Qué remedios suministraron al canónigo habiendo empeorado en su enfermedad; lo que resultó, y qué dejó a Gil Blas en su testamento.
ERVÍ tres meses al señor licenciado Cedillo, sin quejarme de las malas noches que me daba. Cayó malo al cabo de este tiempo; entróle calentura y con ella se le irritó la gota. Recurrió a los médicos, siendo la primera vez que lo hacía en toda su vida, aunque había sido larga. Llamó determinadamente al doctor Sangredo, a quien tenían en Valladolid por otro Hipócrates. La señora Jacinta hubiera querido más que el canónigo, ante todas cosas, comenzase por hacer testamento; pero además de que no le parecía a él que estaba de tanto peligro, en ciertas materias era un poco caprichoso y testarudo. Fui, pues, a buscar al doctor Sangredo, y condújele a casa. Era un hombre alto, seco y macilento, que por espacio de cuarenta años a lo menos tenía continuamente empleada la tijera de las Parcas. Su exterior era grave, serio, con un si es no es de desdeñoso; su voz, gutural, sonora y ahuecada; pronunciaba las palabras con un tantico de recalcamiento, lo que a su parecer daba mayor nobleza a las expresiones. Parecía que medía sus discursos geométricamente, y era singular en sus opiniones.
Después de haber observado al enfermo, comenzó a hablar así en tono magistral: «Trátase aquí de suplir el defecto de la transpiración escasa, dificultosa y detenida. Otros médicos ordenarían, sin duda, en este caso remedios salinos, urinosos y volátiles, que por la mayor parte tienen algo de azufre y mercurio; pero los purgantes y los sudoríficos son drogas perniciosas inventadas por curanderos. Todas las preparaciones químicas me parecen invenciones para arruinar la naturaleza; yo echo mano de medicamentos más simples y seguros. ¿Qué es lo que usted acostumbra comer?», preguntó al enfermo. «Comúnmente, cubiletes y manjares jugosos», respondió el canónigo. «¡Cubiletes y manjares jugosos! —exclamó suspenso y admirado el doctor—. ¡Ya no me maravillo de que usted haya enfermado! Los manjares deliciosos son gustos emponzoñados, lazos que la sensualidad arma a los hombres para destruirlos con mayor seguridad. Es preciso que usted renuncie a todo alimento de buen gusto: los más desabridos son los más propios para la salud. Como la sangre es insípida, está pidiendo alimentos análogos a su naturaleza. ¿Y bebe usted vino?», le volvió a preguntar. «Sí, señor, pero aguado», respondió el enfermo. «¡Qué dice usted aguado! —exclamó el doctor—. ¡Qué desorden! ¡Qué espantoso desarreglo! ¡Debía usted haberse muerto cien años ha! ¿Y qué edad es la de usted?». «Voy a entrar en sesenta y nueve años», repuso el licenciado. «Justamente —continuó el médico—, la vejez anticipada siempre es fruto de la intemperancia. Si usted hubiera bebido sólo agua clara toda su vida y usado de alimentos simples, como manzanas cocidas, por ejemplo, y guisantes o judías, no se vería ahora atormentado de la gota, y todos sus miembros ejercerían todavía fácilmente sus respectivas funciones. Con todo, no desconfío de restablecerle, como se entregue ciegamente a cuanto yo ordenare». El canónigo, aunque gustaba de buenos bocados, ofreció obedecerle en todo y por todo.
Entonces Sangredo me dijo fuese prontamente a llamar a un sangrador que él mismo me nombró, y le hizo sacar a mi amo seis tazas completas de sangre para empezar a suplir la falta de transpiración. Después dijo al sangrador: «Maese Martín Oñez: dentro de tres horas volved a sacarle otras seis, y mañana repetiréis lo mismo. Es error creer que la sangre sea necesaria para la conservación de la vida: por mucha que se le saque a un enfermo, nunca será demasiada. Como en tal estado apenas tiene que hacer movimiento ni ejercicio, sino el preciso para no morirse, no necesita más sangre para vivir que la que ha menester un hombre dormido. En uno y otro la vida sólo consiste en el pulso y en la respiración». No creyendo mi buen amo que un tan gran médico pudiese hacer falsos silogismos, convino en dejarse sangrar. Después que el doctor ordenó frecuentes y copiosas sangrías, añadió que era también preciso dar de beber al enfermo agua caliente a cada paso, asegurando que el agua en abundancia era el mayor específico contra todas las enfermedades. Con esto concluyó su visita y se fué, diciéndonos a la señora Jacinta y a mí que él salía por fiador de la salud del señor canónigo con tal que se observase a la letra todo lo que acababa de prescribir. El ama, que quizá juzgaba todo lo contrario de lo que él se prometía de su método, le dio palabra de que se observaría con la más escrupulosa exactitud. Con efecto, inmediatamente pusimos a calentar agua, y como el doctor nos había encargado tanto que fuésemos liberales de ella, luego le hicimos beber cinco o seis cuartillos; una hora después repetimos lo mismo, y de tiempo en tiempo volvíamos a ello, de manera que en el espacio de pocas horas le metimos un río de agua en la barriga. Ayudándonos por otra parte el sangrador con la cantidad de sangre que le sacaba, en menos de dos días pusimos al pobre canónigo a las puertas de la muerte.
Ya no podía más el buen eclesiástico, y presentándole yo un gran vaso del soberano específico para que le bebiese, «¡Quita allá, amigo Gil Blas! —me dijo con voz desmayada—. ¡Ya no puedo beber más! Conozco que me es preciso morir a pesar de la gran virtud del agua y que no me siento mejor aunque apenas me ha quedado en el cuerpo una gota de sangre: prueba clara de que el médico más hábil y más sabio del mundo no es capaz de prolongarnos un instante la vida cuando llegó el término fatal. Es ya necesario disponerme para partir al otro mundo. Anda, pues, y tráeme aquí un escribano, que quiero hacer testamento». Cuando oí estas palabras, que ciertamente no me desagradaron, fingí entristecerme muchísimo, y disimulando la gana que tenía de ejecutar cuanto antes el encargo que me acababa de dar, como hace en tales casos todo heredero, «¡Oh, señor! —le respondí, dando un profundo suspiro—. ¡No está su merced tan malo, por la misericordia de Dios, que todavía no pueda esperar levantarse!». «¡No, no, hijo mío! —repuso—. ¡Esto ya se acabó! Estoy viendo que sube la gota y que la muerte se va acercando. Vé, pues, y haz cuanto antes lo que te he mandado». Conocí, efectivamente, que se le mudaba el semblante y que iba perdiendo terreno por momentos, por lo cual, persuadido de que el asunto estrechaba, marché volando a ejecutar lo que me había ordenado, dejando con el enfermo a la señora Jacinta, la cual temía aún más que yo que nuestro canónigo se nos muriese sin testar. Entróme en casa del primer escribano que encontró. «Señor —le dije—, mi amo, el licenciado Cedillo, está acabando; quiere hacer su última disposición y no hay que perder tiempo». Era el escribano un hombre rechoncho y pequeñito, de genio alegre y amigo de bufonearse. «¿Qué médico le asiste?», me preguntó. «El doctor Sangredo», le respondí. «¡Pues vamos, vamos aprisa —repuso él, cogiendo apresuradamente la capa y el sombrero—, porque ese doctor es tan expeditivo que no da lugar a los enfermos para llamar a los escribanos! ¡Es un hombre que me ha hecho perder muchos testamentos!».
Diciendo esto, salimos juntos, andando aceleradamente para llegar antes que el enfermo entrase en la agonía; y yo dije en el camino al escribano: «Ya sabe usted que a un pobre testador cuando está enfermo suele faltarle la memoria, por lo cual suplico a usted que, si es menester, le haga algún recuerdo de mi lealtad y de mi celo». «Yo te lo prometo —me respondió—, y fíate de mi palabra, pues es justo que un amo recompense a un criado que le ha servido bien; y así, por poco que le vea inclinado a pagar tus servicios, le exhortaré a que te deje alguna buena manda». Cuando llegamos a casa, hallamos todavía al enfermo despejado y con todos sus sentidos. Estaba junto a él la señora Jacinta, bañado el rostro en lágrimas. Acababa de hacer bien su papel, disponiendo al canónigo a que le dejase lo mejor que tenía. Quedó el escribano solo con el amo, y los dos nos salimos a la antesala, donde encontramos al sangrador, que venía a hacerle otra sangría. «¡Deténgase, maese Martín! —le dijo el ama—. Ahora no puede entrar, porque está su merced haciendo testamento. Le sangraréis a vuestro placer luego que acabe».
Estábamos con gran temor la beata y yo de que muriese en el mismo acto de testar; pero, por fortuna, se formalizó el instrumento que nos ocasionaba aquella inquietud. Vimos salir al escribano, que encontrándome al paso, dándome una palmadita en el hombro y sonriéndose, me dijo: «¡No has sido echado en olvido, Gil Blas!», palabras que me llenaron de alborozo. Y agradecí tanto la memoria que mi amo había hecho de mí, que ofrecí encomendarle muy de veras a Dios después de su muerte, la que tardó poco en suceder, porque habiéndole sangrado otra vez el sangrador, el pobre viejo, que ya estaba casi exangüe, expiró en el mismo momento. Apenas acababa de exhalar el último suspiro, cuando entró el médico, que se quedó cortado y mudo, no obstante de estar tan acostumbrado a despachar cuanto antes a sus enfermos. Con todo eso, lejos de atribuir su muerte a tanta agua y a tantas sangrías, volvió las espaldas, diciendo con frialdad que había muerto porque le habían sangrado poco y no dádole bastante agua caliente. El ejecutor de la medicina, quiero decir el sangrador, viendo que ya no era necesario su ministerio, se marchó también, siguiendo al doctor Sangredo, diciendo uno y otro que desde el primer día habían desahuciado al licenciado. Y, en efecto, casi nunca se engañaban cuando pronunciaban semejante fallo.
Luego que vimos muerto a nuestro amo, la señora Jacinta, Inesilla y yo comenzamos un concierto de fúnebres alaridos, y tales que se oyeron on toda la vecindad. La beata, sobre todo, que tenía mayor motivo para estar alegre, levantaba el grito con lamentos tan funestos que parecía la mujer más afligida del mundo. En un instante se llenó la casa de gente, atraída más de curiosidad que de compasión. Los parientes del difunto se presentaron también muy pronto, y hallaron tan desconsolada a la beata que se persuadieron que el canónigo había muerto ab intestato. Pero tardó poco en abrirse a presencia de todos el testamento, dispuesto con las formalidades necesarias; y cuando vieron que el testador dejaba las mejores alhajas a la señora Jacinta y a la niña, pronunciaron una oración fúnebre del canónigo poco decorosa a su memoria, motejando al mismo tiempo a la beata, sin olvidarme a mí, que verdaderamente lo merecía. El licenciado —¡en paz sea su alma!—, para obligarme a que no me olvidase de él en toda mi vida, se explicaba así en el artículo del testamento que hablaba conmigo: «ítem, por cuanto Gil Blas es un mozo que tiene algún baño de literatura, para que acabe de perfeccionarse y se haga hombre sabio, le dejo mi librería con todos los libros y manuscritos, sin exceptuar ninguno».
No sabía yo dónde podía estar la tal soñada librería, porque en ninguna parte de la casa la había visto jamás. Sólo había sobre una tabla en el cuarto del canónigo cinco o seis libros con algún legajo de papeles, y los tales libros no podían servirme para nada. Uno se titulaba El cocinero perfecto; otro trataba De la indigestión y del modo de curarla; los demás eran las cuatro partes del Breviario, medio roídas de la polilla. En cuanto a los manuscritos, el más curioso era todos los autos de un pleito que había seguido el canónigo para conseguir la prebenda. Después que examiné mi legado con mayor atención de la que él se merecía, se lo cedí a los parientes del difunto, que tanto me lo habían envidiado. Entregúeles también el vestido que tenía a cuestas y volví a tomar el mío, contentándome con que me pagasen mi salario, y fuíme a buscar otra conveniencia. Por lo que toca a la señora Jacinta, además del dinero y alhajas que el canónigo le había dejado, se levantó con otras muchas cosas que ocultamente había depositado en su buen amigo durante la enfermedad del difunto.