Historia del mancebillo barbero.
ERNADO Pérez de la Fuente, mi abuelo —porque me gusta tomar las cosas muy de atrás—, después de haber seguido el oficio de barbero en la noble villa de Olmedo por espacio de cincuenta años, murió dejando cuatro hijos. El primogénito, por nombre Nicolás, heredó la tienda y siguió la misma profesión. Beltrán, que fué el segundo, se le metió en la cabeza el ser mercader y trató en mercería. El tercero, llamado Tomás, se dedicó a maestro de escuela. El cuarto, que se llamaba Pedro, sintiéndose inclinado a estudiar, vendió su legítima y se fué a Madrid, donde esperaba darse con el tiempo a conocer por su erudición y su ingenio. Los otros tres hermanos nunca se separaron, manteniéndose en Olmedo, y allí se casaron todos tres con hijas de labradores, que trajeron en matrimonio poca dote, pero en recompensa de ella una gran fecundidad, pues parece habían apostado a cuál había de parir más. Mi madre, que era la mujer del barbero, parió seis en los cinco primeros años de casada, siendo yo uno de ellos. Mi padre, luego que tuve fuerzas, me puso a su oficio, y apenas cumplí quince años cuando un día me echó a cuestas la alforja que veis, y ciñéndome esta misma espada, «¡Ea, Diego —me dijo—, ya puedes ganar la vida! ¡Vete a correr mundo! Estás algo basto y te conviene viajar para limarte, como también para perfeccionarte en tu oficio. Vete, pues, y no vuelvas a Olmedo hasta haber andado toda España; no quiero oír hablar de ti hasta que hayas hecho todo esto». Dióme un paternal abrazo, cogióme de la mano y bonitamente me condujo hasta ponerme de patitas en la calle.
»Esta fué la tierna despedida de mi padre; pero mi madre, que era de genio menos áspero, se mostró más sentida de mi marcha. Echó algunas lágrimas y aun me metió a escondidas en la mano un ducado. Salí, pues, de Olmedo en esta conformidad, y tomó el camino de Segovia. No bien había andado doscientos pasos, cuando examiné la alforja, picándome la curiosidad de saber lo que llevaba. Encontróme un estuche hendido y abierto por todas partes, dentro del cual había dos navajas de afeitar, tan mohosas, gastadas y mugrientas que parecían haber servido a diez generaciones, con una tira de cuero para suavizarlas y un pedazo de jabón. Además de eso halló una camisa nueva de cáñamo, un par de zapatos viejos de mi padre, y lo que sobre todo me alegró fueron unos veinte reales que encontré envueltos en un trapo. A esto se reducía todo mi haber. Por aquí podrá usted conocer lo mucho que fiaba mi padre en mi habilidad, cuando me echó de su casa con tan poco ajuar. Sin embargo, la posesión de un ducado y veinte reales más no dejó de deslumhrar a un muchacho que en toda su vida había visto tanto dinero junto. Considéreme con un caudal inagotable, y lleno de alegría proseguí mi camino, mirando de cuando en cuando el puño de mi tizona, cuya hoja se me enredaba entre las piernas, me molestaba e impedía caminar.
»Hacia el anochecer llegué al reducido lugar de Ataquines, con un hambre que ya no podía sufrir. Entré en el mesón y, como si me sobrase mucho para el gasto, mandé en voz alta que me trajesen de cenar. El mesonero me estuvo mirando con atención algún tiempo, y conociendo lo que podía ser yo, “Sí —me dijo con mucha dulzura—, sí, caballerito mío; usted será servido como un príncipe”. Condújome a una pieza pequeña, y un cuarto de hora después me sirvió un encebollado de gato, que comí con tanto apetito como si fuera de liebre o de conejo. Acompañó este exquisito guisado con un vino que, según él decía, el rey no le bebía mejor. Y aunque conocí muy bien que ya era un vino embrión de vinagre, sin embargo, le hice tanto honor como había hecho al gato. Después era menester, para ser tratado en todo como un príncipe, que me dispusiese una cama más propia para despertar a una piedra que para dormir. Figúrese usted una tarima tan corta que, aun siendo yo pequeño, no podía extender las piernas sin que saliesen fuera la mitad. Fuera de eso, el colchón de pluma se reducía a una especie de jergón ético y estrujado, cubierto de una sábana doblada que, después de su última lavadura, habría servido quizá a cien pasajeros. Con todo eso, en la cama que fielmente acabo de pintar, con la barriga llena de gato y de aquel precioso vino que antes describí, gracias a mis pocos años y a mi natural robustez dormí profundamente y pasó la noche sin la más leve indigestión.
»A1 día siguiente, luego que hube almorzado y pagado bien la comida que me habían servido, me planté de una tirada en Segovia. Así que llegué tuve la fortuna de que me recibiesen en una tienda, dándome sólo de comer y vestir; pero no paré allí más que seis meses, porque otro mancebo barbero con quien había trabado amistad y quería ir a Madrid me levantó de cascos, y me marché con él a esta villa. Acomodóme luego fácilmente, sobre el mismo pie que en Segovia, en una tienda de las más concurridas, pues su vecindad al corral del Príncipe atraía a ella tanta multitud de parroquianos que el maestro, dos mancebos y yo no bastábamos a dar abasto a todos. Allí iban personas de todas clases, y entre ellas comediantes y autores. Una vez se juntaron dos sujetos de esta clase; pusiéronse a hablar de los poetas y las poesías del tiempo, y les oí pronunciar el nombre de mi tío. Entonces me apliqué a oírlos con mayor atención. “Don Juan de Zabaleta —dijo uno— es un autor de quien me parece que el público no debe estar muy satisfecho. Es un hombre frío, sin fuego y sin inventiva. La última comedia suya le desacreditó excesivamente”. “Y Luis Vélez de Guevara —dijo el otro—, ¿no acaba de regalarnos con una bellísima obra? ¿Puede haber cosa más miserable?”. Nombraron no sé a cuántos otros poetas cuyos nombres no tengo presentes; pero me acuerdo bien de que hablaron de ellos muy mal. De mi tío hicieron ambos más honorífica mención. “Sí —dijo uno de ellos—, don Pedro de la Fuente es un gran autor; sus escritos están llenos de una gracia y de una erudición que al mismo tiempo instruyen y deleitan por su delicada sal. No me admiro de que sea estimado de la corte y del pueblo ni de que muchos señores le hayan señalado pensiones. Ha muchos años que goza una gruesa renta, y el duque de Medinaceli le da casa y mesa, por lo que nada gasta, y así, es preciso que esté muy bien y tenga dinero”.
»No perdí palabra de todo lo que dijeron de mi tío aquellos poetas. Ya sabíamos en la familia que hacía mucho ruido en Madrid con motivo de sus obras. Algunas personas, al pasar por Olmedo, nos habían informado de lo bien admitido que estaba; pero como nunca nos había escrito y parecía haberse extrañado mucho de nosotros, oíamos todas aquellas noticias con la mayor indiferencia. No obstante, como la buena sangre no puede mentir, luego que oí decir que lo pasaba tan bien y me informé de las señas de su casa, tuve tentación de ir a verle y darme a conocer con él. Sólo me detenía el haber oído a los cómicos llamarle don Pedro. Aquel don me hacía titubear, recelando fuese otro del mismo nombre y apellido de mi tío. Con todo eso, vencí al cabo este temor, pareciéndome que así como había sabido hacerse sabio podía también haber sabido hacerse noble y caballero; y así resolví presentarme a él. Para esto, al día siguiente, con licencia de mi maestro, me vestí lo más decentemente que pude y salí a la calle, no poco vanaglorioso y cuellierguido de verme sobrino de un hombre cuyo ingenio metía en la corte tanta bulla. Sabido es que los barberos no son la gente del mundo menos sujeta a la vanidad. Comencé, pues, a tenerme en gran opinión, y caminando con orgllosa gravedad, pregunté por la casa del duque de Medinaceli. Enseñáronmela, y entrando en ella, supliqué al portero me dijese cuál era el cuarto del señor don Pedro de la Fuente. “Suba usted por aquella escalerilla —me dijo, mostrándome una que estaba al fin de un patio— y llame a la primera puerta que encuentre a mano derecha”. Hícelo así; llamé a la puerta, y salió a abrir un mocito, a quien pregunté si vivía allí el señor don Pedro de la Fuente. “Sí, señor —me respondió—, pero ahora no se le puede entrar recado”. “Lo siento mucho —repliqué—, pues verdaderamente le quisiera hablar, porque le traigo noticias de su familia”. “Aunque se las trajera del Padre Santo de Roma no le haría yo a usted entrar en este momento, pues está actualmente componiendo, y mientras trabaja no quiere que ninguno entre a interrumpirle y distraerle. De nadie se deja ver hasta mediodía; y así, puede usted ir a dar una vuelta y volver entonces”.
»Salíme, pues, y me fui a pasear por Madrid toda la mañana, pensando siempre en el modo con que mi tío me recibiría. «Sin duda —decía yo para mí— que tendrá grandísimo gusto de verme y conocerme, porque medía su corazón por el mío; así, contaba con que sería muy tierno el acto de vernos y reconocernos. Al fin volví con toda diligencia a la hora señalada. “Viene usted muy a tiempo —me dijo el paje—; presto saldrá mi amo. Espere usted aquí, que voy a avisarle”. Volvió dentro de un instante y me hizo entrar donde estaba mi tío, cuya vista me llenó de gozo, porque luego observó en su cara el aire de nuestra familia. Era tan parecido a mi tío Tomás, que le hubiera tenido por él mismo a no haberle visto en aquel traje y en aquel estado. Saludóle con profundo respeto y le dije que era hijo de maeso Nicolás de la Fuente, el barbero de Olmedo y hermano de su señoría y que hacía tres semanas que estaba en Madrid, siguiendo el mismo oficio de mi padre, en calidad de mancebo, con ánimo de andar la España para perfeccionarme en la Facultad. Mientras le estaba hablando, advertí que mi tío estaba distraído y pensativo, dudando, a la cuenta, si me conocería o no por sobrino o discurriendo algún arbitrio para eximirse de mí con arte y con destreza. Tomó este segundo partido, y afectando cierto aire jovial y risueño, me dijo: “Y bien, amigo, ¿cómo están de salud tu padre y tus tíos? ¿En qué estado se hallan las cosas de la familia?”. Comencé a informarle de su fecunda propagación; fuíle nombrando uno por uno todos los hijos, varones y hembras, comprendiendo en la relación hasta los nombres de sus padrinos y madrinas. Parecióme que no se interesaba demasiado en tan menuda explicación, y queriendo conseguir su intención, “Ahora bien, querido Diego —me dijo—: Apruebo mucho el que pienses correr mundo para perfeccionarte en tu oficio y te aconsejo no te detengas mucho tiempo en Madrid. Este es un lugar muy pernicioso para la juventud y tú te perderías en él. Mucho mejor harás en recorrer otras ciudades del reino donde no están tan estragadas las costumbres. Vete, pues, y cuando vayas a marchar vuelve a verme, que te daré un doblón para ayuda del viaje”. Diciendo esto, me fué llevando poco a poco hacia la puerta de la sala y me despidió con buenas palabras.
»No conocí, por mi poca malicia, que sólo briscaba pretextos para alejarme de sí. Volví a la tienda y di cuenta a mi amo de la visita que acababa de hacer. El buen hombre, que no penetró más que yo la verdadera intención del señor don Pedro, me dijo: “Yo no soy del parecer de tu tío. En lugar de exhortarte a correr mundo, me parece debía aconsejarte que permanecieses en Madrid. El trata con tantas personas de distinción que fácilmente puede colocarte en una casa grande, donde en breve tiempo podrías hacer gran fortuna”. Pagado de estas palabras, que excitaron en mi imaginación grandiosas esperanzas, dentro de dos días volví a casa de mi señor tío y le propuse que podía emplear su valimiento para acomodarme con algún personaje de la corte. Disgustóle mucho la proposición. A un hombre vano, que entraba francamente en casa de los grandes y se sentaba con ellos a la mesa, no le agradaba mucho que un sobrino suyo comiese con los criados mientras él estuviese comiendo con los amos, pues en tal caso el Dieguillo llenaría de vergüenza al señor don Pedro. Este, pues, se irritó furiosamente, y, lleno de cólera, me dijo: “¡Cómo, bribonzuelo! ¿Quieres abandonar tu oficio? ¡Anda, vete, que yo te dejo en manos de los que te dan malos consejos! ¡Sal de mi cuarto, repito, y no vuelvas a poner los pies en él si no quieres que te haga castigar como mereces!”. Quedé aturdido al oír estas palabras, y mucho más me espantó la bronca y destemplada voz con que las pronunció. Retiróme llorando y muy apesadumbrado de la aspereza con que me había tratado mi tío. Con todo eso, como siempre he sido de natural vivo y altivo, presto se me enjugó el llanto; pasé, por la contraria, del sentimiento a la indignación, y resolví no hacer caso de un mal pariente sin el cual había vivido hasta allí y esperaba vivir sin necesitarle para nada.
»No pensó entonces mas que en cultivar mi talento y en aplicarme al trabajo. Afeitaba todo el día, y por la noche, para recrear un poco el ánimo, aprendía a tocar la guitarra, siendo mi maestro un hombre de edad a quien yo afeitaba. Llamábase Marcos de Obregón, y me enseñaba la música, que sabía perfectamente, porque había sido cantor en una iglesia. Era hombre cuerdo, de tanta capacidad como experiencia, y me quería como si fuera hijo suyo. Servía de escudero a la mujer de un médico que vivía a treinta pasos de nuestra casa. Ibale yo a ver todos los días al anochecer, cuando no había que hacer en la tienda, y sentados los dos en el umbral de la puerta tocábamos algunas sonatas que no desagradaban a la vecindad. Nuestras voces no eran muy gratas; pero dando a la guitarra y cantando cada uno metódicamente la parte que le tocaba, gustábamos a las gentes que nos oían. Divertíase particularmente con nuestra música doña Marcelina, que así se llamaba la mujer del médico. Bajaba algunas veces a oírnos al portal y nos hacía repetir las tonadillas que más le agradaban. Su marido no le impedía esta diversión, pues, aunque español y viejo, no era celoso. Por otra parte, su profesión le tenía empleado todo el día, y cuando se retiraba, a casa por la noche iba tan cansado de visitar enfermos que se acostaba muy temprano, y ninguna aprensión le causaba el gusto que su mujer tenía de oír nuestras músicas, quizá por juzgar que no eran capaces de excitar en ella perniciosas impresiones. A esto se añadía que, aunque su mujer era a la verdad joven y linda, no le daba motivo alguno para el más mínimo recelo, siendo de una virtud tan adusta que no podía sufrir que los hombres ni aun siquiera la mirasen; y así, no llevaba a mal que tuviese aquel honesto e inocente pasatiempo, y nos dejaba cantar todo cuanto queríamos.
»Una noche que fui a la puerta del médico para divertirme, como acostumbraba, encontré al viejo escudero, que me estaba esperando. Tomóme por la mano y me dijo que quería nos fuésemos los dos a pasear un poco antes de principiar la música. Así que nos vimos en una calle excusada y solitaria, a donde me fué llevando y donde conoció que me podía hablar con libertad, “Querido Diego —me dijo con semblante triste—, tengo que comunicarte reservadamente una cosa. Temo mucho, hijo mío, que uno y otro nos hemos de arrepentir de esta música que damos a la puerta de mi amo. No puedes dudar lo mucho que te quiero y he tenido gran gusto en enseñarte a tocar la guitarra y a cantar, pero si hubiera previsto la desgracia que nos amenaza, te aseguro de veras que hubiera escogido otro sitio para darte las lecciones”. Sobresaltóme esta relación y supliqué al escudero que se explicase más claro, diciéndome francamente qué era lo que podíamos temer, porque yo no era hombre que quisiese hacer frente al peligro y que todavía no había dado la vuelta por España. “Voy —me respondió— a decirte lo que debes saber para conocer el riesgo en que nos hallamos. Cuando un año ha entré a servir al médico, me llevó una mañana al cuarto de su mujer, y presentándome a ella, me dijo: 'Marcos, esta señora es tu ama y siempre la has de acompañar a cualquier parte que vaya'. Quedé admirado al ver a doña Marcelina. Encontréme con una dama joven y en extremo hermosa, gustándome sobre todo lo airoso de su talle y lo apacible de su semblante. 'Señor amo —respondí al amo—, me tengo por muy dichoso en servir a una señora tan amable'. Desagradó tanto a doña Marcelina mi respuesta, que, con semblante airado, me dijo: '¡Oiga el impertinente, el atrevido! ¿Quién le ha enseñado a tomarse esas libertades? ¡Sepa desde luego que no gusto de lisonjas ni aguanto requiebros!' Sorprendiéronme extrañamente unas palabras tan ásperas, pronunciadas por aquella boca tan agraciada y tan ajenas de lo que prometía su apacible rostro. No acertaba yo a conciliar aquel modo de hablar, grosero y desabrido, con todo lo demás que observaba en una mujer de presencia tan grata. El marido, acostumbrado ya a ello, lejos de enfadarse, se tenía por muy afortunado en que le hubiese tocado una mujer de aquel extraño carácter; tanto, que me dijo: 'Marcos, mi mujer es un prodigio de virtud'; y viendo que se ponía el manto para ir a misa, me mandó que la fuese acompañando a la iglesia. Apenas salimos a la calle cuando encontramos dos mozalbetes que, admirados del aire y garbo de doña Marcelina, lo dijeron al paso algunas cosas muy lisonjeras; pero ella les respondió con tal despego y les dijo tantas necedades que los pobres quedaron corridos y suspensos, sin poder comprender cómo podía haber en el mundo una mujer que llevase a mal el ser alabada y aplaudida. 'Señora —le dije—, haga usted que no oye y pase sin contestar a lo que le dicen; menos malo es callar que responder con desabrimiento'. 'Eso no —replicó ella—: Quiero enseñar a esos insolentes que yo no soy mujer que sufro me pierdan el respeto'. En fin, profirió tantos desatinos que no pude menos de decirle mi sentir, aunque fuese a peligro de disgustarla. Le hice presente del mejor modo que me fué posible que hacía injuria a la naturaleza echando a perder con su carácter adusto mil bellas prendas de que la había dotado; que una mujer de genio afable y de modales atentos podía hacerse amar sin el auxilio de la hermosura, cuando, por el contrario, la más hermosa, si no es afable y agasajadora, se hace un objeto de desprecio. A estas razones añadí otras dirigidas a la corrección de sus ásperos modales. Después de haberla aconsejado a mi satisfacción, temí me costase caro mi celo y fidelidad, excitando su cólera y produciendo algún efecto que me fuese de poco gusto. Mas no sucedió así: no se enfadó de mis insinuaciones, contentándose con no seguirlas; y el mismo efecto produjeron las que tuve la tontería de hacerle los días siguientes”.
»“Canséme de advertirle en vano sus defectos y abandónela a la aspereza de su genio. Pero ¡quién lo creyera! Este natural tan agreste, esta mujer tan orgullosa, de dos meses a esta parte ha mudado enteramente de condición. Hoy es atenta con todos y a todos trata con modales muy cariñosos. Ya no es aquella Marcelina que no respondía sino necedades a los hombres que la elogiaban; ya oye con agrado sus lisonjas. Gusta que le digan que es hermosa y que ningún hombre la puede mirar sin cobrarle afición. Son muy de su gusto los requiebros, y, en suma, ya es otra muy diferente mujer. Esta mudanza apenas es comprensible; pero la que más te ha de admirar es el saber que tú mismo has obrado este gran milagro. Sí, mi querido Diego, tú has sido el autor de una transformación tan extraña; tú quien has convertido aquel tigre feroz en una mansísima cordera. En una palabra, tú has merecido su atención, como lo he observado más de una vez; y o yo conozco mal a las mujeres o mi ama se abrasa por ti en un vehementísimo amor. Esta es, hijo mío, la triste noticia que tenía que darte, y ésta es la desgraciada situación en que los dos nos hallamos”. “Yo no veo —respondí al viejo— gran motivo de afligirnos en todo lo que usted me ha dicho, ni nmcho menos que sea desgracia mía el que me ame una mujer hermosa”. “¡Ah Diego! —me replicó—. ¡Bien se conoce que discurres como mozo! Sólo miras al cebo y no temes al anzuelo. Te izaras sólo en el placer; pero yo, como viejo y experimentado, preveo los disgustos que causa después, porque no hay cosa que tarde o temprano no se descubra. Si prosigues en venir a cantar a nuestra puerta, con tu vista se encenderá cada día más la pasión de doña Marcelina, y olvidada tal vez de todo recato, llegará a conocerlo el doctor Oloroso, su marido, el cual se ha mostrado tan condescendiente hasta aquí porque no tiene el más leve motivo para tener celos; pero después se pondrá furioso, se vengará de su mujer y podrá hacernos a ti y a mí un flaco servicio”. “Pues bien, señor Marcos —le repliqué—, cedo a vuestras razones y me entrego a vuestros consejos. Dígame usted qué debo hacer y cómo me he de portar para evitar todo siniestro accidente”. “Dejando los dos nuestras músicas —me respondió— y no volviendo tú a parecer delante de mi señora. Una vez qne no te vea, poco a poco se le irá entibiando la pasión y recobrará su tranquilidad. Espérame en casa del maestro, que yo te iré a buscar, y allá tocaremos y cantaremos sin inconveniente”. Ofrecílo así, y, con efecto, hice propósito de no ir más a la puerta del médico y estarme encerrado en mi tienda, pues que yo era un mozo que no podía ser visto sin peligro.
»Sin embargo, el buen Marcos, a pesar de su prudencia, experimentó dentro de pocos días que el medio discurrido y aconsejado por él no sirvió para templar el fuego de doña Marcelina; antes bien, produjo un efecto enteramente contrario. Esta señora, a la segunda noche que no nos oyó cantar, le preguntó por qué razón habíamos suspendido nuestra música y cuál era la causa de que yo me hubiese retirado. Respondióle que tenía tantas ocupaciones que no me dejaban un instante para divertirme. Mostróse satisfecha de esta excusa, y por tres días sufrió mi ausencia con bastante firmeza; mas al cabo de este tiempo perdió la paciencia y le dijo a su escudero: “Marcos, tú me engañas. Diego no ha dejado de venir aquí sin motivo, y esto encierra algún misterio que quiero descubrir. Habla y no me ocultes nada, que así te lo mando”. “Señora —respondió él, llagándole con otra mentira—, ya que usted quiere saber las cosas como son, sepa que al pobre Diego le ha sucedido muchas veces volverse a su casa después de nuestras músicas y encontrarse sin cena, y ya no se atreve a exponerse a ir a la cama sin cenar”. “¿Cómo sin cenar? —exclamó ella lastimada—. ¿Por qué no me lo has dicho antes? ¡Pobre mozo! Anda al instante y tráemelo contigo, asegurándole que nunca volverá a su casa sin cenar, porque yo daré orden que se le guarde aquí siempre algún plato”, “¡Qué es lo que oigo! —exclamó el escudero, admirado de oírla hablar de aquella suerte—. ¡Qué mudanza, cielos! ¿Sois vos, señora, la que me habláis en esos términos? ¿Pues de cuándo acá os habéis hecho tan compasiva y sensible?”, “Desde que tú viniste a esta casa —me respondió prontamente—; o, por mejor decir, desde que reprendiste mis modales desdeñosos y te empeñaste en suavizar la aspereza de mis costumbres. Mas, ¡ay de mí —prosiguió ella enternecida—, que he pasado de un extremo a otro! De altiva e insensible que era, me he vuelto sobrado mansa y cariñosa. Amo a tu amigo Diego sin poderlo remediar, y su ausencia, muy lejos de templar mi amor, le inflama más y más”. “¿Es posible, señora —replicó el viejo—, que un mozo que nada tiene de hermoso ni gallardo haya excitado en vos una pasión tan vehemente? Yo disculparía vuestra inclinación si os la hubiera inspirado algún caballero de gran mérito…”. “¡Ah, Marcos! —interrumpió Marcelina—. ¡O yo no me parezco en nada a las otras mujeres, o tú, no obstante tu larga experiencia, todavía no las conoces bien si te persuades que el mérito es quien las mueve para elegir a un sujeto! Si he de juzgarlo por mí misma, nunca reflexionan para enamorarse. El amor es un desorden de la razón que a pesar nuestro nos arrastra tras de un objeto y nos sujeta a él. Es una enfermedad que nace en nosotras y nos atormenta como la rabia a los animales. No te canses, pues, en persuadirme de que Diego no es digno de mi cariño; basta que le ame, para figurarme en él mil prendas que no descubres tú y que quizá tampoco él tendrá. En vano te empeñas en hacerme creer que ni sus facciones ni su figura tienen cosa que pueda llamarme la atención; a mí me parece hechicero y más hermoso que el sol; fuera de que tiene en su voz una suavidad que me encanta y se me figura que toca la guitarra con una gracia y primor particular”. “¡Pero, señora! —replicó Marcos—. ¿Habéis pensado bien lo que es el tal Diego, su baja y humilde condición?…”. “Yo no soy mejor que él —me interrumpió—; pero aun cuando fuera una mujer de distinción, nunca repararía en eso”.
»El resultado de esta conferencia fué que, desesperanzado el viejo escudero de adelantar cosa alguna con su ama en este punto, la dejó en su capricho y se retiró, como un diestro piloto cede a la tormenta que le desvía del puerto a donde se ha propuesto desembarcar. Aun hizo más: por dar gusto a su ama, me vino a buscar, me llamó aparte, y después de haberme contado todo lo sucedido entre ella y él, “Bien ves, Diego —me dijo—, que no podemos excusarnos de continuar nuestras músicas a la puerta de Marcelina. Es indispensable, amigo mío, que esta señora te vuelva a ver, porque de otra manera nos exponemos a que haga alguna locura que perjudique más que nada a su reputación”. No me hice de rogar, y respondíle que iría a su casa con mi guitarra así que anocheciese, y podía llevar a su ama esta agradable noticia. Hízolo así y dio a la apasionada amante la más alegre y gustosa nueva que podía desear, con la esperanza de verme y oírme aquella noche.
»Pero faltó poco para que un lance pesado le hubiese frustrado esta esperanza. No pude salir de casa hasta después de muy anochecido, y, por mis pecados, era la noche muy obscura. Caminaba a tientas por la calle, y quizá llevaba andado ya la mitad del camino, cuando de una ventana me regalaron de pies a cabeza con cierto “¡Agua va!”, que lisonjeaba poco el sentido del olfato. Viéndome en tal estado, no sabía qué partido tomar. Volverme a casa era exponerme a las pesadas zumbas de los otros mancebos compañeros míos; ir a la de Marcelina en aquel magnífico equipaje no me lo permitía la vergüenza. Resolvíme, no obstante, a ir a casa del médico, persuadido de que encontraría a Marcos a la puerta y que todo se remediaría antes de presentarme en aquel estado a Marcelina. Con efecto, fué así; encontrele esperándome a la puerta, y luego que me vio, me dijo que el doctor Oloroso acababa de recogerse y que aquella noche nos podíamos divertir a nuestro sabor. Respondíle que ante todas cosas era menester limpiarme el vestido, y le conté lo que me había pasado. Mostróse muy condolido de ello y me hizo entrar en donde me estaba esperando su ama. Apenas oyó esta señora mi sucia aventura y me vio en el triste estado en que me hallaba, prorrum-píó en expresiones del mayor dolor, como si me hubieran sucedido las más funestas desgracias; y después, como si hablase con la puerca que me había puesto de aquella manera, se desfogó echándole mil maldiciones. “Señora —le dijo Marcos—, moderad esos impulsos; considerad que el lance fué puro efecto de casualidad y no conviene mostrar tan fuerte enojo”. “¿Cómo quieres —respondió ella— que no sienta vivamente la ofensa que se ha hecho a este inocente cordero, a esta paloma sin hiél, que ni aun se queja del ultraje que ha recibido? ¡Ojalá fuera yo hombre en esta ocasión para vengarle!”.
»Otras mil cosas dijo, pruebas todas de su ciego amor, que igualmente acreditó con las acciones, porque mientras Marcos me estaba limpiando con la toalla, Marcelina fué corriendo a su cuarto; trajo una cajita llena de todo género de perfumes, quemó cantidad de ellos, sahunó todos mis vestidos y los roció con espíritus olorosos en abundancia. Concluido el sahumerio y aspersorio, la caritativa señora fué en persona a la cocina y me trajo pan, vino y algunos pedazos de carnero asado que tenía guardados para mí. Obligóme a comer, y teniendo gusto en servirme ella misma, ya me hacía plato y ya me echaba de beber, a pesar de cuanto Marcos y yo podíamos hacer y decir para que no se humillase a semejantes demostraciones. Acabada la cena, templamos prontamente los instrumentos y arreglamos las voces para dar principio a nuestro concierto. Marcelina quedó embelesada de oírnos; bien es verdad que escogimos de propósito ciertos cantares y letrillas amorosas que halagaban su amor; y debo confesar que mientras cantábamos yo lanzaba de cuando en cuando hacia ella unas ojeadas tiernas que llegaban fuego a las estopas, porque el juego me iba ya gustando. No me cansaba el concierto, aunque ya hacía mucho que duraba. Por lo que toca a la señora, las horas le parecían instantes, y de buena gana hubiera estado oyéndonos toda la noche si su escudero, a quien los instantes se le hacían horas, no le hubiera avisado que era ya tarde. Dióle el trabajo de decírselo más de diez veces; pero daba con un hombre infatigable en este punto, que no la dejó sosegar hasta que yo me ausenté. Como era cuerdo y prudente y veía a su ama tan locamente apasionada, temía nos sucediese algún desastre. El tiempo verificó lo fundado de su temor, porque el médico, ya fuese porque comenzó a entrar en sospecha y a dudar de algún enredo secreto, o ya porque el diablillo de los celos, que hasta entonces le había respetado, quiso inquietarle, comenzó a reprender nuestras músicas, y aun hizo más, prohibiéndonoslas en tono de amo que quería ser obedecido, y sin dar razón alguna de lo que mandaba, declaró que no aguantaría más se admitiese en su casa a ninguno de fuera. Notificóme Marcos esta resolución, que hablaba tan particularmente conmigo, y no puedo negar que por entonces me desazonó muchísimo, porque sentía perder las esperanzas que había concebido. Con todo eso, por no faltar a la obligación de fiel historiador, debo confesar que a corta reflexión me costó poco el conformarme y llevar en paciencia aquel revés de la fortuna. No así Marcelina, cuya afición cobró mayor fuerza. “Querido Marcos —dijo al escudero—, de ti solo espero algún consuelo: ruégote que hagas todo lo posible para que tenga el gusto de ver secretamente a Diego”. “¿Qué es lo que usted me pide, señora? —le respondió colérico—. ¡Demasiada contemplación he tenido con usted! ¡No, no quiera Dios que por fomentar una loca pasión contribuya yo a deshonrar a mi amo, a la pérdida de vuestra reputación y a mancharme a mí mismo con el borrón de tal infamia, después de haber pasado toda la vida por hombre muy de bien, por criado fiel y de una conducta irreprensible! ¡Antes dejaré la casa que servir en ella de un modo tan vergonzoso!”. “¡Ah Marcos! —replicó la señora, asustada de estas últimas palabras—. ¡Me atraviesas de parte a parte el corazón cuando hablas de marcharte! Pues qué, ¿piensas, cruel, dejarme, después que me has reducido al lastimoso estado en que me veo? ¡Restituyeme primero aquel orgullo y aquella tranquila altivez que tú mismo me quitaste! ¡Oh, y quién tuviera ahora aquellos felicísimos defectos! Gozaría de gran paz mi corazón en lugar del tumulto que le agita gracias a tus imprudentes reconvenciones. ¡Tú, tú fuiste quien estragaste mis costumbres cuando quisiste enmendarlas! ¡Pero qué es lo que digo! —continuó ella, llorando—. ¡Desdichada de mí! ¿A qué fin darte en cara con tan injustas quejas? ¡No amado padre, no fuiste tú el autor de mi infortunio! ¡Mi mala suerte fué la única que me preparó mi desgracia! ¡No hagas caso, te pido, de las necias palabras que profiero! Mi pasión me ha trastornado el juicio. ¡Compadécete de mi flaqueza! ¡Tú eres mi único consuelo, y si aprecias mi vida no me niegues tu asistencia!”.
»Al decir estas palabras creció su llanto de manera que no pudo continuar. Sacó el pañuelo, cubrióse con él el rostro y se dejó caer en una silla, como una persona que se rinde al peso de su aflicción. El buen Marcos, que era de la mejor pasta de escuderos que jamás se ha visto, no pudo resistir a un espectáculo tan lastimoso, que le conmovió vivamente, y mezcló sus compasivas lágrimas con las de su afligida ama, diciéndole, lleno de ternura: “¡Ah. señora, y qué atractivo es el vuestro! No tengo fuerzas para combatir vuestra pena, que acaba de rendir mi virtud, y prometo auxiliaros. ¡Ya no me admiro de que el amor haya tenido poder para haceros olvidar de vuestro deber, cuando la compasión sola lo ha tenido para no acordarme yo del mío!”. De manera que el pobre escudero, a pesar de su irreprensible conducta, se sacrificó muy servicialmente a la pasión de Marcelina. A la mañana siguiente vino a contarme todo lo sucedido, y me dijo que tenía ya pensado el modo de proporcionarme una conversación secreta con su ama. Con esto animó mi esperanza; pero dos horas después llegó a mis oídos una noticia tan triste como no esperada. El mancebo de una botica que había en el barrio, y era uno de nuestros parroquianos, vino a hacerse la barba. Mientras me disponía a rasurarle, me dijo: “Señor Diego, ¿cómo le va a usted con su amigo el viejo escudero Marcos de Obregón? Ya sabrá usted que está para marcharse de casa del doctor Oloroso”. ”No, por cierto”, le respondí. «Pues sépalo usted —me replicó—, y no dude que la cosa es cierta. Hoy sin falta le despedirán. Su amo y el mío acaban de tener ahora una conversación, a que me hallé presente, en la cual dijo el primero al segundo: “Señor boticario, tengo que hacer a usted una súplica. No estoy contento con un viejo escudero que tengo en casa, y en su lugar quisiera una dueña fiel, severa y vigilante que guardase a mi mujer”. “¡Ya entiendo! —respondió mi amo—. Usted necesitaría de la señora Melancia, que fué la que custodió a mi difunta esposa, que aunque ha seis semanas que enviudé todavía la mantengo en casa. A la verdad, me sería muy útil para gobernarla; pero se la cedo a usted gustoso, por lo mucho que me intereso en su honor. Bien puede descuidar con ella en punto a la seguridad de su honra, porque es la perla de las dueñas y un verdadero dragón para guardar la castidad del sexo frágil. En doce años que estuvo al lado de mi mujer, que como usted sabe era moza y linda, no vi en mi casa ni aun la sombra de un galán. ¡Sí por cierto! ¡Bonita era la dueña para sufrirlo! Sobre este punto no aguantaba chanzas. Aun diré más, mi mujer, a los principios, gustaba mucho de pasatiempos y galanteos; pero la señora Melancia supo fundirla tan de nuevo que la inclinó enteramente a la virtud. En fin, es un tesoro para vuestra seguridad”. Quedó el señor doctor muy satisfecho de unos informes tan a medida de su deseo, y ambos convinieron en que hoy mismo iría la dueña a ocupar el lugar del escudero.
»Esta noticia, que tuvo por cierta, como en efecto lo era, desconcertó las ideas de todos los buenos ratos que yo esperaba lograr; y Marcos, que vino después de comer, acabó de desvanecérmelas confirmando todo lo que me había dicho el mancebo. «Amigo Diego —me dijo el buen escudero—, estoy contentísimo con que el doctor Oloroso me haya despedido, porque me ha librado de molestísimos disgustos y cuidados. Además de haberme echado a cuestas, muy contra mi inclinación, un villanísimo empleo, necesitaba andar continuamente ideando trazas y urdiendo enredos para que pudieses hablar secretamente a Marcelina. ¡Qué embrollo! Gracias al Cielo, me veo ya fuera de estos cuidados y, sobre todo, de los peligros que los acompañan. Por lo que a ti toca, hijo mío, también debes alegrarte de haber perdido algunos ratos de un placer momentáneo, a trueque de haberte librado de tantas pesadumbres, sustos y riesgos”. Agradóme mucho la moral de Marco, porque me pareció que ya nada podía esperar, y sin hacerme gran violencia determinó abandonar el campo. No era yo, lo confieso, de aquellos amantes porfiados que hacen vanidad de luchar contra todos los obstáculos; pero aun cuando lo fuera, la señora Melancia dejaría bien burlado mi empeño y tenacidad. El genio riguroso que atribuían a aquella mujer era capaz de desesperar a los amantes más pertinaces y atrevidos. Sin embargo de los colores con que me la habían pintado, no dejó de entender dos o tres días después que la señora médica había adormecido a aquel Argos y corrompido su fidelidad. Salía yo una mañana de casa a afeitar a un vecino nuestro, cuando una buena vieja se llegó a mí y me preguntó si era yo Diego de la Fuente. Respondíle que sí, y ella me replicó: “Pues a usted venía yo buscando. Vaya su merced esta noche a la puerta de doña Marcelina, haga alguna señal, y luego le será abierta”. “Muy bien —le repliqué yo—; pero es preciso que quedemos de acuerdo sobre qué señal ha de ser. Yo sé remedar maravillosamente el maullido del gato, y maullaré dos o tres veces”. “Basta eso —repuso la mensajera de amor—; voy a dar parte de su respuesta a la señora. Servidora de usted, señor Diego; el Cielo le conserve. ¡Qué galán sois! ¡A fe que si yo fuera una niña de quince años no le buscaría para otra!”. Diciendo esto, se desvió de mí aquella oficiosa vieja.
»Agitóme terriblemente este mensaje, y toda la moral de Marcos se la llevó el aire. Esperé con impaciencia la noche, y cuando me pareció que ya estaría durmiendo el doctor Oloroso, me encaminó hacia su puerta. Allí di principio a mis maullidos, que debían oírse de lejos y hacían mucho honor al maestro que me había ensoñado tan bello idioma. Un momento después bajó la misma Marcelina a abrir con mucho tiento la puerta, y volvió a cerrarla luego que yo hube entrado. Subimos a la sala en donde habíamos tenido nuestro último concierto, la cual estaba débilmente alumbrada por una luz que ardía sobre la chimenea. Nos sentamos juntos para dar principio a nuestra conversación, alterados ambos, aunque con la diferencia de que el placer sólo causaba la conmoción de Marcelina y la mía estaba mezclada con un poco de sobresalto. En vano me aseguraba mi dama que nada teníamos que temer por parte de su marido, pues se había apoderado de mí un temblor que turbaba mi alegría. Sin embargo, le pregunte: “Señora, ¿cómo habéis podido engañar la vigilancia de vuestra aya? Por lo que oí decir de Melancia, no creía que os fuese posible hallar medios de darme noticias vuestras y mucho menos de vernos a solas”. Sonriéndose entonces Marcelina de mi pregunta, me contestó: “Dejarás de sorprenderte de la secreta entrevista que tenemos esta noche juntos luego que te haya contado lo que pasó entre las dos. Cuando entró en esta casa, mi marido le hizo mil caricias y me dijo: 'Marcelina, te entrego a la dirección de esta discreta señora, que es un compendio de todas las virtudes y un espejo en que debes mirarte de continuo para instruirte en la modestia. Esta admirable persona dirigió por espacio de doce años a la mujer de un boticario amigo mío; pero dirigió… de lo que hay poco: en términos que hizo de ella casi una santa'”.
»“Estas alabanzas, que el aspecto grave de Melancia no desmentían, me costaron muchas lágrimas y me pusieron desesperada. Me figuré las lecciones que tendría que escuchar desde la mañana hasta la noche y las reprensiones que me sería forzoso aguantar todos los días. En fin, consentí en llegar a ser la mujer más desgraciada del mundo, y olvidando toda consideración en medio de una esperanza tan cruel, le dije con mucha sequedad al aya luego que me vi sola con ella: 'Sin duda os dispondréis para hacerme padecer mucho; pero debo advertiros que soy poco sufrida y que no dejaré por mi parte de daros cuantos desaires pueda. Os declaro que mi corazón está dominado de una pasión que no serán capaces de arrancar de él vuestras reconvenciones. Sobre esto podéis tomar vuestras medidas. Redoblad vuestra vigilancia, porque os prometo no omitir nada para engañarla'. Al oír estas palabras, la dueña adusta, que bien creí iba a ensartarme un sermón por primera entrada, se puso risueña, y me dijo con un tono afable: 'Mucho me agrada vuestro carácter. Vuestra franqueza provoca la mía, pues veo que nacimos la una para la otra. ¡Ah bella Marcelina, qué mal me conocéis si formáis juicio de mí por el elogio de vuestro esposo o por la severidad de mi exterior! No me tengáis por enemiga de los placeres, porque no me hago agenta de los celos de los maridos sino para ser útil a las mujeres hermosas. Hace mucho tiempo que poseo el grande arte de disfrazarme, y puedo decir que soy doblemente feliz, porque disfruto a un mismo tiempo de la comodidad del vicio y de la reputación que da la virtud. Para entre nosotras, el mundo no es virtuoso sino de este modo: cuesta demasiado adquirir el fondo de las virtudes, y por eso en el día todos se contentan con tener sus apariencias. Dejaos guiar por mí —continuó el aya—, y veréis cómo se la pegamos tan bien al viejo doctor Oloroso, que os aseguro tendrá la misma suerte que el señor farmacéutico, porque no me parece más respetable la frente de un médico que la de un boticario. ¡Pobre señor! ¡Cuántas piezas le jugamos su mujer y yo! ¡Qué amable era aquella señora y de qué bello carácter! ¡Su alma goce de Dios! Os aseguro que ha pasado bien su juventud; ha tenido qué sé yo cuántos amantes, a quienes introduje en su casa sin que su marido lo advirtiese jamás. Así, señora, miradme con ojos más favorables, y estad convencida de que por más talento que tuviese el escudero que os servía, nada perderéis en el trueque, y aun tal vez os seré más útil que él'”.
»Figúrate ahora, Diego —continuó Marcelina—, si habré agradecido a la dueña el habérseme descubierto con tanta franqueza, cuando la creía de una virtud austera. ¡Ve ahí cómo se juzga mal de las mujeres! Melancia se granjeó desde luego mi afecto por este carácter de sinceridad y la abracé con un gozo extremado, que le manifestó con anticipación cuánto me alegraba de tenerla por aya. Haciéndola enseguida enteramente confidenta de mis sentimientos, le pedí que me proporcionase cuanto antes una conversación a solas contigo, lo que efectivamente cumplió, valiéndose esta mañana de la vieja que te habló y que es una mensajera que le sirvió muchas veces para la mujer del boticario. Pero lo que hay de más gracioso en esta aventura —añadió Marcelina riéndose— es que Melancia, por la relación que le hice de la costumbre que tiene mi esposo de pasar la noche sosegadamente, se acostó junto a él y ocupa mi lugar en este momento”. “Lo siento mucho, señora —dije entonces a Marcelina—, y de ningún modo apruebo vuestra invención. Vuestro marido puede muy bien despertarse y echar de ver el engaño”. “¡Oh, eso no! —replicó ella con precipitación—. No tengas el menor cuidado por eso y no hagas que un vano temor acibare el placer que debes tener en hallarte con una mujer que te quiere”.
»La esposa del doctor, observando que este discurso no desvanecía mis temores, no omitió nada de cuanto creyó a propósito para serenarme, y por fin hizo tanto, que llegó a conseguirlo. Desde este momento ya no pensé mas que en aprovecharme de la ocasión; pero al tiempo en que Cupido, acompañado de las risas y de los juegos, se disponía a labrar mi felicidad, oímos dar unas fuertes aldabadas a la puerta de la calle. Al instante, el Amor y su comitiva volaron a manera de unos pajarillos tímidos, espantados repentinamente por un gran ruido. Marcelina me ocultó debajo de una mesa que había en la sala, apagó la luz, y como lo había concertado con su aya, en caso que este contratiempo sucediese, se fué a la puerta de la alcoba en que dormía su marido. Entre tanto, los golpes que atronaban la casa continuaban con tanta repetición que, despertando el doctor, se sentó en la cama, dando voces a Melancia. Arrojóse ésta de la cama, aunque el viejo, que creía era su mujer, le decía que no se levantase; reunióse con su ama que, sintiéndola a su lado, la llamaba a gritos, para que fuese a ver quién estaba a la puerta. “Ya estoy aquí, señora —le respondió el aya—; volveos a la cama si queréis, que yo voy a ver lo que es”. Durante esto tiempo, habiéndose desnudado Marcelina, se acostó con el doctor, que no tuvo la menor sospecha de que le engañasen. Bien es verdad que esta escena acababa de representarse en la obscuridad por dos actrices, de las cuales una era incomparable y la otra tenía mucha disposición para serlo.
»El aya no tardó en presentarse, en bata de dormir y con una luz en la mano, diciendo a su amo: “Señor doctor, tenga usted la bondad de levantarse aprisa, porque el librero Fernández Buendía, vecino nuestro, le acometió una apoplejía, y os llaman de su parte para que vejéis a su socorro”. El médico, vistiéndose lo más pronto que pudo, partió a casa del enfermo, y su mujer, en bata de noche, vino con el aya a la sala en donde yo estaba y me sacaron de debajo de la mesa más muerto que vivo. “Nada tienes que temer, Diego —me dijo Marcelina—, serénate”. Al mismo tiempo, diciéndome en dos palabras de qué modo se había arreglado la cosa, quiso en seguida volver a tomar el hilo de la conversación que tenía conmigo y había sido interrumpida; pero se opuso a esto el aya. “Señora —le dijo—, vuestro marido acaso puede hallar muerto al librero y volverse inmediatamente; además de que —añadió, viéndome traspasado de miedo— ¿qué haríais con ese pobre mozo, no hallándose en estado de continuar la conversación? Más vale ponerle en la calle y dejar el negocio para mañana”. Doña Marcelina convino en ello, aunque a pesar suyo: tan amiga era de lo presente; y creo que sintió bastante no haber podido hacer poner al doctor el nuevo bonete que le tenía destinado.
»En cuanto a mí, menos afligido de haber malogrado los más preciosos favores del amor que gozoso de verme libre del peligro, me fui a casa del maestro, en donde pasé el resto de la noche en reflexionar sobre mi aventura. Estuve algún tiempo indeciso si acudiría a la cita de la noche siguiente, porque no formaba juicio de salir más bien librado en esta segunda calaverada que en la primera; pero el diablo, que siempre nos cerca, o, por mejor decir, se apodera de nosotros en semejantes lances, me hizo creer que pasaría por un mentecato si me quedaba a la mitad de un camino tan bueno; y aun representó a mi imaginación a Marcelina con nuevos atractivos y ponderó el precio de los placeres que me esperaban. Resolví, pues, continuar mi entremés, y muy resuelto a tener más firmeza, con tan bellas disposiciones, me fui al día siguiente a la puerta del doctor entre once y doce de la noche y en medio de una obscuridad tan grande que no se veía brillar ni una sola estrella en el cielo. Maullé dos o tres veces para avisar que estaba en la calle. Pero como nadie bajaba a abrirme, no me contenté con empezar de nuevo, sino que me puse a remedar todos los diferentes gritos del gato, que un pastor de Olmedo me había enseñado; y lo hice tan al natural, que un vecino que volvía a su casa, teniéndome por uno de estos animales cuyos maullidos imitaba, cogió un guijarro que tropezó con los pies y me lo arrojó con toda su fuerza, diciendo: “¡Maldito sea el gato!”. Recibí tan fuerte golpe en la cabeza que quedé aturdido por el pronto, y me faltó poco para que cayese a tierra atolondrado. Esto bastó para que diese al diablo el galanteo, y perdiendo el amor juntamente con la sangre, me volví a casa, donde desperté e hice levantar a todos. El maestro reconoció la herida, que le pareció peligrosa; pero no tuvo malas resultas y se cerró al cabo de tres semanas. En todo este tiempo no oí hablar de Marcelina. Es natural que Melancia, para desprenderla de mí, le buscase algún otro conocimiento, de lo que no me informó porque nada me importaba, pues salí de Madrid para andar la España luego que me vi perfectamerite curado».