Carácter de la marquesa de Chaves, y personas que ordinariamente la visitaban.
RA la marquesa de Chaves una viuda de treinta y cinco años, bella, alta y bien proporcionada. No tenía hijos y gozaba de diez mil ducados de renta. Nunca vi mujer más seria ni que menos hablase. Con todo eso, era celebrada en Madrid y generalmente tenida por la señora de mayor talento. Lo que quizá contribuía más que todo a esta universal reputación era la concurrencia a su casa de los primeros personajes de la corte, así en nobleza como en literatura; problema que yo no me atreveré a decidir. Sólo diré que bastaba oír su nombre para conceptuar que el que allí concurría era de un gran talento, y que su casa la llamaban por excelencia el tribunal de las obras ingeniosas.
Con efecto, todos los días se leían en ella, ya poemas dramáticos, ya poesías líricas, pero siempre sobre asuntos serios. Negábase la entrada a toda composición jocosa. La mejor comedia o la novela más ingeniosa y más alegre no se miraba sino como una pueril y ligera producción que no merecía alabanza alguna. Por el contrario, la más mínima obra seria, una oda, un soneto, una égloga, pasaban allí por el último esfuerzo del ingenio humano. Pero sucedía tal vez que el público no se conformaba con la decisión del tribunal; antes bien, censuraba sin reparo las obras que habían sido en él muy aplaudidas.
La marquesa me hizo maestresala de su casa. Era incumbencia de mi empleo arreglar el cuarto de mi nueva ama para recibir las gentes, disponiendo almohadones para las damas, sillas para los caballeros y cada cosa en su respectivo sitio, quedándome después en la antesala para anunciar e introducir a los que llegaban. El primer día, conforme yo los iba introduciendo, el ayo de pajes, que casualmente se hallaba entonces conmigo en la antesala, me los pintaba graciosamente. Llamábase Andrés de Molina el tal ayo, y aunque era naturalmente aéreo y burlón, no le faltaba entendimiento. El primero que se presentó fué un obispo. Anuncié su venida, y después que hubo entrado, me dijo el maestro de pajes: «Ese prelado es de un carácter bastante gracioso. Tiene algún valimiento en la Corte, mas no tanto como quiere persuadir. Ofrécese a servir a todos y a ninguno sirve. Encontróle un día en la antecámara del rey un caballero, que le saludó. Detúvole el obispo, hízole mil ciunplimientos, le cogió la mano, apretósela, y le dijo: “Soy todo de vuestra señoría. No me niegue el favor de acreditarle mi amistad, pues no moriré contento si no logro alguna ocasión de servirle”. Correspondióle el caballero con expresiones de reconocimiento, y apenas se habían separado cuando el obispo, volviéndose a uno de los que iban a su lado, le dijo: “Quiero conocer a este hombre y no me acuerdo quién es; sólo tengo una idea confusa de haberle visto en alguna parte”».
Poco después del obispo se dejó ver un señorito, hijo de cierto grande, a quien hice entrar inmediatamente en el cuarto de mi ama. Así que entró, me dijo el señor Molina: «Este señorito es también un ente raro. Va a una casa sin otro fin que el de tratar con el dueño de ella de negocios de importancia; está en conversación con él una o dos horas y se marcha sin haber hablado siquiera una palabra sobre el asunto a que había ido». A este tiempo, viendo el ayo de los pajes llegar a dos señoras, añadió: «Ve aquí a doña Angela de Peñafiel y a doña Margarita de Montalván. Estas dos señoras en nada se parecen una a otra; doña Margarita presume de filósofa, se las tiene tiesas con los mayores doctores de Salamanca y ninguno la ha visto ceder jamás a sus argumentos; doña Angela, por el contrario, aunque es verdaderamente instruida, nunca hace de doctora. Sus pensamientos son finos; sus discursos, sólidos, y sus expresiones, delicadas, nobles y naturales». «Este segundo carácter —le respondí yo— es un carácter muy amable; pero el otro me parece que cae muy mal en el bello sexo». «¿Qué dice usted muy mal en él helio sexo? —replicó Molina prontamente—. Es tan fastidioso aun en los hombres, que a muchos hace ridículos. También nuestra ama la marquesa adolece un poco de este achaque filosófico. Yo no sé sobre qué se tratará hoy en nuestra academia, pero se disputará mucho».
Al acabar estas palabras, vimos entrar un hombre seco, muy grave, cejijunto y fruncido. No le perdonó mi caritativo instructor. «Este es —me dijo— uno de aquellos entes serios que quieren pasar por hombres de gran talento a favor de su silencio o de algunas sentencias de Séneca y que, examinados de cerca, no son más que unos pobres mentecatos». Tras de éste entró un caballerito de bastante buena presencia, pero con aire de hombre pagado de sí mismo. Pregunté a Molina quién era, y me respondió: «Es un poeta dramático, el cual ha compuesto cien mil versos en su vida, que no le han valido cuatro cuartos; pero, en recompensa, con sólo seis renglones en prosa acaba de formarse una buena renta».
Iba a decirle que me explicase en qué había consistido el haber logrado a tan poca costa aquella fortuna, cuando oí un gran rumor en la escalera. «¡Bravo! —exclamó el maestro de pajes—. ¡Aquí tenemos al licenciado Campanario, que se deja oír mucho antes que se le vea! Comienza a hablar en voz alta desde la puerta de la calle y no lo deja hasta que vuelve a salir por ella». Con efecto, resonaba en toda la casa la voz del licenciado Campanario, que al fin se presentó en la antesala con un bachiller amigo suyo, y no cesó de hablar mientras duró su visita. «Este licenciado —dije a Molina— parece hombre de ingenio». «Sí lo es —me respondió—. Tiene ocurrencias muy chistosas; se explica con gracia y agudeza; es muy divertida su conversación; pero además de ser un hablador molestísimo, repite siempre sus dichos y cuentos. En suma, para no estimar las cosas más de lo que valen, estoy persuadido de que su mayor mérito consiste en aquel aire cómico y festivo con que sazona lo que dice; y así, no creo que le haría mucho honor una colección de sus agudezas y sus gracias».
Fueron entrando después otras personas, de todas las cuales me hizo Molina muy graciosas descripciones, sin olvidar la pintura de la marquesa, que fué de mi gusto. «Esta —me dijo— tiene un talento regular, en medio de su filosofía. Su carácter no es impertinente y da poco que hacer a los que la sirven. Entre las personas distinguidas es de las más racionales que conozco. No se le advierte pasión alguna; ni el juego ni los galanteos le gustan; sólo le agrada la conversación, y, en una palabra, su vida sería intolerable para la mayor parte de las damas». Este elogio del maestro de pajes me hizo formar un concepto ventajoso de mi ama. Sin embargo, pocos días después no pudo menos de sospechar que no era tan enemiga del amor, y el fundamento de mi sospecha fué el siguiente.
Estando una mañana en el tocador, se presentó en la antesala un hombrecillo como de cuarenta años, pero de malísima figura, más mugriento que el autor Pedro de Moya, y, a mayor abumdamiento, muy corcovado. Dijome que deseaba hablar a la marquesa, y preguntándole yo de parte de quién, «¡De la mía! —me respondió arrogante—. Diga usted a la señora que soy aquel caballero del cual estuvo hablando ayer con doña Ana de Velasco». Apenas se lo dije a mi ama cuando, toda enajenada de alegría, me mandó le hiciese entrar. No sólo le recibió con extrañas demostraciones de aprecio, sino que mandó salir a todas las criadas, de modo que el corcovadillo, más afortunado que una persona de provecho, se quedó a solas con ella. Las criadas y yo nos reímos un poco de esta visita tan graciosa, que duró una hora, al cabo de la cual mi ama le despidió con mil cortesanas expresiones, que demostraban bien lo contenta que quedaba de él.
En efecto, lo quedó tanto, que por la noche me llamó aparte y me dijo: «Gil Blas, cuando venga el corcovado, hazle entrar en mi gabinete lo más secretamente que puedas». Cuyo encargo confieso que me dio mucho en qué sospechar. Sin embargo, obedeciendo la orden de la marquesa, luego que se dejó ver aquel hombrecillo, que fué a la mañana siguiente, le introduje por una escalera excusada hasta el gabinete de la señora. Caritativamente hice lo mismo por dos o tres veces, de lo cual inferí o que la marquesa tenía estrafalarias inclinaciones o que el corcovadillo le servía de tercero.
Poseído yo de esta idea me decía: «Si mi ama se ha enamorado de un buen mozo, se lo perdono; pero si se ha prendado de semejante macaco, no puedo verdaderamente disculpar un gusto tan depravado». ¡Pero cuan mal pensaba yo de aquella señora! Aquel macaco se empleaba en la magia y como se ponderaba su ciencia a la marquesa, que creía gustosa en los prestigios de los saltimbanquis, tenía conversaciones a solas con él. Hacía ver los objetos en un vaso, enseñaba a dar vuelta al cedazo y revelaba por dinero todos los misterios de la cabala, o bien —para hablar con mi exactitud— era un bribón que subsistía a expensas de las personas demasiado crédulas y se decía que a ello contribuían muchas señoras de distinción.