CAPÍTULO II

De la admiración que causó a Gil Blas el encuentro con el capitán Rolando y de las cosas curiosas que le contó aquel bandolero.

UEGO que don Bernardo de Castelblanco hubo despedido al corregidor, acompañándole hasta la calle, volvió prontamente a cerrar el cofre y todas las puertas que le resguardaban. Hecha esta diligencia, salió de casa, muy placentero por haberse granjeado tan importante amistad, y yo no menos alegre por ver asegurados ya mis seis reales. La gana que tenía de contar esta aventura a Meléndez me obligó a encaminarme a su casa; pero al estar ya cerca de ella me encontré con el capitán Rolando. No puedo explicar lo sorprendido que me quedé con este encuentro ni pude menos de estremecerme y temblar a su vista. El también me conoció. Llegóse a mí gravemente, y conservando todavía su aire de superioridad me mandó que le siguiese. Obedecíle temblando, y en el camino iba diciendo entre mí mismo: «¡Pobre de mí! ¡Ahora querrá que le pague todo lo que le debo! ¿Adonde me llevará? Puede que tenga en esta villa alguna cueva obscura. ¡Diablo! ¡Si tal creyera, en este mismo momento le haría ver que no tengo gota en los pies!». Con estos pensamientos iba andando tras de él, muy atento a observar el sitio donde pararía, con intento de huir de él a carrera tendida por poco sospechoso que me pareciese.

Presto me sacó Rolando de este cuidado y desvaneció todo mi temor. Entróse en una famosa taberna; seguíle; mandó traer del mejor vino y dispuso se hiciese comida para los dos. Mientras tanto, nos metimos en un cuarto, y así que el capitán se vio solo conmigo, me habló de esta suerte: «Sin duda, Gil Blas, que estarás muy admirado de verte aquí con tu antiguo comandante; pero más te admirarás cuando hayas oído lo que te voy a contar. El día que te dejé en la cueva y marché con mis compañeros a Mansilla a vender las mulas y caballos que habíamos robado la noche anterior, encontramos al hijo del corregidor de León, acompañado de cuatro hombres a caballo, todos bien armados, que seguían su coche. Acometímoslos; dimos muerte a dos de ellos y los otros dos huyeron. Temiendo el buen cochero que hiciésemos lo mismo con su amo, nos suplicó con lágrimas que, por amor de Dios, no quitásemos la vida al hijo único del señor corregidor de León. Estas palabras, en vez de enternecer a mis compañeros, los enardecieron más. “Señores —dijo uno—, no dejemos escapar al hijo del enemigo más mortal de los de nuestra profesión. ¿A cuántos de éstos no ha hecho ajusticiar su padre? ¡Venguémoslos y sacrifiquemos esta víctima a sus cenizas!”. Todos los demás aplaudieron tan inhumano consejo, y hasta mi teniente iba ya a ser el gran sacerdote de aquel sangriento sacrificio si yo no le hubiera detenido el brazo. “¡Aguarda! —le dije—. ¿A qué fin derramar sangre sin necesidad? Contentémonos con el bolsillo de este pobre mozo, y pues no hace resistencia sería una barbaridad matarle; fuera de que él no es responsable de las acciones de su padre, ni aun el padre en condenarnos a muerte hace mas que cumplir con la obligación de su oficio, así como nosotros cumplimos con la del nuestro en robar a los caminantes”.

»Intercedí, pues, por el hijo del corregidor, y no fué inútil mi intercesión. Sólo le cogimos todo el dinero que llevaba, y juntamente nos apoderamos de los caballos de los hombres que habían muerto en la refriega y vendímoslos en Mansilla con los demás que conducíamos. Volvímonos después a nuestro subterráneo, adonde llegamos el día siguiente poco antes de amanecer. No quedamos poco atónitos de ver levantada la trampa, y mucho más de encontrar a Leonarda amarrada fuertemente en la cocina. Contónos en dos palabras todo lo acaecido y nos admiramos mucho de que hubieses podido engañarnos; nunca te hubiéramos creído capaz de jugarnos semejante petardo y te perdonamos el chasco en gracia de la invención. Luego que desatamos a la cocinera le di orden de que nos compusiese bien de comer. Entre tanto fuimos a la caballeriza a cuidar de los caballos, y encontramos casi expirando al viejo negro, que en veinticuatro horas no había probado bocado ni visto persona alguna que le socorriese. Deseábamos darle algún alivio; pero había perdido ya del todo el conocimiento, y nos pareció un caso tan desesperado el suyo, que, a pesar de nuestra buena voluntad, desamparamos a aquel miserable, que estaba entre la vida y la muerte. No por eso dejamos de sentarnos a la mesa, y después de haber almorzado grandemente, nos retiramos a nuestros cuartos, donde estuvimos durmiendo o descansando todo el día. Cuando despertamos, nos dijo Leonarda que ya había muerto Domingo. Llevamos el cadáver a la covacha donde te acordarás que dormías, y allí le hicimos el funeral como si hubiera tenido el honor de ser uno de nuestros compañeros.

»Al cabo de cinco o seis días sucedió que, habiendo hecho una salida, encontramos muy de mañana, a la entrada del bosque, tres cuadrillas de la Santa Hermandad, que al parecer nos estaban esperando para dar sobre nosotros. Al pronto no descubrimos mas que una. No la temimos, y aunque superior en número a nuestra tropa, la atacamos; pero al tiempo que estábamos peleando con ella, las otras dos, que habían hallado modo de mantenerse emboscadas, se echaron de repente sobre nosotros y nos rodearon de manera que de nada nos sirvió nuestro valor. Fuénos necesario ceder al número de los enemigos. Nuestro teniente y dos de nuestros camaradas murieron en la función. Los otros dos y yo, cercados por todas partes, nos vimos precisados a rendirnos; y mientras las dos cuadrillas nos llevaban presos a León, la tercera fué a cegar y destruir la cueva, que fué descubierta del modo siguiente: atravesando el bosque un labrador del lugar de Luyego, volviendo a su casa, vio por casualidad alzada la trampa de la cueva, que dejaste abierta el mismo día que te escapaste con la señora, y sospechó que aquélla era nuestra habitación, y no teniendo valor para entrar en ella, se contentó con observar bien sus contornos; y para acertar mejor con el sitio, descortezó ligeramente algunos árboles vecinos y otros más, de trecho en trecho, hasta estar fuera del bosque. Pasó después a León, dio parte de aquel descubrimiento al corregidor, cuyo gozo fué mucho mayor por cuanto estaba informado de que su hijo había sido robado por nuestra compañía. El corregidor hizo juntar tres cuadrillas para prendernos, y les dio por guía al labrador que había descubierto el subterráneo.

»Mi llegada a la ciudad de León fué un grande espectáculo para todos sus vecinos. Aunque yo hubiera sido un general portugués hecho prisionero de guerra, no habría sido mayor la curiosidad con que todos corrían y se atropellaban por verme. “¡Aquél es —decían—, aquél es el capitán y el terror de toda esta tierra! ¡Merecía ser atenaceado, y no menos sus dos compañeros!”. Presentáronnos al corregidor, que desde luego comenzó a insultarme. “¡Ya lo ves, malvado —me dijo—: El Cielo, cansado de tus delitos, te ha entregado a mi justicia!”. “Señor —le respondí—, es cierto que he cometido muchos; pero a lo menos no tengo que acusarme de haber quitado la vida al hijo de vuestra señoría. Si vive, a mí me lo debe, y me parece que este servicio es acreedor a algún reconocimiento”. “¡Ah, infame! —replicó—. ¡Sin duda que estaría bien empleado un proceder generoso con hombres de tu carácter! Y aun cuando yo te quisiera perdonar, ¿me lo permitiría, por ventura, la obligación de mi empleo?”. Dicho esto, nos mandó meter en un calabozo, donde no dejó pudrir a mis compañeros. Salieron de él al cabo de tres días, para representar un papel un poco trágico en la plaza Mayor. Por lo que toca a mí, estuve tres semanas enteras en la cárcel. Tuve por cierto que se dilataba mi suplicio para que fuese más terrible, y en fin, cada día estaba esperando un nuevo género de muerte, cuando al cabo mandó el corregidor que me llevasen a su presencia, y estando en ella me dijo: “Oye tu sentencia. Quedas libre. Si no fuera por ti, mi hijo hubiera sido asesinado en medio de un camino. Como padre, deseaba agradecerte este gran beneficio; pero no pudiendo absolverte como juez, escribí a la Corte en tu favor. Pedí al rey el perdón de tus delitos y lo conseguí. Vete a donde quieras; pero, créeme —añadió—, aprovéchate de tan feliz como no esperado suceso. Vuelve en ti y abandona para siempre esa desastrosa vida”.

»Atravesado el corazón con estas últimas palabras, tomé el camino de Madrid, con propósito de vivir con sosiego en esta villa. Encontré ya muertos a mis padres y su herencia en manos de un viejo pariente nuestro, que me dio aquella cuenta fiel que acostumbran los tutores. Sólo pude lograr tres mil ducados, que acaso no componían la cuarta parte de lo que debía heredar. Pero ¿qué había de hacer? Nada adelantaría con ponerle pleito, sino tener de menos todo lo que gastase en él. Por huir la ociosidad, compré una vara de alguacil, y, según cumplo con mi empleo, parece que no he tenido otro en toda mi vida. Mis nuevos compañeros, por decoro, se habrían opuesto a mi admisión si hubieran sabido mi historia; pero, por fortuna mía, la ignoraban, o —lo que viene a ser lo mismo— afectaron ignorarla, porque en este honrado cuerpo todos tienen interés en que no se sepan sus hechos, sus virtudes y milagros. Con todo eso, amigo mío —continuó Rolando—, yo quiero descubrirte mi corazón. No me gusta el oficio que he tomado. Pide una conducta demasiadamente delicada y misteriosa, que sólo da lugar a sutilezas y raposerías. ¡Oh y cuánto echo de menos mi antigua y noble profesión! Confieso que es más segura la nueva, pero es más gustosa y divertida la otra, y yo soy amante de la alegría y de la libertad. Voy viendo que tengo traza de exonerarme de este empleo y desaparecer el día menos pensado, para retirarme a las montañas que están en el nacimiento del Tajo. Sé que hay allí cierta madriguera, habitada por una valerosa tropa llena de catalanes determinados cuyo nombre solo es su mayor elogio. Si me quieres seguir, iremos a aumentar el número de aquellos grandes hombres. Me brindan con el empleo de segundo capitán de tan ilustre compañía, y haré que te reciban en ella, asegurándoles que diez veces te he visto combatir a mi lado, y ensalzaré hasta las nubes tu valor. Hablaré mejor de ti que un general de un oficial cuando le quiere adelantar; pero me guardaré bien de tomar en boca la pieza que nos jugaste, porque esto té haría sospechoso, y así, no diré palabra de la aventura consabida. Ahora bien —añadió—: ¿Estás pronto a seguirme? Espero tu respuesta».

«Cada uno tiene sus inclinaciones —respondí a Rolando—; usted es inclinado a las empresas arduas y peligrosas y yo a una vida tranquila y sosegada». «¡Ya te entiendo! —me interrumpió—. Aquella señora cuyo amor te hizo hacer lo que emprendiste la tienes todavía muy dentro del corazón, y sin duda que en su amable compañía gozas de aquella vida cómoda y gustosa a que te llama tu inclinación. Confiesa con sinceridad que, después de haberle restituido sus muebles, estáis comiendo juntos los doblones que recogisteis y robasteis de la cueva». Respondí le que estaba muy equivocado, y para desengañarle, en pocas palabras le conté toda la historia de la señora, con todo lo demás que me había sucedido desde que me escapé de su compañía. Al fin de la comida me volvió a hablar de los señores catalanes y me confesó que estaba resuelto a ir a juntarse con ellos, volviéndome a dar otro tiento para persuadirme a que abrazase aquel partido. Pero viendo que no lo podía conseguir, me miró con un aire fiero y me dijo con cierta seriedad feroz: «¡Ya que tienes un corazón tan vil y bajo que prefieres tu servil condición al honor de entrar en la compañía de unos hombres valerosos, te abandono a la villanía de tus ruines inclinaciones! ¡Olvida enteramente que me volviste a encontrar hoy y jamás me tomes en boca con persona viviente de este mundo, porque si llego a saber que alguna vez has hablado de mí…! ¡Ya me conoces, y no te digo más!». Al decir esto, llamó al tabernero, pagó la comida y nos levantamos de la mesa para ir cada cual por su camino.