No pudiendo Gil Blas acomodarse a las costumbres de los comediantes, se sale de casa de Arsenia y halla mejor conveniencia.
N tantico de honor y de religión que conservaba todavía en medio de tan estragadas costumbres me obligó, no sólo a dejar a Arsenia, sino a romper toda comunicación con Laura, a quien, sin embargo, no podía menos de amar, aun conociendo que me hacía mil infidelidades. ¡Dichoso aquel que sabe aprovecharse de ciertos momentos en que la razón viene a turbar los ilícitos embelesos que la tienen obcecada! Amaneció, pues, una mañana, muy dichosa para mí, en la cual hice mi hatillo, y sin contar con Arsenia, que si se va a decir verdad casi nada me debía de mi salario, ni despedirme de mi querida Laura, salí de aquella casa en que sólo se respiraba libertinaje. Premióme inmediatamente el Cielo esta buena obra, pues encontrando al mayordomo de mi difunto amo don Matías, le saludé, y él, conociéndome al instante, me preguntó a quién servía. Respondíle que había estado un mes en casa de Arsenia, cuyas costumbres desenvueltas no me cuadraban, y que en aquel mismo punto, voluntariamente, acababa de dejarla por salvar mi inocencia. El mayordomo, como si de suyo fuera hombre escrupuloso, aprobó mi delicadeza y me dijo que, pues yo era un mozo tan honrado, quería él mismo buscarme una buena conveniencia. Cumplió puntualmente su palabra, y en aquel mismo día me acomodó con don Vicente de Guzmán, de cuyo mayordomo él era grande amigo.
No podía entrar en mejor casa, y así, nunca me arrepentí de haber estado en ella. Era don Vicente un caballero ya anciano y muy rico, que había muchos años vivía feliz, sin pleitos y sin mujer, porque los médicos le habían privado de la suya queriéndola curar de una tos que verosímilmente la dejaría vivir más largo tiempo si no hubiera tomado sus remedios. No pensó jamás en volverse a casar, dedicándose enteramente a la educación de Aurora, su hija única, que entraba entonces en los veintiséis y era una señorita completa. Juntaba a su hermosura poco común un entendimiento despejado y grande instrucción. Su padre era hombre de poco talento, pero tenía el de saber gobernar su casa. Sólo le hallaba yo un defecto, que a los viejos se les debe perdonar: gustaba mucho de hablar, sobre todo de guerras y batallas. Si por una desgracia se tocaba esta tecla en su presencia, luego sonaba en su boca la trompeta heroica, y se tenían por muy afortunados los oyentes si se contentaba con embocarles la relación de tres batallas y dos sitios. Como había militado las dos terceras partes de su vida, era su memoria un manantial inagotable de funciones y hazañas militares, que no siempre se oían con el gusto con que él las relataba. A esto se añadía que era muy prolijo, sobre ser un poco tartamudo, con lo cual sus relaciones se hacían en extremo desagradables. En lo demás, no era fácil encontrar un señor de mejor carácter. Siempre de igual humor, nada testarudo ni caprichoso, cosa verdaderamente rara en un hombre de su clase. Aunque gobernaba su hacienda con juicio y economía, se trataba muy decentemente. Componíase su familia de varios criados y de tres criadas, que servían a Aurora. Conocí desde luego que el mayordomo de don Matías me había colocado en una buena casa, y solamente pensé en el modo de conservarme en ella. Apliquéme a conocer bien el terreno y a estudiar el genio e inclinación de todos, arreglé después mi conducta por este conocimiento, y en poco tiempo logré tener en mi favor al amo y a todos mis compañeros.
Habíase pasado casi un mes desde mi entrada en casa de don Vicente cuando se me figuró que su hija me distinguía entre los demás criados. Siempre que me miraba me parecía observar en sus ojos cierto agrado que no advertía en ella cuando miraba a los otros. A no haber tratado yo con elegantes y comediantes, nunca me hubiera pasado por la imaginación que Aurora pensase en mí; pero me habían abierto los ojos aquellos señores míos, en cuya escuela no siempre estaban en el mejor predicamento aun las damas de la más alta esfera. «Si hemos de dar crédito a algunos histriones —me decía yo a mí mismo—, tal vez suelen venir a las señoras más distinguidas ciertas fantasías de las cuales saben ellos aprovecharse. ¿Qué sé yo si mi ama tendrá de estos caprichos? Pero no —añadía inmediatamente—, no puedo persuadirme de tal cosa; no es esta señorita una de aquellas Mesalinas que, olvidadas de la noble altivez que les infunde su nacimiento, se rinden a la indecencia de humillarse hasta el polvo y se deshonran a sí mismas sin rubor. Será quizá una de aquellas virtuosas, pero tiernas y amorosas doncellas, que, sin traspasar los límites que la virtud prescribe a su ternura, no hacen escrúpulo de inspirar ni de sentir ellas mismas una pasión delicada que las entretiene sin peligro».
Este era el juicio que yo formaba de mi ama, sin saber precisamente a qué atenerme. Mientras tanto, siempre que me veía no dejaba de sonreírse y alegrarse, de manera que, sin pasar por necio, podía cualquiera creer tan bellas apariencias, y por lo mismo no hallé medio de impedir que me sedujesen. Consentí, pues, en que Aurora estaba muy prendada de mi mérito, y comencé a considerarme como uno de aquellos criados afortunados a quienes el amor hace dulcísima la servidumbre. Para mostrarme en cierto modo menos indigno del bien que parecía querer proporcionarme la fortuna, empecé a cuidar del aseo de mi persona más de lo que había cuidado hasta allí. Gastaba todo mi dinero en comprar ropa blanca, aguas de olor y pomadas. Lo primero que hacía por la mañana, luego que me levantaba de la cama, era lavarme, perfumarme bien y vestirme con todo el aseo posible, para no presentarme con desaliño a mi ama en caso de que me llamase. Con este cuidado de componerme, y con otros medios que empleaba para agradar, me lisonjeaba de que no tardaría mucho en declararse mi ventura.
Entre las criadas de Aurora había una que se llamaba la Ortiz. Era una vieja que hacía más de veinte años que servía en casa de don Vicente. Había criado a su hija y conservaba todavía el título de dueña, aunque ya no ejercía aquel penoso empleo. Por el contrario, en lugar de vigilar las aficiones de Aurora, como lo hacía en otro tiempo, entonces sólo atendía a ocultarlas, con lo cual gozaba toda la confianza de su ama. Una noche, habiendo buscado la dueña ocasión de hablarme sin que nadie pudiese oírnos, me dijo en voz baja que si yo era prudente y callado bajase al jardín a media noche, donde sabría cosas que no me disgustarían. Respondíle, apretándole la mano, que sin falta alguna bajaría, y prontamente nos separamos para no ser sorprendidos. Ya no dudé entonces de ser yo el objeto del cariño de Aurora. ¡Oh, y qué largo se me hizo el tiempo hasta la cena, sin embargo de que siempre se cenaba temprano, y desde la cena hasta que mi amo se recogió! Parecíame que aquella noche todo se hacía en casa con extraordinaria lentitud. Y para aumento de mi fastidio, cuando don Vicente se retiró a su cuarto, en vez de pensar en dormirse, se puso a repetirme sus campañas de Portugal, con que tanto me había machacado. Pero lo que jamás había hecho, y lo que precisamente guardó para regalarme aquella noche, fué irme nombrando uno por uno todos los oficiales que se habían hallado en ellas, refiriéndome al mismo tiempo las hazañas de cada cual. No puedo ponderar cuánto padecí en estarle oyendo hasta que concluyó. Al fin acabó de hablar y se metió en la cama. Retiréme inmediatamente al cuarto donde estaba la mía y del que se bajaba por una escalera secreta al jardín. Únteme de pomada todo el cuerpo, púseme una camisola limpia bien perfumada y nada omití de cuanto me pareció que podía contribuir a fomentar el capricho que me había figurado en mi ama, con lo que fui al sitio de la cita.
No encontré en él a la Ortiz y juzgué que, cansada de esperarme, se había vuelto a su cuarto, lo que me hizo perder todas mis esperanzas. Eché la culpa a don Vicente, y cuando estaba dando al diablo sus campañas, dio el reloj, conté las horas y vi que no eran mas que las diez. Tuve por cierto que el reloj andaba mal, creyendo imposible que no fuese ya por lo menos la una de la noche; pero estaba tan engañado, que un cuarto de hora después volví a contar las diez de otro reloj. «¡Bravo! —dije entonces entre mí—. Todavía faltan dos horas enteras de poste o de centinela. ¡No culparán mi tardanza! Pero ¿qué haré hasta las doce? Paseémonos en este jardín y pensemos en el papel que debo hacer, que es para mí harto nuevo. No estoy acostumbrado a las bizarrías de las damas de distinción; solamente sé lo que se practica con las comediantas y mujercillas. Se presenta uno a ellas con familiaridad y franqueza y les dice su atrevido pensamiento sin reparo; pero con las señoras se observa otro ceremonial. Es menester, a lo que me parece, que el galán sea cortés, complaciente, tierno y moderado, pero sin ser tímido. No ha de querer precipitar atropelladamente su fortuna; para lograrla debe esperar el momento favorable».
Así discurría yo y así me proponía proceder con Aurora. Figurábame que dentro de poco tendría la dicha de verme a los pies de aquella amable persona y decirle mil cosas amorosas. Con este fin, traía a la memoria los pasajes de las comedias que me pareció podían servirme y darme gran lucimiento en nuestra conversación a solas. Lisonjeábame de que los aplicaría con oportunidad, y esperaba que, a ejemplo de algunos comediantes que yo conocía, pasaría por hombre de entendimiento, aunque no tuviese más que memoria. Mientras me ocupaba en estos pensamientos, los cuales divertían mi impaciencia con más gusto que las relaciones militares de mi amo, oí dar las once. «¡Bueno! —dije entonces—. ¡Ya no me faltan mas que sesenta minutos que esperar! ¡Armémonos de paciencia!».
Cobré ánimo y volvíme a recrear con las alegres fantasías de mi imaginación, parte paseándome y parte sentándome en un delicioso cenador formado en el extremo del jardín. Llegó en fin la hora de mí tan deseada; es decir, las doce. Pocos instantes después se dejó ver la Ortiz, tan puntual como yo, pero menos impaciente. «Señor Gil Blas —me dijo al acercarse—, ¿cuánto ha que está usted aquí?». «Dos horas», le respondí. «En verdad —añadió ella riéndose— que es usted muy cumplido, y da gusto darle citas para estas horas. Es cierto —prosiguió ya en tono serio— que eso y mucho más merece la dicha que le voy a anunciar. Mi ama quiere hablar a solas con usted y me ha mandado que le introduzca en su cuarto, en donde le espera. No tengo otra cosa que decirle; lo demás es un secreto que usted no debe saber sino de su propia boca. Sígame a donde le conduzca». Y dicho esto, me cogió de la mano, y ella misma me introdujo misteriosamente en el aposento del ama por una puerta falsa de que tenía la llave.