CAPÍTULO IV

Descripción de la cueva subterránea y de lo que vio en ella Gil Blas.

NTONCES conocí entre qué especie de gentes me hallaba, y fácilmente se puede adivinar que este conocimiento me quitaría el primer temor; pero otro mucho mayor se apoderó luego de mí. Di por supuesto que iba a perder la vida con mis pobres ducados; y mirándome como una víctima que era conducida al sacrificio, caminaba más muerto que vivo entre mis conductores, cuando, advirtiendo ellos mismos que iba temblando, me exhortaron con la mayor dulzura, pero inútilmente, a que depusiese todo temor. Habríamos caminado como unos doscientos pasos, cuando entramos en una especie de caballeriza, a que daban luz dos grandes candiles que pendían de la bóveda. Había en ella una buena provisión de paja y muchos sacos atestados de cebada. Podían caber en ella hasta veinte caballos, pero a la sazón solamente había los dos que acababan de llegar. Vino a atarlos al pesebre un negro ya viejo, pero en la traza fornido y vigorosos. Salimos de la caballeriza y llegamos a la cocina, donde una vieja estaba disponiendo la cena. No faltaba en la cocina utensilio alguno. La cocinera era una mujer de más de sesenta años. Sus blancos cabellos conservaban algunas manchas, residuos del color rubio subido que tuvieran; su barba era puntiaguda, y la nariz tan larga y encorvada que casi llegaba a besar la boca con la punta, y sus ojos tan encarnados que parecían dos tomates maduros.

«Señora Leonarda —dijo uno de los caballeros, presentándome a aquel bello ángel de tinieblas—, mire este mocito que le traemos». Y volviéndose después a mí, y viéndome pálido y consumido, me dijo: «Vuelve, querido, en ti, y no tengas miedo, pues no te queremos hacer mal. Nos hacía falta un mozo que aliviase en algo a nuestra pobre cocinera; te encontramos, y ésta ha sido tu fortuna. Ocuparás la plaza de un mozo que murió quince días ha, porque era de delicada complexión. La tuya parece más robusta y no morirás tan presto. A la verdad, no volverás ya a ver el sol; pero, en recompensa, comerás bien y tendrás siempre buena lumbre. Pasarás la vida con Leonarda, que es una criatura muy amable y humana. Tendrás cuantas conveniencias quisieres, y ahora conocerás que no has venido a vivir entre pordioseros y despilfarrados». Al mismo tiempo tomó una luz y me mandó que le siguiese. Llevóme a una bodega, donde vi una infinidad de botellas y grandes vasijas de barro bien tapadas, llenas todas de vinos exquisitos. Hízome pasar después por muchos cuartos, unos atestados de piezas de lienzo y otros de ricos paños y telas de lana y seda. En otro vi plata y oro y mucha vajilla marcada con diferentes escudos de armas. Seguíle después a una gran sala, que alumbraban tres grandes arañas de metal y conducía a otros cuartos que se comunicaban con ella. Aquí me hizo nuevas preguntas, es a saber: cómo me llamaba y por qué había salido de Oviedo. Después que satisfice su curiosidad, «Ahora bien, Gil Blas —me dijo con mucho agrado—: Puesto que sólo saliste de tu patria para lograr algún acomodo, parece que naciste de pie, pues se te proporciona vivir entre nosotros. Ya te lo he dicho: aquí vivirás en medio de la abundancia; nadarás en oro y plata y estarás con toda seguridad. Tal es este subterráneo, que aunque venga cien veces a este bosque la Santa Hermandad, nunca dará con él: la entrada sólo la conocemos yo y mis camaradas. Acaso me preguntarás cómo hemos podido nosotros fabricar este subterráneo sin que lo supiesen los paisanos de los lugares vecinos; pero has de saber, amigo mío, que ésta no ha sido obra nuestra, sino de muchos siglos. Después que los moros se apoderaron de Granada, de Aragón y de casi toda España, los cristianos que no se quisieron sujetar al yugo de los infieles huyeron y se ocultaron en este país, en Vizcaya y Asturias, adonde se retiró también el valiente don Pelayo. Los fugitivos y dispersos vivían por familias en los bosques y en las más ásperas montañas; unos, escondidos en cavernas, y otros, en subterráneos que ellos mismos fabricaron, y éste es uno de tantos. Después que, afortunadamente, arrojaron de España a sus enemigos se volvieron a sus ciudades, villas y lugares, y desde entonces los subterráneos sirvieron de asilos a las gentes de nuestra profesión. Es cierto que la Santa Hermandad ha descubierto y destruido algunos, pero todavía han quedado muchos; y yo, gracias al Cielo, quince años hace que habito impunemente en éste. Llamóme el capitán Rolando, soy el jefe de la compañía, y el otro que viste conmigo es uno de mis camaradas».