CAPÍTULO VI

A dónde se encaminó Gil Blas después que salió de Valladolid y qué especie de hombre se incorporó con él.

AMINABA muy aprisa, y de cuando en cuando volvía a mirar atrás por ver si me seguía el formidable vizcaíno. Teníale tan presente en la imaginación, que cada bulto y cada árbol me parecían que era él, y continuamente me estaba dando saltos el corazón; pero después que anduve una buena legua me sosegué y proseguí mi viaje con mayor quietud, dirigiéndome a Madrid, adonde había hecho ánimo de ir. No sentí dejar a Valladolid, y sólo, sí, el haberme separado de Fabricio, mi amado Pílades, sin haber podido despedirme de el. No me pesaba el haber abandonado la Medicina; antes bien, pedía perdón a Dios de haberla ejercido. Con todo, no dejé de contar el dinero que llevaba, aunque era el salario de mis homicidios y de mis asesinatos, semejante a las mujeres públicas, que después de arrepentidas de su mala vida no por eso dejan de contar con gusto el dinero que les ha valido. Hálleme con unos cinco ducados, lo que me pareció bastante para llegar a Madrid, donde creía hacer fortuna. Además, tenía gran gana de ver aquella corte, que me habían pintado como el compendio de todas las maravillas del mundo.

Mientras iba pensando en lo que había oído decir de ella y recreándome anticipadamente en las diversiones y gustos que me imaginaba había de gozar, oí la voz de un hombre que venía cantando tras de mí a gaznate tendido. Traía a cuestas una maleta, en la mano una guitarra y al lado una larguísima espada. Caminaba con tanto brío que muy presto me alcanzó. Era uno de aquellos dos apren-dices de barbero que habían estado presos conmigo por la aventura de la sortija. Desde luego nos conocimos los dos, y aunque uno y otro estábamos en tan diferente traje, quedamos igualmente admirados de vernos juntos en aquel sitio. Contéle, levemente la causa de haber dejado a Valladolid él me correspondió diciéndome que había tenido una pelotera con su maestro, de cuya resulta uno y otro se habían despedido para siempre. «Si hubiera querido mantenerme aún en Valladolid —añadió—, habría encontrado diez tiendas por una, porque, sin vanidad, me atreveré a decir que acaso no se encontrará en toda España quien sepa rasurar mejor a pelo y contrapelo ni levantar mejor unos bigotes; pero no pude resistir a la vehemente gana de volver a ver mi patria, de la que ha diez años que falto. Quiero respirar algún tiempo el aire nativo y saber cómo están mis parientes. Pasado mañana espero verme entre ellos, porque residen en Olmedo, villa muy conocida, más allá de Segóvia».

Me determiné a ir en compañía del barbero hasta su lugar y desde allí pasar a Segovia, con esperanza de encontrar alguna mayor comodidad para llegar a Madrid. Comenzamos a hablar de cosas indiferentes para divertir la molestia del camino. Era el mozuelo de buen humor y de muy grata conversación. Al cabo de una hora me preguntó si tenía apetito. «En llegando al mesón lo veremos», le respondí. «¿Pero no se puede tomar antes alguna parva? —me replicó—. Yo traigo en la alforja algo que almorzar; cuando camino, siempre tengo cuidado de llevar para la bucólica, y no gusto de cargar con vestidos, ropa blanca ni otros trapos inútiles, metiendo sólo en la alforja municiones de boca, mis navajas y un poco de jabón, y colgando la bacía del cinto». Alabé su previsión y convine en que tomásemos el refrigerio que me proponía.

Desviámonos un poco del camino para sentarnos en un prado, donde sacó su provisión el barberi11o, que todo consistía en media docena de cebollas, algunos mendrugos de pan y unos bocados de queso; pero lo que presentó como lo mejor y más precioso de la alforja fué una bota llena de vino, que aseguró ser muy exquisito y sabroso. Aunque los manjares no eran los más delicados, como a los dos nos apretaba el hambre, nos supieron muy bien y no los desairamos. Vaciamos también toda la bota, que hacía dos azumbres, de un vino que a mi parecer no merecía que el barberillo lo hubiese alabado tanto. Concluida nuestra frugal refacción, nos volvimos a poner en camino y a continuar nuestro viaje con más vigor y con mayor alegría. El barberillo, a quien Fabricio había dicho que mi vida estaba llena de aventuras muy singulares, me suplicó se las contase, para poder decir que las había oído de mi propia boca. Pareciéndome que nada podía negar a un hombre que acababa de regalarme con tan espléndido almuerzo, le di el gusto que deseaba, y, en correspondencia le dije era menester me refiriese también él su vida. «Por lo que toca a mi historia —contestó—, no merece, cierto, ser contada, porque toda ella se reduce a hechos sencillos; pero, sin embargo —añadió—, ya que no tenemos cosa mejor en qué entretenernos, se la referiré a usted tal cual ella ha sido». Y diciendo y haciendo, comenzó a contarla, poco más o menos en los términos siguientes.