Del modo como vivían entre sí los comediantes y cómo trataban a los autores de comedias.
L día siguiente, muy de mañana, salí a campaña, para dar principio a mi empleo de mayordomo. Era vigilia, y por orden de mi ama compré buenos pollos, conejos, perdices y otras frioleras de semejante especie. Como los señores cómicos no están contentos de los ritos de la Iglesia, con respecto a ellos no observan con mucha puntualidad sus mandamientos. Llevé a casa más comida de la que bastaría para alimentar a doce personas honradas los tres días de Carnestolendas. La cocinera tuvo bien en qué divertirse toda la mañana. Mientras ella cuidaba de aderezar la comida, se levantó Arsenia de la cama y se sentó al tocador, donde estuvo hasta mediodía. Llegaron entonces los señores comediantes Ricardo y Casimiro. A éstos se siguieron dos comediantas, Constanza y Leonor; un momento después se dejó ver Florimunda, acompañada de un hombre que tenía toda la traza de un caballero majo: el cabello peinado a la última moda, un sombrero con un ala levantada y su penacho de plumas en figura de ramillete, calzones ajustados, ropilla bordada con flores de oro y medio desabrochada, por donde se descubría una finísima camisa guarnecida de ricos encajes, guantes y pañuelo de Cambray delicadísimo, metidos en la guarnición o cazoleta de la espada, capa larga terciada sobre el hombro con mucho garbo y bizarría.
Con todo eso, aunque de tan buena traza y hombre verdaderamente bien plantado, todavía me pareció descubrir en él un no sé qué de extraño que me chocaba. «Es imposible —decía yo entre mí— que no sea un hombre raro este sujeto». No me engañé en mi concepto, porque era un ente singular. Luego que entró en el cuarto de Arsenia, fué precipitadamente a abrazar a todas las comediantas y comediantes con mayor intrepidez y algazara que el mozalbete más atronado. Comenzó a hablar y me confirmé en mi opinión. Se recalcaba sobre cada sílaba y pronunciaba las palabras con cierto modo enfático, pomposo y gutural, accionando, gesticulando y haciendo con los ojos aquellos movimientos que a su parecer estaba pidiendo el asunto. Tuve la curiosidad de preguntar a Laura quién era aquel caballero. «Disculpo tu curiosidad —me respondió prontamente—. Es imposible no tenerla al ver por la primera vez al señor Carlos Alfonso de la Ventolería. Voy a pintártele al natural. Primeramente fué en otro tiempo comediante; dejó el teatro por antojo y se arrepintió después mirándolo con juicio. ¿Has reparado en su cabello negro? Pues sábete que es teñido, ni más ni menos que sus cejas y bigotes. Es más viejo que Saturno. Sin embargo, como sus padres cuando nació se olvidaron de hacer asentar su nombre en el libro de bautizados, él se aprovecha de este descuido para quitarse veinte años por lo menos. Fuera de eso, es el hombre más pagado de sí mismo que quizá se encontrará en toda España. Pasó los ocho primeros lustros de su vida en una completa ignorancia, y para hacerse sabio encontró después un cierto preceptor que le enseñó a deletrear en griego y en latín. Aprendió de memoria una multitud de cuentos y chistes, que a fuerza de repetirlos se ha llegado a persuadir de que son suyos efectivamente. Hácelos venir a la conversación aunque sea arrastrándolos por los cabellos, y se puede decir de él que luce su entendimiento a costa de su memoria. Finalmente, se dice que es un gran actor, y lo creo piadosamente; pero te confieso que nunca me ha gustado. Algunas veces le oigo declamar aquí y entre otros defectos, es muy visible el de una pronunciación tan afectada y con una voz tan trémula, que da cierto aire antiguo y ridículo a su declamación».
Tal fué el retrato que la señora Laura me hizo de aquel histrión honorario, de quien puedo decir con verdad que no he visto mortal de un aspecto más orgulloso en todos los días de mi vida. Quería hacer también el chistoso y discreto, sacando de su mollera dos o tres cuentos que nos encajó en tono grave y bien estudiado. Por otra parte, las comediantas y comediantes, que ciertamente no habían venido a callar, tampoco estuvieron mudos. Comenzaron a hablar de sus camaradas ausentes a la verdad de un modo poco caritativo pero esto es menester perdonárselo tanto a los comediantes como a los autores. Acaloróse un poco la conversación a expensas del prójimo. «¿Habéis sabido, amigas —dijo Casimiro—, el nuevo pasaje de nuestro compañero Cesarino? Compró esta mañana un par de medias de seda, cintas y encajes, haciendo después que un paje se los llevase al ensayo como de parte de cierta condesa». «¡Qué bribonada! —exclamó el señor Ventolería con cierta risita vana y mofadora—. En mi tiempo se usaba más realidad. Ninguno pensaba en semejantes ficciones. Es verdad que aun las damas de mayor distinción nos ahorraban la ruindad y el trabajo de inventarlas, pues tenían el capricho de ir ellas mismas en persona a comprar lo que nos regalaban». «¡Pardiez —repuso Ricardo en el mismo tono—, que ese capricho aun no se les ha pasado! Y si fuera lícito decir todo lo que uno sabe en este punto… Pero es fuerza callar ciertos lances, particularmente cuando tocan a personas de su posición». «Señores —interrumpió Florimunda—, suplico a ustedes dejen a un lado esos lances y buenas fortunas, puesto que todo el mundo las sabe, y hablemos algo de nuestra Ismenia. He oído que se le ha escapado aquel señor que gastaba tanto con ella». «Es muy cierto —respondió Constanza—; y aun diré más: también acaba de perder un rico mayordomo, a quien sin remedio hubiera dejado sin camisa. Lo sé originalmente. Su mensajero hizo un quid pro quo, llevando al señor un billete que era para el mayordomo y al mayordomo una carta que escribía al señor». «Dos grandes pérdidas» añadió Florimunda. «¡Oh! —replicó prontamente Constanza—. Por lo que toca a la del señor, es poco importante, pues ya había consumido casi toda su hacienda; pero el mayordomo ahora comenzaba su carrera. No ha pasado aún por la aduana de las coquetas, y así, es una pérdida muy digna de llorarse».
A esto, poco más o menos, se redujo la conversación antes de comer, y sobre el mismo asunto continuó durante la comida. Y como nunca acabaría yo si hubiese de referir cuantas especies se tocaron, todas de murmuración o de fatuidad, el lector llevará a bien que las suprima, para contarle el modo con que fué recibido un pobre diablo de autor que llegó a casa de Arsenia hacia el fin de la comida.
Entró nuestro lacayuelo donde estaban comiendo, y en voz alta dijo a mi ama: «Señora, ahí está un hombre con la camisa sucia y lleno de cazcarrias hasta el cogote, que, con perdón de ustedes, tiene traza de poeta, y dice que desea hablar a usted». «Hazle subir —respondió Arsenia—. ¡Nada de cumplimientos, señores —añadió—, que es un autor!». Efectivamente, era uno que había compuesto cierta tragedia admitida por la compañía y traía el papel que había de representar mi ama. Llamábase Pedro de Moya. Al entrar, hizo cinco o seis profundas cortesías a los concurrentes, sin que ninguno de ellos se levantase ni siquiera le saludase. Solamente Arsenia le correspondió con una simple inclinación de cabeza. Fuese acercando, pero siempre temblando y confuso; cayéronsele los guantes y el sombrero; levantólos y se acercó a mi ama, y presentándole un papel, más respetuosamente que un litigante presenta a su juez un memorial, «Dignaos, señora —le dijo—, de aceptar el papel que tengo la honra de ofrecer a vuestros pies». Recibióle ella con la mayor frialdad y con cierto aire de desprecio, sin dignarse ni aun de responder una sola palabra a su cumplimiento.
No por esto se acobardó nuestro autor, el cual, aprovechando aquella ocasión para distribuir otros papeles, dio uno a Casimiro y otro a Florimunda, quienes los tomaron sin más cortesías ni ceremonias que las que había usado Arsenia; antes por el contrario, el comediante, naturalmente muy cortés, como lo son casi todos estos señores, le insultó con chanzas picantes; pero el buen Pedro de Moya las llevó con paciencia y no se atrevió a volverle las nueces al cántaro porque no lo pagase después su trágica composición. Retiróse sin decir palabra, pero, a mi parecer, vivamente picado del recibimiento que le habían hecho. Tengo por cierto que allá en su interior no dejaría de decir mil pestes de los comediantes, como merecían; y éstos, después que él salió, comenzaron a hablar de los autores con mucho respeto. «Paréceme —dijo Florimunda— que el señor Pedro de Moya no ha ido muy satisfecho de nosotros». «Y bien, señora —interrumpió Casimiro—, ¿qué cuidado se os da? .¿Por ventura son dignos de nuestra atención los autores? Si los igualáramos a nosotros, ése sería el mejor medio para echarlos a perder. Tengo bien conocidos a esos pobres diablos y por eso mismo sé que si los tratáramos de otra manera presto se olvidarían de lo que son y nos perderían el respeto. Tratémoslos, pues, como esclavos, y no temamos que les apuremos la paciencia. Si, enfadados, se retiraren de nosotros algún tiempo, no durará mucho; la manía de escribir les hará presto volver a buscarnos, y darán gracias a Dios si nos dignamos de representar sus obras». «Tienes mucha razón —dijo entonces Arsenia—; solamente perdemos aquellos autores cuya fortuna labramos con nuestra habilidad, pues luego que los hemos acreditado y puesto en paraje de que tengan que comer se dan a la ociosidad y ya no quieren trabajar; pero al fin la compañía se consuela y el público tiene menos que padecer».
Aplaudieron todos este parecer y quedaron en que los autores, a pesar de lo mal que los trataban los comediantes, siempre les estaban muy obligados, porque les eran deudores de todo lo que tenían. Así los abatían los histriones, haciéndolos inferiores a ellos y ciertamente no podían despreciarlos más.