CAPÍTULO VII

Historia de don Pompeyo de Castro.

A sabe don Alejo —prosiguió don Pompeyo— que desde mis más tiernos años me incliné a las armas; y como en España gozábamos una paz octaviana, tomé el partido de ir a Portugal. De allí pasé a África con el duque de Braganza, que me empleó en su ejército. Era yo un segundo de los menos ricos de España, lo que me puso en precisión de distinguirme con hazañas que mereciesen la atención del general. Hice mi deber, de modo que el duque me adelantó y me puso en paraje de continuar en el servicio con honor. Después de una larga guerra, cuyo fin no ignoran ustedes, me dediqué a seguir la Corte, y Su Majestad, por los buenos informes que dieron de mí los generales, me gratificó con una pensión considerable. Agradecido a la generosidad del monarca, no perdí ocasión de manifestar mi reconocimiento. Poníame en su presencia a aquellas horas en que era permitido verle y hacerle la corte. Por esta conducta me granjeó insensiblemente su estimación y recibí nuevos beneficios de su benignidad.

»Un día que me distinguí en una carrera de sortija y en una corrida de toros que precedió a ella, toda la Corte aplaudió mi valor y mi destreza, y cuando volví a casa, colmado de aclamaciones, me halló con un billete en que se me decía que cierta dama, cuya conquista me debía lisonjear más que toda la gloria granjeada en aquel día, deseaba hablarme, y que para esto, a la entrada de la noche, concurriese a cierto sitio que se me señalaba. Dióme más gusto este papel que todas las alabanzas que había recibido, no dudando que fuese una dama de la primera distinción la que me escribía. Fácilmente creerán ustedes que no me descuidé y que apenas anocheció fui volando al paraje que se me había indicado. Esperábame en él una vieja para servirme de guía, y me introdujo por una portezuela en el jardín de una gran casa, donde me condujo a un rico gabinete, en que me dejó encerrado, diciéndome: “Sírvase vuestra señoría de esperar aquí mientras aviso a mi ama”. Vi mil cosas preciosísimas en aquel gabinete, que estaba iluminado con gran número de bujías, magnificencia que me confirmó en el concepto que yo había formado de la nobleza de aquella dama. Y si todo lo que estaba mirando contribuía a ratificarme en que no podía menos de ser aquélla una persona de la más alta calidad, mucho más me confirmé en mi opinión cuando ella se dejó ver, con un aire verdaderamente noble y majestuoso. Sin embargo, no era lo que yo había pensado.

»“Caballero —me dijo— a vista del paso que acabo de dar en vuestro favor, sería inútil querer ocultaros los tiernos afectos que habéis excitado en mi corazón. No penséis que éstos me los inspiró el gran mérito que habéis mostrado hoy a vista de toda la Corte, no por cierto; este mérito no hizo mas que precipitar su manifestación. Os he visto más de una vez, me he informado de quién sois y el elogio que me han hecho me ha determinado a seguir mi inclinación. Pero no os lisonjeéis —prosiguió ella— creyendo que habéis hecho la conquista de alguna duquesa. Yo no soy mas que la viuda de un simple oficial de guardias del rey; lo único que puede hacer gloriosa vuestra victoria es la preferencia que os doy sobre uno de los mayores señores del reino. El duque de Almeida me ama y hace cuanto puede para ser correspondido, pero no lo consigue y sólo admito sus obsequios por vanidad”.

»Aunque estas palabras me dieron a entender que trataba con una chusca amiga de aventuras amorosas, no dejé de mostrarme agradecido a mi estrella por este encuentro. Doña Hortensia —que así se llamaba— estaba en la flor de su juventud y su extremada hermosura me encantaba. Fuera de esto, me ofrecía ser dueño de un corazón que se negaba a las pretensiones de un duque. ¡Gran triunfo para un caballero español! Arrojóme a los pies de Hortensia para rendirle gracias por sus favores. Dijele cuanto podía decirle un hombre apasionado, y creo que quedó muy satisfecha de las vivas expresiones con que le aseguró de mi fidelidad y gratitud. Separémonos, quedando ambos los mayores amigos del mundo, después de haber convenido en vernos todas las noches que no pudiese venir a su casa el duque, tomando ella a su cargo avisarme muy puntualmente. Así lo hizo, y yo vine a ser el Adonis de aquella nueva Venus.

»Pero los placeres de esta vida duran poco. A pesar de las precauciones que tomó Hortensia para que nuestra amistad no llegase a noticia de mi competidor, no dejó de saber éste todo lo que nos importaba tanto que ignorase. Enteróle de ello una criada descontenta, y aquel señor, naturalmente generoso, pero altivo, celoso y arrebatado, se indignó sobremanera de mi audacia. La ira y los celos le turbaron la razón, y, siguiendo sólo lo que le dictaba su enojo, determinó tomar venganza de mí de un modo infame. Una noche que estaba yo en casa de Hortensia me esperó a la puerta falsa del jardín, en compañía de sus criados, armados todos de garrotes. Luego que salí hizo que se arrojasen a mí aquellos canallas y les mandó que me matasen a palos. “¡Dadle fuerte! —les decía—. ¡Muera a garrotazos ese temerario, que con esta infamia quiero castigar su insolencia!”. Apenas dijo estas palabras, cuando todos me asaltaron, y me dieron tantos palos, que me dejaron tendido en tierra, sin sentido. Retiráronse después con su amo, para quien aquella cruel escena había sido el más divertido espectáculo. Permanecí el resto de la noche en el estado en que me dejaron, hasta que al romper el día pasaron junto a mí algunas personas que, observando que todavía respiraba, tuvieron la caridad de llevarme a casa de un cirujano. Por fortuna, se advirtió que no eran mortales los golpes, y tuve también la de caer en manos de un hombre hábil que me curó perfectamente en dos meses. Al cabo de este tiempo volví a presentarme en la Corte, donde proseguí en el mismo método que antes, pero sin volver a entrar en casa de Hortensia, la cual tampoco hizo por su parte diligencia alguna para que nos viésemos, porque a este solo precio le había perdonado el duque su infidelidad.

»Como todos sabían mi aventura y ninguno me tenía por cobarde se admiraban de verme tan sereno como si no hubiera recibido la menor afrenta, sin saber qué discurrir de mi aparente indiferencia. Unos creían que, a pesar de mi valor, la calidad del agresor me contenía y me obligaba a tragarme el ultraje; y otros, con mayor fundamento, no se fiaban en mi silencio y miraban como una calma engañosa la sosegada situación que aparentaba. El rey pensó, como éstos, que yo no era hombre que olvidase un agravio sin tomar satisfacción de él y que no dejaría de vengarme cuando encontrase oportunidad. Para averiguar si había adivinado mi pensamiento, me hizo entrar un día en su gabinete y me dijo: “Don Pompeyo, ya sé el lance que te sucedió, y confieso que estoy admirado de ver tu tranquilidad. Tú ciertamente maquinas y disimulas”. “Señor —le respondí—, ignoro quién pudo ser mi ofensor, porque me acometieron de noche unos desconocidos; fué una desgracia de la que es forzoso consolarme”. “¡No, no! —replicó el rey—. ¡No pienses alucinarme con esa respuesta poco sincera! Estoy informado de todo: el duque de Almeida fué el que mortalmente te ofendió. Tú eres noble y español, y sé muy bien a lo que te empeñan esas dos circunstancias. Sin duda has hecho ánimo de vengarte, y quiero decisivamente que me confieses la determinación que has tomado, y no temas que llegue jamás el caso de arropentirte de haberme confiado tu secreto”. “Pues ya que vuestra majestad lo manda —respondí—, no puedo menos de manifestarle con toda verdad mi pensamiento. Sí, señor, sólo pienso en vengar la afrenta que he recibido. Todo hombre que ha nacido como yo es responsable de su honor a su linaje y a su mismo nacimiento. Vuestra majestad sabe muy bien la injuria que se me ha hecho, y yo he resuelto asesinar al duque de un modo que corresponda a la ofensa. Le sepultaré un puñal en el pecho o le levantaré la tapa de los sesos de un pistoletazo, y me refugiaré en España si pudiere. Tal es, señor, mi intención”. “A la verdad —repuso el rey—, me parece violenta; pero no por eso me atreveré a condenarla, considerada la cruel afrenta que te hizo el duque. Conozco que merece el castigo que le tienes dispuesto; pero suspéndelo por un poco; no lo pongas en ejecución tan presto; dame tiempo para pensar y encontrar algún medio que os esté bien a los dos”. “¡Ah, señor! —exclamé yo, no sin alguna conmoción—. ¿Pues a qué fin me obligó vuestra majestad a descubrirle mi secreto? ¿Qué medio puede jamás…?””.“Si no encuentro alguno que te deje satisfecho —interrumpió el rey—, podrás ejecutar entonces lo que tienes pensado. No pretendo abusar de la confianza que me has hecho; no sacrificaré tu honor, y en esta conformidad puedes vivir muy tranquilo”.

»Andaba yo discurriendo qué medios podía buscar el rey para componer amigablemente este negocio, y he aquí cómo lo dispuso. Habló a solas a mi enemigo y le dijo: “Duque, tú has ofendido a don Pompeyo de Castro y no ignoras que es un caballero ilustre a quien yo estimo y que me ha servido bien. Es preciso que le des satisfacción”. “Señor —respondió el duque—, no se la negaré. Si está quejoso de mi proceder, pronto estoy a darle satisfacción con las armas”. “Es muy diferente la que debes dar —replicó el rey—. Un español noble conoce muy bien las leyes del pundonor para querer medir su espada noblemente con un cobarde asesino. No puedo darte otro nombre, ni tú podrás borrar la bajeza de una acción tan villana sino presentando tú mismo un palo a tu enemigo y ofreciéndote a que él te apalee por su mano”. “¡Santo cielo! —exclamó mi enemigo—. Pues qué, señor, ¿quiere vuestra majestad que un hombre de mi clase se degrade y humille delante de un caballero particular hasta llevar con paciencia algunos palos?”. “No llegará ese caso —respondió el rey—. Yo obligaré a don Pompeyo a darme palabra de que no te tocará; sólo exijo que le pidas perdón de tu violencia, presentándole el palo”. “Señor —replicó el duque—, eso es pedirme demasiado y prefiero el quedar expuesto a las ocultas asechanzas de su enojo”. “Aprecio tu vida —repuso el monarca—, y quisiera que este asunto no tuviera funestas resultas. Para terminarlo con menos disgusto tuyo, seré yo solo testigo de dicha satisfacción, que te mando des al español”.

»Necesitó el rey de todo su poder para conseguir que el duque se sujetase a un paso tan humillante, pero al fin lo logró. Envióme después a llamar y contóme la conversación que había tenido con mi enemigo, preguntándome al mismo tiempo si me contentaría yo con la satisfacción en que ambos habían convenido. Respondíle que sí y di palabra de que, lejos de ofenderle, ni aun siquiera tomaría en la mano el palo que me presentase. Dispuestas así las cosas, concurrimos el duque y yo al cuarto del rey cierto día y a cierta hora, y su majestad se cerró con nosotros en su gabinete. “¡Ea —dijo al primero—, conoced vuestra falta y mereced el perdón!”. Dióme entonces sus disculpas mi contrario y presentóme el bastón que tenía en la mano. “Tomad, don Pompeyo, ese bastón —me dijo el rey— y no os detenga mi presencia para tomar venganza de vuestro honor ultrajado. Yo os levanto la palabra que disteis de no maltratar al duque”. “No, señor —respondí—; basta que se haya sujetado a ser apaleado por mí. Un español ofendido no pide mayor satisfacción”. “Pues bien —repuso el rey—, ya que los dos os dais por satisfechos, podréis ahora tomar libremente el partido que se acostumbra entre caballeros, según el proceder regular. Medid vuestras espadas para terminar el duelo”. «“¡Eso es lo que yo deseo vivamente —dijo el duque con voz alterada y descompuesta—, porque sólo eso es capaz de consolarme del vergonzoso paso que acabo de dar!”.

»Dichas estas palabras, se retiró, colérico y abochornado, y dos horas después me envió a decir que me esperaba en cierto sitio retirado. Acudí allá y le encontró dispuesto a reñir en forma. Tenía unos cuarenta y cinco años y no le faltaba destreza ni valor, pudiéndose decir con verdad que era igual el partido. “Venid, don Pompeyo —me dijo—, y terminemos de una vez nuestras contiendas. Uno y otro debemos estar airados; vos, por el modo con que os traté, y yo por haberos pedido perdón”. Diciendo esto, echó precipitadamente mano a la espada, y tanto, que no me dio tiempo para responderle. Tiróme dos o tres estocadas con la mayor presteza, pero tuve la fortuna de parar los golpes. Acometíle después y conocí que reñía con un hombre tan diestro en defenderse como en acometer; y no sé lo que hubiera sido de mí a no haber tropezado él y caído de espaldas cuando se defendía retirándose. Detuveme así que le vi en tierra y le dije se levantase. “¿Por qué razón me perdonáis? —me preguntó—. Me ofende mucho esa piadosa generosidad”. “También quedaría muy obscurecida mi gloria —le respondí yo— si quisiera aprovecharme de vuestra desgracia. Levantaos, vuelvo a decir, y prosigamos nuestro duelo”. “¡No, don Pompeyo! —me dijo mientras se iba levantando—. ¡A vista de un rasgo tan noble, no me permite mi honor empuñar la espada contra vos! ¿Qué diría el mundo de mí si tuviera la fatalidad de pasaros el pecho? ¡Tendríame por un ruin cobarde si quitaba la vida a quien pudo darme la muerte! No puedo, pues, armarme contra vuestra vida; antes bien, mi gratitud ha convertido en dulces y amorosos afectos los furiosos movimientos que agitaban mi corazón. Don Pompeyo —continuó—, cesemos ya de aborrecernos. ¡Poco dije! ¡Seamos amigos!”. “¡Ah, señor —exclamó yo—, y con qué placer acepto una propuesta tan gustosa! Desde este instante os juro una sincerísima amistad, y para daros desde luego la prueba más positiva de ella, os prometo no poner más los pies en casa de doña Hortensia, aun cuando ella lo deseara”. “No admito la promesa —dijo él—; antes bien, quiero cederos esta señora. Es más razón que yo os la deje, puesto que su inclinación a vos es natural en ella”. “¡No, no! —le interrumpí—. Vos la amáis, y los favores que me hiciese podrían inquietaros; y así, quiero sacrificarla a vuestra paz y quietud”. “¡Oh, insigne español, lleno todo de nobleza y generosidad! —exclamó arrebatado el duque—. Me encanta vuestro modo de pensar. ¡Oh, y qué remordimientos siento al oírlo! ¡Con qué dolor y con cuánta vergüenza se me presenta a la memoria el ultraje que os hice! Paréceme ahora muy ligera la satisfacción que os di en el gabinete del rey. Quiero repararla de un modo más público, y para borrar enteramente la infamia, os ofrezco una sobrina mía, de cuya mano puedo disponer; es una heredera rica, que aun no ha cumplido quince años, y todavía más hermosa que joven”. Di al duque todas aquellas gracias que me podía inspirar el honor de enlazarme con su familia, y pocos días después me casó con su sobrina. Toda la Corte se congratuló con aquel personaje por haber labrado la fortuna de un caballero a quien había cubierto de ignominia. Desde entonces acá, señores míos, vivo con el mayor gusto en Lisboa. Mi esposa me ama y yo la amo. Su tío me da cada día nuevas pruebas de amistad y puedo preciarme de que merezco un buen concepto al rey; y prueba de su estimación es la importancia del negocio que de su orden me ha traído a Madrid».