Historia de don Alfonso y de la bella Serafina.
ADA, padre mío, os ocultaré, como ni tampoco a este caballero que me escucha. Haríale gran agravio en desconfiar de él a vista de la generosa acción que usó conmigo. Voy, pues, a contaros mis desgracias.
»Nací en Madrid y mi origen fué el que voy a referir. Un oficial de la guardia alemana, llamado el barón de Steinbach, entrando una noche en su casa se halló, al pie de la escalera, con un envoltorio de lienzo. Levantóle, llevóle al cuarto de su mujer, desenvolvióle y encontraron un niño recién nacido envuelto en pañales muy aseados y finos, y un billete que decía ser hijo de padres distinguidos, que a su tiempo se darían a conocer, y que el niño estaba ya bautizado con el nombre de Alfonso. Este desgraciado niño soy yo y esto es todo cuanto sé. Víctima del honor o de la infidelidad, ignoro si mi madre me expuso únicamente para ocultar algunos vergonzosos amores o si, seducida por un amanto perjuro, se vio en la cruel necesidad de abandonarme.
»Como quiera que sea, al barón y a su mujer les enterneció mucho mi desgracia, y como no tenían sucesión resolvieron criarme como si fuera hijo suyo, conservándome el nombre de don Alfonso. Al paso que crecía yo en edad crecía el amor en ellos hacia mí. Hacíanme mil caricias en pago de mis apacibles modales y por mi docilidad. Todos sus pensamientos eran de darme la mejor educación. Buscáronme maestros de todas materias. Lejos de esperar con impaciencia a que se descubriesen mis padres, parecía, por el contrario, que deseaban no se manifestasen jamás. Luego que el barón me vio capaz de poder seguir la milicia, me aplicó a servir al rey. Consiguióme una bandera y mandó hacerme un pequeño equipaje. Para animarme a buscar ocasión de adquirir gloria y darme a conocer, me hizo presente que la carrera del honor estaba abierta a todo el mundo y que en la guerra podría hacer mi nombre tanto más glorioso cuanto sólo sería deudor a mi valor y a mi espada de la gloria que adquiriese. Al mismo tiempo me reveló el secreto de mi nacimiento, que hasta allí me había callado. Como en todo Madrid pasaba por hijo suyo, y yo mismo efectivamente me tenía por tal, confieso que me turbó no poco esta confianza. No podía pensar en ello sin llenarme de rubor. Por lo mismo que mis nobles pensamientos y mis honrados impulsos me aseguraban de un distinguido nacimiento, era mayor el dolor de verme desamparado de aquellos a quienes le había debido.
»Pasé a servir en los Países Bajos, donde se hizo la paz poco después que llegué al ejército. Hallándose España sin enemigos, me restituí a Madrid, y el barón y su mujer me recibieron con nuevas demostraciones de cariño. Eran pasados dos meses desde mi regreso, cuando una mañana entró en mi cuarto un pajecillo y me entregó en las manos un billete concebido poco más o menos en estos términos: “No soy fea ni contrahecha, y, con todo eso, usted me ve todos los días a mi balcón con grande indiferencia: frialdad muy ajena de un mozo tan galán. Estoy tan ofendida de este proceder, que por vengarme quisiera inspirar amor en ese corazón de hielo”.
»Así que leí este billete me persuadí, sin la menor duda, de que era de una viudita llamada Leonor, que vivía enfrente de mi casa y tenía fama de ser alegre de cascos. Examiné sobre este punto al pajecillo, que por algún breve rato quiso hacer el callado; pero a costa de un ducado que le di, satisfizo mi curiosidad y se encargó de llevar a su ama mi respuesta. Decíale en ella que conocía y confesaba mi delito, del cual estaba ya medio vengada, según lo que yo sentía en mí.
»Con efecto, no dejó de hacerme impresión esta graciosa manera de granjear la voluntad. No salí de casa en todo aquel día, asomándome frecuentemente al balcón para observar a la señora, que tampoco se descuidó de dejarse ver al suyo. Hícele señas, a las cuales correspondió, y el día siguiente me envió a decir por el mismo pajecito que si entre once y doce de aquella noche quería yo hallarme en nuestra calle, podíamos hablarnos a la reja de un cuarto bajo. Aunque no estaba muy enamorado de una viuda tan viva, sin embargo, no dejé de responderle muy apasionadamente, y, a la verdad, esperé a que anocheciese con tanta impaciencia como si efectivamente la amara mucho. Luego que fué de noche, salí a pasearme al Prado, para entretener el tiempo hasta la hora de la cita; y apenas entré en el paseo cuando, acercándose a mí un hombre montado en un hermoso caballo, se apeó precipitadamente, y mirándome con ceño, “Caballero —me dijo—, ¿no sois vos el hijo del barón de Steinbach?”. “El mismo”, le respondí. “¿Luego vos sois el citado —prosiguió él— para dar esta noche conversación a Leonor en su reja? He visto sus billetes y vuestras respuestas, que me mostró el pajecillo. Os he venido siguiendo hasta aquí desde que salisteis de casa, para advertiros que tenéis un competidor cuya vanidad se indigna de disputar el corazón de una dama con un hombre como vos. Me parece que no necesito deciros más, y pues nos hallamos en sitio retirado, decidan la disputa las espadas, a menos de que vos, por evitar el castigo que preparo a vuestra temeridad, me deis palabra de romper toda comunicación con Leonor. Sacrificadme las esperanzas que tenéis, o en este mismo punto os quito la vida”. “Ese sacrificio —respondí— se había de pedir y no exigirse. Lo hubiera podido conceder a vuestros ruegos, pero lo niego a vuestras amenazas”. “Pues riñamos —dijo él, atando el caballo a un árbol—, porque es indecoroso a una persona de mi esfera bajarse a suplicar a un hombre de la vuestra, y aun la mayor parte de mis iguales, puestos en mi lugar, se vengarían de vos de un modo menos honroso”. Ofendiéronme mucho estas últimas palabras, y viendo que él había sacado la espada saqué yo también la mía. Reñimos con tanto empeño, que duró poco el combate. Sea que le cegase su demasiado ardor, o sea que yo fuese más diestro que él, le di desde luego una estocada mortal que le hizo primero titubear y después caer en tierra. Entonces no pensé mas que en ponerme en salvo, y montando en su propio caballo tomé el camino de Toledo. No volví a casa del barón de Steinbach, pareciéndome que la relación de mi lance sólo serviría para afligirle; y cuando consideraba el peligro en que me hallaba, veía que no debía perder un momento en alejarme de Madrid.
»Poseído enteramente de amarguísimas reflexiones, anduve toda la noche y la mañana del día siguiente; pero a eso del mediodía me vi precisado a detenerme, para que el cabllo descansara y se mitigase el calor, que cada instante era más inaguantable. Detúvome, pues, en una aldea hasta puesto el Sol, y continué luego mi camino, con ánimo de no apearme hasta estar en Toledo. Me hallaba ya dos leguas más allá de Illescas cuando, a eso de media noche, me cogió en campo raso una furiosa tempestad, semejante a la que acaba de sobrecogernos. Llegúeme a las tapias de un jardín que vi a pocos pasos de mí, y no hallando abrigo más cómodo me arrimó con mi caballo lo mejor que pude a una puerta pequeña de una estancia que estaba casi en un ángulo de la misma cerca, sobre la cual había un balcón. Apoyándome en la puerta vi que no la habían cerrado, y discurrí que esto habría sido culpa de los criados. Me apeé, y no tanto por curiosidad como por resguardarme más del agua, que no dejaba de incomodarme mucho debajo del balcón, me entré en aquella habitación baja, juntamente con el caballo, tirándole por la brida.
»Durante la tempestad procuré reconocer aquel sitio, y aunque sólo podía registrarle a favor de los relámpagos, juzgué que era una quinta de alguna persona opulenta. Estaba aguardando por instantes que cesase la tempestad para seguir mi camino; pero habiendo visto a lo lejos una gran luz, mudé de parecer. Dejé resguardado el caballo en aquella pieza, cuidando de cerrar la puerta, y fuíme acercando hacia la luz, presumiendo que estaban todavía levantados en la casa, para suplicarles me diesen abrigo por aquella noche. Después de haber atravesado algunos corredores, me hallé en una sala cuya puerta estaba igualmente abierta. Entré en ella, y viendo su suntuosidad a beneficio de una magnífica araña con varias bujías, ya no me quedó duda de que aquella casa de campo era de algún gran personaje. El pavimento era de mármol; el friso, pintado y dorado con arte; la cornisa, primorosamente trabajada, y el techo me pareció obra de los más diestros pintores; pero lo que más me llevó la atención fué una multitud de bustos de héroes españoles, puestos sobre bellísimos pedestales de mármol jaspeado, que adornaban las paredes del salón. Tuve bastante tiempo para enterarme de todas estas cosas, porque habiendo aplicado de cuando en cuando el oído para ver si sentía rumor no llegué a percibir ninguno ni a ver persona alguna.
»A un lado del salón había una puerta entornada; la entreabrí y noté una crujía de cuartos, en el último de los cuales había luz. Consultó conmigo mismo lo que debía hacer: si volverme por donde había venido o animarme a penetrar hasta aquel cuarto. La prudencia dictaba que el partido más acertado era el de retirarme; pero pudo más en mí la curiosidad que la prudencia, o, por mejor decir, fué más poderosa la fuerza del destino que me arrastraba. Llevé, pues, mi empeño adelante, y atravesando todas las piezas llegué a la última, donde ardía, sobre una mesa de mármol, una bujía puesta en un candelero de plata sobredorada. Desde luego conocí que era un cuarto de verano, alhajado con singular gusto y riqueza; pero volviendo presto los ojos hacia una cama cuyas cortinas estaban entreabiertas a causa del calor, vi un objeto que me robó toda la atención. Era una joven que, a pesar del estruendo pavoroso de los truenos, dormía profundamente. Acerquéme a ella con el mayor silencio, y a favor de la luz de la bujía descubrí una tez tan delicada y un rostro tan hermoso, que verdaderamente me encantaron.
Al verla, toda mi máquina se comnovió; me sentí enteramente enajenado. Pero por más agitado que me tuviesen mis impulsos, el concepto que hice de la nobleza de su sangre me impidió formar ningún pensamiento temerario, pudiendo más el respeto que la pasión. Mientras estaba yo embelesado en contemplarla se despertó.
»Fácil es de imaginar cuánto la sobresaltaría el ver a un hombre desconocido, a media noche, en su cuarto y al pie de su misma cama. Toda asustada y estremecida dio un gran grito. Hice cuanto pude para aquietarla; hinqué una rodilla en tierra y, lleno de respeto, le dije: “No temáis, señora, que yo no he entrado aquí con ánimo de ofenderos”. Iba a proseguir, pero ella, atemorizada, no tuvo siquiera libertad para escucharme. Comenzó a llamar a grandes voces a sus criadas, y como ninguna le respondiese, cogió a toda prisa una bata ligera, que estaba al pie de la cama, cubrióse con ella, saltó acelerada al suelo, agarró la bujía y atravesó corriendo toda la crujía de cuartos, llamando sin cesar a sus doncellas y a una hermana suya menor, que vivía en la misma quinta bajo su custodia. Por momentos estaba yo temiendo ver sobre mí toda la familia y que, sin merecerlo ni oírme, me tratasen mal; pero quiso mi fortuna que, por más gritos que dio, nadie pareció, sino un criado viejo, que de poco le hubiera servido si algo tuviera que temer. No obstante, con la presencia del buen viejo, alentándose algún tanto, me preguntó con altivez quién era yo, por dónde y a que fin había tenido atrevimiento para meterme en su casa. Comencé a justificarme; pero apenas le dije que había entrado por la puerta del cuarto del jardín, que había hallado abierta, cuando exclamó al instante diciendo: “¡Justo Cielo y qué sospechas me vienen ahora al pensamiento!”.
»En esto va con la luz a registrar todos los cuartos de la quinta, y no encuentra a ninguna de sus criadas ni a su hermana; antes sí ve que éstas se habían llevado cada una sus ropas. Pareciéndole que se habían verificado sobradamente sus sospechas, se volvió a donde yo había quedado, y articulando mal las palabras con la cólera, “¡Infame! —me dijo—. ¡No añadas la mentira a la traición! No te ha traído a esta quinta la casualidad ni has entrado en ella por el motivo que finges. Tú eres de la comitiva de don Fernando de Leiva y cómplice en su delito. ¡Pero no esperes huir de mi venganza, pues tengo aún bastante gente en casa que te prenda!”. “Señora —le dije—, no me confundáis, os ruego, con vuestros enemigos. Ni conozco a don Fernando de Leiva ni sé todavía quién sois vos. Yo soy un desgraciado a quien cierto lance de honor ha obligado a ausentarse de Madrid, y os juro por cuanto hay de más sagrado que, a no haberme precisado a ello la tempestad, no hubiera entrado en vuestra quinta. Dignaos, señora, formar mejor concepto de mí. En vez de suponerme cómplice en ese delito que tanto os ofende, vivid persuadida de que estoy prontísimo a vengaros”. Estas últimas palabras, que pronuncié con ardor y viveza, la tranquilizaron; de modo que desde aquel punto mostró no mirarme ya como a enemigo. Cesó en el mismo momento su enojo, pero entró a ocupar su lugar el más acerbo dolor. Comenzó a llorar amargamente, y sus lágrimas me enternecieron de manera que no me sentí menos afligido que ella, aun cuando ignoraba la causa de su pena. No me contenté con acompañarla en el llanto, sino que, deseoso de vengar su afrenta, me entró una especie de furor. “Señora —exclamé entre lastimado y colérico—, ¿quién ha tenido atrevimiento para ultrajaros? ¿Y qué especie de ultraje ha sido el vuestro? ¡Hablad, señora, porque vuestras ofensas ya son mías! ¿Queréis que busque a don Fernando y que le atraviese de parte a parte el corazón? Nombradme todos aquellos que queréis que os sacrifique. Mandad y seréis obedecida. Cueste lo que costare vuestra venganza, este desconocido, a quien habéis mirado como enemigo, se expondrá, por amor de vos, a cualquier riesgo”.
»Quedóse suspensa aquella señora a vista de un arrebato tan inesperado, y enjugando sus lágrimas me dijo: “Perdonad, señor, mi temeraria sospecha a la infeliz situación en que me hallo. Vuestros generosos sentimientos han desengañado a la desgraciada Serafina, y me quitan además hasta el natural rubor que me acusa el que un extraño sea testigo de una afrenta hecha a mi noble sangre. Sí, generoso desconocido, reconozco mi error y admito vuestras ofertas, pero no quiero la muerte de don Fernando”. “Bien está, señora —repliqué—; pero ¿en qué deseáis que os sirva?”. “Señor —respondió Serafina—, el motivo de mi pesar es el siguiente: don Femando de Leiva se enamoró de mi hermana Julia, a quien vio en Toledo, donde vivimos de ordinario. Pidiósela a mi padre, que es el conde de Polán, quien se la negó por antigua enemistad que hay entre las dos casas. Mi hermana, que apenas tiene quince años, se habrá dejado engañar de mis criadas, sin duda ganadas por don Femando, y noticioso éste de que las dos hermanas estábamos en esta casa de campo, habrá aprovechado la ocasión para robar a la malaconsejada Julia. Yo sólo quisiera saber en qué parte la ha depositado, para que mi padre y mi hermano, que ha dos meses están en Madrid, tomen sus medidas. Suplicóos, pues, señor, que os toméis el trabajo de recorrer los contornos de Toledo y de averiguar, si fuese posible, a dónde ha ido a parar aquella pobre muchacha, diligencia a que os quedará tan obligada como agradecida toda mi familia”.
»No tenía presente aquella señora que el encargo que me daba no convenía a un hombre a quien importaba tanto salir cuanto antes de los términos y jurisdicción de Castilla. Pero ¿qué mucho que no hiciese ella esta reflexión cuando ni yo mismo la hice? Sumamente gozoso de la fortuna de verme en ocasión de servir a una persona tan amable, admití gustoso la comisión, ofreciendo desempeñarla con el mayor celo y diligencia. Con efecto, no esperé a que amaneciese para ir a cumplir lo prometido. Dejó al punto a Serafina, suplicándole me perdonase el susto que inocentemente le había dado y asegurándole que presto sabría del mí. Salíme, pues, por donde había entrado en la quinta, pero con el ánimo tan ocupado siempre en aquella señora, que fácilmente advertí estaba del todo prendado de ella, y nada me lo hizo conocer mejor que la inquietud e impaciencia con que me apresuraba a complacerla y las amorosas quimeras que yo mismo me forjaba en la imaginación. Parecíame que Serafina, aun en medio de su sentimiento, había echado bien de ver los primeros fuegos de mi amor y que no le había quizá desagradado. Lisonjeábame de que si lograba averiguar lo que tanto deseaba sería mía toda la gloria».
Al llegar aquí, cortó don Alfonso el hilo de su historia y dijo al ermitaño: «Perdonadme, padre, si poseído de mi pasión me detengo en menudencias que tal vez os fastidiarán». «No, hijo —respondió el anacoreta—, de ningún modo me cansan; antes bien, deseo saber hasta dónde llegó el amor que te inspiró doña Serafina, para arreglar mis consejos con mayor conocimiento».
«Encendida la fantasía con tan lisonjeras imágenes —prosiguió el caballerito—, busqué inútilmente por espacio de dos días al robador de Julia, y, frustradas todas las diligencias, no pude descubrir el menor rastro de él. Desconsoladísimo de ver inutilizados mis pasos y desvelos, volví a presencia de Serafina, a quien discurría hallar en el estado más inquieto y desgraciado del mundo; pero la encontré más tranquila de lo que yo pensaba. Dijome que había sido más venturosa que yo, pues ya sabía dónde se hallaba su hermana; que había recibido una carta de don Fernando, en que le decía que, después de haberse casado de secreto con Julia, la había depositado en un convento de Toledo. “Envié su carta a mi padre —prosiguió Serafina—, no sin esperanza de que la cosa acabe bien y que un solemne matrimonio sea el iris de paz que dé fin a la inveterada discordia de las dos casas”.
»Luego que me informó del paradero de su hermana, me habló del trabajo que me había ocasionado, y, sobre todo —añadió ella misma—, los peligros a que os expuso mi imprudencia en seguir a un robador, sin acordarme de que me habíais confiado que andabais fugitivo por cierto lance de honor, de lo cual me pidió mil perdones en los términos más atentos. Conociendo que estaba falto de reposo, me condujo a la sala, donde los dos nos sentamos. Estaba vestida con una bata de tafetán blanco con listas negras, y cubría su cabeza un sombrerillo de los mismos colores que la bata, guarnecido con un airoso plumaje negro, lo que me hizo juzgar que podía ser viuda, aunque, por otra parte, parecía de tan pocos años que no sabía yo qué discurrir.
»Si era grande mi deseo de saber quién ella era, no era menos viva su curiosidad de saber lo mismo de mí. Preguntóme mi nombre y apellido, no dudando —dijo—, a vista de mi noble aire, y aún más de la generosa piedad que me había hecho abrazar con tanto empeño sus intereses, la nobleza de mi nacimiento. Dejóme perplejo la pregunta; encendióseme el rostro, me turbé, y confieso que, teniendo menos rubor en mentir que en decir la verdad, respondí que era hijo del barón de Steinbach, oficial de la guardia alemana. “Decidme también —replicó la dama— por qué habéis salido de Madrid, pues desde luego os puedo ofrecer todo el valimiento y los buenos oficios de mi padre y de mi hermano don Gaspar. Esto es lo menos que puede hacer mi agradecimiento con un caballero que por servirme despreció su propia vida”. Ninguna dificultad tuve en referirle por menor todas las circunstancias de nuestro desafío. Ella misma echó toda la culpa al caballero que me había injuriado, y me volvió a ofrecer que interesaría a su familia en mi favor.
»Habiendo yo satisfecho su curiosidad, me animé a suplicarle contentase la mía, y le pregunté si era o no libre. “Tres años ha —respondió— que mi padre me obligó a casarme con don Diego de Lara, y quince meses que estoy viuda”. “Pues ¿qué desgracia, señora —le pregunté—, fué la que tan presto os privó de vuestro esposo?”. “Voy, señor, a responderos —repuso ella— y corresponder a la confianza a que me confieso deudora. Don Diego de Lara era un caballero muy bien apersonado. Amábame ciegamente, y aunque empleaba cuanta diligencia puede emplear el más tierno amante para hacerse agradable al objeto amado, y aunque tenía mil bellas cualidades, nunca pudo granjearse mi cariño. El amor no siempre es efecto del anhelo ni del mérito conocido. ¡Ah! —añadió ella suspirando—. ¡Muchas veces nos cautiva a la primera vista una persona que no conocemos! No me era posible amarle. Más avergonzada que prendada de las continuas muestras de su amor, y forzada a corresponder a ellas sin inclinación, si me acusaba a mí misma interiormente de ingratitud, también me contemplaba muy digna de compasión. Por desgracia de ambos, él tenía todavía más delicadeza que amor. En mis acciones y palabras descubría claramente mis más ocultos pensamientos. Leía cuanto pasaba en lo más íntimo de mi alma; quejábase a cada paso de mi indiferencia, y le era tanto más sensible el no poder conquistar mi corazón cuanto más seguro estaba de que ningún otro rival se lo disputaba, no contando yo apenas diez y seis años y habiendo sabido, antes de ofrecerme su mano, por mis criadas, todas parciales suyas, que ningún hombre se le había anticipado a llevarse mi atención. 'Sí, Serafina —me decía muchas veces—, me alegraría mucho de que estuvieses encaprichada a favor de otro y de que ésta fuese la única causa de la frialdad con que me miras. Esperaría entonces que tu virtud y mi constancia triunfarían al cabo de esa tibieza; pero ya desespero de vencer un corazón que no se ha rendido a tantos y tan convincentes testimonios de mi extremado amor'. Cansada de oírle repetir tantas veces la misma queja, le dije un día que, en vez de turbar su reposo y el mío mostrando tanta delicadeza, haría mejor en dejarlo todo en manos del tiempo. Con efecto, yo me hallaba entonces en una edad poco capaz de sentir los vivos impulsos de una pasión tan fogosa, y éste era el prudente partido que don Diego debiera haber abrazado. Pero viendo que se había pasado un año entero sin haber adelantado más que el primer día, perdió la paciencia, o por mejor decir el juicio, y fingiendo que le llamaba a la corte no sé qué negocio de importancia, marchó a los Países Bajos a servir en calidad de voluntario, y encontró lo que deseaba en los peligros en que se metía; es decir, el fin de la vida y el de sus pesares”.
»Concluida esta relación, todo el resto de la conversación que tuvimos Serafina y yo fué acerca del singular carácter de su marido. Interrumpió nuestra conferencia un correo, que llegó en aquel mismo punto, el cual puso en manos de Serafina una carta del conde de Polán. Pidióme licencia para abrirla, y observé que conforme la iba leyendo se iba poniendo pálida y trémula. Luego que la acabó de leer, alzó los ojos al cielo, dio un gran suspiro y empezó a correr por su rostro un torrente de lágrimas. No siendo posible que yo viese con serenidad su pena, me turbé, y como si hubiera ya presentido el terrible golpe que iba a llevar, me cogió un mortal terror que me heló toda la sangre. “Señora —le dije con voz desfallecida—, ¿será lícito saber de vos qué funestas noticias os anuncia esa carta?”. “Tomadla, señor —me respondió tristemente—, y leed vos mismo lo que mi padre me escribe. ¡Ay de mí, que su contenido os interesa demasiado!”.
»Estremecíme al oír estas palabras; tomé temblando la carta y vi que decía lo siguiente: “Tu hermano don Gaspar tuvo ayer un desafío en el Prado. Recibió en él una estocada, de la cual ha muerto hoy, declarando al morir que el caballero que le mató fué el hijo del barón de Steinbach, oficial de la guardia alemana. Para mayor desgracia, el matador escapó, sin saberse dónde se ha escondido; pero aunque lo esté en las entrañas de la Tierra, se harán todas las diligencias posibles para hallarle. Hoy se despachan requisitorias a varias justicias, que no dejarán de arrestarle como ponga los pies en algún lugar de su jurisdicción, y voy también a practicar otros medios oportunos para cerrarle todos los caminos.— El conde de Polán”.
»Figuraos el trastorno que la lectura de esta carta causaría en mi ánimo. Quedé inmóvil algunos instantes, sin espíritu ni fuerza para hablar. En medio de aquel desmayo y desaliento, se me representó con la mayor viveza todo lo que la muerte de don Gaspar tenía de cruel para mi amor. Al momento caigo en una furiosa desesperación. Arrójeme a los pies de Serafina, y presentándole la espada desnuda, “¡Señora —le dije—, excusad al conde de Polán la molesta fatiga de buscar a un hombre que podría burlar sus más activas dihgencias! ¡Vengad vos misma a vuestro hermano! ¡Sacrificadle por vuestra bella mano su homicida! Qué, ¿os detenéis? ¡Descargad el golpe, y sea fatal a su enemigo el mismo acero que a él le quitó la vida!”. “Señor —respondió Serafina, enternecida algún tanto de ver mi acción—, yo quería a don Gaspar, y aunque vos le matasteis como caballero y él mismo fué a buscar su desgracia, al fin soy su hermana y no puedo menos de tomar su partido. Sí, don Alfonso, ya soy enemiga vuestra y haré contra vos todo lo que la sangre y el cariño pueden pretender de mí, pero no abusaré de vuestra adversa fortuna. En vano ha dispuesto entregaros en manos de mi venganza, pues si el honor me arma contra vos, él mismo me prohibe vengarme ruinmente. Las leyes de la hospitalidad deben ser inalterables; según ellas, no puedo corresponder con un vil asesinato al generoso servicio que me habéis hecho. ¡Huid, escapad y burlad, si pudiereis, nuestras más vivas pesquisas; poneos a cubierto del rigor de las leyes y libraos del inminente peligro que os amenaza!”. “Pues qué, señora —le repliqué—, estando en vuestra mano la venganza, ¿la dejáis a la severidad de las leyes, que pueden quedar desairadas? ¡Ah, señora, atravesad vos misma con esta espada el pecho de un malvado que verdaderamente no merece le perdonéis! ¡No, señora, no uséis de un proceder tan noble y tan generoso con un hombre como yo! ¿Sabéis quién soy? Aunque todo Madrid me tiene por hijo del barón de Steinbach, no soy mas que un desgraciado a quien ha criado en su casa por caridad. Yo mismo ignoro a quiénes debo el ser”. “¡No importa eso! —interrumpió Serafina precipitadamente, como si le hubieran causado nueva pena mis últimas palabras—. Aunque fuerais vos el hombre más vil del mundo, haría siempre lo que me dicta mi honor”. “¡Bien está, señora! —repliqué—. Ya que la muerte de un hermano no ha bastado a persuadiros que derraméis mi sangre, voy a cometer otro delito, haciéndoos una ofensa, que tengo por cierto no me la perdonaréis. Sabed, señora, que os adoro; que desde el mismo punto en que vi vuestra hermosura quedé hechizado y que, a pesar de la obscuridad de mi nacimiento, no perdía la esperanza de poseeros. Estaba tan ciegamente enamorado, o, por mejor decir, llegaba a un punto mi vanidad, que me lisonjeaba de que algún día descubriría el Cielo mi origen y que éste sería tal que sin vergüenza podría manifestaros mi nombre. Después de una declaración que tanto os ultraja, ¿será posible que todavía no os resolváis a castigarme?”. “Esa temeraria declaración —replicó la dama—, en otro tiempo sin duda me ofendería; pero la perdono a la turbación en que os veo, fuera de que ni la situación en que yo misma me hallo me permite dar oídos a las expresiones que proferís. Vuelvo a deciros, don Alfonso —añadió derramando algunas lágrimas—, que partáis luego de aquí y os alejéis de una casa que estáis llenando de dolor; cada instante que os detenéis aumenta mis penas”. “Ya no resisto, señora —repliqué levantándome—. Voy a alejarme de vos, pero no penséis que, cuidadoso de conservar una vida que os es odiosa, vaya a buscar un asilo para defenderla. ¡No, no; yo mismo quiero voluntariamente sacrificarme a vuestro dolor! Parto a Toledo, donde esperaré con impaciencia la suerte que vos me preparéis, y, entregándome a vuestras persecuciones, anticiparé yo mismo de este modo el fin de todas mis desdichas”. Retiréme al decir esto. Diéronme mi caballo y partí en derechura a Toledo, donde me detuve de intento ocho días, con tan poco cuidado de ocultarme, que verdaderamente no sé cómo no me prendieron; porque no puedo creer que el conde de Pelan, tan empeñado en tomarme todos los caminos, se olvidase de cerrarme el de Toledo. En fin, ayer salí de aquel pueblo, donde se me hacía intolerable mi propia libertad, y sin fijarme ni aun proponerme destino ninguno determinado, llegué a esta ermita, con tanta serenidad como pudiera un hombre que nada tuviese que temer. Estos son, padre mío, los cuidados que me ocupan al presente, y ruégoos que me ayudéis con vuestros consejos».