Estado en que encontró Diego a sus parientes, y cómo Gil Blas se separó de él después de haber participado de ciertas diversiones.
UIMOS aquel día a dormir entre Mojados y Valdestillas, a un lugarcillo cuyo nombre se me ha olvidado, y al día siguiente a las once de la mañana entramos en la llanada de Olmedo. «Señor Gil Blas —me dijo mi camarada—, aquél es el lugar de mi nacimiento. No le puedo volver a ver sin llenarme de júbilo: tan natural es en todos el amar su patria». «Señor Diego —le respondí—, un hombre como usted, que tanto amor tiene a su tierra, parece debía haber hablado de ella con mayor estimación. Usted me la pintó como si fuera un lugarcillo o una aldea y a mí se me presenta como una ciudad. Era razón que, por lo menos, la tratase usted de villa grande». «Yo le pido perdón —respondió el barbero—, pero diré que después de haber visto a Madrid, Toledo, Zaragoza y otras principales ciudades de España en la vuelta que he dado por ella, todo me parece aldea». Conforme íbamos adelantando en la llanura y acercándonos a Olmedo, nos pareció ver junto al pueblo multitud de gente, y cuando nos hallamos a distancia de poder discernir los objetos, tuvimos mucho en qué divertir la vista.
Vimos tres pabellones o tiendas de campaña, poco distante una de otra, y alrededor de ellas muchedumbre de cocineros y ayudantes de cocina que estaban disponiendo una gran comida. Unos ponían unas mesas largas dentro de las tiendas, otros echaban vino en grandes vasijas de barro, éstos atendían a que cociesen las ollas y aquéllos daban vueltas a luengos asadores en que estaban espetadas viandas de todo género. Pero a mí nada me llevó tanto la atención como un espacioso teatro que observé, bastante elevado, que estaba adornado con algunos bastidores de cartón pintado de diferentes colores y lleno de inscripciones griegas y latinas. Luego que el barbero vio tanto griego y tanto latín, dijo: «¡Esto me huele terriblemente a mi tío Tomás! ¡Apuesto algo a que ha andado aquí su mano, porque sabe de memoria una infinidad de libros de aula! Lo que me enfada es que en las conversaciones encaja sin cesar pasajes enteros de los tales libros, cosa que no a todos agrada. Fuera de eso, ha traducido varios poetas griegos y latinos y está instruido en la antigüedad, lo que se conoce por las notas con que los ha enriquecido, como, v. gr., aquello de que en Atenas lloraban los niños cuando los azotaban cosa que si no fuera por su vasta y selecta erudición nosotros no la sabríamos».
Después de haber visto mi camarada y yo todas las cosas que acabo de decir, nos dio gana de preguntar por qué y para qué se hacían todas aquellas prevenciones. Al tiempo que nos íbamos a informar, se encontró Diego con un hombre que conoció ser su tío, el señor Tomás de la Fuente, y que al parecer mostraba ser el director de la fiesta. Fuimonos a él apresuradamente; mas este maestro de primeras letras tardó algo en conocer a su sobrino: tanta mudanza había hecho en aquel pobre mozo la ausencia de diez años. Conocido al fin, le abrazó estrechísimamente y le dijo: «¡Oh querido sobrino Diego! ¿Conque al cabo has vuelto a ver a tus dioses penates y el Cielo te ha restituido sano y salvo a tu familia? ¡Oh día tres y cuatro veces beato! ¡Albo dies notanda lapillo! Muchas novedades encontrarás en la parentela. Tu tío Pedro, aquél gran talento, ya es víctima de Plutón: tres meses ha que murió. ¡Hombre avariento, que toda su vida estuvo temiendo le habían de faltar siete pies de tierra para enterrarse! Argenti pallebat amore. Tenía muchas pensiones de los grandes y no gastaba diez doblones al año en comida y vestido. No daba de comer al único criado que le servía. Más insensato que aquel griego Aristipo, el cual, caminando por los desiertos de Libia, hizo a sus esclavos que dejasen en ellos todas las grandes riquezas que llevaban, alegando que aquella carga les incomodaba en la marcha, amontonaba toda la plata y todo el oro que podía haber a las manos. Mas ¿para qué? Para que lo gozasen sus herederos, a quienes no podía sufrir. Dejó a su muerte treinta mil ducados, que se repartieron entre tu padre, tu tío Beltrán y yo. Todos nos hallamos en estado de pasarlo bien. Mi hermano Nicolás colocó ya a su hija Teresa, que acaba de casarse con el hijo de uno de nuestros alcaldes: connubio junxit stabili, propriamque dicavit. Este himeneo, concluido bajo los más felices auspicios, es el que estamos celebrando hace ya dos días con el aparato que ves. Hicimos levantar estas tiendas de campaña en esta llanura. Los tres herederos de Pedro tienen cada uno la suya y, por su turno, costean la fiesta de un día. Habría celebrado mucho que hubieses llegado antes para que gozases de todas. Anteayer, día en que se celebró la boda, corrió tu padre con el gasto, y dio una soberbia comida, y después hubo parejas, y se corrió sortija. Tu tío el mercader tomó de su cuenta el día de ayer y nos divirtió con una bellísima fiesta pastoril. Vistió de pastores a los diez muchachos más lindos y agraciados del lugar y de pastoras a las diez muchachas más pulidas y aseadas que había en todo Olmedo, empleando en engalanarlas las cintas más ricas y los más preciosos dijes que se hallaron en su tienda. Toda aquella lucida juventud armó mil graciosísimas danzas, cantando después otras tantas letrillas muy chuscas, tiernas y amorosas. Y aunque no parecía posible cosa más divertida, con todo eso no dio gran golpe, sin duda porque en Castilla la Vieja hemos perdido el gusto a las diversiones pastoriles.
»Hoy me toca a mí, y pienso divertir a los vecinos de Olmedo con un espectáculo todo de mi invención: finís coronabit opus. Mandé alzar un teatro, en el cual, con la ayuda de Dios, haré representar por mis discípulos una de mis tragedias, intitulada Los pasatiempos de Muley-Bugenfuf, rey de Marruecos. Se ejecutará con el mayor primor, porque entre los muchachos los hay que declaman como los más célebres comediantes de Madrid. Son todos hijos de honradas familias de Peñafiel y Segovia, y los tengo en mi casa a pupilaje. ¡Excelentes representantes! ¡Verdad es que les he enseñado yo! Su declamación parecerá acuñada en el cuño del maestro: ut ita dicam. En cuanto a la tragedia, no te quiero hablar de ella, puesto que la has de oír, por no privarte del placer de la sorpresa, y sólo diré sencillamente que dejará extáticos a todos los espectadores. Es uno de aquellos asuntos trágicos que ponen toda el alma en conmoción, por las terribles imágenes de la muerte que ofrecen a la fantasía. Yo siempre he sido de la opinión de Aristóteles: que es necesario excitar el terror. ¡Ah, si yo me hubiera dedicado al teatro, nunca saldrían a él sino héroes sanguinarios y príncipes asesinos, y mé bañaría siempre en sangre! ¡En mis tragedias se vería morir no sólo a los primeros personajes, sino hasta las mismas guardias! ¿Qué digo hasta las mismas guardias? ¡Haría también degollar al apuntador! En fin, sólo me agrada lo terrible; éste es todo mi gusto. De esta manera, los poemas de esa especie se levantan con el aplauso de la muchedumbre, mantienen el lujo de los comediantes y hacen célebre el nombre de los autores».
Acababa de pronunciar estas palabras, cuando vimos salir del pueblo y entrar en la llanura un gran gentío de uno y otro sexo. Eran los dos esposos, acompañados de sus amigos y parientes, e iban precedidos de diez a doce tocadores de instrumentos, que tañían todos a un tiempo, haciendo un concierto muy ruidoso. Salióles al encuentro Diego y dióse a conocer. Inmediatamente resonaron por el campo los gritos de alegría con que fué recibido del acompañamiento, corriendo todos a abrazarle y procurando cada uno ser el primero. No tuvo poco que hacer en corresponder a todas las demostraciones de amor y cumplimientos que le hicieron. Sofocábanle a abrazos todos 1os de la familia y cuantos se hallaban presentes, y luego que se aquietó un poco aquel primer turbión, le dijo su padre: «Seas bien venido, hijo Diego. En verdad que durante tu ausencia han adelantado mucho tus parientes, ¿no es así? Por ahora no te digo más; a su tiempo lo sabrás muy por menor». Mientras tanto, el gentío se fué adelantando hacia la llanura, llegó a ella, entróse en las tiendas y fuese sentando a las mesas, que ya estaban preparadas. Yo no dejé a mi compañero; sentóme junto a él y entrambos comimos con los dos novios, que me parecieron corresponder bien uno a otro. Duró mucho tiempo la comida, porque el preceptor o maestro tuvo la vanidad de querer que tres veces se cubriese la mesa, por aventajar a sus hermanos, que no habían dispuesto las cosas con tanta magnificencia.
Después del banquete, todos los convidados mostraron grande impaciencia por ver la representación de la obra del señor Tomás, no dudando —decían— que una producción de ingenio tan superior sería dignísima de oírse. Acércamonos, pues, al teatro, donde todos los músicos ocupaban ya el lugar de la orquesta para tocar en los intermedios. Esperaban todos con el mayor silencio a que diese principio a la tragedia. Dejáronse ver los actores en la escena, y el autor, con su obra en la mano, estaba tras las cortinas, en sitio donde pudiese apuntar y ser oído de los que representaban. Con mucha razón nos había prevenido que era trágico su drama, porque en el primor acto el rey de Marruecos mató por vía de diversión cien esclavos a flechazos; en el segundo hizo degollar treinta oficiales portugueses que uno de sus capitanes había hecho prisioneros; finalmente, en el tercero, aquel monarca, cansado de sus mujeres, pegó él mismo por su mano fuego a un palacio aislado donde estaban encerradas y, juntamente con él, las redujo todas a ceniza. Los esclavos moros y los oficiales portugueses estaban representados por unas figuras de mimbre, y el palacio, que era de cartón, se aparentaba abrasado por un fuego artificial. Este incendio, acompañado de lastimosos gritos que parecían salir de en medio de las llamas, dio fin a la tragedia y cerró el teatro de una manera patética y divertida. Resonaron en toda la llanura los vivas y los aplausos con que fué celebrado un drama de tan ingeniosa invención, lo que acreditó el buen gusto del poeta y su singular acierto en la elección y oportunidad de los asuntos.
Creía yo que ya nada había que ver después de Los pasatiempos de Muley-Bugentnf, pero engáñeme. Anunciáronnos un nuevo espectáculo los timbales y trompetas. Era éste la distribución de los premios, porque Tomás de la Fuente, para mayor solemnidad de la fiesta, a todos sus discípulos, así pupilos como los que no lo eran, les había hecho trabajar varias composiciones, y en aquel día se habían de repartir los premios a los más sobresalientes, consistiendo aquéllos en ciertos libros que el mismo preceptor, a costa suya, había ido a comprar a Segovia. De repente, pues, se dejaron ver en el teatro dos bancos largos de escuela y un armario o estante lleno de Libros pequeños encuadernados con aseo. Entonces todos los actores se presentaron en la escena y formaron un semicírculo delante del señor Tomás, el cual se dejaba ver con tanta gravedad y autoridad como pudiera un prefecto de colegio. Tenía en la mano la lista de los nombres de los que debían ser premiados. Entregósela al rey de Marruecos, quien se puso a leerla en alta voz, llamando uno por uno a los nombrados para recibir el premio. Cada cual iba con respeto a recibir un libro de la mano del pedante, inclinándose profundamente al ir y volver cuando pasaban delante del monarca marroquí. Juntamente con el libro, se los coronaba a todos con una guirnalda de laurel, y después se iban sentando en uno de los dos bancos, para que fuesen vistos, aplaudidos y admirados de todos, pero particularmente de sus madres, amigos y parientes. Por más cuidado que puso el preceptor en que todos quedasen contentos, no lo pudo conseguir, porque, observándose que la mayor parte de los premios habían tocado a los pupilos, como regularmente se acostumbra, las madres de los otros discípulos lo llevaron muy a mal, se alborotaron y acusaron al maestro de parcialidad; y tanto, que una fiesta tan gloriosa y tan alegre hasta aquel punto faltó poco para que se acabase tan desgraciadamente como el banquete de los Lapitas.