CAPÍTULO V

Vese Gil Blas de repente en lances de amor con una hermosa desconocida.

ESPUÉS de haber dormido algunas horas, me levanté de buen humor, y acordándome del consejo que me había dado Meléndez, fui, mientras despertaba el amo, a hacer la corte al mayordomo, a cuya vanidad me pareció halagar el cuidado que yo ponía en rendirle mis obsequios. Recibióme con mucho agrado y me preguntó si me acomodaba bien la vida que hacían los señores. Respondíle que, aunque era nueva para mí, no desconfiaba de hacerme a ella con el tiempo.

Efectivamente fué así, porque tardé muy poco en acostumbrarme. De reposado y juicioso que antes era, pasé de repente a ser vivaracho, atolondrado y zumbón. Dióme la enhorabuena de mi transformación el criado de don Antonio y me dijo que para ser hombre ilustre no me faltaba mas que tener lances amorosos. Representóme que esta era una cosa absolutamente necesaria para formar un joven completo, que todos nuestros camaradas eran amados de alguna persona linda y que él tenía la fortuna de que le mirasen con buenos ojos dos señoras de distinción. Creí que mentía aquel bellaco, y le dije: «Amigo Mojicón, no se puede negar que eres buen mozo y agudo; pero no alcanzo cómo han podido prendarse de un hombre de tu condición dos señoras distinguidas en cuya casa no estás». «¡Gran dificultad, por cierto! —respondió Mojicón—. Ellas ni aun siquiera saben quién yo soy. Estas conquistas las he hecho usando de los vestidos de mi amo, y la cosa pasó de esta suerte: Vestíme de señor, imité bien los modales de tal y fuíme al paseo. Hice gestos y cortesías a todas las que encontraba, hasta que tropecé con una que correspondió a mis expresivas muecas. Seguíla y logré también hablarle. Tomé el nombre de don Antonio Centelles, pedí una cita, hice algunos esguinces, insté, convino al fin en ello, etcétera. Hijo mío, así me he gobernado yo para lograr tales fortunas; y si tú las quieres tener, sigue mi ejemplo».

Era mucha la gana que yo tenía de hacerme hombre ilustre para que dejase de poner en práctica este consejo, y más cuando tampoco sentía en mí gran repugnancia en tentar alguna empresa de amor. Resolví, pues, disfrazarme de señor para buscar amorosas aventuras. No quise vestirme en nuestra casa porque no se advirtiese; pero escogí en el guardarropa el mejor vestido de mi amo, hice un paquete y llévele a casa de cierto barberillo amigo mío, donde podía disfrazarme libremente. Vestíme allí lo mejor que pude, ayudándome el barbero; y cuando nos pareció que ya no cabía más, me encaminé hacia el prado de San Jerónimo, de donde estaba bien persuadido a que no volvería sin haber encontrado alguna fortuna; pero no tuve necesidad de ir tan lejos para hallar una de las más brillantes.

Al atravesar una calle excusada, vi salir de una casa pequeña y entrar en un coche que estaba a la puerta una señora ricamente vestida y muy hermosa. Páreme a mirarla y la saludé de manera que pudo bien conocer que no me había disgustado, y ella por sí me hizo ver que merecía mi atención más de lo que yo pensaba, porque levantó disimuladamente el velo y descubrió un momento la cara más linda y graciosa del mundo. Fuese en esto el coche y yo quedé en la calle sorprendido de aquella aparición. «¡Oh qué hermosura! —me decía yo a mí mismo—. ¡Cáspita! ¡No me faltaba otra cosa para acabar de trastornarme! ¡Si las dos señoras que aman a Mojicón son tan hermosas como ésta, digo que es el ganapán más dichoso de todos los ganapanes! Estaría yo loco con mi suerte si mereciese servir a una dama como ésta». Mientras hacía estas reflexiones, volví casualmente los ojos hacia la casa de donde había visto salir a aquella linda persona, y vi asomada a la reja de un cuarto bajo a una vieja que me hizo señas de que entrase.

Fui volando a la casa, y en una sala muy decentemente amueblada encontré a la venerable y disimulada vieja, que, teniéndome cuando menos por algún marqués, me saludó con mucho respeto y me dijo: «Sin duda, señor, que vuestra señoría habrá formado mal juicio de una mujer que, sin tener el honor de conocerle, le ha hecho señal para que entrase en su casa; pero juzgará más favorablemente de mí cuando sepa que no lo hago así con todos y que vuestra señoría me parece algún señor de la corte». «No se engaña usted, amiga —le interrumpí, avanzando la pierna derecha y ladeando un poco el cuerpo sobre el costado izquierdo—. Soy, sin vanidad, de una de las mejores casas de España». «Bien se conoce —prosiguió la vieja—, y a cien leguas se echa de ver. Yo, señor, tengo gran gusto, lo confieso, en servir de algo a las personas de circunstancias, y éste es mi flaco. Habiendo observado desde mi reja que vuestra señoría miraba con mucha atención a aquella señora que acababa de salir de aquí, me atrevo a suplicarle me diga con toda confianza si le ha gustado». «Me ha gustado tanto —le respondí—, que a fe de caballero os aseguro no he visto en mi vida criatura más salada. Así, pues, madre mía, haced que ella y yo nos veamos a solas, y contad con mi agradecímiento. Este es uno de aquellos servicios que nosotros los grandes señores nunca pagamos mal».

«Ya he dicho a vuestra señoría —replicó la vieja— que toda yo estoy dedicada a servir a personas de distinción y que mi mayor gusto es poderles ser útil en alguna cosa. Por ejemplo, yo recibo en mi casa ciertas mujeres a quienes el concepto en que están de honestas y virtuosas no les permite admitir en la suya cortejantes y les ofrezco la mía para que puedan conciliar en ella su inclinación con la decencia exterior». «¡Bellamente! —le respondí—. Y es muy verosímil que usted acabe de hacer este servicio a esa dama de quien estamos hablando». «No por cierto —repuso ella—; ésa es una señora viuda y moza que desea tener un amante; pero es de un gusto tan delicado en este particular, que no sé si encontrará en vuestra señoría lo que busca, aunque sea un señor, a lo que parece, de gran mérito. Tres caballeros le he presentado, todos tres a cual más galán y airoso, y, sin embargo, ninguno le ha contentado, despidiéndolos a todos con desdén». «¡Oh, madre! —exclamé yo con cierto aire de confianza—. ¡Eso a mí no me acobarda! ¡Disponed que yo le hable y os doy mi palabra que presto os daré buena cuenta de ella! Tengo deseo de verme a solas con una hermosura esquiva, porque hasta ahora ninguna he tropezado de esa especie». «Pues bien —repuso la vieja—, venga vuestra señoría mañana a esta misma hora y satisfará ese deseo». «No faltaré —respondí—, y veremos si un caballero mozo y gallardo pierde esa conquista».

Volví a casa del barberillo, sin empeñarme en buscar otras aventuras hasta ver el éxito de la presente. El siguiente día, después de haberme vestido a lo señor, fui a casa de la vieja una hora antes de la que ella me había señalado. «Señor —me dijo—, vuestra señoría ha venido muy puntual, a lo que le estoy verdaderamente agradecida, aunque es verdad que el motivo lo merece bien. He visto a nuestra vindica, y las dos hemos hablado mucho de vuestra señoría. Encargóme que nada le dijese de esto; pero he cobrado tanto amor a vuestra señoría, que no puedo menos de decirlo que ha quedado muy prendada de su persona y que será un señor afortunado. Hablando aquí entre los dos, la tal viudita es un bocado muy apetitoso. Su marido vivió poco tiempo con ella; fué un relámpago su matrimonio y se puede decir que casi tiene el mérito de una doncella». Sin duda que la buena vieja quería hablar de aquellas doncellas putativas que saben vivir en el celibato sin echar nada de menos.

Tardó poco nuestra heroína en llegar a casa de la vieja, en coche de alquiler como el día anterior, pero vestida con ricas galas. Luego que se dejó ver en la sala salí al encuentro, dando principio a mi papel por cinco o seis profundas cortesías a lo elegante, acompañadas de garbosas contorsiones. Acercándome después a ella con mucha familiaridad, le dije: «Reina mía, aquí tiene usted a sus pies, en este caballerito mozo, una de las más difíciles conquistas; pero desde que tuve ayer la dicha de ver esos bellos ojos, astros del más hermoso cielo, ni un solo instante se ha borrado de mi imaginación el vivo retrato de tan perfecto original, de modo que enteramente ofuscó el de cierta duquesa que ya comenzaba a poseer mi corazón». «Sin duda —respondió ella quitándose el velo— que el triunfo es muy glorioso para mí; mas ni por eso es muy pura mi alegría, porque un señorito de vuestra edad es naturalmente inclinado a la variedad y a la mudanza, siendo tan dificultoso de fijar como el azogue o el espíritu volátil». «Reina mía —le repliqué—, si a usted le place, dejemos a un lado lo futuro y pensemos sólo en lo presente. Usted es bella; yo la amo. Embarquémonos sin reflexión como lo hacen los marineros; no miremos a los peligros de la navegación; pongamos solamente los ojos en los placeres que la acompañan».

Diciendo esto, me arrojé precipitadamente a los pies de mi ninfa y, para imitar mejor a los elegantes, le supliqué y aun importuné de un modo urgente que me hiciese feliz. Parecióme algún tanto conmovida con mis instancias; pero juzgando sin duda que aun no era tiempo de acceder a ellas, me alejó de sí con cierto cariñoso enojo, diciéndome: «Deténgase vuestra señoría, que me parece un poco atrevido y me temo que sea aún más libertino». «¡Qué, señorita! —exclamé yo—. ¿Será posible que usted aborrezca a un hombre a quien aman las mujeres de la primera tijera? ¡Solamente a las vulgares y aldeanas parecen mal esas tachas!». «¡Eso ya es demasiado! —repuso ella—. ¡Ya no puedo más, y así, me rindo a razón tan poderosa! Veo que con los señores son inútiles los espantos y reparos; es preciso que una pobre mujer ande la mitad del camino. ¡Vuestra es ya la victoria! —añadió, aparentando una especie de vergüenza, como si padeciera mucho su pudor en aquella confesión—. Vos, señor, me habéis inspirado afectos que jamás he sentido por nadie. Sólo me falta saber quién es vuestra señoría para determinarme a escogerle por amante. Téngole por un señor, y por un señor de nobles y honrados pensamientos. Con todo eso, no estoy muy segura, y aunque me confieso inclinada a su persona, no acabo de resolverme a hacer único dueño de mi amor y mi ternura a un desconocido».

Acordéme entonces del ingenioso modo con que el criado de don Antonio había salido de otro apuro semejante, y queriendo yo, a ejemplo suyo, ser tenido por mi amo, dije a mi viuda: «No tengo reparo de manifestaros mi nombre y apellido, pues no es tan obscuro que me avergüence de confesarlo. ¿Habéis oído hablar alguna vez de don Matías de Silva?». «Sí, señor —respondió ella—, y aun diré también que en cierta ocasión le vi en casa de una amiga mía». Turbóme un poco, a pesar de mi descaro, esta inesperada respuesta; pero serenandome al punto y cobrando aliento para salir bien de aquel barranco, proseguí diciendo: «Me alegro, ángel mío, de que conozcáis a un caballero… a quien… también conozco yo; pues sabed, ya que me es preciso decirlo, que los dos somos de una misma casa. Su abuelo se casó con la cuñada de un tío de mi padre, y así, somos, como veis, parientes bastante cercanos. Yo me llamo don César y soy hijo único del ilustre don Fernando de Ribera, que murió quince años ha en una batalla que se dio en la raya de Portugal. Fué una acción endiabladamente viva, y os haría una exacta y menuda relación de ella; pero sería malograr los momentos preciosos que el amor quiere que yo emplee en cosas de mayor gusto».

Después de esta conversación, me mostré más vivamente encendido y apasionado; pero al fin todo vino a parar en nada. Los favores que mi apasionada deidad me concedió sólo sirvieron para hacerme suspirar por los que me negó. La cruel volvió a meterse en su coche, que la estaba esperando a la puerta. Yo, con todo eso, no dejé de retirarme muy satisfecho de mi buena fortuna, aunque todavía no fuese completa mi ventura. «Si no he podido hasta ahora lograr —me decía yo a mí mismo— más que favores a medias, sin duda es porque, siendo mi princesa una dama tan distinguida, le pareció que no podía ni debía rendirse al primer ataque. La altivez de su nacimiento retardó mi dicha; pero ésta sólo se diferirá por algunos días». Verdad es que, por otra parte, se me ofrecía también que quizá podía ser una de las chuscas más ladinas y refinadas. Con todo eso, me inclinaba más a mirar la cosa por la mejor parte que por la peor, y así, me mantuve firme en el buen concepto que había formado de la dama. Habíamos quedado de acuerdo, cuando nos despedimos, en que nos volveríamos a ver el día siguiente; y con la esperanza de estar tan vecino al colmo de mis deseos, me recreaba yo en pensar que era infalible su logro.

Ocupado de tan risueños pensamientos llegué a casa del barbero. Mudé de vestido y fui en busca de mi amo, que sabía estaba en cierta casa de juego. Hállele, con efecto, jugando, y conocí que ganaba, porque no era de aquellos jugadores serenos que se enriquecen o arruinan sin mudar de semblante. Mi amo era burlón, y aun insolente, cuando le daba bien; pero si perdía no había quien le aguantase. Levantóse muy alegre del juego y se dirigió al corral de la calle del Príncipe. Seguíle hasta la puerta del teatro, y allí me puso en la mano un ducado, diciéndome: «Toma, Gil Blas, que quiero que entres a la parte en mi ganancia. Vete a divertir con tus amigos, y a media noche irás a buscarme a casa de Arsenia, donde he de cenar en compañía de don Alejo Seguier». Diciendo esto, entróse en el teatro, y yo me quedé discurriendo en qué gastar mi ducado según la intención del donador; pero tardó poco en resolverme.

Presentóse en aquel punto Clarín, criado de don Alejo, y llevóle conmigo a la primera taberna, donde estuvimos bebiendo y divirtiéndonos hasta media noche. Desde allí nos fuimos a casa de Arsenia, donde Clarín debía también hallarse, habiéndosele dado la misma orden que a mí. Abriónos la puerta un lacayuelo y nos hizo entrar en una sala baja, donde estaban dos criadas, la una de Arsenia y la otra de Florimunda, riéndose ambas a carcajada tendida, mientras sus dos amas se estaban divirtiendo en el cuarto principal con nuestros amos. La llegada de dos mozos de buen humor que salían de cenar bien no podía desagradar a aquellas damiselas, que acababan también de acomodarse con las sobras de una cena, y cena de comediantas. ¡Pero cuál fué mi admiración cuando en una de aquellas criadas reconocí a mi viudita, a mi adorable viuda, que yo había tenido por una marquesa o condesa! Ella también me pareció no menos sorprendida de ver a su querido don César de Ribera convertido de elegante en lacayo. Sin embargo, nos miramos uno a otro sin turbarnos, y aun nos dio a entrambos tal tentación de risa, que no pudimos reprimirla; después de lo cual, Laura —que éste era el nombre de mi princesa—, retirándome aparte mientras Clarín hablaba con la compañera, me alargó con gracia la mano, diciéndome en voz baja: «¡Tóquela usted, señor don César! Dejémonos de quejas y, en vez de ellas, hagámonos amistosos cumplimientos. Usted hizo su papel a las mil maravillas y yo no representé desgraciadamente el mío. ¿Qué le parece del lance? ¡Vaya, confiese usted que me tuvo por una de aquellas damas que a veces se divierten en imitar a las que hacen por oficio lo que ellas por burla!». «Es verdad —le respondí—; pero, reina mía, seas lo que fueres, sábete que, aunque he mudado de forma, no he mudado de parecer. Admite benignamente mi cariño y permite que acabe el ayuda de cámara de don Matías lo que tan felizmente comenzó don César de Ribera». «¡Quita allá! —repuso ella—. Ten por cierto que te amo más en tu propio original que en el retrato de otro. Tú eres entre los hombres lo mismo que yo entre las mujeres; ésta es la mayor alabanza que puedo darte. Desde este mismo punto te recibo en el número de mis apasionados. No necesitamos ya de la vieja para nada; puedes venir aquí con libertad, porque nosotras, las damas de teatro, vivimos sin sujeción, mezcladas con los hombres. Convengo en que esto no a todos parece bien; pero el público se ríe, y nuestro oficio, como tú sabes, es sólo divertirle».

No pasó la conversación más adelante porque no estábamos solos. Hízose general; fué viva, alegre, festiva y llena de agudezas y de equívocos nada difíciles de entender. La criada de Arsenia, mi adorada Laura, superó a todos, mostrando más ingenio y más agudeza que virtud. Por otra parte, nuestros amos y las comediantas reían arriba tan descompuestamente, que se conocía no ser su conversación más seria ni más circunspecta que la nuestra. Si se hubieran escrito todas las bellas cosas que se dijeron aquella noche en casa de Arsenia, creo que se habría compuesto un libro muy instructivo para la juventud. Mientras tanto, llegó la hora de retirarse cada uno a su casa; quiero decir que ya había amanecido, y fué preciso separarnos. Clarín siguió a don Alejo y yo me retiré con don Matías.