CAPÍTULO V

De lo que hizo doña Aurora de Guzmán luego que llegó a Salamanca.

ESPUÉS de haber la Ortiz, sus compañeras y yo oído esta historia, nos salimos de la sala, donde dejamos solas a doña Aurora y doña Elvira. Pasaron las dos lo restante del día en varias diversiones, sin fastidiarse una de otra, y cuando partimos al día siguiente, fué tan dolorosa su separación como pudiera serlo la de dos íntimas amigas acostumbradas toda la vida a la más dulce y tierna compañía.

Llegamos, en fin, a Salamanca sin que nos sucediese el menor contratiempo. Alquilamos luego una casa enteramente amueblada, y la dueña Ortiz, según lo que habíamos tratado, se comenzó a llamar doña Jimena de Guzmán. Como había sido dueña tanto tiempo, no podía menos de hacer bien su papel. Salió una mañana con Aurora, una doncella y un paje y se encaminaron a una posada de caballeros, donde supieron que ordinariamente se alojaba Pacheco. Preguntó la Ortiz si había algún cuarto desocupado, y habiéndole respondido que sí, le enseñaron uno decentemente puesto. Tomólo de su cuenta, y aun adelantó un mes de alquiler, expresando que era para un sobrino suyo que iba de Toledo a estudiar a Salamanca y al que esperaba aquel día.

Después que la dueña y mi ama dejaron ajustado aquel alojamiento se trasladaron al suyo, y la bella Aurora, sin perder tiempo, se vistió de caballero. Para cubrir sus cabellos negros se puso una peluca rubia, y tiñéndose del mismo color las cejas, se disfrazó de suerte que parecía un señorito distinguido. Era garboso y desembarazado, y a no ser la cara, que era demasiadamente linda para hombre, ninguna otra cosa hacía sospechoso su disfraz. Imitóle en el mismo la criada que le había de servir de paje, y todos nos persuadimos que también ésta representaría bien su papel, así porque no era de las más hermosas como por tener cierto airecillo descarado muy a propósito para el personaje que le tocaba hacer. Después de comer, hallándose las dos actrices en estado de presentarse en su teatro, esto es, en la posada de caballeros, ellas y yo marchamos allá. Metímonos en un coche y llevamos los baúles y la ropa que era menester.

La posadera, llamada Bernarda Ramírez, nos recibió con el mayor agasajo y nos condujo a nuestro cuarto, donde comenzamos a trabar conversación con ella. Convinimos en la comida que nos había de dar y en lo que habíamos de pagarle cada mes. Preguntémosle después si tenía muchos huéspedes. «Por ahora —respondió— no tengo ninguno. Nunca me faltarían si quisiera recibir a todo género de gentes, pero mi genio no lo lleva y en mi casa sólo admito personas de distinción. Esta misma noche espero a uno que viene de Madrid a concluir sus estudios. Llámase don Luis Pacheco, caballero de veinte años lo más, que acaso conocerán ustedes o habrán oído hablar de él». «¡No! —respondió Aurora—. No ignoro que es de una familia ilustre, pero no sé sus cualidades, y habiendo de vivir en su compañía en una misma casa tendría particular gusto de saber qué hombre es». «Señor —repuso la huéspeda mirando al fingido caballero—, es un caballerito de linda cara, ni más ni menos que la vuestra, y desde luego aseguro que ambos os avendréis bien. ¡Vive diez, que podré jactarme de tener en mi casa los dos señoritos más galanes y airosos de toda España!». «Según eso —replicó mi ama—, ese tal caballerito habrá tenido en Salamanca mil galanteos». «¡Oh! En cuanto a eso —respondió la vieja—, debo confesar que es un enamorado de profesión. Basta que se deje ver para llevarse de calle a cualquier mujer. Entre otras robó el corazón de una joven y bella como ella sola, hija de un anciano doctor en leyes; y en cuanto a su cariño hacia don Luis, es aquello que se llama locura. Su nombre es doña Isabel». «Pero dígame —le replicó Aurora con prontitud—, ¿y don Luis la corresponde igualmente?». «Que la amaba antes que volviese a Madrid —respondió la Ramírez—, no tiene duda; pero si ahora la quiere o no la quiere, eso es lo que yo no sé, porque el tal caballerito en este punto es poco de fiar. Corre de mujer en mujer como lo hacen comúnmente todos los de su edad y de su clase».

Apenas acababa la viuda de decir estas palabras cuando se oyó en el patio ruido de caballos. Asómamenos a la ventana y vimos dos hombres que se apeaban, que eran el mismo don Luis Pacheco, que llegaba de Madrid con su criado. Dejónos la vieja para ir a recibirlos y preparóse mi ama, no sin alguna conmoción, a representar su personaje de don Félix. Poco después vimos entrar en nuestro cuarto a don Luis, con botas y espuelas, en traje de camino. «Acabo de saber —dijo saludando a doña Aurora— que un caballero toledano está alojado en esta posada, y espero me permitirá le manifieste el gusto que tengo de lograr bajo un mismo techo tan buena compañía». Mientras respondía mi ama a este cumplimiento, me pareció que Pacheco estaba suspenso de ver a un caballero tan amable. Con efecto, no se pudo contener sin decirle que jamás había visto hombre tan galán ni tan bien plantado. Después de varios discursos, acompañados de mil recíprocos y cortesanos cumplimientos, se retiró don Luis al cuarto que se le había destinado.

Mientras se hacía quitar las botas y se mudaba de ropa, un paje que le buscaba para entregarle una carta encontró por casualidad a doña Aurora en la escalera, y teniéndola por don Luis, a quien no conocía, «Caballero —le dijo—, aunque no conozco al señor don Luis Pacheco, me parece no debo preguntar a usted si lo es, y estoy persuadido de que no me engaño, según las señas que me han dado». «No, amigo —respondió mi ama con gran serenidad—, ciertamente que no te engañas y sabes cumplir con puntualidad los encargos que te dan; has adivinado muy bien que soy don Luis Pacheco. Dame esa carta y vete, que ya cuidaré de enviar la respuesta». Marchóse el paje, y cerrándose Aurora en su cuarto con su criada y conmigo abrió la carta y nos leyó lo que sigue: «Acabo de saber vuestra llegada a Salamanca. Alegróme tanto esta noticia, que temí perder el juicio. ¿Amáis todavía a vuestra Isabel? Aseguradle cuanto antes de que no os habéis mudado. Morirá de contento si le dais el consuelo de haberle sido fiel».

«En verdad que el papel es apasionado —dijo Aurora— y muestra un alma del todo enamorada. Esta dama es una competidora que no debe despreciarse; antes bien, juzgo que debo hacer todo lo posible para desprenderla de don Luis, haciendo cuanto me sea dable para que él no la vuelva a ver. La empresa es algo ardua, lo confieso, mas no desconfío de salir con ella». Paróse a pensar sobre este punto, y un momento después añadió: «Yo me obligo a ver enemistados a los dos en menos de veinticuatro horas». Con efecto, habiendo Pacheco descansado un poco en su cuarto, volvió a buscarnos al nuestro y renovó la conversación con Aurora antes de cenar. «Caballero —le dijo en tono de zumba—, creo que los maridos y los amantes no han de celebrar mucho vuestra venida a Salamanca y que les ha de causar harta inquietud; yo, por lo menos, ya comienzo a temer mucho por mis damas». «Oiga usted —le respondió mi ama en el mismo tono—, su temor no está mal fundado. Don Félix de Mendoza es un poco temible; así os lo prevengo. Ya he estado otra vez en esta ciudad y sé por experiencia que en ella no son insensibles las mujeres». «¿Qué prueba tiene usted de ello?», interrumpió don Luis con presteza. «Una demostrativa —replicó la hija de don Vicente—. Habrá un mes que transité por esta ciudad, y, habiéndome detenido en ella no más que ocho días, en este breve tiempo —os lo digo en toda confianza— se apasionó ciegamente de mí la hija de un anciano doctor en leyes».

Conocí que se había turbado don Luis al oír estas palabras. «¿Y se podrá saber, sin pasar por indiscreto —replicó—, el nombre de esa señora?». «¿Qué llama usted sin pasar por indiscreto? —repuso el fingido D. Félix—. ¿Pues qué motivo puede haber para hacer de esto un misterio? ¿Por ventura me tenéis por más callado que lo son en este punto los de mi edad? ¡No me hagáis esa injusticia! Además de que, hablando entre los dos, el objeto tampoco es digno de tan escrupuloso miramiento, porque al fin sólo es una pobre particular, y los hombres de distinción no se emplean seriamente en estas gentes de poca posición, y aun creen que les hacen mucho honor en quitarles el crédito. Diréos, pues, sin reparo, que la hija del tal doctor se llama Isabel». «Y el tal doctor —interrumpió, impaciente ya. Pacheco—, ¿se llama acaso el señor Marcos de la Llana?». «¡Justamente! —respondió mi ama—. Lea usted este papel que acaba de enviarme; por él verá si me quiere bien la tal niña». Pasó los ojos don Luis por el billete, y conociendo la letra se quedó confuso. «¡Qué veo! —prosiguió entonces Aurora con admiración—. ¡Parece que se os muda el color! Creo, ¡Dios me lo perdone!, que tomáis interés por esa dama. ¡Oh y cuánto me pesa de haber hablado con tanta franqueza!». «Antes bien, os doy gracias por ello —replicó don Luis en un tono mezclado de cólera y despecho—. ¡Ah, pérfida! ¡Ah, inconstante! ¡Oh, don Félix, y qué favor os merezco! ¡Me habéis sacado de un error en que quizá hubiera estado largo tiempo! Creía que me amaba. ¿Qué digo amaba? ¡Me parecía que me adoraba Isabel! Yo miraba con algún aprecio a esta muchacha, pero ahora veo que es una mujer digna de mi mayor desprecio». «Apruebo vuestro noble modo de pensar —dijo Aurora, manifestando también por su parte mucha indignación—. ¡La hija de un doctor en leyes debiera tenerse por muy dichosa en que la quisiese un caballerito de tanto mérito como vos! No puedo disculpar su veleidad, y, lejos de aceptar el sacrificio que me hace de vos, quiero castigarla, despreciando sus favores». «Por lo que a mí toca —dijo Pacheco—, juro no volverla a ver en toda mi vida, y ésta será mi única venganza». «Tenéis sobrada razón —respondió el fingido Mendoza—. Pero, con todo, para que conozca mejor el menosprecio con que la tratamos, sería yo de parecer que los dos le escribiéramos separadamente un papel en que la insultásemos a nuestra satisfacción. Yo los cerraré y se los enviaré en respuesta a su carta; mas antes de llegar a este extremo será bien que lo consultéis con vuestro corazón, no sea que algún día os arrepintáis de haber roto la amistad con Isabel». «¡No, no! —interrumpió don Luis—. No pienso tener jamás semejante flaqueza, y convengo desde luego en que, por mortificar a esa ingrata, se ponga inmediatamente por obra lo que hemos discurrido».

Sin perder tiempo fui yo mismo a traerles papel y tinta, y uno y otro se pusieron a componer dos papeles muy gustosos para la hija del doctor Marcos de la Llana. Especialmente Pacheco no encontraba voces bastante fuertes que le contentasen para expresar sus sentimientos; y así, hizo pedazos cinco o seis billetes por parecerle sus expresiones poco enérgicas y poco duras. Al cabo compuso uno que le satisfizo, y a la verdad tenía razón para quedar satisfecho, porque estaba concebido en estos términos: «Aprende ya a conocerte, reina mía, y no tengas la presunción de creer que yo te amo. Para esto era menester otro mérito mayor que el tuyo. No veo en ti el menor atractivo que merezca mi atención mas que por un momento. Solamente puedes aspirar a los inciensos que te tributarán las hopalandas más miserables de la Universidad». Escribió, pues, esta agradable carta, y cuando Aurora acabó la suya, que no era menos ofensiva, las cerró entrambas bajo una cubierta, y entregándome el pliego, «Toma, Gil Blas —me dijo—, y haz que Isabel reciba este pliego esta noche. ¡Ya me entiendes!», añadió guiñándome un ojo, señal cuyo significado entendí perfectamente. «Sí, señor —le respondí—, será usted servido como desea».

Responderle esto, hacerle una cortesía y salir de casa todo fué uno. Luego que me vi en la calle, me dije a mí mismo: «¿Conque, señor Gil Blas, parece que se hace prueba de vuestro talento y que representáis en esta comedia el importante papel de criado confidente? ¡Sí, señor! ¡Pues, amigo mío, es menester mostrar que tienes habilidad para desempeñar un papel que pide tanta! El señor don Félix se contentó con hacerte una seña; fióse de tu penetración. ¿Comprendiste bien lo que aquella guiñada quiso decir? Sí, por cierto: quísome dar a entender que entregase solamente el billete de don Luis». No significaba otra cosa aquella guiñadura. No tuve en esto la menor duda. Conque, diciendo y haciendo, rompí el sobrescrito, saqué de él la carta de Pacheco y la llevó a casa del doctor Marcos, habiéndome antes informado de dónde vivía. Encontró a la puerta al mismo pajecito a quien había visto en la posada de los caballeros. «Hermano —le dije—, ¿serás vos, por fortuna, el criado de la hija del señor doctor Marcos de la Llana?». Respondióme que sí en tono de mozo experto en estos lances, y yo le añadí: «Tenéis una fisonomía tan honrada y una cara tan de amigo de servir al prójimo, que me atrevo a suplicaros entreguéis a vuestra ama ese papelito de cierto caballero conocido suyo». «¿Y quién es ese caballero?», me preguntó el pajecillo; y apenas le respondí que era don Luis Pacheco cuando, todo regocijado, me respondió: «¡Ah! Si el papel es de ese señorito, sigúeme, pues tengo orden de mi ama de introducirte en su cuarto, que quiere hablarte». Seguílo, en efecto, y llegué a una sala, donde muy presto se dejó ver la señora. Quedé admirado de su hermosura; tanto, que me pareció no haber visto facciones más lindas en mi vida. Tenía un aire tan delicado y aniñado, que parecía ser de edad de quince años, sin embargo de que había más de treinta que caminaba por sí misma sin necesidad de andadores. «Amigo —me preguntó con cara risueña—, ¿eres criado de don Luis Pacheco?». «Sí, señora —le respondí—; tres semanas ha que entré a servir a su merced». Y diciendo esto le entregué respetuosamente el fatal papel que se me había encargado. Leyóle dos o tres veces, con semblante de dudar lo que sus mismos ojos veían. Con efecto, nada esperaba menos que semejante respuesta. Alzaba los ojos al cielo, mordíase los labios y todos sus indeliberados movimientos hacían patente lo que pasaba dentro de su corazón. Volvióse después hacia mí y me dijo: «Amigo mío, ¿don Luis se ha vuelto loco desde que se ausentó de mí? No comprendo su modo de proceder. Díme, amigo, si lo sabes: ¿qué motivo ha tenido para escribirme un papel tan cortesano, tan atento? ¿Qué demonio le tiene poseído? Si quiere romper conmigo, ¿no sabría hacerlo sin ultrajarme con una carta tan grosera?». «Señora —le respondí afectando un aire lleno de sinceridad—, es cierto que mi amo no ha tenido razón para eso; pero en cierta manera se vio en términos de no poder hacer otra cosa. Si me dais palabra de guardar el secreto, yo os descubriré todo el misterio». «Te ofrezco guardarlo —me respondió ella prontamente—; no temas que te perjudique; y así, explícate con toda libertad». «Pues, señora —continué yo—, he aquí el caso en dos palabras». Un momento después que mi amo recibió vuestro papel, entró en la posada una dama tapada con un manto de los más dobles; preguntó por el señor Pacheco; hablóle a solas, y de allí a algún tiempo, al fin de la conversación, le oí decir estas precisas palabras: «Me juráis que nunca la volveréis a ver, pero no me contento con esto; es menester que ahora mismo le escribáis un billete, que yo misma quiero dictaros. Esto quiero absolutamente de vos». Sujetóse don Luis a todo lo que deseaba aquella mujer, y entregándome después el billete, me dijo: «Toma este papel, averigua dónde vive el doctor Marcos de la Llana y procura con maña que esta carta se entregue en propia mano a su hija Isabel». «De aquí inferiréis, señora, que la tal carta es hechura de alguna enemiga vuestra y, por consiguiente, que mi amo poca o ninguna culpa ha tenido en esta maniobra». «¡Oh Cielos! —exclamó ella—. ¡Pues esto es todavía más de lo que yo pensaba! ¡Más me ofende su infidelidad que las indignas e injuriosas expresiones que se atrevió a escribir su mano! ¡Ah, infiel! ¡Ha podido contraer otra amistad!». Pero, revistiéndose de repente de altivez, añadió despechada: «¡Abandónese en buen hora libremente a su nuevo amor, que yo no pienso impedirlo! Decidle de mi parte que no necesitaba insultarme para obligarme a dejar libre el campo a mi competidora y que desprecio demasiado a un amante tan voltario para tener el menor deseo de atraérmelo de nuevo». Diciendo esto me despidió y se retiró muy enojada contra don Luis. Yo salí de casa del doctor Marcos de la Llana muy satisfecho de mí mismo, conociendo bien que si quería aprender el oficio de tercero me hallaba con suficientes talentos para ser maestro en poco tiempo. Volvíme a nuestra posada, donde encontré cenando juntos a los señores Mendoza y Pacheco y en conversación, con tanta confianza como si se hubieran conocido y tratado muchos años. Conoció Aurora en mi alegre y risueño semblante que no había desempeñado mal mi comisión. «¿Conque ya estás de vuelta, Gil Blas? —me dijo en tono festivo—. ¡Ea, danos cuenta de tu embajada!». Tuve, para responder, que recurrir a mi talento. Dije que había entregado el pliego en mano propia a Isabel, la que, después de haber leído los dos dulcísimos y tiernísimos papeles, prorrumpió en grandes carcajadas, como una loca, diciendo: «¡Por vida mía que los dos señoritos escriben con bellísimo estilo! ¡No se puede negar que nadie es capaz de imitarlo!». «Eso —dijo mi ama— se llama sacar el caballo o salir del atolladero airosamente. ¡En verdad que la tal señora mía es una chula de prueba y muy diestra!». «Desconozco enteramente en esta ocasión a doña Isabel —interrumpió don Luis—; la tenía en muy dintinto concepto». «Yo también —replicó Aurora— había formado otro juicio de ella. Es preciso confesar que hay mujeres que saben hacer toda clase de papeles. A una de éstas amé yo, y en verdad que se burló de mí largo tiempo. Gil Blas lo puede decir; parecía la mujer más juiciosa y más honesta que había en todo el mundo». «Así es —respondí yo introduciéndome en la conversación—; era capaz de engañar al más astuto, y aun a mí mismo me hubiera engañado».

Dieron grandes carcajadas el fingido Mendoza y el verdadero Pacheco cuando me oyeron hablar de esta suerte; y lejos de desaprobar el que yo me tomase la libertad de mezclarme en su conversación, me dirigían a menudo la palabra para divertirse con mis respuestas. Proseguimos nuestros razonamientos sobre el arte de fingir, que en supremo grado poseen las mujeres, y el resultado de nuestros discursos fué que Isabel quedó legal y judicialmente declarada por una chula de profesión. Don Luis protestó de nuevo que jamás la volvería a ver y, a ejemplo suyo, don Félix juró que siempre la miraría con el más alto desprecio. Acabadas estas protestas, estrecharon más su amistad, prometiendo que ninguna cosa tendrían reservada uno para otro; antes bien, que todas se las comunicarían recíprocamente. Sobremesa se detuvieron un rato, diciendo cosas graciosísimas, y después se separaron para irse a dormir cada cual a su cuarto. Yo acompañé a Aurora hasta el suyo, donde di fiel y verdadera cuenta de la conversación que había tenido con la hija del doctor, sin omitir la circunstancia más menuda. Faltó poco para que me abrazase de pura alegría. «Querido Gil Blas —me dijo—, tu ingenio y habilidad me tienen encantada. Cuando nos arrastra una pasión en que es preciso recurrir a invenciones y estratagemas, es gran fortuna tener un criado tan advertido y tan ingenioso como tú, que tomas verdadero interés en nuestros asuntos. ¡Animo, pues, amigo mío! ¡Nos hemos sacudido de una mujer que podía hacernos mal tercio! No me descontenta el principio, pero como los lances de amor están sujetos a varias revoluciones, soy de parecer que cuanto antes acometamos nuestra ideada empresa y que desde mañana empiece a representar su papel Aurora de Guzmán». Aprobó el pensamiento y, dejando al señor don Félix con su paje, me retiré al cuarto donde tenía mi cama.