CAPÍTULO VIII

Por qué accidente se ve precisado Gil Blas a buscar nuevo acomodo.

STA fué la historia que contó don Pompeyo y que oímos el criado de don Alejo y yo, aunque nos mandaron que nos retirásemos antes que la principiase. Hicímoslo así, pero nos quedamos a la puerta de la sala, que de propósito dejamos entornada, y pudimos oír todo lo que dijo, sin perder una sola palabra. Prosiguieron después bebiendo aquellos señores y se separaron antes del día, porque como don Pompeyo había de hablar por la mañana al ministro, era razón que le diesen tiempo de reposar algún tanto. El marqués de Zenete y mi amo se despidieron de aquel caballero, abrazándole y dejándole con su pariente.

Nosotros, por esta vez, nos acostamos al amanecer, y al día siguiente mi amo me honró dándome otro nuevo empleo. «Gil Blas —me dijo—, toma papel, tinta y pluma para escribir dos o tres cartas que quiero dictarte, pues te hago mi secretario». «¡Bravo! —dije entre mí—. ¡Esto se llama acrecentamiento de encargos! ¡Lacayo para ir detrás de mi amo a todas partes, ayuda de cámara para ayudarle a vestir y secretario para escribirle las cartas, dictándome su señoría! ¡El Cielo sea loado por todo! ¡Voy, como la triforme Hécate, a representar tres muy distintos personajes!». «Tú no sabes —prosiguió mi amo— qué fin llevo en escribir estas cartas. Voy a decírtelo; pero sé callado, porque te va la vida en ello. A cada paso tropiezo con gentes que me apestan alabándose de sus felices galanteos, y yo quiero sobrepujar a su vanidad, para lo que he pensado llevar siempre en el bolsillo varios billetes fingidos de diferentes damas y leérselos cuando ellos hagan necio alarde de sus triunfos. Esto me divertirá un rato y seré más dichoso que todos mis compañeros, porque ellos solicitan esas fortunas sólo por tener el gusto de publicarlas, y yo tendré el gusto de referirlas sin los malos ratos que trae consigo el pretenderlas. Pero tú —añadió— procura desfigurar tu letra, mudando la forma de manera que los papeles no parezcan escritos de una misma mano».

Tomé, pues, pluma, tinta y papel para obedecer a don Matías, quien me dictó un billete en los términos siguientes: «Anoche faltaste a tu palabra y no te dejaste ver en el sitio concertado. ¡Ah don Matías, no sé qué podrás decir para disculparte! Grande ha sido mi error, pero bien has castigado mi vanidad y la ligereza con que creía yo que todas las diversiones, y aun todos los negocios del mundo, debían ceder al gusto de ver a Doña Clara de Mendoza». Después de este billete me hizo escribir otro como de una dama que posponía a un gran señor por amor a su persona; y otro, en fin, en el cual otra dama le decía que, si estuviera segura de su discreción, harían juntos el viaje de Citerea. No contentándose con hacerme escribir unos billetes tan bellos, me obligaba a que los firmase con el nombre de varias señoras muy distinguidas. No pude menos de decirle que la cosa me parecía demasiadamente delicada, pero me respondió secamente que nunca me metiese en darle consejos mientras no me los pidiera. Vime precisado a callar y obedecerle. Acabóse de vestir, ayudándole yo; metió los billetes en el bolsillo y salió de casa. Seguíle y fuimos a la de don Juan de Moneada, que tenía convidados aquel día a cinco o seis caballeros amigos suyos.

Hubo una gran comida y reinó en toda ella la alegría, que es la salsa mejor de los banquetes. Todos los convidados contribuyeron a mantener divertida la conversación, unos con chistes y otros contando aventuras que ellos decían haberles sucedido. No malogró mi amo tan favorable ocasión de hacer lucir los papeles amorosos que me había hecho escribir. Leyólos en alta voz y en tono tan natural, que, a excepción de su secretario, todos los demás pudieron tenerlos por muy verdaderos. Entre los caballeros que se hallaban presentes a tan descarada lectura había uno que se llamaba don Lope de Velasco, hombre grave y de juicio, el cual, en vez de celebrar como los demás las imaginarias fortunas, preguntó fríamente a mi amo sí le había costado mucho hacerse dueño de la voluntad de doña Clara. «Menos que nada —le respondió don Matías—, pues ella fué la que dio los primeros pasos. Vióme en el paseo, prendóse de mí, mandó que me siguiesen, supo quién era yo, escribióme y citóme para su casa a la una de la noche, cuando todos estaban durmiendo. Fui allá, introdujéronme en su cuarto… Lo demás no permite mi prudencia que lo diga».

Cuando don Lope de Velasco oyó aquella lacónica relación, se turbó tanto que todos se lo conocieron, y no era dificultoso adivinar lo mucho que se interesaba en el honor de aquella dama. «Todos esos billetes —dijo a mi amo mirándole con semblante airado— son enteramente falsos, en particular el de doña Clara de Mendoza, de que tanta ostentación hacéis. No hay en España señorita más recatada y honesta que ella. Dos años ha que la obsequia un caballero que no os cede en nacimiento ni en prendas personales y apenas ha podido conseguir de ella los más inocentes favores, siendo así que se puede lisonjear de que, si fuera capaz de conceder alguno, a ningún otro sino a él se los dispensaría». «¿Y quién os dice lo contrario? —replicó mi amo en un tono burlón—. Yo no me aparto de que es una señorita muy honesta. Yo también soy muy honesto caballerito. Conque debéis creer que nada pasaría que no fuese honestísimo». «¡Oh, eso ya pasa de raya! —interrumpió don Lope—. Dejémonos de chanzas. Vos sois un impostor y jamás doña Clara os dio cita para de noche. No puedo tolerar que manchéis su reputación. Tampoco a mí me permite ahora la prudencia deciros lo demás». Y diciendo estas palabras miró con arrogancia a los concurrentes y se retiró con un aire que anunciaba las malas consecuencias que podría tener aquel negocio. Mi amo, que tenía bastante valor para un señor de su carácter, hizo poco caso de las amenazas de don Lope. «¡Gran tonto! —exclamó dando una carcajada—. ¡Los caballeros andantes sólo defendían la sin par hermosura de sus damas; pero éste quiere defender la sin par honestidad de la suya, lo que me parece empeño todavía más extravagante!».

La retirada de Velasco, a la que en vano quiso oponerse Moneada, no descompuso la fiesta. Los caballeros, sin parar la atención en ello, prosiguieron alegrándose y no se separaron hasta el amanecer. Mi amo y yo nos acostamos a las cinco de la mañana. El sueño ya me rendía y había hecho ánimo de dormir bien, pero echaba la cuenta sin la huéspeda, o, por mejor decir, sin nuestro portero, el que una hora después me vino a despertar y a decirme que estaba a la puerta de la calle un mozo que preguntaba por mí. «¡Ah, maldito portero! —dije bostezando, entre enfadado y dormido—. ¿No consideras que sólo ha una hora que me acosté? Di a ese hombre que estoy durmiendo y que vuelva más tarde». «Dice —respondió el portero— que tiene precisión de hablarte luego luego, porque es cosa urgente». Levánteme a estas palabras, poniéndome solamente los calzones y una almilla, y echando mil pestes fui a ver lo que me quería el mozo que me buscaba. «Amigo —le dije—, ¿qué negocio tan urgente es el que me proporciona la honra de verte tan de mañana?». «Una carta —respondió— que tengo que entregar en mano propia al señor don Matías y es preciso la lea cuanto antes. Su contenido es de la mayor importancia, y así, te ruego que la lleves a su cuarto». Persuadido de que debía de ser alguna cosa de grande consecuencia, me tomé la licencia de ir a despertar a mi amo. «Perdone vuestra señoría —le dije— si le vengo a interrumpir el sueño; pero la importancia…». «¿Qué diantres me quieres?», dijo enfadado. «Señor —dijo entonces el mozo que me acompañaba—, es una carta de don Lope de Velasco que debo entregar a usía». Incorporóse don Matías, tomó el billete, leyóle y dijo con mucho sosiego al criado de don Lope: «Hijo, yo nunca me levanto hasta mediodía aunque me conviden para la mejor diversión del mundo. ¡Mira ahora si me levantaré a las seis de la mañana para ir a reñir! Dile a tu amo que, como me espere hasta las doce y media en el sitio que me dice, seguramente nos veremos en él; dale esta respuesta». Y diciendo esto volvióse a echar y tardó muy poco en quedarse de nuevo dormido.

A las once y media se levantó y vistió con grandísima pachorra. Salió de casa, diciéndome que por aquella vez me dispensaba de seguirle; pero yo no pude resistir a la curiosidad de ver en lo que paraba aquel negocio. Fuime tras de él a lo largo hasta el prado de San Jerónimo, donde vi a lo lejos a don Lope de Velasco, que le estaba esperando. Escondíme donde sin ser visto pudiese observar a los dos, y vi que se juntaron y que un momento después comenzaron a reñir. Duró mucho la pendencia, peleando uno y otro con mucha destreza y con igual valor; pero al fin se declaró la victoria por don Lope, quien de una estocada pasó de parte a parte a mi amo, dejándole tendido en tierra y huyendo muy satisfecho de haberse vengado. Corrí acelerado a don Matías; hállele sin sentido y casi muerto, espectáculo que me enterneció tanto, que no pude menos de echar a llorar por ver una muerte para la cual, sin pensarlo, había yo servido de instrumentó. En medio de esto y de mi justo sentimiento no dejé de pensar en hacer lo que me importaba.

Volvíme al punto a casa sin hablar palabra a nadie. Hice mi hatillo, en el que, por inadvertencia, metí también algunas cosillas de mi amo, y luego que lo llevé a casa del barbero, donde tenía guardado el vestido que usaba en mis aventuras, esparcí la voz de la desgracia que había sucedido, siendo yo testigo de ella. Contóla a quien me la quiso oír, pero sobre todo fui a contársela a Rodríguez. Este, menos afligido que solícito en tomar las providencias oportunas, juntó a todos los criados de don Matías, mandóles que le siguiesen y fuimos todos al lugar de la pelea. Levantamos a don Matías, que aun respiraba; llevárnosle a casa, y al cabo de tres horas murió. Tal fué el trágico fin del señor don Matías de Silva, mi amo, por el imprudente gusto de leer papeles amorosos fingidos por él.