CAPÍTULO VI

De la conversación de algunos señores sobre los comediantes de la compañía del teatro del Príncipe.

L mismo tiempo que se levantaba mi amo de la cama, recibió un billete de don Alejo Seguier, en que decía le quedaba esperando en su casa. Pasamos a ella y encontramos allí al marqués de Zenete y a otro caballerito de buena traza, a quien yo nunca había visto. «Don Matías —dijo Seguier a mi amo presentándole el tal caballerito—, este caballero es don Pompeyo de Castro, mi pariente. Reside en la corte de Portugal casi desde su infancia. Ayer noche llegó a Madrid y mañana se restituye a Lisboa. No nos concede mas que este día para gozar de su compañía y conversación. Yo quiero aprovechar un tiempo tan precioso, y para hacerle más grato y divertido, necesito de ti y del marqués de Zenete». Al oír esto mi amo dio un estrechísimo abrazo al pariente de don Alejo, y recíprocamente se hicieron grandes cumplidos. A mí me agradó mucho todo lo que decía don Pompeyo, y desde luego hice juicio de que era hombre de entendimiento sólido y de discernimiento delicado.

Comieron todos en casa de Seguier, y después de comer se pusieron a jugar, para divertir el tiempo hasta la hora de la comedia. Entonces fueron todos al teatro del Príncipe, donde se representaba la nueva tragedia intitulada La reina de Cartago.

Acabada la representación, volvieron juntos a cenar donde habían comido, y toda la conversación se la llevó la tragedia que acababan de oír y los actores que la representaron. «En cuanto al drama —dijo don Matías—, hago poco aprecio de él, porque encuentro a Eneas más frío e insulso que en la Eneida; pero es preciso confesar que se representó divinamente. Veamos lo que nos dice el señor don Pompeyo, porque sospecho que no se ha de conformar con mi sentir». «Señores —respondió aquel caballero sonriéndose—, veo a ustedes tan pagados de sus actores y tan hechizados particularmente de sus actrices, que no me atrevo a confesar que en este punto no concuerdan nuestras opiniones». «¡Bien dicho —interrumpió burlándose don Alejo—, porque aquí sería mal recibida la vuestra! Haces bien en respetar las actrices a presencia de los panegiristas de su reputación. Nosotros vivimos y bebemos todos los días con ellas, somos defensores del primor con que representan, y si fuere menester daremos testimonio de ello». «No lo dudo —interrumpió el pariente—, y también pudieran ustedes darlo de su vida y costumbres, según la familiaridad con que me parece las tratan». «¡Sin duda que serán mejores vuestras comediantas de Lisboa!», dijo entonces zumbándose el marqués de Zenete. «Sí, ciertamente —respondió don Pompeyo—, valen algo más que las de Madrid; por lo menos hay algunas en quienes no se nota el más mínimo defecto». «Esas tales —replicó el marqués— pueden contar con vuestras certificaciones». «Yo —repuso don Pompeyo— no tengo trato alguno con ellas ni concurro a sus reuniones, y así puedo juzgar de su mérito sin preocupación ni parcialidad. Pero, de buena fe —prosiguió—, ¿estáis verdaderamente persuadidos de que en vuestro teatro tenéis una compañía excelente?». «¡No, pardiez! —respondió el marqués—. Yo solamente defiendo un número muy corto de los actores y echo a un lado a todos los demás. Pero no me negaréis que es admirable la primera dama que representa el papel de Dido. ¿No lo representa con toda la nobleza, con toda la majestad y con todo el agrado que nos figuramos en aquella desgraciada reina? ¿Y no habéis admirado el arte con que interesa al espectador en sus afectos, haciéndole sentir aquellos mismos movimientos diversos que excitan en ella las diferentes pasiones? Parece que se arroba o que se exhala cuando llega a lo más delicado y patético de la declamación». «Convengo —respondió don Pompeyo— en que sabe conmover y enternecer; esto quiere decir que representa bien, pero no que carezca de defectos. Dos o tres cosas me chocaron en ella. Por ejemplo: si quiere expresar un afecto de admiración o de sorpresa, vuelve y revuelve aquellos ojos de un modo tan violento y tan fuera de lo natural, que verdaderamente dice muy mal en la majestuosa gravedad de una princesa. Añádase a esto que con engrosar la voz, que tiene naturalmente dulce y delicada, forma un sonido bronco bastante desapacible. Fuera de eso, en más de un lugar de la tragedia hacía ciertas pausas que alteraban u ofuscaban el sentido, dando motivo para sospechar que no comprendía bien aquello mismo que decía. Sin embargo, quiero más bien suponer que estaba distraída que acusarla de falta de inteligencia». «A lo que veo —dijo don Matías al censor—, vos no os atreveríais a componer versos en alabanza de nuestras cómicas». «¡No digáis eso! —respondió don Porapeyo—. Antes bien, descubro en ellas un gran talento a través de sus defectos, y aun diré que me encantó la que hizo papel de criada en el entremés. ¡Qué naturalidad la suya! ¡Con qué gracia se presentó en las tablas! Cuando tiene que decir algún chiste, le sazona con cierta risita taimada llena de mil gracias, que le añaden infinita sal. Podrá quizá notársele de que alguna vez se deja llevar algo de su viveza y que pasa los límites de un desembarazo comedido; pero no hemos de ser tan rigurosos. Yo sólo quisiera que se corrigiese de una mala costumbre que ha tomado. Muchas veces, en medio de una escena y en pasaje serio, interrumpe de improviso la acción por dejarse llevar de una loca gana de reír que le da. Diráseme, acaso, que entonces es precisamente cuando más la aplauden los del patio. ¡Grande aprobación, por cierto!». «¿Y qué nos dice usted de los comediantes? —interrumpió el marqués—. Sin duda que contra éstos disparará toda su artillería, cuando no ha perdonado a las comediantas». «No es así —respondió don Pompeyo—. Vi algunos actores jóvenes que prometen mucho; sobre todo me gustó bastante aquel comediante gordo que hizo el papel de primer ministro de Dido. Recita muy naturalmente, y así se recita en Portugal». «Si ésos le contentaron a usted tanto —dijo Seguier—, habrá quedado hechizado del que hizo el papel de Eneas. ¿No le pareció a usted un gran comediante, un actor original?». «Y aun demasiado original —respondió el censor—, porque tiene tonos que son privativos suyos. Por señas, que son bien agudos y bien descompasados; tanto, que casi todos salen fuera de lo natural. Precipita las palabras donde se encierra el sentido y se detiene en las otras que no contienen alguno. Tal vez hace también gran esfuerzo en las puras conjunciones. Divirtióme mucho, con especialidad en aquel pasaje en que explica a su confidente la violencia que le cuesta la necesidad de abandonar a su princesa. No es fácil expresar un dolor más cómicamente». «¡Poco a poco, primo! —replicó don Alejo—. ¡Al paso que vas, nos harás creer que aun no se ha introducido el mejor gusto en la corte de Portugal! ¿Sabes que el actor de que se trata es un hombre singular? ¿No oíste las palmadas y los vivas con que todos le aplaudieron? Todo eso prueba que no es tan malo como le pintas». «Nada prueban —replicó don Pompeyo— esas palmadas ni esos vivas. Dejemos, señores, si les place, esos aplausos del vulgo. Frecuentemente los da muy fuera de tiempo y contra toda razón, y por lo común aplaude menos el verdadero mérito que el falso, como nos lo enseña Fedro por medio de una fábula ingeniosa. Permitidme que os la cuente:

»Juntóse en una gran plaza de cierta ciudad todo el pueblo para ver las habilidades que hacían unos charlatanes titiriteros. Entre ellos había uno que se llevaba los aplausos de todos. Este bufón, al acabar otros varios juegos de manos, quiso cerrar la función dando al pueblo un espectáculo nuevo. Dejóse ver solo en el tablado; cubrióse la cabeza con la capa; agachóse, y comenzó a remedar el gruñido de un cochinillo, con tanta propiedad, que todos creyeron que verdaderamente tenía escondido debajo de la capa algún marranito verdadero. Comenzaron todos a gritar que se quitase la capa; hízolo así, y viendo que no tenía cosa alguna debajo de ella, se renovaron los aplausos y la grande algazara del populacho. Un lugareño que estaba en el auditorio, chocándole mucho aquellas importunas expresiones de necia admiración, gritó pidiendo silencio, y dijo: “Señores, sin razón se admiran ustedes de lo que hace ese bufón. No ha hecho el papel del marranito con tanta perfección como a ustedes les parece. Yo lo sé hacer mucho mejor que él; y si alguno lo duda, no tiene mas que concurrir a este sitio mañana a la misma hora”. El pueblo, preocupado ya en favor del charlatán, se juntó al día siguiente, aún en mucho mayor número que el anterior, más para silbar al paisano que por divertirse en ver lo que había prometido. Dejáronse ver en el teatro los dos competidores. Comenzó el bufón y fué más aplaudido que lo había sido niuica. Siguióse después el labrador; agachóse cubierto con su capa, tiró de la oreja a un marranito que llevaba escondido debajo del brazo, y el animalito empezó a dar unos gruñidos muy agudos. Sin embargo, el auditorio declaró la victoria por el pantomimo y atolondró al paisano con silbidos. No por eso se turbó ni corrió el buen lugareño; antes bien, mostrando el lechoncillo al auditorio, “¡Señores —dijo con mucha socarronería—, ustedes no me han silbado a mí, sino al marrano! ¡Miren ahora qué buenos jueces son!”».

«Primo —dijo don Alejo—, en verdad que tu fábula pica que rabia. Con todo eso, a pesar de tu lechoncillo, nosotros nos mantenemos en lo dicho. Mudemos de asunto —prosiguió—, porque éste ya me empalaga. ¿Conque tú estás resuelto a marchar mañana, sin hacer caso del gran gusto que tendría yo en disfrutar por más tiempo de tu amable compañía?». «También quisiera yo —respondió su pariente— gozar más despacio de la tuya, pero no puedo. Ya te dije que vine a la corte a cierto negocio de Estado. Ayer hablé al primer ministro, mañana tengo que volver a verle y un momento después me es preciso partir en posta para restituirme a Lisboa». «Cátate un portugués hecho y derecho —replicó Seguier—; y según todas las señas, nunca vendrás a establecerte en Madrid». «Creo que no —respondió don Pompeyo—. Tengo la fortuna de que me quiere el rey de Portugal y estoy bien hallado en su Corte. Pero ¿creerás tú que, no obstante la bondad con que me distingue, faltó poco para que saliese desterrado para siempre de sus dominios?». «¿Cómo así? —le replicó don Alejo—. ¡Cuéntanoslo, por tu vida!». «Con mucho gusto —respondió don Pompeyo—; y al mismo tiempo os contaré también la historia de mis sucesos».