LIBRO TERCERO

CAPÍTULO PRIMERO

Llegada de Gil Blas a Madrid, y primer amo a quien sirvió allí.

ETÚVEME algunos días en casa del barbero y júnteme después con un mercader de Segovia que pasó por Olmedo. Había ido a Valladolid con cuatro mulas cargadas con varios géneros y se volvía a su casa con todas ellas de vacío. Hízome montar en una, y tomamos tanta amistad en el camino, que cuando llegamos a Segovia se empeñó en que me hospedase en su casa. Dos días descansé en ella, y cuando me vio resuelto a marchar a Madrid con el arriero, me dio una carta, encargándome mucho que la entregase yo mismo en mano propia, sin decirme que era una carta de recomendación. Hícelo así, poniéndola yo mismo en manos del señor Mateo Meléndez, mercader de paños, que vivía en la puerta del Sol, esquina de la calle del Cofre. Apenas abrió el pliego y leyó su contenido, cuando me dijo con un modo muy agradable: «Señor Gil Blas, mi corresponsal, Pedro Palacios, me recomienda la persona de usted con tan vivas expresiones que no puedo dejar de ofrecerle un cuarto en mi casa. Además de esto me suplica le busque una buena conveniencia, cosa de que me encargo con gusto y con esperanza de que no me será muy difícil colocar a usted ventajosamente».

Acepté la generosa oferta de Meléndez, con tanto mayor gusto cuanto veía que mi dinero se iba por instantes acabando pero no le fui gravoso largo tiempo. Pasados ocho días, me dijo que acababa de proponerme a un caballero amigo suyo que necesitaba un ayuda de cámara, y que, según todas las señas, no se me escaparía esta conveniencia. Con efecto, habiéndose dejado ver el tal caballero en aquel mismo momento, «Señor —le dijo Meléndez mostrándome a él—, éste es el mozo de quien hablamos poco ha, de cuyo proceder me constituyo por fiador como pudiera del mío mismo». Miróme atentamente el caballero, y respondió que le gustaba mi fisonomía y que desde luego me recibía en su servicio. «Sígame —añadió—, que yo le instruiré en lo que deberá hacer». Diciendo esto, se despidió del mercader y me llevó consigo a la calle Mayor, frente por frente de San Felipe el Real. Entramos en una casa muy buena, donde él ocupaba un cuarto, subimos unos cinco o seis escalones y me introdujo en un aposento cerrado con dos buenas puertas, en la primera de las cuales había una rejilla de hierro para ver a los que llamaban. Pasamos después a otra pieza, donde tenía su cama, con otros varios muebles más aseados que preciosos.

Si mi nuevo amo me había mirado bien en casa de Meléndez, también yo le examiné a él después con particular atención. Era un hombre de unos cincuenta años, de aspecto frío y serio. Parecióme de buena índole y no formé mal concepto de él. Hízome muchas preguntas acerca de mi familia, y satisfecho de mis respuestas, «Gil Blas —me dijo—, yo contemplo que eres un mozo de gran juicio y me alegro mucho de que me sirvas; y por tu parte espero que estarás contento con tu acomodo. Te daré seis reales al día para que comas y te vistas, sin perjuicio de algunos provechos que podrás tener conmigo. Yo no soy hombre que dé mucha molestia a los criados; munca como en casa, sino siempre con mis amigos. Por la mañana no tienes que hacer mas que limpiarme bien los vestidos; lo restante del día te queda libre y puedes hacer lo que quieras; basta que por la noche te retires a casa temprano y me esperes a la puerta de mi cuarto. Esto es todo lo que exijo de ti». Después de haberme dado esta instrucción sacó seis reales del bolsillo y me los entregó, para empezar a cumplir nuestro ajuste. Salimos los dos juntos, cerró él mismo las puertas, llevóse consigo la llave y me dijo: «No tienes que seguirme y puedes irte adonde te diere la gana; pero ¡cuidado que te encuentre en la escalera cuando vuelva a casa por la noche!». Diciendo esto se marchó y me dejó que dispusiese de mí como mejor se me antojase.

«Vamos claros, Gil Blas —me dije entonces a mí mismo—, que no te era posible encontrar amo mejor. Tú sirves a un hombre que por limpiar los vestidos, hacerle la cama y barrer su cuarto por la mañana te da seis reales cada día y libertad de hacer después lo que quisieres, ni más ni menos que un estudiante en tiempo de vacaciones. ¡A fe que no será fácil hallar otra conveniencia igual! Ya no me admiro del hipo que tenía por venir a Madrid; sin duda era presagio de la fortuna que me esperaba». Pasé todo el día en andar de calle en calle, viendo muchas cosas que me cogían de nuevo y que no me daban poca ocupación. Por la noche cené en una hostería poco distante de nuestra casa, y prontamente me retiré al sitio donde el amo me había mandado le esperase. Llegó tres cuartos de hora después y se mostró contento de mi puntualidad. «¡Muy bien! —me dijo—. ¡Eso me gusta! Yo quiero criados que sean exactos en hacer lo que les mando». Dicho esto abrió las puertas del cuarto, cerrólas, y como nos hallábamos a obscuras, echó yescas y encendió una vela. Ayúdele después a desnudar, y luego que se metió en la cama encendí por su mandato una lamparilla que había en la chimenea, cogí la vela y llévela a la antesala, donde mé acosté en un catre. Al día siguiente se levantó entre nueve y diez de la mañana, cepillé sus vestidos, dióme mis seis reales y despidióme hasta la noche. Salió fuera de casa, sin descuidarse de cerrar bien las puertas, y hétele aquí que uno y otro nos separamos para el resto del día.

Tal era nuestra vida, que a mí me parecía muy dulce y acomodada. Lo más gracioso de todo era que yo no sabía aún cómo se llamaba mi amo y Meléndez lo ignoraba también. Sólo conocía al tal caballero por uno de tantos como concurrían a su lonja a comprar géneros; y los vecinos tampoco pudieron satisfacer mi curiosidad. Aseguráronme todos que no sabían qué clase de hombre era mi amo, aunque hacía dos años que vivía en aquel barrio. Dijérenme que no trataba con ninguno de los vecinos, y algunos, acostumbrados a juzgar temerariamente mal de todo, inferían de aquí que era un hombre de quien no se podía formar juicio alguno bueno. Con el tiempo se adelantó más: sospechóse que fuese un espía del rey de Portugal, y me aconsejaron caritativamente que tomase mis medidas acerca del particular. El aviso me puso en sumo cuidado, porque desde luego formé juicio de que si era verdad lo que decían corría yo gran peligro de visitar los calabozos de Madrid. Mi inocencia no me podía asegurar y mis pasadas desgracias me obligaban a temer a la justicia. Había experimentado ya dos veces que, si no quita la vida a los inocentes, a lo menos guarda tan mal con ellos las leyes de la hospitalidad, que siempre es una desgracia hospedarse en su casa, aunque sea por poco tiempo.

Consulté con Meléndez lo que debía hacer en esa críticas circunstancias; pero no supo qué consejo darme. No podía creer que mi amo fuese espía; mas tampoco tenía razón fuerte y positiva para negarlo. Tomé, pues, el partido medio de observar bien todos sus pasos, y si descubría que verdaderamente era un enemigo del Estado, abandonarle enteramente; pero al mismo tiempo me pareció que la prudencia y lo bien hallado que estaba con él pedían que caminase con el mayor tiento y circunspección en poner por obra lo que había determinado, sin asegurarme antes de la verdad. Comencé, pues, a examinar todas sus acciones y movimientos, y para sondearlos mejor, «Señor —le dije una noche mientras le estaba desnudando—, no sabe un hombre cómo ha de vivir para librarse de malas lenguas. El mundo está perdido y nosotros tenemos unos vecinos que no valen un demonio. ¡Malditas bestias! No creerá su merced cómo hablan de nosotros». «Y bien, Gil Blas —me respondió—, ¿qué es lo que pueden decir?». «¡Ah, señor —repliqué—, a la murmuración nunca le falta asunto! Encuéntralos o los sueña hasta en la misma virtud. ¿No es bueno que nuestros vecinos tienen aliento para decir que nosotros somos gente peligrosa y que la Corte debe vigilar nuestra conducta? En una palabra: dicen que su merced es espía del rey de Portugal». Entonces alcé los ojos y le miré con cuidado, como Alejandro a su médico, para notar el efecto que producía lo que acababa de decirle. Parecióme que se turbaba algún tanto, lo cual confirmaba poderosámente las conjeturas de la vecindad. Noté que poco después se quedó pensativo y cabizbajo, y esto tampoco lo interpreté muy favorablemente. Así estuvo por un breve rato; pero luego, como quien vuelve en sí, me dijo en un tono y con rostro muy tranquilo: «Gil Blas, dejemos a los vecinos que digan lo que quieran; nuestra quietud no ha de depender de sus malignas expresiones. No hagamos caso de lo que dicen los hombres mientras no demos motivo a que lo digan».

Acostóse después con mucho sosiego y yo hice lo mismo, sin saber qué pensar. Al día siguiente, cuando íbamos a salir de casa, oímos llamar recio a la puerta de la escalera. Acudió con prontitud el amo, y mirando por la rejilla vio a un hombre bien vestido, que le dijo: «Señor caballero, yo soy alguacil y vengo de parte del señor corregidor a decir a usted que su señoría desea hablarle dos palabras». «¿Qué me quiere el señor corregidor?», respondió mi amo. «Eso es lo que no sé —replicó el alguacil—; pero vaya usted a su casa y presto lo sabrá». «Yo le beso las manos al señor corregidor —repuso su merced—; yo no tengo nada que ver con su señoría». Diciendo estas palabras cerró enfadado la segunda puerta, y comenzándose a pasear por el cuarto en ademán de un hombre, según lo que a mí me parecía, a quien había dado mucho que discurrir el recado del alguacil, me puso en la mano mis seis reales y me dijo: «Amigo Gil Blas, tú puedes irte a pasear a donde quieras, que yo no te he menester». Persuadíme al oír esto que tenía miedo de que le prendiesen y que por eso no quería salir. Dejóle, pues, y para ver si me engañaba en mi sospecha, me escondí en paraje desde donde podía observar si salía o no. Habría tenido paciencia para mantenerme allí toda la mañana si él mismo no me hubiese aliviado de este trabajo, pues al cabo de una hora le vi salir y presentarse en la calle con un desembarazo y un aire de confianza que dejó confundida mi penetración. Sin embargo, no me deslumbraron estas apariencias; antes bien me hicieron entrar en mayor desconfianza. Parecióme que todo aquello podía muy bien ser con estudio, y aun casi llegué a creer que se había detenido en casa aquel tiempo para recoger sus joyas y dinero, y que probablemente iba a ponerse en salvo huyendo. Perdí la esperanza de verle más, y aun estuve perplejo en si iría aquella noche a esperarle en la puerta de la escalera: tan persuadido estaba de que saldría aquel día de Madrid para librarse del peligro que le amenazaba. Sin embargo, no dejé de ir a esperarle, y quedé admirado de verle volver como acostumbraba. Acostóse sin la menor muestra de cuidado ni inquietud, y por la mañana se levantó y vistió con la mayor serenidad.

No bien acabó de vestirse, cuando llamaron de repente a la puerta. Fué él mismo a mirar por la rejilla quién llamaba. Vio que era el alguacil del día anterior; preguntóle qué se le ofrecía, y el alguacil respondió que abriese al señor corregidor. Al oír este nombre temible se me heló toda la sangre. Había ya cobrado un endiablado miedo, y más que pánico terror, a toda esta casta de pájaros desde que tuve la desgracia de caer en sus manos, y en aquel momento hubiera querido hallarme cien leguas distante de Madrid; pero mi amo, que no era tan espantadizo ni tan medroso como yo, abrió la puerta con sosiego y recibió al señor corregidor con respeto. «Ya ve usted —dijo a mi amo— que no vengo a su casa con grande acompañamiento, porque nunca he gustado de hacer las cosas con estruendo. Sin hacer caso de los rumores poco favorables a usted que corren por el pueblo, me ha parecido que su persona era acreedora a que se la tratase con miramiento. Sírvase usted decirme cómo se llama, quién es y qué hace en Madrid». «Señor —le respondió mi amo—, mi nombre es don Bernardo de Castelblanco, familia conocida en Castilla la Nueva. Mi ocupación en Madrid se reduce a pasearme, frecuentar los teatros y divertirme con algunos pocos amigos, gente toda muy honrada y de honesta y grata conversación». «Sin duda —dijo el juez—, tendrá usted una gran renta». «No, señor —repuso mi amo—; no tengo rentas, ni tierras y ni aun casa». «¿Pues de qué vive usted?», le replicó el corregidor. «De lo que voy a enseñar a vuestra señoría», respondió don Bernardo; y al mismo tiempo alzó un tapiz y abrió una puerta que estaba tras de él, sin que yo la hubiese observado, y luego otra que estaba después de aquélla, e hizo entrar al juez en un cuartito, donde había un gran cofre todo lleno de oro, que quiso viese con sus mismos ojos. «Ya sabe vuestra señoría —le dijo entonces— que nosotros los españoles somos por lo general poco amigos del trabajo; mas por grande que sea la aversión con que otros le miran, puedo asegurar que ninguna se iguala con la mía. Soy naturalmente tan perezoso y holgazán, que no valgo para ningún empleo ni ocupación. Si quisiera canonizar mis vicios, dándoles el nombre de virtudes, diría que mi pereza era una indolencia filosófica, un rasgo del entendimiento desengañado de lo que el mundo solicita y busca con tanto ardor; pero debo confesar de buena fe que soy haragán y perezoso de nacimiento; tanto, que si me viera precisado a trabajar para comer, creo que me dejaría morir de hambre. En este supuesto, a fin de pasar una vida que se acomodase con mi humor, por no tener la molestia de cuidar de mi hacienda, y mucho más por no haber de lidiar con administradores ni mayordomos, convertí en dinero contante todo mi patrimonio, que consistía en muchas posesiones considerables. Cincuenta mil ducados en oro hay en este cofre, lo que basta y aun sobra para lo que puedo vivir, aunque pase de un siglo, pues no llegan a mil los que gasto cada año y cuento ya diez lustros de edad. No me da cuidado lo venidero, porque, gracias al Cielo, no adolezco de alguno de aquellos tres vicios que comúnmente arruinan a los hombres: soy poco inclinado a comilonas y meriendas, juego poco, por mera diversión, y estoy ya muy desengañado de las mujeres. No temo que en mi vejez me cuenten en el número de aquellos viejos lascivos a quienes las mozuelas venden sus mentidos e interesados favores a precio de oro».

«¡Oh y qué dichoso es usted! —exclamó el corregidor—. Teníanle, contra toda razón, por un espía, personaje que de ningún modo podía convenir a un hombre de su carácter. Prosiga usted, don Bernardo, en vivir como ha vivido hasta aquí. Tan lejos estaré de turbar sus días tranquilos y serenos, que desde luego los envidio y me declaro por su defensor. Pídele a usted su amistad y yo le ofrezco la mía». «¡Ah, señor! —exclamó mi amo, penetrado de tan atentas como apreciables palabras—. Admito el precioso don que vuestra señoría me ofrece. Su amistad es complemento de mi felicidad». Después de esta conversación, que el alguacil y yo oímos desde fuera, el corregidor se despidió de mi amo, que no hallaba expresiones con que manifestarle su agradecimiento. Yo de mi parte, por imitar a mi amo y ayudarle a hacer los honores de la casa, hartó al alguacil de profundas cortesías, aunque en el corazón le miraba con aquel tedio con que todo hombre de bien mira a un corchete.