CAPÍTULO VII

Muda Gil Blas de acomodo, pasando a servir a don Gonzalo Pacheco.

RES semanas después de este casamiento, queriendo mi ama recompensar mis buenos servicios, me regaló cien doblones, y me dijo: «Gil Blas, yo no te despido de mi casa; puedes mantenerte en ella todo el tiempo que quisieres; pero sábete que don Gonzalo Pacheco, tío de mi marido, desea mucho seas su ayuda de cámara. Le he hablado tan bien de ti, que me ha pedido te persuada a que vayas a servirle. Es un señor ya de días, pero de bellísimo genio, y estoy cierta de que te irá muy bien con él».

Di mil gracias a Aurora por sus favores, y como ya no necesitaba de mí, acepté con tanto más gusto el partido que me proporcionaba cuanto que yo no salía de entre la familia. Fui, pues, una mañana, de parte de la recién casada, a casa del señor don Gonzalo, que todavía estaba en la cama, aunque era cerca de mediodía. Entré en su cuarto y le hallé tomando un caldo que acababa de traerle un paje. Tenía el buen viejo los bigotes envueltos en unos papelillos, ojos hundidos y casi amortiguados, un rostro descarnado y macilento. Era de aquellos solterones que, habiendo sido muy libertinos en la mocedad, no son más contenidos en la vejez. Recibióme con agrado y me dijo que si le quería servir con el mismo celo con que había servido a su sobrina podía contar con que me haría feliz. Ofrecíle emplear igual esmero en cumplir con mi obligación en su casa que en la de su sobrina, y desde aquel momento me recibió en su servidumbre.

Heme aquí, pues, con un nuevo amo, el cual sabe Dios qué hombre era. Cuando se levantó creí estar viendo la resurrección de Lázaro. Figúrese el lector un cuerpo alto y tan seco que si se le viese en cueros sería a propósito para aprender la osteología; las piernas eran tan chupadas que, aun después de tres o cuatro pares de medias que se puso, me parecían delgadísimas. Además de eso, esta momia viviente era asmática, acompañando con una tos cada palabra. Luego tomó chocolate, y mandando después que le trajesen papel y tinta, escribió un billete, que cerró y entregó al paje que le había servido el caldo, para que le llevase a su destino. Apenas partió éste cuando, volviéndose a mí, me dijo: «Amigo Gil Blas, de aquí en adelante pienso que seas tú confidente de mis encargos, particularmente los respectivos a doña Eufrasia, que es una joven a quien amo y de quien soy tiernamente correspondido».

«¡Santo Dios! —dije prontamente para mi capote—. ¿Y cómo podrán los mozos dejar de creer que los aman, cuando este viejo chocho está persuadido de que le idolatran?». «Hoy mismo —prosiguió él— irás conmigo a casa de esta señora, porque casi todas las noches ceno con ella. Te quedarás admirado de ver su modestia y compostura. Muy lejos de imitar a aquellas loquillas que se pagan de la juventud y se prendan de las apariencias, es ya de un entendimiento claro y de un juicio maduro; no busca en los hombres sino el buen modo de pensar y prefiere a la belleza del rostro una persona que sepa amar». No limitó a sólo esto el elogio de su dama, sino que se empeñó en persuadirme de que era un compendio de todas las perfecciones; pero encontró con un oyente difícil en dejarse convencer sobre este punto. Después de haber cursado en la escuela de las comediantas y sido testigo ocular de todas sus maniobras, nunca creí que los viejos fuesen muy afortunados en amor. Sin embargo, fingí —por complacerle únicamente— que le creía; y aun hice más, pues no sólo alabó la discreción y el buen gusto de doña Eufrasia, sino que me adelantó a decir que ella tampoco podría encontrar otro sujeto más amable. El buen hombre no conoció que yo le lisonjeaba; antes por el contrario tomó por verdadera mi alabanza. Tanta verdad es que nada se arriesga en adular a los grandes, pues admiten con gusto aun las lisonjas más desmedidas.

Después de esta conversación, comenzó el viejo a arrancarse con unas pinzas algunos pelos blancos de la barba; se lavó los ojos, que estaban llenos de légañas; lo mismo hizo con los oídos, manos y cara; y concluidas sus abluciones, se tiñó de negro el bigote, las cejas y el pelo, gastando en el tocador más tiempo que emplea una viuda vieja empeñada en desmentir el estrago de los años. No bien había acabado de vestirse, cuando entró en su cuarto el conde de Azumar, amigo suyo y tan viejo como él, pero muy diferente en todo lo demás. Este traía sus venerables canas descubiertas, se apoyaba en mi bastón y, en vez de querer parecer joven, mostraba hacer alarde de su ancianidad. «Amigo Pacheco —dijo luego que entró—, vengo a comer contigo». «¡Bien venido, conde!», le respondió mi amo. Y al mismo tiempo se abrazaron y pusieron a hablar mientras se hacía hora de sentarse a la mesa. Al principio fué la conversación sobre una corrida de toros que pocos días antes había celebrado, y hablaron de los picadores que habían mostrado mayor destreza y valor. Sobre esto, el viejo conde, a manera de aquel otro Néstor, a quien todas las cosas presentes le servían de ocasión para alabar las pasadas, dijo suspirando: «¡Ya no se hallan hoy los hombres que se veían en otros tiempos! Ni los toros ni los torneos se hacen con aquella magnificencia con que se hacían en nuestra mocedad».

Yo me reía interiormente de la ridicula preocupación del señor conde de Azumar, el cual no se contentó con aplicarla únicamente a los toros y a los torneos, pues cuando se sirvió la fruta en la mesa dijo, mirando unos excelentes melocotones que se habían puesto en ella: «En mi tiempo eran mucho mayores los melocotones de lo que son ahora. ¡La Naturaleza se debilita cada día!». «¡Según eso —dije yo entonces para mí sonriéndome—, los melocotones en tiempo de Adán debían ser de enorme tamaño!».

Detúvose el conde de Azumar con don Gonzalo hasta cerca de la noche. Luego que éste se desembarazó de él, salió de casa, diciéndome le acompañase, y fuimos derechos a la de Eufrasia, distante como cien pasos de la nuestra. Encontrárnosla en un cuarto alhajado con primor. Estaba vestida con gusto, y mostraba un aspecto de tan florida juventud, que casi parecía una niña, sin embargo de que ya llegaba por lo menos a los treinta. Podía pasar por linda, y desde luego admiré su talento. No era de aquellas cortesanas que brillan por su locuacidad, por su desembarazo y por su desenvoltura. Tanto en sus acciones como en sus palabras, sobresalían en ella el juicio, la modestia y la penetración. Sin afectar ingenio, se echaba de ver en todo lo que decía. Consideróla yo con no poca admiración y dije: «¡Oh Cielos! ¿Es posible que pueda ser disoluta una mujer al parecer tan modesta?». Y es que vivía yo persuadido de que necesariamente había de ser desenvuelta toda dama cortesana. Admirábame aquel aparente recato, sin hacerme cargo de que las tales ninfas saben acomodarse a todos los genios, conformándose al carácter de los ricos y señores que caen en sus manos. Si gustan unos de viveza y atolondramiento, con éstos serán intrépidas y casi locas; si agrada a otros el sosiego y compostura, siempre las encontrarán con un exterior tranquilo, honesto y virtuoso. Verdaderos camaleones, mudan de color según el genio y el humor de las personas que las visitan.

No era don Gonzalo del gusto de aquellos caballeros que se pagan de hermosuras desenvueltas; antes se le hacían insufribles, y para que le agradase una mujer era menester que tuviese cierto aire de modestia. Así, Eufrasia, gobernándose por esta idea, hacía ver que había más comediantas que las que representan en los teatros. Dejé a mi amo con su ninfa y pasé a una sala, donde me encontré con una ama de gobierno, vieja, que yo había conocido cuando era criada de una comedianta. Ella también me conoció inmediatamente y representamos una escena de reconocimiento digna de una comedia. «¿Aquí estás, amigo Gil Blas? —me dijo llena de alegría—. ¿Según eso, has salido de casa de Arsenia, como yo de la de Constanza?». «Así es —respondí yo—; mucho tiempo ha que la dejé, y después entré a servir a una señora de distinción, porque la vida de la gente de teatro no me acomodaba. Yo mismo me despedí, sin dignarme decir a Arsenia ni una palabra». «Hiciste muy bien —me respondió la vieja, que se llamaba Beatriz—, y poco más o menos lo hice con Constanza. Una mañana le di mi cuenta, luego que me levanté; ella me la recibió sin decirme nada, y de esta manera nos despedimos; como dicen, a la francesa». «Mucho celebro —repuse yo— que tú y yo nos hallemos en casa más honorífica. Doña Eufrasia me parece señora de distinción y la creo de muy buen carácter». «No te engañas en eso —respondió Beatriz—. Mi ama es una mujer bien nacida, como lo manifiestan sus modales; y por lo que toca al genio, será difícil hallar otra más sosegada ni más apacible. No es de aquellas amas altivas y difíciles de contentar, que nada les gusta, que en todo encuentran qué decir, gritan sin cesar, mortifican a todos los criados y es un infierno el servirlas. Hasta ahora no la he oído reñir siquiera una vez: tan amiga es de la paz. Cuando hago alguna cosa que no le gusta, me lo reprende sin enfado y sin prorrumpir en aquellos dicterios de que tanto usan las mujeres soberbias». «También mi amo —repliqué yo— es un señor muy afable; se familiariza conmigo y me trata como a un igual más bien que como a un criado. En una palabra, es el caballero mejor del mundo; en cuanto a esto, vos y yo estamos mejor que cuando estábamos con las comediantas». «¡Mil veces mejor! —repuso Beatriz—. Yo llevo ahora una vida muy retirada, siendo así que la de entonces era tan bulliciósa. En nuestra casa no entra más hombre que el señor don Gonzalo; y en mi soledad tampoco veré yo a otro que a ti, de lo que me alegro mucho. Tiempo ha que te miraba con buenos ojos, y más de una vez tuve envidia a Laura porque eras tan amigo suyo. Pero, en fin, no desconfío de ser tan dichosa como ella, pues aunque no tenga su juventud ni su hermosura, en recompensa, detesto la volubilidad, cuya prenda ningún hombre puede remunerar suficientemente; en cuanto a fidelidad, soy una tortelilla».

Como la buena Beatriz era una de las muchas que se ven obligadas a brindar con sus favores, porque sin eso ninguno los pretendería, no tuve la menor tentación de aprovecharme de su generosidad; pero tampoco me pareció conveniente hablar de manera que pudiera recelar que la despreciaba; antes bien, tuve la advertencia de hablarle en términos que no perdiese la esperanza de reducirme a correspondería. Yo me imaginaba haber conquistado a una criada vieja, pero también me engañé miserablemente en esta ocasión. Galánteábame ella no sólo por mi linda cara, sino para granjearme a favor de los intereses de su ama, a quien tenía tanto amor que ningún medio perdonaba cuando se trataba de complacerla y servirla. Reconocí mi error la mañana siguiente, en que fui a entregar a doña Eufrasia un billete amoroso de mi amo. Recibióme con agrado y me dijo mil cosas cariñosas, y la criada dio también su pincelada en mi elogio. Una admiraba mi fisonomía; otra hallaba en mí cierto aire de moderación y de prudencia. Al oír a las dos, mi amo poseía un tesoro en mi persona. En una palabra, me alabaron tanto que desconfió de sus elogios. Desde luego penetró el fin de ellos, pero los oía con una aparente simplicidad, con cuyo artificio engañé a aquellas bribonas, que al cabo se quitaron la mascarilla.

«Escucha, Gil Blas —me dijo doña Eufrasia—: En ti consiste hacer tu fortuna. Procedamos todos de acuerdo, amigo mío. Don Gonzalo es viejo; su salud, muy delicada; una calenturilla, ayudada de un buen médico, basta para echarle a la sepultura. Aprovechémonos bien de los pocos momentos que le restan y gobernémonos de modo que me deje a mí la mejor parte de sus bienes. A ti te tocará una buena porción; así te lo prometo, y puedes contar con mi palabra como con una escritura otorgada ante todos los escribanos de Madrid». «Señora —le respondí—, disponga usted a su arbitrio de este su fiel servidor; solamente le suplico me diga lo que debo hacer, y lo demás déjelo por mi cuenta, que espero se dará por bien servida».

«Pues, ahora bien —repuso ella—, lo que has de hacer es observar cuidadosa y diligentemente a tu amo y darme razón puntual de todos sus pasos. Cuando hables con él, procura con arte introducir la conversación sobre las mujeres, y toma de aquí ocasión para, con destreza y maña, decirle mucho bien de mí. Tu mayor estudio ha de ser el tenerle siempre ocupado de su Eufrasia, en cuanto te sea posible. Espía con sagacidad si algún pariente suyo lo hace la corte con la mira a su herencia y avísame sin perder un instante, que yo los echaré a pique. No te pido más. Tengo muy conocidos los diferentes genios de la parentela de tu amo; sé el modo de hacerlos ridículos a los ojos de éste, y ya he desconceptuado en su ánimo a sus primos y sobrinos».

Por esta instrucción, y por otras que añadió Eufrasia, conocí que era una de aquellas mujeres que sólo se dedican a complacer a viejos generosos. Pocos días antes había obligado a don Gonzalo a vender una posesión, cuyo precio le regaló. Todos los días le chupaba algo, y además de eso esperaba que no la olvidaría en su testamento. Mostréme muy deseoso de hacer todo lo que me pedía; mas, por no disimular nada, confieso que cuando volvía a casa iba muy dudoso sobre si contribuiría a engañar a mi amo o a apartarle de su querida. Este último partido me parecía más honrado que el otro, y me sentía más inclinado a cumplir con mi obligación que a faltar a ella. Consideraba por otra parte que, en suma, nada de positivo me había ofrecido Eufrasia, y quizá por esto, más que por otro motivo, no pudo corromper mi fidelidad. Resolví, pues, servir con celo a don Gonzalo, persuadido de que si lograba arrancarle del lado de su ídolo sería mejor recompensado por una acción buena que por las malas que yo pudiera hacer.

Para conseguir mejor el fin que me había propuesto, fingí dedicarme enteramente a servir a doña Eufrasia. Hícele creer que continuamente estaba hablando de ella a mi amo, y sobre este supuesto, le embocaba mil patrañas, que la pobre creía como otros tantos evangelios; artificio con el cual me internó tanto en su confianza, que me contaba por el más ciegamente empeñado en promover sus intereses. A mayor abundamiento, aparenté también estar enamorado de Beatriz, la cual estaba tan ufana de la conquista de un mozo que no se le daba un pito de que la engañase, con tal que la engañase bien. Cuando mi amo y yo estábamos con nuestras dos reinas, representábamos dos cuadros diferentes, pero ambos por el mismo estilo. Don Gonzalo, seco y amarillo, como ya le he retratado, parecía un moribundo en la agonía cuando miraba a su Filis con ojos lánguidos y amorosos. Mi Nise, siempre que yo la miraba apasionado remedaba los melindres y acciones de una niña, poniendo en movimiento todos los registros de una truhana vieja y bien amaestrada. Conocíase que había cursado estas escuelas por lo menos unos buenos cuarenta años. Habíase refinado en servicío de una de aquellas heroínas del partido que saben el secreto de hacerse amar hasta la vejez y mueren cargadas de los despojos de dos o tres generaciones.

No me bastaba ya el ir con mi amo todos los días a casa de Eufrasia; muchas veces iba solo, particularmente de día; y a cualquiera hora que fuese, nunca encontraba en ella a hombre, ni menos a mujer alguna, que me diese malas sospechas o modo de descubrir en Eufrasia el menor indicio de infidelidad. Esto me causaba no poca admiración, porque no acertaba a comprender cómo pudiese ser tan escrupulosamente fiel a don Gonzalo una mujer joven y hermosa.

Pero en esta admiración no había juicio alguno temerario, pues la bella Eufrasia, como pronto veremos, para hacer más tolerable el tiempo que tardaba en heredar a don Gonzalo, se había provisto de un amante más proporcionado a sus años.

Cierta mañana, muy temprano, fui a entregar un billete a la tal niña de parte de mi amo, según la costumbre diaria. Hízome entrar en su cuarto y divisé en él los pies de un hombre que estaba escondido detrás de un tapiz. No di la más mínima señal de que le veía, y así que desempeñé mi encargo me salí, sin dar a entender que hubiese notado cosa alguna; pero aunque no debía sorprenderme este objeto, y más cuando en nada me perjudicaba a mí, no dejó, con todo, de inquietarme mucho. «¡Ah, malvada! —decía yo con enfado—. ¡Ah, traidora Eufrasia! ¡No te contentas con engañar a un buen viejo, haciéndole creer que le amas, sino que te entregas a otro amante para hacer más abominable tu villana traición!». Pero, bien mirado, era yo muy necio en discurrir de esta suerte. Antes debía reírme de aquella aventura y mirarla como una compensación del fastidio y de los malos ratos que Eufrasia sufría con el trato de mi amo. A lo menos hubiera hecho mejor en no hablar palabra que en valerme de esta ocasión para acreditarme de buen criado. Pero en vez de moderar mi celo, abracé con mayor calor los intereses de don Gonzalo y le hice puntual relación de lo que había visto, añadiendo que doña Eufrasia había solicitado corromper mi fidelidad, y en prueba de ello no le ocultó nada de lo que me había dicho, de manera que estuvo en su mano el conocimiento del verdadero carácter de su enamorada. Hízome mil preguntas, como dudando de lo que decía; pero mis respuestas fueron tales que le quitaron la satisfacción de poder dudarlo. Quedó atónito y asombrado de lo que había oído, y sin que le sirviese en este lance su ordinaria serenidad, se asomó a su semblante un repentino ímpetu de cólera, que podía parecer presagio de que Eufrasia pagaría su infidelidad. «¡Basta, Gil Blas! —me dijo—. Estoy sumamente agradecido al celo y amor que me muestras; me agrada infinito tu honrada lealtad. Ahora mismo voy a casa de Eufrasia a llenarla de reconvenciones y a romper para siempre la amistad con esta ingrata». Diciendo esto, salió efectivamente, y se fué en derechura a su casa, no queriendo que le acompañase yo, por librarme de la mala figura que había de hacer si me hallaba presente a la averiguación de aquellos hechos.

Mientras tanto, quedé esperando con la mayor impaciencia que volviese mi amo. No dudaba que, a vista de tan poderosos motivos para quejarse de su ninfa, volvería desviado de sus atractivos, o cuando menos resuelto a una eterna separación. Con este alegre pensamiento me daba a mí mismo el parabién de mi obra; me representaba el placer que tendrían los herederos legítimos de don Gonzalo cuando supiesen que su pariente ya no era juguete de una pasión tan contraria a sus intereses; me figuraba que todos se me confesarían obligados, y, en fin, que iba yo a distinguirme de los demás criados, más dispuestos por lo común a mantener a sus amos en sus desórdenes que a retirarlos de ellos. Apreciaba yo el honor y me lisonjeaba de que me tendrían por el corifeo de todos los sirvientes; pero una idea tan halagüeña se desvaneció pocas horas después, porque volvió mi amo y me dijo: «Amigo Gil Blas, acabo de tener una conversación muy acalorada con Eufrasia. Llámela ingrata, aleve; llénela de improperios; pero ¿sabes lo que me respondió? Que hacía mal en dar crédito a criados. Sostiene con empeño que me has hecho una relación falsa. Si he de creerla, tú no eres más que un impostor, un criado vendido a mis sobrinos, por cuyo amor no perdonarías medio alguno para ponerme mal con ella. Yo mismo la vi derramar algunas lágrimas, y lágrimas verdaderas. Me ha jurado por cuanto hay de más sagrado que ni te había hecho la más mínima proposición ni ve a ningún hombre. Lo mismo me aseguró Beatriz, que me parece mujer honrada e incapaz de mentir; de modo que, contra mi propia voluntad, se desvaneció todo mi enojo». «¿Pues qué, señor —interrumpí yo con sentimiento—, dudáis de mi sinceridad, desconfiáis de…?». «No, hijo mío —repuso él—. Te hago justicia; no creo que estés de acuerdo con mis sobrinos; estoy persuadido de que sólo por buen celo te interesas en todo lo que me toca, y te lo agradezco. Pero muchas veces engañan las apariencias. Puede suceder que realmente no hubieses visto lo que te pareció ver y en tal caso considera lo mucho que habrá ofendido a Eufrasia tu acusación. Mas sea lo que fuere, yo no puedo menos de amarla. Así lo quiere mi estrella; y aun me ha sido indispensable hacerle el sacrificio que exige de mi amor; este sacrificio es despedirte. Siéntelo mucho, mi pobre Gil Blas —continuó—, y te aseguro que no he censentido en ello sin aflicción; mas no puedo pasar por otro punto; compadécete de mi debilidad. Lo que te debe consolar es que no saldrás sin recompensa; fuera de que ya he pensado colocarte con una señora amiga mía, en cuya casa lo pasarás perfectamente».

Quedé mortificadísimo al ver que mi celo había redundado en mi perjuicio. Maldije mil veces a Eufrasia y lamenté la flaqueza de don Gonzalo en haberse dejado dominar de ella. No dejaba tampoco de conocer el buen viejo que en despedirme de su casa sólo por complacer a su dama no hacía la acción más honrosa. Para cohonestar su poco espíritu y al mismo tiempo hacerme tragar mejor la pildora, me regaló cincuenta ducados, y él mismo me condujo el día siguiente a casa de la marquesa de Chaves. Dijóle en mi presencia que era yo un mozo de buenas prendas y que él me quería mucho, pero que por ciertos respetos de familia se veía precisado a su pesar a quedarse sin mí, y le suplicaba con el mayor encarecimiento me admitiese de criado. Desde aquel punto me recibió la marquesa, y yo me vi de repente con nueva ama y en nueva casa.