Recibimiento que le hizo en Burgos doña Mencía.
O fui perezoso en levantarme al día siguiente. Fui a ajustar la cuenta con la huéspeda, que ya estaba levantada, y me pareció de mejor humor que el día antecedente. Atribuílo a la presencia de tres honrados cuadrilleros de la Santa Hermandad que con mucha familiaridad hablaban con ella, y serían sin duda los caballeros de importancia para quienes estaban destinadas todas las camas. Infórmeme en el lugar del camino que guiaba a la casa de campo a donde yo quería ir, y se lo pregunté a un paisano que me deparó la suerte, del mismo carácter que mi antiguo mesonero de Peñaflor. No contento con responderme a lo que le preguntaba, añadió que don Ambrosio había muerto tres semanas hacía, y que la marquesa, su mujer, se había retirado a un convento de la ciudad, que me nombró. Al punto me encaminé en derechura a Burgos, y, sin pensar ya en la casa de campo, fui volando al monasterio donde me dijeron que se hallaba doña Mencía, Supliqué a la tornera se sirviese decir a aquella señora que deseaba hablarle un mozo recién salido de la cárcel de Astorga. Inmediatamente fué a darle el recado la tornera. Volvió ésta, y me hizo entrar en un locutorio, adonde dentro de poco vi llegar, muy enlutada, a doña Mencía.
«Bien venido seas, Gil Blas —me dijo aquella viuda con modo muy afable—. Cuatro días ha que escribí a un conocido mío de Astorga suplicándole te fuese a ver y que de mi parte te rogase vinieses a visitarme inmediatamente que salieses de la prisión. Nunca dudé que pronto te darían libertad. Bastaban para esto las cosas que yo dije al corregidor en descargo tuyo. Respondiéronme que ya, con efecto, estabas libre, pero que no se sabía tu paradero. Temí no volverte a ver ni tener el gusto de darte alguna prueba de mi agradecimiento, lo que hubiera sentido extremadamente. Consuélate —añadió, conociendo que estaba avergonzado de presentarme a ella en tan miserable estado—; no te dé pena alguna el hallarte en el infeliz ropaje en que te veo. Después del gran servicio que me hiciste, sería yo la mujer más ingrata de las mujeres si no hiciera nada por ti. Mi ánimo es sacarte del mal estado en que te hallas; debo y puedo hacerlo, pues tengo bienes suficientes para poder corresponderte sin que me sea gravoso.
»Los lances —continuó — que me sucedieron hasta el día en que nos separaron para meternos presos ya los sabes como yo; ahora voy a contarte lo que me aconteció desde entonces. Luego que el corregidor de Astorga dispuso que me condujesen a Burgos, después de haberme oído la relación puntual de mis sucesos, me dirigí a la casa de don Ambrosio. Causó mi llegada general y extremada sorpresa; pero me dijeron que ya llegaba tarde, porque el marqués, profundamente afligido por mi fuga, había caído gravemente enfermo, y tanto, que los médicos desesperaban de su vida. Esta triste noticia fué un motivo más sobre los muchos que ya tenía para llorar el rigor de mi fatal destino. Con todo eso, quise que le avisasen mi llegada; entré después en su cuarto y corrí a arrojarme de rodillas a la cabecera de su cama, anegado en lágrimas el semblante y el corazón traspasado del más agudo dolor. “¿Quién te ha traído aquí? —me dijo luego que me vio—. ¿Vienes a complacerte en la obra de tus manos? ¿No te basta haberme quitado la vida? ¿Era menester, para mayor satisfacción tuya, que tus mismos ojos fuesen testigos de mi muerte?”. “Señor —le respondí—, ya os habrá informado Inés de que huí con mi legítimo esposo, y a no ser el funesto accidente que me privó de él, nunca más me hubierais vuelto a ver”. Referíle al mismo tiempo cómo don Alvaro había muerto a manos de unos ladrones y cómo me habían conducido al subterráneo, con todo lo demás que me había sucedido hasta entonces. Apenas acabé de hablar, cuando, alargándome cariñosamente la mano, me dijo con ternura: “¡Basta, hija; ya no me quejo de ti! Pues qué, ¿debo por ventura culpar un proceder tan justo y tan honrado? Hallástete de repente con tu legítimo esposo, a quien adorabas, y me abandonaste por irte con él. ¿Podré nunca condenar con razón una conducta dictada por la conciencia y la justicia? No por cierto; ninguna razón tendría para quejarme. Por eso no permití que ninguno te siguiese. Respetaba en aquella fuga el sagrado derecho que la hacía lícita, y aun necesaria, como también el debido amor que profesabas a tu querido y verdadero esposo. En fin, te hago justicia, y protesto que con haberte restituido a mi casa has recobrado toda mi ternura. Sí, querida Mencía, tu presencia me colma de gozo y de consuelo. Mas ¡ay, cuan poco me durará uno y otro! Conozco que mi última hora se va acercando. Apenas la suerte me volvió a juntar contigo, cuando me será necesario arrancarme de ti con el último adiós”. Redoblóse mi llanto al oír palabras tan amorosas, las que excitaron en mí una aflicción extremada. Aunque adoré a don Alvaro, no lloré tanto por él. Murió don Ambrosio al día siguiente, y yo quedé dueña de la rica dote que me había señalado en las capitulaciones. No es mi ánimo emplearla mal. Aunque soy todavía moza, ninguno me verá pasar a terceras nupcias. Esto, a mi parecer, sólo es propio de mujeres sin pudor y sin delicadeza. Antes bien, te digo que ya no tengo inclinación al mundo y que quiero acabar mis días en este convento y ser su bienhechora».
Tal fué el discurso de doña Mencía; acabado el cual, sacó de la faltriquera un bolsillo y me lo tiró por la reja del locutorio a donde le pudiese alcanzar, diciendo: «Toma, Gil Blas, esos cien ducados, únicamente para que te vistas, y después vuélveme a ver, porque no quiero que se limite a cosa tan corta mi agradecimiento». Dile mil gracias y le juré que no partiría de Burgos sin volver a despedirme de ella. Hecho este juramento —que estaba bien resuelto a no quebrantar—, me fui a buscar algún mesón. Entré en el primero que encontré, pedí un cuarto, y para precaver el mal concepto que por el traje se podía formar de mí dije al mesonero que, aunque me veía en aquellos pobres trapos, tenía con qué pagar el gasto. Al oír estas palabras, el mesonero, que se llamaba Majuelo y era naturalmente grandísimo bufón, mirándome y examinándome atentamente de pies a cabeza, me dijo con cierto aire malicioso y chufletero que no necesitaba de mi aseveración para conocer que sin duda haría yo en su casa mucho gasto, porque entre los remiendos de aquellos malos trapos se divisaba en mi persona un no sé qué de nobleza que le obligaba a creer que yo era un caballero de grandes conveniencias. No dejé de conocer que el bellaco se estaba burlando de mí, y para cortar de repente sus bufonescas frialdades saqué el bolsillo y a su vista conté sobre una mesa mis ducados, los que le obligaron a formar un juicio más favorable de mí. Roguéle que me hiciese buscar algún sastre, a lo cual me replicó que sería mejor llamar a algún prendero, el cual traería diferentes vestidos de todas clases, para quedar pronto vestido del todo. Armóme el consejo y determiné seguirle; pero como se acercaba ya la noche, dilaté este negocio hasta el día siguiente, y sólo pensó en cenar bien para resarcir lo mal que había comido desde que salí del subterráneo.