarme a hacer a doña Violante dueña soberana de todos mis pensamientos.

»Tardó poco ella misma en conocer la adquisición que había hecho. Comencé a seguirla a todas partes y a hacer mil locuras para persuadirla de que no aspiraba yo a otra cosa que a consolarla de las infidelidades de su marido. Pensó un tanto sobre esto, y al cabo tuve el gusto de conocer que aprobaba mis intenciones. Recibí, en fin, un billete de ella en respuesta a muchos que yo le había escrito por medio de una de aquellas viejas que en España e Italia son tan cómodas. Decíame la dama en el tal billete que su marido cenaba todas las noches en casa de su amiga y que hasta muy tarde no volvía a la suya. Desde luego comprendí lo que me quería decir con esto. Aquella misma noche fui a hablar por la reja con doña Violante y tuve con ella una conversación de las más tiernas. Antes de separamos quedamos de acuerdo en que todas las noches a la misma hora nos hablaríamos en el propio sitio, sin perjuicio de las demás galanterías que nos fuese permitido practicar por el día.

»Hasta entonces don Baltasar —que así se llamaba el marido de Violante— podía darse por bien servido; pero siendo otros mis deseos, fui una noche al sitio consabido con ánimo de decirle que ya no podía vivir si no lograba hablarle a solas en un lugar más conveniente al exceso de mi amor, fineza que aun no había podido conseguir de ella. Apenas llegué cerca de la reja, cuando vi venir por la calle a un hombre, el cual conocí que me observaba. Con efecto, era el marido de doña Violante, que aquella noche se retiraba a casa algo temprano, y viendo parado allí a un hombre, comenzó él mismo a pasearse por la calle. Dudé algún tiempo lo que debía hacer; pero al fin me determiné a llegarme a don Baltasar, sin conocerle ni que él me conociese a mí, y le dije: “Caballero, suplico a usted que por esta noche me deje libre la calle, que en otra ocasión le serviré yo a usted”. “Señor —me respondió—, la misma súplica iba yo a hacerle a usted. Yo cortejo a una señorita que vive a veinte pasos de aquí, a la cual un hermano suyo hace guardar con la mayor vigilancia, por lo que quisiera ver desocupada del todo la calle”. “Espere usted —repliqué—, que ahora me ocurre un modo para que ambos quedemos servidos sin incomodarnos, porque la dama que yo cortejo vive en esta casa —mostrándole la propia suya—. Usted puede divertirse en la otra mientras yo me divierto en ésta y hacernos espaldas los dos si alguno de nosotros fuere acometido”. “Convengo en ello —repuso él—; voy a ocupar mi sitio, usted quédese en el suyo y socorrámonos mutuamente en caso de necesidad”. Diciendo esto, se apartó de mí, pero fué para observarme mejor, lo que podía hacer sin riesgo, porque la noche estaba obscura.

»Acercándome entonces sin recelo a la reja de Violante, no tardó ésta en venir y comenzamos a hablar. No me olvidé de instar a mi reina para que me concediese una audiencia privada en sitio reservado. Resistióse un poco a mis ruegos para hacer más apreciable el favor; pero después, echándome un papel que ya traía prevenido en el bolsillo, “Ahí va —me dijo— lo que deseáis, y veréis bien despachadas vuestras súplicas”. Al decir esto se retiró, por cuanto iba ya viniendo la hora en que acostumbraba a recogerse a casa su marido; pero éste, que había conocido muy bien ser su mujer el ídolo a quien yo sacrificaba, me salió al encuentro y, con un fingido gozo, me preguntó: “Y bien, caballero, ¿está usted contento de su buena fortuna?”. “Tengo motivos para estarlo —le respondí—; y a usted ¿como le fué con la suya? ¿Mostrósele el amor risueño y favorable?”. “¡Oh, no! —me respondió con despecho—. El maldito hermano de mi querida volvió de su casa de campo un día antes de lo que habíamos pensado, y este contratiempo ha aguado el contento con que yo me había lisonjeado”.

»Hicímonos don Baltasar y yo recíprocas protestas de amistad y nos citamos para vernos en la plaza Mayor la mañana siguiente. Después que nos separamos, se fué don Baltasar derecho a su casa, donde no mostró a su mujer el menor indicio de las noticias que tenía de ella, y al otro día acudió a la plaza, según lo acordado, y de allí a un momento llegué yo. Saludémonos con vivas demostraciones de amistad, tan alevosas por su parte como sinceras por la mía. Hízome el artificioso don Baltasar una falsa confianza de sus lances amorosos con la dama de quien me había hablado la noche anterior. Contóme una larga fábula que había forjado, todo con el siniestro fin de obligarme a corresponderle contándole yo el modo con que había hecho conocimiento con Violante. Caí incautamente en el lazo y con la mayor franqueza del mundo le confesé todo lo que me había sucedido; y no contento con esto, le enseñé el papel que había recibido, y aun le leí también su contexto, que era el siguiente: “Mañana iré a comer en casa de doña Inés; ya sabéis dónde vive. Allí hablaremos a solas. No puedo negaros por más largo tiempo un favor que juzgo merecéis”.

»“Ese es un papel —dijo don Baltasar— que le promete a usted el merecido premio de sus amorosos suspiros. Doile a usted de antemano la enhorabuena de la dicha que le aguarda”. No dejó de parecer algo turbado mientras hablaba de esta manera, pero fácilmente me deslumbró ocultando a mis ojos su conmoción y enojo. Estaba tan embelesado en mis halagüeñas esperanzas, que no me paraba en observar a mi confidente, aunque éste se vio precisado a dejarme, sin duda por temor de que conociese su agitación. Partió luego a contar a su cuñado esta aventura, e ignoro lo que pasó entre los dos; sólo sé que don Baltasar vino a casa de doña Inés a tiempo que yo estaba con Violante. Supimos que era él el que llamaba y yo me escapé por una puerta falsa antes que entrase en la sala. Luego que desaparecí, se aquietaron las dos mujeres, que se habían asustado mucho con la repentina venida del marido. Recibiéronle con tanta serenidad, que desde luego sospechó me habían escondido o hecho pasadizo. Lo que dijo a doña Inés y a su mujer no os lo puedo contar, porque nunca lo he sabido.

»Entre tanto, no acabando todavía de conocer que don Baltasar se burlaba cruelmente de mi sinceridad, salí de la casa echándole mil maldiciones y me fui derecho a la plaza, donde había dicho a Lámela me aguardase. No le encontré, porque el bribón tenía también su poco de trapillo, y con suerte más dichosa que la mía. Mientras le esperaba, vi a mi falso confidente venir hacia mí con rostro muy alegre y mucho desembarazo. Luego que llegó a mí, me preguntó cómo me había ido con mi ninfa en casa de doña Inés. “No sé qué demonio —le respondí—, envidioso de mis gustos, me vino a echar un jarro de agua en todos ellos. Mientras estaba a solas con ella, instando y suplicando, llamó a la puerta su maldito marido, a quien lleve Barrabás. Me fué preciso pensar en el modo de retirarme prontamente, y así, me marché por una puerta excusada, dando mil veces al diablo al grandísimo importuno que viene siempre a desbaratar mis designios”. “A la verdad, lo siento —repuso don Baltasar, alegrísimo en su interior de verme desazonado—. Ese es un marido molesto, que no merece se le dé cuartel”. “¡Oh! ¡En cuanto a eso —repliqué yo—, no dudéis que seguiré vuestro consejo! Os doy palabra de que esta misma noche se le dará pasaporte para el otro barrio. Su mujer, al separamos, me dijo que fuese adelante con mi empeño y no abandonase la empresa por tan poca cosa; que prosiguiese en acudir a su ventana a la hora acostumbrada, porque estaba resuelta a introducirme ella misma en su casa, pero que en todo caso no dejase de ir escoltado con dos o tres camaradas, para que en cualquier lance me hallase bien prevenido”. “¡Oh qué prudente es esa dama! —me respondió él—. Yo me ofrezco desde luego a acompañaros”. “¡Oh querido amigo —repliqué yo, fuera de mí de puro gozo y echándole los brazos al cuello—, y de cuántas finezas os soy deudor!”. “Aun haré más por vos —repuso él—. Yo conozco a un mozo que es un Alejandro; éste nos acompañará, y con tal escolta podréis divertiros a vuestro gusto sin sobresalto ni contratiempo”.

»No encontraba voces para explicar mi agradecimiento a los favores de aquel nuevo amigo; tan encantado me tenía su celo. Acepté, en fin, el auxilio que me ofrecía, y dándonos el santo para cerca de la puerta de Violante a la entrada de la noche, nos separamos. Don Baltasar fué a buscar a su cuñado, que era el Alejandro de quien me había hablado, y yo me quedé paseando con Lámela, el cual, aunque no menos admirado que yo de la eficacia con que don Baltasar se interesaba en este asunto, cayó también en la red como yo había caído, sin pasarle por el pensamiento la menor desconfianza de la sencillez de aquellas finezas. Confieso que una simplicidad tan garrafal no se podía perdonar a unos hombres como nosotros. Cuando me pareció que era hora de presentarme a la ventana de Violante, Ambrosio y yo nos acercamos a ella, bien prevenidos de buenas armas. Hallamos en el mismo sitio al marido de la dama acompañado de otro hombre que nos esperaba a pie firme. Llegóse a mí don Baltasar y me dijo: “Este es el caballero de cuyo valor hablamos esta mañana. Entre usted en casa de esa señora y disfrute su dicha sin recelo ni inquietud”.

»Acabados los recíprocos cumplimientos, llamó a la puerta de mi ninfa y vino a abrirla una especie de dueña. Entré sin advertir lo que pasaba a mis espaldas y llegué hasta una sala donde Violante me esperaba. Mientras la estaba saludando, los dos traidores, que me siguieron hasta dentro de la casa, habían entrado en ella tan atropelladamente, y cerrado tras de sí la puerta con tanta violencia, que el pobre Ambrosio se quedó en la calle. Descubriéronse entonces, y ya podéis imaginar el apuro en que yo me vería. Bien se deja conocer que fué forzoso entonces llegar a las manos. Acometióronme los dos al mismo tiempo con las espadas desnudas, y yo les correspondí, dándoles tanto que hacer que se arrepintieron presto de no haber tomado medidas más seguras para la venganza. Pasé de parte a parte al marido, y el cuñado, viéndole en aquel estado, tomó la puerta, que Violante y la dueña habían dejado abierta al escaparse mientras nosotros reñíamos. Fuíle siguiendo hasta la calle, donde me reuní con Lámela, que, no habiendo podido sacar ni una sola palabra a las dos mujeres que había visto ir huyendo, no sabía precisamente a qué atribuir el rumor que acababa de oír. Volvimos a la posada, y, recogiendo lo mejor que teníamos, montamos en nuestras mulas y salimos de la ciudad antes que amaneciese.

»Conocimos muy bien que el lance podía tener malas resultas y que se harían en Toledo pesquisas contra las cuales sería imprudencia no tomar todo género de precauciones. Hicimos noche en Villarrubia, en un mesón, en donde a poco rato entró un mercader de Toledo que caminaba a Sejorbe. Cenamos con él y nos contó el trágico suceso del marido de Violante, mostrándose tan ajeno le sospecharnos reos de él que con libertad le hicilos toda suerte de preguntas. “Señores —nos dijo—, el caso lo supe esta mañana al ir a montar a caballo. Se hacen grandes diligencias para encontrar a Violante y me han asegurado que, siendo el corregidor pariente de don Baltasar, está en ánimo de no perdonar medio alguno para descubrir los autores del homicidio. Esto es todo lo que sé”.

»Aunque nada me espantaron las pesquisas del corregidor de Toledo, no obstante, tomé desde luego la determinación de salir cuanto antes de Castilla la Nueva, haciéndome cargo de que si encontraban a Violante confesaría ésta cuanto había pasado y daría tales señas de mi persona que la justicia despacharía rápidamente varias gentes en mi seguimiento. Por todas estas consideraciones, resolvimos desviamos del camino real desde el día siguiente. Tuvimos la fortuna de que Lámela había corrido las tres partes de España y tenía bien conocidas todas las sendas extraviadas por donde podíamos pasar con seguridad a Aragón. En vez de irnos derechos a Cuenca, nos metimos en las montañas que están antes de llegar a la ciudad, y por senderos muy practicados por mi conductor llegamos a una gruta que tenía toda la apariencia de ermita. Con efecto, era la misma adonde ayer noche llegaron ustedes a pedirme los recogiese.

»Mientras estaba yo examinando sus contornos, que me representaban un país deliciosísimo, me dijo mi compañero: “Seis años ha que pasando yo por aquí me hospedó caritativamente en esta ermita un anciano y venerable ermitaño, que repartió conmigo los escasos víveres que tenía. Era un santo varón, y me dijo cosas tan santas y tan buenas que faltó poco para que yo dejase el mundo. Acaso vivirá todavía y quiero ver si es así”. Dicho esto, se apeó de la mula el curioso Ambrosio, y entrando en la ermita, después de haberse détenido en ella algunos momentos, salió, dicióndome: “Apeaos, don Rafael, y venid a ver un espectáculo muy tierno”. Eché pie a tierra inmediatamente, y, atando nuestras mulas a un árbol, seguí a Lámela hasta la gruta, donde entré, y vi tendido en una vil tarima a un viejo anacoreta, pálido y moribundo. Pendía de su venerable rostro una blanca barba, tan poblada y larga que le llegaba hasta la cintura, y tenía en sus manos juntas entrelazado un gran rosario. Al ruido que hicimos cuando nos acercamos a él entreabrió los ojos, que la muerte había comenzado ya a cerrar, y después de habernos mirado un momento nos dijo: “Hermanos míos, seáis quienes fuereis, aprovechaos del espectáculo que se ofrece a vuestra vista. Cuarenta años he vivido en el mundo y sesenta en esta soledad. ¡Ah y qué largo me parece ahora el tiempo que dediqué a mis deleites, y, al contrario, qué corto el que he consagrado a la penitencia! ¡Ah! ¡Mucho temo que las austeridades del hermano Juan no hayan sido bastantes para expiar los pecados del licenciado don Juan de Solís!”.

»Apenas dijo estas palabras, cuando expiró, y los dos nos quedamos atónitos a vista de su muerte. Tales objetos siempre hacen alguna impresión hasta en los mayores libertinos; pero duró poco nuestra conmoción, porque olvidamos presto lo que acababa de decirnos. Comenzamos a hacer inventario de todo lo que había en la ermita, en lo que no tardamos mucho tiempo, pues todos los muebles consistían en lo que habéis podido ver en ella.

»No sólo la tenía el hermano Juan mal amueblada, sino que hasta la despensa estaba mal provista. Todas las provisiones que hallamos se reducían a unas pocas avellanas y algunos mendrugos de pan casi petrificados, que a la cuenta no habían podido mascar las despobladas encías del santo varón; digo despobladas porque observamos que se le había caído la dentadura. Todo lo que contenía esta morada solitaria y todo lo que veíamos nos hacía mirar a este buen anacoreta como a un santo. Una sola cosa nos llamó la atención: hallamos un papel plegado en forma de carta, que el difunto había dejado sobre la mesa, en el cual encargaba a quien le leyese que llevase su rosario y sus sandalias al obispo de Cuenca. No acabamos de entender con qué intención había podido aquel nuevo padre del desierto desear que se hiciese a su obispo semejante regalo. Olíanos esto a falta de humildad o a cierto hipo de ser tenido por santo. Pero ¡quién sabe si sólo fué un si es no es de tontería! Es punto que no me meteré a decidir.

»Hablando de ello Lámela y yo, le ocurrió a aquél un extraño pensamiento. “Quedémonos —me dijo— en esta ermita y disfracémonos de ermitaños. Enterremos al hermano Juan. Tú pasarás por él, y yo, con el nombre de hermano Antonio, iré a pedir limosna por los lugares y aldeas del contorno. De esta manera, no sólo estaremos a cubierto de las pesquisas del corregidor, que no creo pueda pensar en buscarnos aquí, sino que espero lo pasaremos bien, en virtud de los conocimientos que tengo en la ciudad de Cuenca”. Aprobé este extraño pensamiento, no ya por las razones que Ambrosio me alegaba, sino por un rasgo de extravagancia y como para representar un papel en una pieza de teatro. Abrimos, pues, una sepultura a treinta o cuarenta pasos de la gruta, y enterramos en ella modestamente al anacoreta, después de haberle despojado de su hábito, que consistía en una túnica ceñida al cuerpo con una correa de cuero, y le cortamos también la barba, para hacerme con ella a mí una postiza; en fin, hechos los funerales, tomamos posesión de la ermita.

»Pasámoslo muy mal el primer día, viéndonos precisados a mantenernos solamente de la triste provisión que nos había dejado el difunto; pero el día siguiente, antes de amanecer, salió Lámela a campaña con las dos mulas, que vendió en Cuenca, y por la noche volvió cargado de víveres y de otras cosillas que había comprado. Trajo todo lo que era menester para disfrazamos bien. Hizo para sí una túnica o hábito de paño pardo y una barbilla roja de crines, la que se supo acomodar con tal arte que parecía natural. No hay en el mundo mozo más mañoso que él. Arregló también la barba del hermano Juan, ajustándomela a la cara, y púsome en la cabeza un gran gorro de lana obscura, que contribuía mucho para disimular el artificio. Se puede decir que nada faltaba para nuestro disfraz. Hállamonos los dos en este ridículo equipaje, de manera que no podíamos miramos sin reírnos, viéndonos en un traje que ciertamente no nos convenía. Con la túnica del hermano Juan heredé también su rosario y sus sandalias, que no hice escrúpulo de apropiarme en vez de regalárselas al obispo de Cuenca.

»Hacía tres días que estábamos en la ermita, sin haber visto en todos ellos alma viviente; pero al cuarto entraron en la gruta dos aldeanos, que traían al difunto, creyendo que estuviese todavía vivo, pan, queso y cebollas. Luego que los vi, me eché en mi tarima, y me fué fácil alucinarlos, fuera de que ellos no podían distinguirme bien por la escasa luz de la ermita, y procuré imitar lo mejor que pude la voz del hermano Juan, cuyas últimas palabras había oído: de manera que los pobres hombres no tuvieron la menor sospecha de aquella superchería, y sí sólo mostraron alguna admiración de hallarse en la gruta con otro ermitaño. Pero advirtiéndolo, el socarrón de Lámela les dijo con cierto aire hipocritón: “No os admiréis, hermanos, de verme a mí en esta soledad. Estaba yo en una ermita de Aragón y la he dejado por venir a acompañar al venerable y discreto hermano Juan y asistirle en su extrema vejez, considerando la necesidad que tendría en ella de este alivio”. Los aldeanos prorrumpieron en infinitas alabanzas de Ambrosio, ensalzando hasta el cielo su heroica caridad y dándose a sí mismos mil parabienes por la dicha de tener dos hombres santos en su país.

»Había comprado Lámela unas grandes alforjas, y cargado con ellas partió por la primera vez a dar principio a la demanda en la ciudad de Cuenca, que sólo dista una legua corta de la ermita. Como la Naturaleza le ha dotado de un exterior devoto y compungido, y además de eso posee en supremo grado el arte de hacerlo valer, no dejó de mover el corazón de las personas caritativas a darle limosna, y así, en poco tiempo llenó las alforjas de los dones de su liberalidad.

»“Amigo Ambrosio —le dije cuando volvió a la ermita—, te doy el parabién del admirable talento que tienes para ablandar y enternecer las almas cristianas. ¡Vive diez, que parece has ejercitado por muchos años el oficio de demandante capuchino!”. “Algo más he hecho —me respondió— que hacer abundante cosecha, porque has de saber que he encontrado a cierta ninfa, llamada Bárbara, que fué algo mía en otro tiempo. La he hallado bien mudada, pues se ha dado, como nosotros, a la devoción. Vive con otras dos o tres beatas que edifican el mundo en público y hacen una vida muy diferente en casa. Al principio no me conoció; tanto, que me vi obligado a decirle: '¿Cómo así, señora Bárbara? ¿Es posible que ya desconozcáis a uno de vuestros antiguos amigos y vuestro humilde servidor Ambrosio?' '¡Por vida mía, amigo Lámela —respondió Bárbara—, que jamás podía soñar el verte vestido con ese traje! ¿Por qué diablos de aventuras has venido a parar en ermitaño?' 'Eso es cosa larga —le respondí—, y ahora no puedo detenerme a contárosla; pero mañana a la noche volveré y satisfaré vuestra curiosidad. También vendrá conmigo mi compañero, el hermano Juan'. '¿Qué hermano Juan? —replicó ella—. ¿Aquel viejo y buen ermitaño que vive en una ermita cerca de esta ciudad? ¡Tú no sabes lo que te dices, pues se asegura que tiene más de cien años!' 'Es verdad —le respondí— que en otro tiempo tuvo esa edad, pero de pocos días a esta parte se ha remozado tanto que no soy yo más mozo que él'. 'Pues bien —respondió Bárbara—, siendo así, que venga contigo. Sin duda que en eso se oculta algún misterio'.

»No dejamos de ir al día siguiente, luego que fué noche, a casa de aquellas santurronas, que para recibirnos mejor nos tenían prevenida una gran cena. Así que entramos en su casa nos quitamos las barbas postizas y el hábito eremítico, y sin ceremonia nos presentamos a estas princesas tales cuales éramos; y ellas, por no parecer menos francas que nosotros, nos mostraron de cuánto son capaces las falsas devotas cuando arriman a un lado las gazmoñerías de la aparente devoción. Pasamos casi toda la noche a la mesa y no nos retiramos a nuestra gruta hasta poco antes de amanecer.

»Repetimos presto la visita, o por mejor decir seguimos el mismo método por espacio de tres meses, y gastamos con aquellas ninfas más de los dos tercios de nuestro caudal; pero cierto celoso lo ha descubierto todo, dando parte a la justicia, la cual debía hoy ir a la ermita a echarnos mano. Ayer, mientras Ambrosio hacía su demanda en Cuenca, una de las beatas le entregó un billete, diciéndole: “Una amiga mía me escribe esta carta, que iba a enviaros con un propio. Muéstresela al hermano Juan y tomen sus medidas en informándose de su contenido”. Este es, señores, aquel mismo billete que Lámela me entregó ayer en vuestra presencia y el que nos obligó a abandonar tan precipitadamente nuestra solitaria habitación».